La venganza de Beethoven



Todo comenzó, al menos en lo que a mí respecta, aquel día en que aburrido decidí oír de nuevo la novena sinfonía de Beethoven; hacía bastante tiempo que no la escuchaba, y realmente me apetecía hacerlo. Cogí, pues, el disco compacto y lo coloqué en el reproductor; y cual no sería mi sorpresa, cuando comprobé que por los altavoces no salía el menor sonido.

Como es natural mi primera reacción fue la de comprobar que los mandos del amplificador estuvieran en la posición correcta; a veces pienso que sería necesario seguir un cursillo de manejo de tan complicados aparatos... Pero los mandos estaban en la posición correcta, o al menos así me lo pareció a mí; sin embargo, la persistente ausencia de sonidos me hizo dudar de lo que parecía evidente.

Manipulé, no obstante, los mandos sin obtener el menor resultado; sin duda algo debía estar averiado. Pero cuando puse otro disco distinto, éste funcionó con toda normalidad; lo mismo ocurrió con la radio, el tocadiscos y el reproductor de cintas.

El fallo debía de estar, pues, en el propio disco; pero no alcanzaba a entender la naturaleza del mismo: los discos compactos se podían deteriorar, por supuesto, pero nunca había oído hablar de uno que se borrara... Y sin embargo, al menos aparentemente era esto lo que había ocurrido. Lo miré al trasluz, en una reacción tan refleja como inútil, para comprobar que su aspecto era de lo más normal... Pero cuando volví a ponerlo, siguió empeñado en no funcionar.

Irritado apagué el aparato y, disco en ristre, me dirigí hacia la casa de Luis, un amigo mío que, además, era mi vecino. Él tenía un equipo de música similar al mío, y con él podría comprobar si, efectivamente, era mi disco el que por una u otra razón estaba deteriorado.

-¿Y dices que no se oye nada en absoluto? -se extrañó mi amigo cuando, entre sorbo y sorbo de cerveza, le expliqué lo que ocurría.

-Así es... Por extraño que parezca. -respondí- Si fuera una cinta, diría que se había borrado, o que estaba sin grabar; pero es un disco, ¡maldita sea!

-Déjame que vea... Parece estar bien. -masculló- Vamos a probarlo. Puede que la culpa la tenga tu equipo; a veces los reproductores no leen un disco aunque funcionen perfectamente con el resto.

Iba a responderle que ese disco había funcionando siempre sin problemas; pero ya lo había introducido en la bandeja, por lo que me limité a esperar sin decir nada.

El tiempo pasó sin que se iniciaran los acordes de la sinfonía, a pesar de que la espera fue más que suficiente para ello. Intrigado, Luis optó por cambiar de pista saltando hasta la mitad del disco; mas el aparato persistió obstinadamente en su mutismo.

A pesar de todo Luis no daba su brazo a torcer; paró el reproductor, sacó el disco y lo volvió a meter seleccionando una por una todas las pistas sin conseguir el menor resultado.

-Pues ya lo ves... No funciona. -Se rindió al cabo.

-¿Dónde tienes tu novena sinfonía? -le espeté, asaltado de repente por una insólita idea.

-Allí está, donde todos los discos; ¿pero qué pretendes hacer?

-Es una corazonada. -respondí escuetamente mientras buscaba el disco.

-Bien, no te voy a privar del gusto, pero no creo que sirva para nada. -respondió adivinando mi intención.

Sin prestar atención a sus palabras coloqué el disco en la bandeja y seleccioné el Himno a la Alegría; y, por insólito que parezca, tampoco en esta ocasión pudimos oír la conocida melodía de Beethoven.

-No puede ser... -farfulló Luis- ¡Si ayer mismo estuve oyendo este disco!

-Pues ya lo ves; -sonreí débilmente- ahora no se oye ni una sola nota.

Pero mi amigo se encontraba ya rebuscando en el interior de un cajón; era evidente que había logrado que se interesara por el tema.

