La noche de Todos los Santos



Antes de comenzar mi narración he de confesarles que, quizá por vez primera en toda mi vida, me encuentro completamente perplejo frente a algo que siempre había considerado carente por completo de importancia. Yo, escéptico militante y agnóstico convencido; yo, que toda mi vida he despreciado a todos aquellos que mostraban públicamente sus creencias religiosas tachándolos automáticamente de supersticiosos, veo ahora turbado cómo las que yo creía eran mis sólidas convicciones se han derrumbado como un frágil castillo de arena sometido al embate de las mansas olas de un playa cualquiera.

¿Por qué escribo esto cuando es mi firme voluntad la de no mostrárselo jamás a nadie mientras viva? ¿Por qué, cuando he jurado (sí, ante el mismo Dios en el que nunca he creído) no confiar mi secreto a persona alguna? Bien, supongo que será por la necesidad de desahogo que todos llevamos dentro, por el deseo íntimo de poder sincerarme con alguien aunque ese alguien sea tan sólo una aséptica hoja en blanco que sólo habrá de ver la luz cuando yo haya desaparecido de este mundo. Pero esto, o al menos eso creo, ya no me importará entonces.

Pero centrémonos en el relato. Somos, o por hablar con mayor propiedad, éramos, un grupo de cinco amigos todos de la misma edad y similares hábitos y aficiones. El hecho de que todos nosotros nos mantuviéramos solteros y sin deseos de abandonar nuestra cómoda libertad, rebasada ya con creces la barrera de los treinta años, hacía que lleváramos una vida peculiar en comparación con nuestros antiguos amigos ahora convertidos en respetables -y alienados- padres de familia. Todos nosotros estábamos bien situados profesionalmente, teníamos dinero de sobra y ganas de disfrutarlo, y nos sentíamos sumamente cómodos en brazos de nuestra prolongada juventud. Hacíamos lo que queríamos, y no nos arrepentíamos de ello.

Por lo demás, y esto es importante destacarlo, mis cuatro amigos eran tan indiferentes en materia religiosa como yo mismo... Si no lo era aún más; y en especial Raúl, protagonista principal de nuestra aventura. Raúl era exactamente igual que el resto de nosotros pero corregido y aumentado; de hecho, presumía frecuentemente de ser la persona más escéptica del mundo en lo que a cuestiones religiosas se refería. Aun para nuestro nivel el bueno de Raúl era un exaltado, y donde nosotros sólo mostrábamos una elegante y despectiva indiferencia, nuestro amigo se revelaba como un furibundo militante antirreligioso... Lo que no dejaba de producirnos evidentes incomodidades dada su palmaria carencia de tacto en lo que a su trato con personas creyentes o religiosas se refería.

Esta aclaración es importante para entender suficientemente lo que sucedió. Todo comenzó una noche de verano en un acto social al que estábamos todos invitados; lo que comenzó como una conversación trivial entre él y un desconocido (luego supimos que se trataba de un afamado -es un decir- parapsicólogo) acabó degenerando en una áspera discusión acerca de las almas y de la vida después de la muerte... Huelga decir lo que nuestro amigo defendía, con una vehemencia dignamente emulada por el airado y presuntamente entendido en estos espinosos temas parapsicólogo de marras. Raúl no tenía, nunca los había tenido, pelos en la lengua, y a poco acabó expresando, en voz manifiestamente alta, su opinión acerca de la capacidad mental de su airado interlocutor.

No llegaron a las manos, pero les faltó poco. No sin esfuerzo los separamos llevándonos al furibundo Raúl a un lugar menos conflictivo, lo que se tradujo en que la fiesta se chafó también para todos nosotros. Teniendo en cuenta que mientras él discutía yo había estado tirando los tejos, con bastante buen resultado por cierto, a una rubia bastante despampanante que daba inequívocas muestras de no estar todavía comprometida para esa noche, puede suponerse sin riesgo a incurrir en ningún error que me supo a cuerno quemado la inoportuna metedura de pata de mi fogoso amigo.

