La mansión de los umbrales infinitos



Desde hacía bastantes años, a Juan Mondéjar le gustaba dar largos paseos por el casco viejo. Amante de la historia en igual medida que aborrecía las grandes y asépticas metrópolis, Juan se encontraba a sus anchas dedicando horas y horas a recorrer las estrechas y olvidadas callejas que conformaban el corazón histórico de la ciudad, hoy prácticamente abandonado en beneficio de las nuevas torres de pisos en las que la gente, más que vivir, vegetaba enjaulada en una prisión de hormigón y asfalto.

A través de esta rutina motivada principalmente por la nostalgia, Juan había llegado a conocer hasta la última piedra de los decrépitos edificios que, víctimas de la desidia municipal, iban derrumbándose poco a poco hasta convertirse en informes montones de ruinas dominio de ratas y gatos callejeros. Pero Juan imaginaba a estos despojos en su prístino estado, cuando los arruinados blaso­nes heráldicos pregonaban con orgullo el poderío de sus propietarios, y en los palacios se celebraban festejos y conmemoraciones. Y a su manera, Juan conseguía ser fugazmente feliz.

Aquella tarde de verano Juan se encontraba de bastante mal humor. El sol apretaba de lo lindo y su vivien­da, un ático, no era precisamente el lugar más adecuado para soportar las tórridas horas del mediodía. Huido en busca del frescor de la calle, no había conseguido tampoco una mejora apreciable en su búsqueda de temperaturas más benignas; la ciudad entera era un auténtico horno y en las calles no se veía un alma capaz de afrontar un bochorno que parecía capaz de derretir hasta las propias piedras.

De manera impremeditada, Juan acabó encontrán­dose en el casco antiguo. No es que éste fuera sensiblemente más fresco que los barrios del ensanche, pero al menos las retorcidas callejuelas creaban pequeños rincones de sombra que contri­buían en algo a paliar la sensación de asfixia. Amén de que Juan sabía que, hiciera lo que hiciera, sus pasos vendrían a acabar necesariamente en esta zona.

Doblando la esquina de un callejón, penetró por fin en una de las calles principales del barrio, una vía relativamente ancha que en siglos pasados debió de estar constelada de recios palacios a la sazón desmoronados o en estado de ruina inminente. De hecho, la mayor parte de las fincas sólo mantenían en pie los muros que hacían el oficio de tapias con puertas y ventanas cegadas que ocultaban los respectivos solares sepultados bajo informes montones de escombros.

Hacia la mitad de la calle se detuvo imbuido por la íntima sensación de que algo no andaba bien. Desconcerta­do, miró hacia uno y otro lado sin encontrar qué era lo que había lanzado la señal de alarma. Por fin, y cuando ya comenzaba a irritarse, descubrió algo que, efectivamente, no acababa de encajar: en el otro extremo de la acera se alzaba un majestuoso edificio justo en el lugar que debería corresponder a un desvencijado y ruinoso solar apenas defendido por los últimos vestigios de lo que fuera en su día la fachada principal del edificio.

Recorriendo los apenas veinte metros que le sepa­raban de éste, repasó sus recuerdos en un intento de conciliarlos con lo que veían sus ojos. Todo en vano, puesto que su memoria se empeñaba en mostrarse completamente disconforme con la tan­gible realidad que se alzaba ante él.

No cabía la menor duda; allí debería de haber­se encontrado un muro destrozado y un árbol de regular porte alzando sus ramas por encima de lo que en tiempos fuera el alero. Recor­daba, incluso, que una de las esquinas presentaba un antiguo derrumbamiento, groseramente repa­rado con ladrillo moderno, que contrastaba fuertemente con la obra de fábrica original.

Y sin embargo, burlándose de todos sus razonamien­tos lógicos, se encontraba con un recio caserón libre por completo de la menor muestra de deterioro o abandono, con el blasón heráldico campeando orgulloso en lo alto de la facha­da y unas gárgolas de infernales figuras rematando el negro alero. Lo primero que pensó fue que se había equivocado de lugar; pero una rápida inspección del entorno más inmediato le convenció de que el sitio era el correcto. ¿Habrían reconstruido el edificio? Ciertamente ésta no era una suposición dispa­ratada, pero tampoco se podía mantener en pie: apenas hacía un par de semanas que había pasado por allí sin ver el menor indicio de obras. Además, si bien el caserón daba mues­tras de estar habitado, conservaba al mismo tiempo una pátina de antigüedad que sólo podía haberle dado el paso de los siglos.

Cada vez más intrigado, Juan se acercó hasta el umbral, protegido por un recio portalón de madera claveteada que parecía estar en un excelente estado de conservación pese a tener todo el aspecto de ser bastante antiguo. Él sólo recordaba aquí un burdo tabi­que de ladrillos tapando todo el hueco de la puerta.

Instintivamente empujó con suavidad una de las hojas y, para su sorpresa, ésta se entreabrió girando sobre sus goznes sin emitir el menor ruido. Desconcertado como un niño sorprendido en mitad de una travesura, Juan detuvo el movimiento de su brazo renunciando momentánea­mente a abrir la puerta; pero el silencio absoluto que siguió a su acción y el soplo de aire fresco que, proveniente del interior del edificio, incidió sobre su rostro, le animaron al fin a dar rienda suelta a su curiosidad.

