La última tribu perdida



Edmundo da Silva estaba eufórico. Entre todos los antropólogos brasileños había sido él, un joven investigador que distaba mucho de ser de los más afamados de su país y, todavía más, de los mejor instalados en el sistema académico, el elegido para contactar por vez primera con una de las escasas tribus amazónicas que se habían mantenido tenazmente aisladas de todo contacto con el hombre blanco.

Ciertamente pesaba bastante el detalle de la presumible belicosidad de estos indígenas, que ya habían ensartado con sus dardos envenenados con curare a más de un osado visitante, por lo que en caso de un accidente la ciencia brasileña perdería bastante menos -al menos así pensarían sus precavidos prebostes- de ser él la víctima en lugar de serlo alguno de los grandes maestros. Pero a él el riesgo no le preocupaba demasiado, primero porque con ya se habían realizado con anterioridad varios encuentros previos por intermedio de indígenas pacíficos que, al menos así se esperaba, habían servido para amansarlos; y segundo porque si conseguía culminar con éxito la empresa, lograría dar el tan ansiado salto a la cúspide del escalafón salvando limpiamente el impenetrable cinturón profiláctico que defendía los intereses y las confortables poltronas de las carcomidas momias que acaparaban el olimpo académico.

Y el gran día llegó. Henchido de emoción, aunque sin poder evitar por completo el miedo que le cosquilleaba en el estómago, Edmundo se encaminó hasta la remota aldea que constituía su destino, asentada en un pequeño claro escondido en lo más intrincado de la selva amazónica. En su última etapa, a bordo de una piragua que remontaba las aguas de un río anónimo, tan sólo le acompañaban varios indios que, tras desembarcar, retornaron río abajo dejándole sin más compañía que el traductor, ambos desarmados para evitar que sus anfitriones les tomaran por unos invasores violentos.

El hecho de que el traductor, veterano de varias reuniones previas, mostrara cierto nerviosismo no ayudaba precisamente a tranquilizarlo, por más que éste repitiera una y otra vez en su tosco portugués que no había peligro; Edmundo no ignoraba que los indios habían liquidado sin contemplaciones a los pocos hombres blancos que habían osado acercarse a su poblado, sin que la circunstancia de que se tratara de aventureros sin escrúpulos, y que los indios habían actuado probablemente en defensa propia, le sirviera de demasiado consuelo ya que poca diferencia había entre un canalla y un inofensivo profesor universitario cuando ambos estuvieran muertos.

Él, por el contrario, contaba con la garantía del prudente programa de acercamiento diseñado por los expertos de la FUNAI, y había sido instruido prolijamente en las peculiaridades de la idiosincrasia indígena, por lo que sabía perfectamente cómo tendría que actuar tanto en caso de un contacto pacífico, tal como se esperaba, como dentro de cada uno los posibles escenarios de crisis considerados por sus adiestradores.

Todo, pues, estaba encarrilado... o casi.

Por fortuna el contacto se desarrolló conforme a los cauces previstos. De hecho el jefe de la tribu le recibió en persona -lo que había de suponerse como un gran honor- agasajándole con los mejores manjares de que disponían, algunos de ellos poco acordes con el paladar de Edmundo que, haciendo de tripas corazón, los ingirió acompañándolos con grandes manifestaciones de fingido agrado.

Una vez roto el hielo todo continuó con total normalidad y sin mayor inconveniente que las relativas dificultades del sufrido traductor tanto para entender a los anfitriones como para transmitir sus palabras al antropólogo, y viceversa, supliéndose las carencias de comunicación con mímica y buena voluntad por parte de todos.

Edmundo, huelga decirlo, estaba fascinado y ya se veía catedrático en alguna universidad importante, al tiempo que su nombre aparecía impreso en letras de molde en las principales revistas científicas de todo el mundo. Y realmente estaba aprendiendo mucho, puesto que los aranac -así se denominaban ellos- resultaron ser un pueblo singular con hábitos y tradiciones muy diferentes de los de sus vecinos.