Pero el mal ya estaba hecho y no tenía remedio, por lo que procedimos a llevarnos a Raúl a un sitio lo suficientemente tranquilo para que pudiera calmarse antes de acompañarle hasta casa. No, no se crean que Raúl había bebido de más; me consta que ese día, fuera de una o dos cervezas, no había probado el alcohol; pero sus borracheras sobrias -así llamábamos jocosamente entre nosotros a sus arranques de ira- no tenían nada que envidiar a las más soberanas tajadas del bebedor más impenitente que imaginarse pudiera.

Transcurridos algún tiempo y varios generosos lingotazos, se calmaron al fin tanto el enfado de Raúl con el parapsicólogo como el del resto de nosotros con Raúl por habernos chafado la fiesta. Al fin y al cabo la cosa no tenía ya remedio, por lo que poco habríamos ganado manteniendo nuestra actitud. Así pues, decidimos pasárnoslo lo mejor posible eligiendo, eso sí, a Raúl como el merecido objeto de nuestras pullas.

No merece la pena, por supuesto, relatar aquí todo lo que pudimos hablar a lo largo de varias horas, pero sí resulta necesario contar el final de la tertulia. A pesar de lo desenfadado de la conversación y del acoso en tercer grado al que jocosamente teníamos sometido al bueno de Raúl, éste seguía en sus trece acerca de lo que él denominaba estupideces supersticiosas, postura que de hecho no era otra cosa que su total y absoluta crítica a todo cuanto se relacionara de cualquier forma con los muertos o con la vida después de la muerte.

Bien, esto tampoco es demasiado importante. Lo cierto es que Juan, otro de mis amigos y con diferencia el más zumbón de todos nosotros, acabó retando a Raúl a que demostrara públicamente sus teorías... Lo cual en lenguaje llano venía a decir que no se creería sus baladronadas hasta que no le viera afrontar impertérritamente cualquier situación -con muertos por medio, por supuesto- que fuera capaz de atemorizar o, cuanto menos inquietar, a cualquier otro de nosotros. ¿Cómo? Se podría discutir, por supuesto, pero se le ocurría algo divertido. Puesto que la festividad de Todos los Santos estaba ya muy próxima, ¿qué nos parecía pasar toda una noche -esa noche- dentro del cementerio viejo?

Al oír tan pintoresca propuesta Raúl no tuvo por menos que echarse a reír. ¿Con tan poco se conformaba? Bien, no sería él quien se opusiera, aunque encontraba demasiado fácil la apuesta como para aceptarla. ¿No podía pensar en algo más complicado?

No, con eso sería suficiente, rebatió Juan. Todos los demás nos sorprendimos también por lo absurdo de la petición, pero conociendo como conocíamos a nuestro amigo optamos prudentemente por callarnos a pesar de que lo único que encontrábamos desagradable en la misma era la necesidad de pasarnos una noche en vela y pasando frío. Algo tramaba, de eso estábamos completamente seguros, por lo que los tres aceptamos rápidamente el envite a la espera de tener una oportunidad para enterarnos de lo que en realidad se cocía.

Fue al día siguiente cuando Juan nos citó en su casa a todos excepto a Raúl con objeto de explicarnos su triquiñuela. Su plan era sencillo: La noche de la cita él se disculparía alegando cualquier excusa al tiempo que nosotros tres nos encargaríamos de acompañar a Raúl al cementerio. Mientras tanto él, convenientemente disfrazado, entraría subrepticiamente saltando el muro por la parte trasera para aparecer ante ellos simulando ser la Muerte que llegaba a reclamar el alma de nuestro intrépido amigo. Y si éste conseguía mantener el tipo después del susto, habría que quitarse el sombrero ante tan inaudita flema... Flema que estaba evidentemente por demostrar.

El plan fue aprobado por unanimidad; todavía estábamos dolidos por los resultados de su última batallita, por lo que no se puede decir que nos disgustara precisamente la idea de hacerle sufrir una buena gamberrada. Así pues, perfilamos los detalles del plan y un día más tarde nos reuníamos de nuevo los cinco para organizar definitiva y oficialmente nuestra excursión nocturna.