Estaba decidido. Abriendo la puerta apenas lo suficiente como para introducir la cabeza, miró en el inte­rior del zaguán sin ver apenas otra cosa que una densa oscuridad velada por el deslumbra­miento de la fuerte luz exterior. Pero si su vista se encon­traba momentáneamente cegada, no ocurría lo mismo con el resto de sus sentidos, todos alerta a lo que ocurría en el recinto en el que ahora resueltamente penetró.

Pasados algunos segundos, su vista, ahora ya adap­tada, le confirmó lo que le habían anticipado su tacto y su olfato. Se encontraba en el interior de un amplio zaguán desnudo por completo de muebles y huérfano, al parecer, de cualquier forma de iluminación artificial. El ambiente era fresco y agradable, tal y como ocurre en los edifi­cios antiguos, aunque al mismo tiempo parecía privado de las poco agradables sensaciones olfativas de las que suelen ir acompañados después de llevar algún tiempo abandonados. Evidentemente, el edificio debía de tener ocupantes, pero nadie se presentó en el zaguán para averiguar la identidad del visitante.

Bien, ya estaba dentro. Pero ahora, ¿qué? Una casa de tamaño empaque debía tener seguramente un patio porti­cado que, con toda probabilidad, se abriría al zaguán. La curiosidad volvía a picar de nuevo a Juan: ¿por qué no continuar con la investiga­ción? Le entusiasmaban los patios de las casas antiguas, y si salían a su encuentro los moradores de la vivienda, basta­ría con pedirles disculpas. Probablemente esto los ablandaría, y si no, con volverse a disculpar y marcharse por donde había venido sería suficiente.

Abrió, pues, la puerta interior del zaguán, encon­trándose como ya esperaba en un recoleto patio. Acomodada de nuevo su vista a la fuerte luminosidad, pudo comprobar que las crujías estaban sostenidas no por columnas sino por zapatas de madera complementadas con unos pies derechos del mismo material, todo ello soportando las cuidadas barandillas del piso superior. En el centro del patio, esmeradamente empedrado, se alzaba el brocal de un pozo.

Admirado por este nuevo hallazgo de la geografía interior de la ciudad, Juan se dirigió hacia el pozo, vivamente interesado por los relieves en piedra que resaltaban en el brocal. Se trataba de una representación mitológica de difícil identificación, con una serie de extraños seres presunta­mente diabólicos orlando toda su la longitud. Después de haberle dado un par de vueltas, se irguió dirigiendo su mirada hacia el lugar por el que había entrado; al fin y al cabo, no sería educado continuar fis­gando en una casa que no era la suya, y más cuando continua­ba sin aparecer nadie.

Por un momento se sintió desconcertado. Las cuatro alas del patio eran exactamente iguales, y todas ellas contaban con una puerta entreabierta. El pozo, por estar justo en el centro, tampoco servía para identificar cuál de las cuatro entradas era la que conducía al zaguán y de allí a la calle. Bien, se dijo, en el peor de los casos sólo tendría que mirar en las cuatro puertas y, si encontraba a alguien en alguna de las estan­cias, siempre podría preguntarle el camino hacia la calle.

La primera de las puertas daba a una habitación completamente oscura. Puesto que el zaguán estaba levemente iluminado por la luz procedente de la puerta de entrada, Juan la desechó sin necesidad de penetrar en ella. La segun­da, situada a su derecha, sí mostraba una cierta penum­bra incapaz de reflejar los detalles de su interior, pero suficiente para mostrar la existencia de una segunda puerta por la que entraba algo de luz.

Juan optó por ésta y, cruzando velozmente lo que supuso era el zaguán, atravesó con rapidez la segunda puerta, esperando verse en la calle. Para su sorpresa, se encontró en un segundo patio, esta vez sin columnas, con cuatro cipreses jalonando las cuatro esquinas... y con cuatro puertas idénticas, cada una de ellas en mitad de su correspondiente fachada.

Bien, sin duda debía de tratarse del patio trasero de la casa. Sólo tenía que desandar lo andado hasta llegar al primer patio y, una vez allí, tomar la puerta situada justo enfrente de la que equivocadamente había cruzado. Se dio la vuelta, pues, y se encontró mirando de frente a uno de los cipreses.

Vaya, al parecer por culpa del nerviosismo se había desviado ligeramente, de manera que, en vez de estar ahora frente a la puerta por la que había entrado, se encon­traba ahora con dos, a su derecha y a su izquierda. La cosa, ciertamente, se complicaba de una manera absurda, pero al fin y al cabo no era nada grave. Si no era una puerta, sin duda sería la otra. No había más posibilidades.

Probó suerte con la de la derecha para comprobar que se había equivocado de nuevo. Se encontraba ahora en un pequeño vestíbulo, de no más de tres o cuatro metros de lado, con las consabidas cuatro puertas en sus cuatro idénticas paredes. Maldiciendo el sentido geométrico del arquitecto, Juan se dio la vuelta traspasando de nuevo el umbral de la puerta que le había traído aquí. Ahora sí que no había el menor atisbo de duda; debía de volver a estar en el patio de los cipreses.