Una de las cosas que más le llamaron la atención fueron las creencias religiosas de los aranac. Mientras lo más común en todo el área amazónica -y en general en el conjunto de las sociedades primitivas, tanto las contemporáneas como las antiguas- era la práctica de un animismo más o menos sofisticado, éstos habían dado un paso más allá creando una cosmología cercana incluso al monoteísmo, ya que adoraban a un dios supremo encarnado en el águila arpía, la majestuosa rapaz señora de los cielos en los bosques ecuatoriales de Centro y Sudamérica y uno de los mayores predadores de su ámbito, por lo que podía considerársela con toda justicia como la reina del Amazonas.

Aunque el águila arpía no contaba con enemigos naturales y el hombre blanco prácticamente no había puesto el pie en la región, los aranac manifestaron a Edmundo su profundo pesar por sentirse abandonados de su diosa, ya que hacía ya muchas lluvias que ésta no sobrevolaba su territorio y desde entonces las desgracias se había sucedido una tras otra sobre ellos en forma de hambrunas, epidemias, incendios, inundaciones u otras catástrofes naturales. Los aranac, desesperados, le habían hecho multitud de rogativas y ofrendas -Edmundo prefirió no conocer los detalles- sin el menor resultado; así pues, rogaban al poderoso hombre blanco que les ayudara en sus desesperados intentos de recobrar el favor de tan esquiva deidad.

Edmundo vio en la petición de sus huéspedes una excelente manera de acrecentar sus conocimientos sobre las tribus amazónicas, lo cual a su vez le habría de resultar extremadamente útil para la promoción de su carrera académica. Y, aunque sin estar convencido del todo, se interesó en saber en qué consistiría su mediación.

Fue el chamán de la tribu, mediante la ayuda del traductor, quien se lo explicó. Ellos creían que el águila no había muerto, sino que aguardaba yacente en su escondido refugio, ni viva ni muerta -Edmundo interpretó el mito como algún tipo de hibernación, o su equivalente en semejante clima tropical-, a la espera del arrepentimiento de sus fieles. Una vez concedido el perdón, bastaría con que un alma humana se encarnara en ella proporcionándole así una nueva y fructífera vida. Entonces el águila volaría de nuevo sobre sus cabezas y los aranac sabrían que volvían a gozar de su protección.

Extrañado, el antropólogo les preguntó por qué razón le habían elegido a él, un extranjero recién llegado, en lugar de hacerlo con alguien de su tribu, a lo cual le respondieron que así lo habían hecho desde siempre pero que, probablemente a causa de una maldición lanzada por un poderoso chamán enemigo, desde entonces la diosa había rehusado aceptar el alma de todos los que se la ofrecieron. De hecho la práctica totalidad de los miembros de la tribu lo habían intentado uno tras otro sin el menor resultado, razón por la que deseaban probar suerte con alguien ajeno.

Al llegar a este punto Edmundo dudó. Por un lado, pensaba, si rehusaba podría sufrir represalias por parte de los irritados indígenas. Y si aceptaba... bueno, ningún mal podría hacerle ya que, evidentemente, no entraba en sus planes encarnarse en ningún animal, al tiempo que si era cierto lo que afirmaban los indígenas el previsto fracaso no comportaría consecuencias negativas, tal como no lo había hecho a ninguno -así esperaba- de sus predecesores. Era una lástima que no podría preguntarles si los reiterados intentos de resucitar a su diosa habían acarreado algún tipo de daños colaterales a los voluntarios, pero tampoco veía demasiado peligro en intentarlo... o en fingir que lo intentaba.