El programa era sencillo: A las doce menos cuarto teníamos que estar todos en la puerta del cementerio viejo (bueno, todos excepto Juan, pero esto Raúl no lo sabía) de forma que a las doce en punto pudiéramos encontrarnos ya en su interior. Y a partir de entonces, lo que fuera sería lo que tuviera que ser.

Fuimos puntuales y a la hora estipulada estábamos ya los cuatro en el lugar designado; Andrés, tal como estaba previsto, dijo que Juan le había llamado media hora antes para decirle que se retrasaría debido a que había sufrido un pequeño accidente casero y necesitaba ir a la casa de socorro a que le hicieran una cura. Ignoraba cuánto podía tardar, pero llegaría allí en cuanto pudiera para sumarse al grupo. Luis y yo, que éramos el resto de los conspiradores, fingimos creérnoslo al tiempo que Raúl se limitaba a refunfuñar algo acerca de la casualidad del accidente; pero -añadió- puesto que contaba con suficientes testigos, no veía la razón por la que hubiera que aplazar la visita.

Entramos, pues, en el viejo cementerio tras forzar sin demasiados problemas la oxidada cerradura. Éste llevaba ya bastantes años abandonado y completamente desasistido, por lo que se prestaba estupendamente para nuestros fines tanto por la carencia de vigilancia como por el estado ruinoso de sus tumbas, hecho este último que contribuía y no poco a incrementar la lobreguez del recinto.

A decir verdad la situación era para impresionar al más templado. Caminábamos prácticamente a oscuras, sin más luz que la producida por nuestras pequeñas linternas, ya que la noche carecía de luna y una densa niebla velaba incluso el tenue resplandor de las estrellas. Debíamos tener cuidado para no tropezar con ninguno de los numerosos obstáculos que se interponían en nuestro camino, amén de que corríamos también el riesgo de caer en alguna de las fosas abandonadas que, sin ninguna protección, abrían sus negras fauces en torno nuestro.

El ambiente no podía ser más fantasmagórico. Sabíamos perfectamente, pues habíamos visitado anteriormente el cementerio en varias ocasiones, que muchas de las tumbas estaban abiertas y vacías por haberse procedido al traslado a otros cementerios de los restos que contenían sin que nadie se hubiera molestado después en taparlas convenientemente; sabíamos también que la mayor parte de las que seguían ocupadas presentaban un deplorable estado de conservación al estar abandonadas y con las lápidas rotas o desaparecidas. Pero lo que durante el día era tan sólo una ruina romántica, se convertía de noche en algo siniestro e inquietante incluso para espíritus tan poco sensibles como los nuestros.

Lo confieso: Hubo un momento en el que lamenté muy seriamente haber aceptado tomar parte en el juego. Pero como lo último que hubiera hecho sería reconocerlo ante mis amigos, vencí a duras penas mis escrúpulos intentando convencerme de que eran completamente ridículos y carentes de sentido. Así pues, seguí adelante apretando los dientes y en silencio al tiempo que procuraba centrar toda mi atención en el estrecho sendero luminoso que la linterna abría ante mis pies. Mis amigos guardaban asimismo silencio, lo que mueve a sospechar que ellos también tropezaban con los mismos escrúpulos; pero entonces no era apenas consciente de ello absorto como estaba en mi camino como forma de no ver nada de lo que se alzaba alrededor.

-Bueno, ya hemos llegado. -la voz de Raúl sonó como un cañonazo en mitad del, en todos los sentidos, sepulcral silencio- Acomodémonos y dejemos pasar tontamente el tiempo hasta que amanezca.

El lugar elegido para detenernos era una pequeña rotonda formada por la intersección de dos paseos perpendiculares. Unos bancos destartalados ofrecían un misérrimo descanso que fue rápidamente aceptado por nuestros fatigados -¿cómo era posible, si sólo habíamos andado durante unos pocos minutos?- cuerpos. Y de esta manera, dando la espalda a las tumbas más cercanas y sintiendo sobre nosotros la ominosa sombra de los altos cipreses que, negro sobre negro, semejaban ser pilares que ascendieran hasta el mismo cielo, nos preparamos lo mejor que pudimos para pasar allí la gélida noche.