Patio sí era, pero los cipreses brillaban por su ausencia. En su lugar, cuatro frondosos setos de rosales aportaban una nota de color, mientras en el centro una fuente de piedra lanzaba al cielo un rumoroso chorro de agua. Y, como cabía esperar, había otra vez cuatro puertas.

Al llegar a este punto, Juan no tuvo más remedio que confesarse que se hallaba completamente perdido. Él hubiera jurado que en el vestíbulo no se había equivocado de puerta y había salido por la misma por la que entró; pero la terquedad de los hechos le demostraba que, lejos de desandar lo andado, cada vez se internaba más en el interior de la casa.

Correspondía, pues, cambiar de estrategia; en lugar de buscar por sí mismo la escurridiza salida, sería más conveniente pedir a alguno de los habitantes de la casa que le indicase el acceso a la calle. Ciertamente, no había visto todavía un alma viviente desde que tuviera la malhadada idea de mirar en el zaguán, pero alguien tenía que haber; la casa se veía bien cuidada, y los rosales que tenía ante sus ojos habían sido podados con esmero hacía muy poco tiempo.

Sin molestarse, pues, en intentar encontrar la puerta por la que había entrado, optó resueltamente por la de la izquierda, que le introdujo en un largo pasillo acep­tablemente iluminado por unos altos ventanales de vidrios traslúcidos. El pasillo no tenía puertas a ninguno de los dos lados, pero sí en su otro extremo, que se abría a un patio octogonal de gran tamaño adornado con un conjunto de setos vivos que describían toda una serie de dibujos geométricos, realmente estéticos pero inútiles por completo como puntos de referencia.

Esto se pasaba ya de castaño oscuro. En primer lugar, por muy enrevesada que fuese la distribución interna del palacio, por fuerza tendrían que cruzarse los corredores. Además, por grande que pudiera ser el solar sobre el que se asentaba, era materialmente imposible que pudieran caber tantos patios no ya en él, sino incluso en la totalidad de la manzana. De repente, a Juan se le ocurrió que, dadas las amplias propor­ciones del patio en el que se encontraba, por fuerza debe­rían verse las agujas de alguna de las numerosas torres de iglesias que jalonaban el perfil del casco antiguo. La altura de los muros no era muy elevada, lo que debía de facilitar la búsqueda; pero en el limpio y terso cielo azul no se veía el menor accidente, natural o de origen humano, que pudiera servir para romper la exasperante simetría del lugar.

Ahora tenía siete puertas para elegir, ocho si incluía aquélla por la que había entrado. El problema no sólo no se solucionaba, sino que multiplicaba su complicación por dos. Y lo más exasperante, era que continuaba sin verse el menor rastro de persona alguna.

Optó por una cualquiera de las puertas sin moles­tarse en recordar cuál era su posición relativa con respecto a la que le había franqueado la entrada. En esta ocasión no había pasillo, por lo que se encontró directamente en el interior de un salón incongruentemente vasto profusamente iluminado por multitud de ventanales, debajo de cada uno de los cuales había una puerta entreabierta. Algo le decía a Juan que tal arquitectura era incompatible con el diseño del patio que había dejado atrás, que era imposible que pudieran coexistir ambas cons­trucciones sin entremezclarse la una con la otra. Pero su mente consciente se encontraba ya lo suficientemente agotada como para no prestar demasiada atención a las punzadas de la lógica mientras su vista barría con rapidez la vasta sala.

Aun cuando en esta ocasión tampoco había el menor rastro de mobiliario, Juan pudo divisar un bulto informe justo en el otro extremo de la habitación. Emocionado por la presencia de algo que relacionaba instintivamente con los misteriosos y ocultos habitan­tes de la enigmática casa, se dirigió a toda velocidad hacia el objeto para, una vez llegado, no poder contener una exclamación de horror.

Ante él tenía un esqueleto humano, cubierto aún por los jirones de lo que en tiempo fueron sus vestidos. Era algo completamente absurdo, pero ciertamente real. Y Juan, que ya había renunciado a la lógica, se vio impelido por el pánico hacia la puerta más cercana al macabro despojo.

Se trataba de un nuevo patio. De planta cuadrada y tamaño inferior al de los anteriores, mostraba en sus cuatro crujías unas magníficas galerías renacentistas labradas en piedra, mientras su centro estaba ocupado por una fuente rodeada de bancos de piedra. Cercano ya a la desesperación, Juan se dejó caer en el más cercano de ellos mientras meditaba sobre la situación tan trágicamen­te absurda en la que se encontraba. Esto ya no era ninguna broma, y el hallazgo del esqueleto le había advertido del peligro de la situación en que se hallaba.

Por otro lado, era evidente que en aquel lugar no parecían regir las normas topológicas. La enrevesada distribución interna del laberinto de patios y habitaciones violaba continua­mente las reglas más elementales de la lógica, colocando estancias en lugares en los que no podían caber. Era ridícu­lo, pero espantosamente real.