Finalmente aceptó, para alegría de la tribu. Y mientras el chamán preparaba la ceremonia, el jefe tomó el relevo para a explicarle en qué consistiría ésta. Según le dijo, tendría que ingerir un brebaje -esto no le hacía demasiada gracia, pues suponía que se trataría de algún tipo de alucinógeno- para, acto seguido, tomar parte en un elaborado ritual de danzas y cánticos en el que intervendrían todos los miembros de la tribu, algo que Edmundo interpretó como una especie de rogativa a la diosa para que ésta recibiera a su alma. Podía ocurrir que ésta la aceptara o no, pero también que, una vez conseguido su beneplácito, el alma de Edmundo se viera incapaz de asumir tan grave responsabilidad, lo que provocaría el retorno inmediato a su cuerpo. No tenía nada que temer, ya que habían sido varios los miembros de la tribu que, pese a haber conseguido salvar el primer escollo -el resto no llegó a vencer ni tan siquiera el rechazo inicial-, habían retornado a su cuerpo humano sin ningún tipo de trauma, aunque sí con el pesar de haber fracasado; él mismo -concluyó el jefe con un punto de amargura- había sido uno de estos últimos.

“Espero que tampoco ellos sufrieran represalias por parte de sus despechados compañeros -pensó Edmundo-, no todos eran el jefe de la tribu... ni, mucho menos, él.”

Pero a lo hecho, pecho. Ordenó al amedrentado traductor que se mantuviera vigilante y que si se ponían mal las cosas huyera inmediatamente -aunque poco podría hacer frente a toda una tribu agresiva, poniéndose-, poniéndose en manos del destino.

La ceremonia comenzó con un lavado ritual al que siguió la pintura de la totalidad de su cuerpo con un intrincado dibujo al que lamentó no poder fotografiar. Ciertamente su dignidad sufrió un tanto al verse obligado a comparecer completamente desnudo frente a la totalidad de la tribu, pero se consoló pensando que ellos lo estaban igualmente -ni hombres ni mujeres usaban taparrabos- y que su concepto del pudor era completamente ajeno a la ausencia de vestimentas.

Acto seguido comenzaron una serie de frenéticas danzas en las que él fue el elemento central -por fortuna, dado su nulo sentido del ritmo, no se vio obligado a participar de forma activa en ellas- y, por último, el chamán le dio a beber un brebaje maloliente que ingirió de un solo trago.

La pócima sabía tan mal como prometía, pero apenas tuvo que soportar su desagradable sabor puesto que, pocos instantes después, notaba cómo un sopor se apoderaba de su cuerpo hasta hacerle perder el conocimiento por completo. Sabía que los aborígenes amazónicos conocían infinidad de plantas y animales cuyas propiedades medicinales habrían hecho palidecer de envidia a los responsables de un laboratorio farmacéutico, pese a lo cual su último pensamiento estuvo dominado por el temor a no despertar.

Sí despertó, como pudo constatar con alivio, aunque sin tener manera de saber cuanto tiempo pudo estar inconsciente. Lo importante era que lo principal ya estaba hecho; se lamentaría hipócritamente ante sus anfitriones de su mala suerte por no haber sido aceptado por la divinidad, se lavaría, se vestiría y saldría lo antes posible hasta el punto donde le recogerían en la piragua para llevarle de vuelta a casa con el tesoro de sus anotaciones. Lo primero era abrir los ojos...

Pero antes de hacerlo tuvo una sensación indefiniblemente extraña; aunque el sopor había desaparecido, reemplazado ahora por una placentera plenitud mental como jamás recordaba haber tenido, había algo que no acababa de encajar.

Pese a que su control sobre los diferentes músculos de su cuerpo parecía ser completo, la incómoda alarma comenzaba a hacerse cada vez más intensa. Y cuando de forma refleja intentó flexionar los dedos de una mano sin conseguirlo, ésta se disparó. Sólo entonces se atrevió a abrir los ojos.

Se encontraba aparentemente en el interior hueco de un árbol, y por la única abertura que lo comunicaba con el exterior se atisbaba el entrecruzado follaje de la selva. Un rápido repaso le confirmó que todos sus sentidos funcionaban correctamente e incluso parecían haberse agudizado, comportándose de una manera extraña.