¿La noche? Bueno, por un momento había olvidado que Juan debía estar ya a punto de organizar su numerito; a las doce concretamente según habíamos planeado, y para que dieran faltaba todavía...

No tuve tiempo siquiera de mirar mi reloj cuando supe que en ese mismo momento era medianoche. No, no había ninguna torre cerca que hiciera sonar sus campanadas como si de una película de terror se tratara; la realidad fue mucho más prosaica, al ser la alarma del reloj de pulsera de uno de mis compañeros la que nos advirtió de ello. Y cuando apenas habían transcurrido unos escasos segundos desde que el corto zumbido se interrumpiera, una voz lúgubre y cavernosa sonó a nuestras espaldas llamando por su nombre a Raúl.

Era Juan, pensamos todos excepto, claro está, el interpelado pero no por esperara dejó de sobresaltarnos su brusca aparición. Por ello, no tuvimos necesidad alguna de fingir nuestra turbación cuando, atraídos por el reclamo, todos nosotros nos volvimos precipitadamente en busca del portador del mensaje. Mi susto, puedo asegurarlo, era completamente real, y creo no equivocarme demasiado si afirmo que al resto de los confabulados debió de ocurrirles algo muy similar.

Pese a tan irracional reacción sabía positivamente que tenía que ser Juan, por lo que rápidamente conseguí controlar mis desbocadas emociones dedicándome a observar con una inquieta curiosidad el resultado de su trabajo. Verdaderamente lo había hecho bien, recuerdo que me dije a mí mismo; y es que su caracterización resultaba soberbia. Surgiendo espectralmente del estrecho hueco existente entre dos lápidas contiguas e iluminado por una tenue luz que no procedía de nuestras linternas y que debía de ser producida por algún tipo de pintura fosforescente, Juan semejaba ser la viva encarnación de la Muerte tal como acostumbra a ser representada habitualmente: el sudario en cuyas sombras se escondía la cara (hubiera sido muy chusco que se le identificara a las primeras de cambio), las manos transfiguradas en huesos gracias a un maquillaje excelentemente logrado, la inevitable guadaña... No, no faltaba ni el más pequeño detalle.

Y sobre todo la voz; porque si bien su timbre normal era más bien atiplado, Juan había conseguido fingir un vozarrón que pudiérase decir procedía de ultratumba y que hubiera bastado por sí solo para helar el ánimo de cualquiera. Unido esto a su perfecta caracterización daban un resultado que era, más que estremecedor, francamente espeluznante.

-¿Quién eres? -preguntó al fin Raúl con voz opaca- ¿Qué quieres?

-En cuanto a quién soy, eso salta a la vista. -le respondió la aparición al tiempo que emitía un siniestro chirrido que quizá pudiera interpretarse como una macabra risa- Y en cuanto a qué quiero, está también meridianamente claro: Tu alma. Tu hora ha llegado, y he venido a buscarla para llevarla conmigo.

Aunque no le estaba mirando ya que mantenía mis ojos fijos en la fantástica representación de Juan, supongo que la faz de Raúl debió de pasar bruscamente de la palidez mortal al rojo de la ira, pues sólo así se puede explicar su repentino estallido de cólera. Gritando como un poseso al tiempo que hacía escabrosos comentarios acerca de nuestras bromas, nuestro amigo arremetió contra todos nosotros -Juan incluido, por supuesto- al sentirse tan humillantemente burlado.

Era evidente que había descubierto nuestro plan antes de lo que nosotros esperábamos, pero a pesar de todo intentamos mejor o peor -más bien peor, puesto que estábamos tan sorprendidos como él- seguir adelante con la farsa.

Todo fue inútil; Raúl seguía en sus trece exaltándose cada vez más a pesar de todos nuestros intentos por calmarlo. Ahora centraba su rabia en el pobre Juan que, tan peplejo como nosotros, -al menos así nos lo pareció entonces- se mantenía inmóvil y en silencio ridículamente erguido entre las dos lápidas que le servían de escenario. Este mutismo irritó todavía más a Raúl dado que interpretaba, y no le faltaba razón, que el mismo no era sino la confirmación de sus acusaciones.