De repente, una sacudida conmocionó su aletargado cerebro. El sol... ¿dónde estaba el sol? Hasta ahora no había reparado en que en ninguno de los lugares en los que había estado había sombras, a pesar de la intensa iluminación que recibían. Miró hacia el cielo. Era intensamen­te azul, sin el menor rastro de nubes que lo velaran, como corres­pondía a una calurosa tarde de verano. Hasta aquí todo era normal. Pero no había sol. Atónito, comprobó su reloj. Era aún media tarde, y el sol debería de estar todavía bastante alto. Pero no estaba... Miró hacia abajo, hacia la galería. Las cuatro alas mostraban una iluminación uni­forme, como si todas ellas estuvieran simultánea­men­te alumbradas por un sol que no existía. Automáticamente, sus ojos se posaron en la fuente central. No proyectaba el más mínimo atisbo de sombra; la luz, uniforme, incidía por igual en todo su perímetro.

Nunca supo cuánto tiempo estuvo acurrucado en el banco, ajeno por completo a todo lo que no fuera las lacerantes protestas de su consciencia. Tampoco recordaba el momento en que decidió abandonar el patio, volviendo a internarse en el desesperante laberinto. Cuando al fin consiguió recuperarse de su enajenación, habían pasado dos días según su reloj, y se encontraba tendido en una habitación desnuda de forma hexagonal, con las consabidas seis puertas y una amplia claraboya en el techo por la que entraba a rauda­les la misteriosa luz que convertía en día eterno el extraño transcurrir del tiempo en su inabarcable prisión.

Tenía hambre y sed, y en su rostro, que imaginaba macilento, había comenzado a brotar una hirsuta barba. Le­vantándose penosamente del suelo que le había servido de duro lecho, Juan se dirigió hacia una cualquiera de las puertas, intentando luchar contra el dolor que le taladraba la cabeza. Recordaba fugazmente toda una sucesión de lugares por los que había pasado, siempre distintos y siempre inhós­pitos, alejándo­le cada vez más, o al menos eso era lo que a él le parecía, de su esquiva meta.

Recobrada al fin la lucidez, evaluó por enésima vez sus posibilidades de salir con bien del atolladero. Que realmente eran muy pocas. Independien­temente del problema del laberinto, sus fuerzas comenzarían a flaquear pronto. Y, si no parecía demasiado difícil encontrar una fuente en la que poder saciar su sed (muchos de los patios las tenían), no ocurría lo mismo con los alimentos. Un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar los descarnados huesos que había dejado atrás; si ése iba a ser su final, más valía que sucediera cuanto antes.

La sorpresa le llegó en uno de los infinitos patios. Para empezar, en el centro crecía una espléndida higuera rebosante de frutos. Tampoco faltaba el agua en forma de un estanque que, alimentado por una multitud de pequeños surtidores, recorría todo el perímetro circular del patio, interrumpido únicamente por los cuatro puen­tecillos que, simétricamente distribuidos frente a sus res­pectivas puertas, permitían salvar el único obstáculo que se interponía entre él y el árbol tentador.

Pero, a pesar de la importancia de ver solucionados al menos momentáneamente sus pro­blemas de agua y comida, todavía le quedaba por hacer un descu­brimiento aún más trascenden­tal. Velados por un espeso seto que se interponía entre el estanque y la higuera había cuatro espaciosos bancos intercalados con los senderos que partían de los puentecillos. Y en uno de ellos, concreta­mente el situado a su derecha, se encontraba acurrucada una figura humana.

Emocionado por su descubrimiento y olvidadas momentá­neamente sus necesidades más perentorias, Juan se aproximó al banco temiendo encontrarse con un nuevo cadáver momifi­cado. Pero, si bien el aspecto del desconocido personaje no era tranquilizador, pudo comprobar con alivio cómo el escuálido pecho subía y bajaba rítmicamente marcando la sosegada respiración del durmiente.

Sin decidirse a interrumpir su sueño, Juan le observó con detenimiento. Se trataba de una persona aparentemente anciana, si bien su cuerpo enteco y los largos y enmarañados cabellos de la cabeza y la barba contribuían a enmascarar su verdadera edad. Su vestimenta consistía únicamente en un ajado taparrabos cuya tela original parecía tener una gran antigüedad.

Repentinamente, aquel Robinsón (pues a ese persona­je se asemejaba a la vista del estupefacto Juan) entreabrió los ojos, contem­plando a su visitante primero con parsimonia y luego con sorpresa, pero sin que la expresión de tranquilidad abandonase su rostro. Incorporándo­se ágilmente hasta quedar sentado, le interpeló con una voz de barítono en la que se traslucía un ligero y extraño acento:

-Bienvenido, caballero. Me alegra volver a tener visita.

-¿Quién es usted? -preguntó Juan con nerviosismo-. ¿Dónde estoy?

-En cuanto a la primera pregunta, le diré que mi nombre es Fernando López de Cepeda, aunque me temo que la respuesta no tiene aquí demasiada importancia. Y, por lo que respecta a la segunda, nos encontramos en uno de los innumerables patios de la que yo llamo la Mansión de los Umbrales Infinitos. Ignoro si con esto he respondido a sus preguntas.

-Bien, más o menos -respondió con embarazo-. Pero lo que yo quisiera saber es cómo se puede salir de aquí.