Armándose de valor miró a su brazo derecho, descubriendo que carecía de éste, al menos tal como debería haber sido, puesto que lo que sus ojos le mostraban era un ala de color negro ribeteada de blanco. Abrió la boca -el pico, en realidad- para gritar asustado, pero el único sonido que pudo arrancar de ella fue un ronco graznido. Y sus pies, como cabía temer, se habían transmutado en unas férreas garras.

¡Se encontraba confinado en el cuerpo de un águila! Su mente, cartesiana hasta la médula, se negaba a admitir semejante disparate. Pero la evidencia indicaba algo bien distinto. No, no podía ser... debía de tratarse de una alucinación provocada por el maldito brebaje que le hicieran ingerir. Sin duda bastaría con esperar a que pasaran sus efectos para volver a la normalidad. Sí, eso tenía que ser, y esta vuelta a la normalidad era sin duda lo que los ignorantes indios habían interpretado como un rechazo de la divinidad al alma que se le ofrecía. Sería mejor que durmiera -o su equivalente dentro de la alucinación- hasta que terminara la pesadilla.

Pero algo que no era suyo, un ímpetu netamente animal, se impuso a sus confusos pensamientos. Algo que le impelía a abandonar la madriguera y sobrevolar sus dominios largamente olvidados. Algo que le empujaba en contra de sus deseos a reclamar su condición de reina del aire. Algo, en definitiva, de naturaleza aguilesca.

No era él quien controlaba los movimientos de su ¿cuerpo? No era él quien se perchó sobre la boca de la madriguera, abierta en el férreo tronco de un enorme árbol a varias decenas de metros de altura. No era él quien desplegó majestuosamente las alas dejándose caer sobre la inmensidad verde. No, él no sabía, no podía, volar. Era imposible. Era completamente absurdo. Pero volaba, lanzando graznidos mitad de satisfacción, mitad de advertencia de que la reina había vuelto.

Y disfrutó del placer de cazar, por vez primera en mucho tiempo, a un desprevenido loro que tuvo la desgracia de cruzarse en su camino, de desgarrar la carne aún palpitante con su pico, de gozar del sabor punzante de la sangre tibia, desatados todos sus instintos cazadores con una ferocidad tal que le asustó.

Pero él no era un águila, sino un pacífico profesor universitario que luchaba por abrirse camino en la intrincada selva humana, la única en la que estaba capacitado para sobrevivir. No, tenía que acabar con todo esto antes de que enloqueciera. Se posaría en cualquier rama, qué más daba una que otra si sólo se trataba de una alucinación, se acurrucaría en ella y cerraría su mente a la espera de despertar en el maldito poblado de la maldita tribu. Ya no le importaban sus estudios, ya no le importaba su promoción académica. Tan sólo deseaba, con todas sus fuerzas, que acabara la pesadilla lo antes posible.

Por desgracia su cuerpo, el águila en la que estaba encerrado, no pensaba de igual manera. Devorado el loro, arrojó sus despojos lanzándose de nuevo al aire para sobrevolar sus dominios, sin que los denodados intentos del aterrorizado Edmundo lograran retenerla. Muy al contrario, parecieron excitarla aún más.

En una de sus evoluciones pasó lo suficientemente cerca del poblado como para poder apercibirse de lo que allí ocurría. Recibida su presencia con una enorme algarabía -sin duda pensando que su diosa al fin había vuelto-, dejaron de celebrar lo que según todos los indicios era un banquete colectivo.

Fue entonces cuando el que fuera Edmundo da Silva tuvo la certeza de que jamás podría recuperar su condición humana y que estaría condenado a permanecer confinado en esta envoltura animal hasta que le llegara la muerte.

Porque lo que estaban devorando con fruición los malditos aranac para celebrar el renacimiento de su diosa, no era otra cosa que su propio e inerme cuerpo.


Publicado el 17-6-2019