Creo haber comentado ya la gran facilidad con la que Raúl perdía los estribos a poco que se le incitara a ello; no es de extrañar, pues, que reaccionara como reaccionó agarrando lo primero que encontró en el suelo -si no recuerdo mal era el brazo oxidado de una vieja cruz de hierro hecha pedazos- para blandirlo a modo de arma contundente al tiempo que se encaminaba directamente hacia donde Juan se encontraba.

Sus intenciones eran tan evidentes, y tan poco tranquilizadoras, que Andrés, Luis y yo nos lanzamos hacia él intentando evitar que la broma acabara en una catástrofe. Lo logramos sólo a medias ya que Luis mordió el polvo al ser esquivado ágilmente por Raúl mientras que Andrés y yo apenas si podíamos sujetarlo -él de una pierna, yo de la mano que tenía libre- dado que su fuerza, incrementada por su furia, era superior a las nuestras conjuntadas, lo que motivó que a duras penas consiguiéramos sujetarlo. Arrastrados los dos por nuestro furibundo amigo -con Luis no había que contar, pues se había torcido un tobillo y no podía incorporarse- veíamos impotentes cómo Raúl seguía adelante sin atender lo más mínimo a nuestros gritos cegado como estaba por sus deseos de vengarse.

Mientras tanto, ¿qué hacía Juan? Allí estaba, inmóvil como una estatua, sin moverse un centímetro de su posición y sin decir esta boca es mía. Entonces supusimos que estaba manteniendo el tipo en la creencia de que nosotros dos seríamos capaces de calmar a Raúl de forma que pudiera mantenerse la farsa durante algún tiempo; ahora, por el contrario... Pero no adelantemos los acontecimientos.

Gracias a sus bruscas sacudidas Raúl logró al fin zafarse de nuestra presa recorriendo con toda rapidez los escasos metros que le separaban de Juan. Éste reaccionó al fin saliendo de su estupor para, tras lanzar un cavernoso “volveré”, escabullirse como alma que llevaba el diablo. Impotentes para detener a nuestro amigo, Andrés y yo nos detuvimos jadeantes contemplando cómo ambos, perseguido y perseguidor, desaparecían de nuestra vista tragados por la densa oscuridad reinante más allá del reducido círculo iluminado por nuestras linternas. Desconcertados por completo, pero sin atrevernos a adentrarnos en las sombras, ambos decidimos volver sobre nuestros pasos para ayudar a Luis, que seguía quejándose de su lesionado tobillo. Realmente no sabíamos qué hacer, pero tampoco éramos capaces de reaccionar ante una situación no esperada que se nos había escapado por completo de las manos.

Mientras discutíamos entre los tres sin alcanzar ninguna decisión, Raúl apareció de nuevo sudoroso y jadeante y, y esto era lo fundamental, aparentemente bastante más calmado. Nos dijo, al tiempo que tiraba al suelo con rabia su improvisada arma, que el pillo de Juan se le había escapado amparándose en la oscuridad y que ya le ajustaría las cuentas convenientemente cuando le encontrara, pero que en ese momento lo único que deseaba era abandonar aquel lugar. Puesto que nada dijo de nuestra complicidad en la gamberrada callamos prudentemente en evitación de males mayores, limitándonos a acompañarlo a la salida del cementerio.

Volvimos en silencio a la ciudad sin saber muy bien qué hacer. Alguien propuso, quizá por romper el hielo, que fuéramos a tomar una copa al lugar que solíamos frecuentar habitualmente y, por extraño que pueda parecer, todos aceptamos incluyendo al malparado Luis, que afirmó que nada le iría mejor a su tobillo que un rato de descanso en un lugar tranquilo.

Llegamos, pues, a la cafetería en cuestión, donde nos aguardaba una desagradable sorpresa. El dueño de la misma, que nos conocía desde hacía mucho tiempo, nos encargó nada más llegar que llamáramos urgentemente a cierto número de teléfono que nos proporcionó. Su insistencia, unida a su actitud esquiva a la hora de responder a nuestras preguntas, nos sorprendió primero y nos intrigó después, pero nos incitó a cumplir con toda rapidez con lo solicitado.