-¡Ah!, la eterna pregunta. Me temo que en este punto voy a poderle ayudar más bien poco. Pero supongo que estará usted hambriento; no puedo ofrecerle mas que higos y agua fresca, pero esto será suficiente para calmar a su estómago.

Saciado por fin con los dulces frutos de la generosa higuera, Juan volvió a insistir a su compañero sobre la posibilidad de encontrar la salida del laberinto. Éste, moviendo dubitativamente la cabeza, comenzó a explicarle la dificultad de tal empeño.

-No sólo no es nada fácil, sino que me atrevería a calificarlo de imposible -explicó-. Supongo que ya se habrá dado cuenta de que nos encontramos recluidos en un extraño lugar en el que no parecen cumplirse ninguna de las leyes de la naturaleza, un sitio en el que es muy fácil entrar pero del que resulta imposible salir. Por más que deambule cruzando umbrales no encontrará sino nuevas estancias distintas a las dejadas atrás y, de vez en cuando, los despojos de sus predecesores muertos en el intento de abandonar esta extraña prisión. Y, por más que intente volver atrás, nunca conseguirá retornar a un lugar conocido. Una vez que se cruza una puerta desaparece para siempre la posibilidad de desandar lo andado.

-Sí, eso ya lo he comprobado -dijo Juan con amargura-. Pero usted parece llevar aquí mucho tiempo, y supongo que conocerá este lugar mejor que yo.

-Mucho, realmente -suspiró el anciano-. Tanto que ya he perdido la cuenta de los años transcurridos desde el maldito día en el que penetré en este extraño lugar en el que no existen ni los días ni las noches. Pero la mayor parte de tiempo lo he pasado en este mismo sitio que, si bien constituye mi prisión, al menos me provee de agua y comida.

-¿Pero usted no...?

-Sí, claro que deambulé por infinidad de patios y salones antes de llegar medio muerto de inanición a este jardín; pero desde entonces no me he movido de aquí, porque estoy seguro que de hacerlo me sería imposible retornar. Y, por otro lado, he contemplado demasiados cadáveres de personas que no fueron tan afortunadas como yo como para arriesgarme a explorar las infinitas posibilidades que se abren a partir de esas cuatro puertas, que yo sólo utilizo para deshacerme de mis desechos sin traspasarlas jamás.

-Luego, ¿no puede ayudarme? -gimió Juan posando su mirada en el suelo.

-Lo siento. Ya le dije que nos encontramos atrapados en una perfecta ratonera. Lo que sí que le ofrezco es la posibilidad de permanecer a mi lado. Aquí tenemos el sustento asegurado para ambos, ya que la higuera, al no tener que responder a los ciclos de las estaciones, proporciona frutos de forma constante, y el agua corriente tampoco falta en ningún momento, cosas que no le puedo garantizar fuera de aquí. Y además, siempre será más soportable esta maldición en compañía de otra persona. Por cierto -preguntó cambiando súbitamente de conversación-, ¿de cuándo es usted?

-¿Cómo dice? -preguntó a su vez Juan, sorprendido.

-Disculpe. Quería únicamente saber en qué año fue capturado usted por esta diabólica casa.

-Ah, ya entiendo. En el verano de mil novecientos ochenta y ocho. Supongo que esto le permitirá calcular cuánto tiempo lleva usted encerrado aquí. ¿Es mucho?

-Ya lo creo -respondió su interlocutor lanzando un hondo suspiro-. Nada menos que ciento cuarenta y seis años.

-¿Ciento...? -exclamó Juan, atónito.

-Ciento cuarenta y seis años -repitió tranquilamente López de Cepeda. Fue en mil ochocientos cuarenta y dos, durante la regencia del general Espartero. Paseaba un día por la calle cuando descubrí que una casa que siempre había contemplado en ruinas se encontraba reconstruida y con la puerta abierta. Me venció la curiosidad y... El resto se lo puede usted imaginar.

-Sí, a mí me ocurrió algo similar. Pero, ¿acaso el tiempo transcurre aquí más lentamente que en... el exterior?

-No puedo asegurárselo. Desde luego, yo he envejecido, puesto que cuando penetré aquí no tenía más que treinta y tres años y ahora no me echaría menos de setenta. Más bien, yo creo que este diabólico engendro aparece en distintas épocas capturando a las personas que viven en las mismas, que luego envejecen y mueren siguiendo sus ciclos naturales. Yo he conocido aquí a un contemporáneo de Felipe II y a una persona que combatió en una guerra que hubo en Cuba allá por los años finales del siglo en que viví, pero usted procede de lo que para mí es el futuro más lejano con el que hasta ahora me he encontrado.

-¿Y qué pasó con ellos?

-Prefirieron seguir buscando su libertad y abandonaron este patio. Como cabe suponer, no he vuelto a verlos. Pero desearía que respondiera a mi pregunta: ¿se quedará conmigo? Aunque yo no era muy ilustrado, siempre me interesé por la historia. Imagínese todo lo que tenemos que contarnos.

-Acepto gustoso su hospitalidad, y me gustaría quedarme aquí durante un tiempo hasta que recupere las fuerzas, lo que podríamos aprovechar para relatarnos nuestras respectivas historias -respondió quedamente Juan-. Pero prefiero correr el riesgo de morir de inanición antes que enterrarme aquí de por vida.

-Quizá yo fui demasiado cobarde -musitó su interlocutor-. Quizá todos los demás fueron demasiado audaces. Pero su respuesta ha sido la misma que la que me dieron las ocho personas que antes que usted pasaron por aquí, y todos se atrevieron a hacer lo que yo temí. Le deseo la mejor de las suertes en su intento.


* * *


-Luego existe una salida.

-¡Oh, sí! Claro que la hay. Las ecuaciones matemáticas demuestran que el número de estancias es inmenso, quizá de un orden de magnitud de diez elevado a cuarenta o cincuenta... Pero en modo alguno infinito.

-Flaco consuelo -masculló Juan, mirando con odio a su interlocutor-. Yo lo que quiero saber es si existe una posibilidad real de salir de aquí.

Se encontraba en un amplio patio, el más extenso que había descubierto hasta ahora. Con al menos una hectárea de superficie, se hallaba sembrado con una densa capa de árboles y arbustos, muchos de los cuales eran frutales en sazón. El agua, por su parte, fluía generosa por la multitud de canalillos y conducciones que, formando el consabido diseño geométrico, drenaban la amplia superficie del pequeño bosque. Ciertamente, este oasis le había venido a salvar una vez más de morir de inanición cuando, agotada la provisión de higos con la que había cargado al abandonar su anterior escala, había cruzado por multitud de estancias que carecían de la menor migaja de algo que pudiera considerarse remotamente comestible.

Juan había perdido ya la cuenta del número de encrucijadas por las que había pasado, todas inhóspitas y alguna que otra salpi­cada por los yertos despojos de alguno de sus antecesores. Agua había encontrado de vez en cuando sin que la sed hubiera llegado a suponerle un problema, pero la cuestión de la comida era distinta.

Finalmente, cuando la situación había comenzado a ser apurada, había tenido la suerte de encontrar este oasis que le había permitido reponer sus desmadejadas fuerzas. Y no sólo había encontrado aquí comida en abundancia, sino también a aquel demente que presumía de matemático y afirmaba haber desentrañado el enigma topológico que suponía la estructura interna del laberinto en el que ambos se hallaban prisioneros. Era algo tan incongruente como absurdo, pero a estas alturas ya no había nada capaz de sorprender al atribulado Juan.

-Amigo mío -le respondió el loco-. Todo es posible mientras el infinito matemático no se nos introduzca en nuestras ecuaciones.

-Sí, pero de poco me sirve si el cálculo de probabilidades indica que me puedo pasar toda la vida abriendo puertas sin llegar a explorar sino una mínima parte de la superficie del laberinto; eso sin contar el problema de la comida.

-Eso ocurriría, efectivamente, si usted continuara como hasta ahora, abriendo puertas al azar. Pero ha de existir una sistemática que pudiera permitirle alcanzar su objetivo en un número no sólo finito, sino también limitado de pasos.

-¿Y usted sabe cuál es? -preguntó ansiosamente Juan, sintiendo a su corazón latir con alboroto.

-Venga conmigo -respondió su interlocutor levantándose del lugar en el que ambos estaban sentados-. Le enseñaré algo que probablemente le interesará.

El patio, que era de forma cuadrangular, estaba cerrado por cuatro porches, cada uno de los cuales contaba con diez puertas. La superficie de la pared situada entre ellas estaba enjalbegada y, al menos en la zona por la que entró Juan, completamente limpia. Sin embargo, el lugar hacia el que se encaminó el extraño era otro de los rincones fácilmente identificable porque, desde una altura de cerca de dos metros hasta casi tocar el suelo, las blancas paredes estaban garabateadas con multitud de apretadas ecuaciones matemáticas, sin más interrupciones que las correspondientes a los vanos de las puertas.

-¿Qué le parece? -preguntó con orgullo el autor de la extraña pizarra-. Esto que ve aquí representa varios años de trabajo exhaustivo... O al menos eso calculo, dado que en este extraño lugar no hay manera de contar el tiempo con precisión. Cuando llegué aquí sin saber cómo, tan sólo llevaba lo puesto. Carecía de papel y de cuanto pudiera sustituirlo, por lo que tuve que recurrir a escribir en la pared que, afortunadamente, resultó ser bastante amplia. Y no se crea; tuve que improvisarme los lápices carbonizando cierta cantidad de ramitas que cogí de los árboles del jardín.

-Bien, cierto es que su trabajo resulta admirable -respondió Juan-. Pero, aun cuando mi formación matemática es razonablemente sólida, no alcanzo a comprender la mayor parte de sus planteamientos. Por tal motivo, le ruego que me explique de una manera sencilla cuáles son las conclusiones a las que ha llegado.

-Conclusiones... -exclamó el matemático con visible despecho-. Amigo mío, quizá haya alcanzado el final de este desarrollo cuando las cuatro paredes estén repletas de fórmulas. Y, como puede usted apreciar, no he llenado todavía ni la primera de ellas. Entonces podré explicarle con detalle cuál es la distribución topológica y multidimensional de este interesante problema. Pero por ahora...