Fui yo personalmente quien marcó el número, encontrándome con que me respondían del servicio de urgencias del hospital. Tras identificarme como amigo de Juan y explicar que éste carecía de familia, recibí el mazazo: Nuestro amigo había sido ingresado allí tras ser víctima de un grave accidente. Posteriormente sabríamos que los responsables del hospital, tras registrar sus pertenencias en busca de algún documento que permitiera identificarlo, había encontrado tan sólo una tarjeta de la cafetería y a ella habían llamado pensando que quizá allí pudieron conocerlo, como efectivamente ocurría; pero en ese momento tan sólo acertamos a salir atropelladamente del local en busca de noticias acerca de nuestro amigo.

Una vez en el hospital recibimos la fatal noticia: Juan había fallecido prácticamente en el acto debido a las gravísimas heridas sufridas en un choque frontal con un coche conducido por un estúpido borracho. Voy a evitar por innecesario comentar aquellos trágicos momentos en los que, por ser las personas más allegadas a él, fuimos nosotros los que tuvimos que afrontar el duro trago de reconocer y hacernos cargo del cadáver; pero lo que sí me veo obligado a reseñar, por ser imprescindible para esta narración, es un detalle que nos heló literalmente la sangre: Según el parte de los policías llegados al lugar del siniestro apenas unos minutos después de ocurrido éste, el accidente había tenido lugar en la carretera que conducía de la ciudad al cementerio exactamente a las once y treinta y siete minutos... Es decir, casi media hora antes de la hora de nuestra cita. Juan no había llegado, pues, al cementerio cuando tuvo lugar el accidente, y de hecho su coche circulaba en el sentido de salida de la ciudad y no en el de entrada, como hubiera sucedido de haberle ocurrido a la vuelta del mismo. A modo de broma macabra que nadie excepto nosotros fue capaz de comprender, en el asiento trasero del destrozado vehículo fue encontrado un lío de ropa que contenía un disfraz completo de Muerte incluyendo a la guadaña... Disfraz que evidentemente el infortunado Juan no llegó a tener oportunidad de vestir.

Eso es todo, o casi todo. Pasados los primeros días de desconcierto y con Juan yaciendo para siempre bajo un fría losa de mármol, comenzamos a preguntarnos cosas que hasta entonces sólo habíamos sospechado o temido. Si Juan nunca pudo llegar al cementerio, ¿quién era entonces el que había ocupado su lugar en la farsa, desempeñándola por cierto con toda perfección?

Han pasado ya varios años desde aquella trágica noche y todavía no he conseguido saber la respuesta... Aunque puede que en realidad no desee saberla. Sí puedo decir que el grupo se ha desintegrado por completo: Aparte del infortunado Juan, Luis tuvo que ser internado en un centro psiquiátrico mientras Andrés era objeto de una súbita conversión que le llevó a ingresar en una orden religiosa; creo que ahora está de misionero en Centroamérica, pero la verdad es que nada concreto sé de él desde hace mucho tiempo. Raúl, por último, fue víctima de una grave crisis nerviosa que a punto estuvo de llevarle por el mismo camino que a Luis; recuperado finalmente tras un largo período de tratamiento médico, lo único que me dijo al despedirse de mí antes de emprender un viaje al Tíbet, era que se sentía como Lázaro tras haber burlado a la muerte y que debía ser consecuente con su nuevo estado. Tampoco he vuelto a saber nada de él.

Y en cuanto a mí... Bien, teóricamente soy el único de los cinco que superé la prueba sin secuelas aparentes, puesto que sigo haciendo mi vida normal; pero lo cierto es que desde aquella maldita noche no cejo de hacerme preguntas. ¿Qué ocurrió en el viejo cementerio mientras mi amigo Juan agonizaba? ¿Fue un simple broma de alguien que suplantó a Juan, o fue algo mucho más serio que, lo confieso, no me atrevo a mencionar? Lo cierto es que mi antigua seguridad en estos temas saltó hecha pedazos esa noche y desde entonces ya no soy el mismo... Aunque lo cierto es que tampoco puedo saber lo que soy.


Publicado el 10-11-2004 en Erídano