-Escuche -le interrumpió Juan, recurriendo a todo el tacto del que era capaz-. Yo lo que quiero saber es si ha establecido ya un algoritmo capaz de permitirnos encontrar la salida.

-La salida... ¿Quién piensa en la salida cuando uno se encuentra ante la mayor maravilla matemática jamás creada?

-Bien, yo admiro su trabajo, pero también tengo mis obligaciones... allá afuera.

-No tiene por qué justificarse -respondió al fin el demente, pasando con rapidez de la irritación a la afabilidad-. Ya sé que no es usted matemático, y por lo tanto no es de extrañar que sea incapaz de apreciar las maravillas que se esconden tras estas fórmulas. Pero no se preocupe; le explicaré todo cuanto sé.


* * *


-La cuestión es conceptualmente sencilla. Los constructores del laberinto tuvieron que ser mentes racionales, aunque muy superiores a nosotros en lo que respecta al nivel de inteligencia. Por ello es por lo que nos desorienta tanto la distribución de esta creación suya, igual que le ocurre a un humilde ratón introducido en un laberinto construido por unos psicólogos humanos.

-Luego usted insinúa... -comentó Juan al tiempo que mordisqueaba una pera. Habían retornado de nuevo al interior del jardín y estaban sentados tranquilamente frente a un regular montón de fruta recién cogida.

-Que somos objeto de una investigación por parte de unos seres intelectual y técnicamente muy superiores a nosotros, los cuales desean saber cuál es nuestro nivel de inteligencia. Realmente no lo sé, y además no me interesa; yo soy matemático, no psicólogo ni filósofo -respondió su interlocutor encogiéndose de hombros-. Pero es la única hipótesis que se me ocurre para explicar esta singularidad. Por cierto, ¿sabía usted que esta distribución geométrica es totalmente incompatible con un espacio de tres dimensiones?

-Vayamos al grano -interrumpió Juan, temiendo encontrarse frente a una nueva disquisición matemática-. Si es como usted dice, cabría esperar que existiera alguna manera de salir de aquí; sería el premio correspondiente a aquéllos que se conduzcan acertadamente por el laberinto. Y de ser así, debería resultar factible encontrar la ruta apropiada.

-Amigo, me parece que usted no hubiera sido un mal matemático. Lástima que no se dedicara a esta noble ciencia, la única que verdaderamente sirve para ejercitar el intelecto. Eso que ha dicho usted, yo lo he desarrollado mediante ecuaciones matemáticas, buscando la simetría de este interesante problema topológico, y...

-¿Y lo ha encontrado? -exclamó Juan- ¡Dígame que lo ha encontrado!

-Bueno, yo no diría tanto -respondió con flema el matemático-. Lo que sí he hallado es una pauta que permite moverse con un nivel de incertidumbre mucho menor que el correspondiente al simple azar. No le puedo prometer nada con total seguridad, pero las probabilidades de alcanzar la salida se verían acrecentadas notablemente.

-Con esto me conformo. Pero, dígame, ¿por qué no abandona usted este lugar conmigo? En el exterior cobraría fama internacional exponiendo estas teorías matemáticas.

-Sí que me gustaría, sí, reírme de aquellos que me despreciaron... Pero mire dónde están mis apuntes -añadió extendiendo la mano hasta el porche más cercano-. ¿Cómo podría llevármelos? Además, ¿no comprende que me queda aún mucho por investigar?


* * *


Corredores, patios, habitaciones... Aparentemente, nada había cambiado. Pero Juan ya no abría las puertas al azar, sino que seguía la extraña sucesión numérica que le había proporcionado el viejo matemático. Contaba con ella, y también con la suerte. Pero cada vez que traspasaba el umbral de una puerta le esperaba una nueva decepción. Cuando se le acabaron de nuevo las provisiones, comenzó a temer que jamás podría llegar con vida a su destino... Si es que éste, verdaderamente, existía.

Se encontraba ya al límite de sus fuerzas cuando se vio en el interior de una pequeña habitación triangular con una puerta en cada una de sus tres paredes. Esto suponía una ruptura total del orden de simetría par que hasta entonces había encontrado en los recintos por los que había pasado, con un número mínimo de cuatro puertas en cada ocasión. También suponía la ruptura del algoritmo que había seguido para buscar su meta, algoritmo que no contemplaba en ningún momento una solución impar.

Sin embargo, también señalaba una alteración en la secuencia que no se podía interpretar sino como una antesala del éxito... O del fracaso definitivo. Lo cierto era que contaba con un cincuenta por ciento de probabilidades de acertar, y sólo la suerte podía ayudarle en su empeño. Cuidadosamente, sabiendo que de franquear un umbral ya no podría volverse atrás, atisbó la oscuridad que se escondía detrás de las dos puertas. Nada en claro sacó de ello, puesto que ni el menor rayo de luz parecía rasgar las tinieblas. Armándose de valor optó por la de la izquierda... Y la cruzó con paso decidido.

El lugar era oscuro, pero sus ojos acabaron acos­tumbrándose a la penumbra, al tiempo que su cerebro le enviaba una desesperada llamada de atención. ¡Ya había estado allí! No podía ser, pero todo indicaba que se encontraba en el zaguán de la casa. Miró a un lado y a otro, descubriendo tan sólo dos puertas: la trasera, por la que había entrado, y la delantera, por cuyo quicio se colaba un retazo de luz.

A partir de ese momento, Juan no fue ya dueño de sus actos. Posteriormente recordaría vagamente cómo había abierto la puerta, salido a la calle (porque, efectivamente, daba a la calle) y echado a correr como alma que persiguiera el diablo hasta acabar cayendo exhausto varias manzanas más allá.

Recogido por un policía que pasaba por allí, la excitación frenética del pobre Juan y lo poco tranquilizador de su aspecto hicieron que fuera a dar con sus huesos en la comisaría, donde, una vez calmado, intentó explicar a sus captores su inverosímil aventura. Cosa vana, por cierto, pues sólo consiguió ser tomado por un desequilibrado.

Realmente no se podía culpar a los funcionarios de su manera de actuar, máxime cuando Juan mostraba claras muestras de incoherencia, tales como la confusión temporal (afirmaba haber estado perdido en una casa durante semanas, mientras la fecha que daba como inicio de su odisea correspondía al día anterior), al tiempo que juraba una y otra vez que había sido retenido en un edificio de infinitas habitaciones situado en un lugar en el que sólo existía un solar desde hacía ya muchos años.

Por otro lado, su documentación estaba en regla, y tanto sus vecinos como sus compañeros de trabajo atestiguaron que Juan era un ciudadano respetable que jamás se había visto involucrado en el menor altercado. Como conclusión, Juan fue internado en un centro hospitalario donde le trataron con éxito tanto de la desnutrición como del desbarajuste mental que padecía.

Juan nunca se atrevió a volver a acercarse a la calle en la que sucedió su infortunio, aunque transcurridos varios meses desde que tuviera lugar su extraña experiencia se atrevió a confesármelo todo, rogándome que lo hiciera por él. Accedí a la petición de mi amigo, descubriendo que la casa objeto de su curiosidad no era mas que un montón informe de ruinas que no reunían las menores condiciones de habitabilidad. Ahí debería haber quedado zanjada su historia, y así ocurrió en lo que a él se refiere, puesto que poco después cambió de trabajo, trasladando su domicilio a una capital de provincia situada al norte de España. Allí se casó y tuvo dos hijos, y por lo que yo sé (él se niega a hablar del tema), no ha vuelto a pisar nuestra ciudad a pesar de que han transcurrido más de diez años desde entonces.

Huelga decir que en un principio pensé que todo este desquiciado relato era producto de una momentánea enajenación mental suya; pero el destino quiso que un día, mientras husmeaba entre los amarillentos periódicos antiguos de una hemeroteca, me encontrara con una noticia que me llamó vivamente la atención. Estaba fechada hacía cuarenta años, y narraba la extraña desaparición de una mujer, sin dejar el menor rastro, en las cercanías de la calle en la que se alzaba (o no) la fantasmal vivienda. Este hallazgo estimuló mi curiosidad, por lo que olvidé el motivo original de mi investigación y decidí recabar más datos sobre la mansión.

Y los encontré. Consultados los archivos policiales gracias a mi amistad con un comisario, descubrí que el caso de la mujer desaparecida no era el único, ya que constaban al menos otros cuatro o cinco casos similares que jamás habían sido resueltos. Más significativo aún era el dato recogido en un periódico de finales del siglo XIX, en el que se relataba la historia de un hombre de mediana edad que había sido encerrado en un manicomio tras diagnosticársele una locura incurable; al parecer, estaba obsesionado con una casa provista de infinitas habitaciones de la que había conseguido escapar tras varios años de encierro.

Pero el dato más significativo lo obtuve del registro de la propiedad y de los propios archivos municipales. Por más que busqué, me resultó imposible encontrar el registro de esa finca, cuyo propietario, legalmente, no existía. Tampoco hallé en el ayuntamiento el menor documento que pudiera informarme acerca de ella, pese a que la factura de la ruinosa fachada indicaba bien a las claras su naturaleza de antiguo palacio. Las distintas historias de la ciudad, incluso las más minuciosas, la ignoraban por completo, y las consultas que hice a varios historiadores locales resultaron completamente infructuosas. Al parecer, nadie sabía nada acerca de ella y, aunque mostraban sorpresa, no parecían sentir la menor curiosidad por investigarla.

Aparentemente, yo era la única excepción que rompía este muro de silencio. ¿Por qué razón? Lo ignoro. Pero lo cierto es que la casa, aún en ruinas, existe realmente, y todo el mundo recuerda haberla visto siempre así aunque, de todos los que habitamos en la ciudad, solamente yo he sido capaz de apreciar siquiera un atisbo de su extraña naturaleza. Por esta razón escribo este relato, que muchos tomarán por pura literatura, pero que refleja fielmente los hechos que he reconstruido excepto en dos detalles puntuales: la identidad verdadera de mi amigo, y el nombre de la ciudad en la que se encuentra la mansión de los umbrales infinitos.


Publicado el 20-04-2001 en Artifex segunda época, nº 5
Actualizado el 16-4-2012