-¡Aquí está! -exclamó al fin con satisfacción.

-¿Qué es lo que has estado buscando? -pregunté.

-Esta cinta. -me respondió al tiempo que me la mostraba- Es una grabación bastante antigua de la novena sinfonía de Beethoven; la tenía arrinconada desde que compré el disco, y casi me había olvidado de ella. Ya verás como ésta si funciona.

-Esperémoslo. -exclamé dubitativo, sin saber exactamente por qué.

Pero la cinta, como ya subconscientemente había temido yo, hizo causa común con los discos. En el colmo de la desesperación Luis probó con otras grabaciones, tanto en cintas o en discos convencionales como en compactos; absolutamente todas funcionaron sin el menor problema excepto las tres consabidas versiones de la novena sinfonía de Beethoven, las dos suyas y la mía.

-¡No puede ser! -exclamó mi amigo hundido en su sillón favorito- Es la cosa más extraña que he visto desde que comencé a oír música.

-Pues ya lo ves... Es un hecho cierto. -remaché- ¿Tienes alguna otra sugerencia?

-No lo sé... ¡Espera! Podríamos ir a la tienda de música del final de la calle; el dueño es amigo mío, y nos podrá explicar que es lo que ocurre...

El dependiente no tenía la menor idea de lo que podía ocurrir; pero ofreció prestarnos un disco nuevo con objeto de que pudiéramos comprobar donde radicaba el fallo.

-Es una grabación nueva que nos acaban de traer. -nos comentó éste al tiempo que buscaba uno de los discos- Es digital, y a mí me parece muy buena.

-Pero te vamos a obligar a desprecintarlo... -objetó Luis- Luego no podrás venderlo.

-No te preocupes; lo he abierto esta misma mañana para ponerlo en el tocadiscos de la tienda; por eso estoy seguro de que funciona bien.

-¡Oh!, no creo que sea necesario que nos lo llevemos; -insistió mi amigo al tiempo que rechazaba con un ademán el disco que le ofrecía- bastará con probarlo aquí.

-Como quieras. -respondió el vendedor encogiéndose de hombros- Pero si lo que funciona mal son vuestros aparatos, dudo mucho que así podáis comprobarlo.

Pero los hechos a veces tienen la mala costumbre de ser tozudos, y al parecer este caso era uno de ellos. Con gran asombro del dueño de la tienda, y con una extraña y por supuesto totalmente fuera de lugar expresión de alivio por parte nuestra, el disco se empeñó en no funcionar; o, mejor dicho, en no emitir el menor sonido, puesto que por todo lo demás parecía estar en perfecto estado.

-No puede ser... -balbuceó el propietario- Si esta misma mañana... -continuó al tiempo que comenzaba a abrir nerviosamente una nueva caja.

Bastó con media hora escasa para que no tuviéramos otro remedio que rendirnos a la evidencia: Todas las grabaciones de la novena sinfonía de Beethoven existentes en la tienda, absolutamente todas (y eran bastantes procedentes de distintos lotes), aparecían completamente borradas... Resultando todavía más insólito el hecho de que, en todos los casos en los que existía un álbum con ésta y otras composiciones, se habían conservado perfectamente todas las demás mientras que la novena sinfonía, y sólo ésta, había desaparecido sin dejar el menor rastro.

Cuando, perplejos, regresamos Luis y yo a casa de éste, el atribulado comerciante comenzaba a llamar frenéticamente, una tras otra, a las principales casas discográficas... Nunca llegamos a saber si el pobre hombre alcanzó a recobrarse del susto.

De momento ahí terminó la cosa; llegados a casa de Luis recogí mi inútil disco y, tras despedirme de él, me fui a casa. Lo que había sucedido me intrigaba sobremanera, pero no me quitaba el sueño; suponía que, a pesar de todo, debería haber una explicación racional para ello.

El tiempo se encargaría de sacarme de mi error. A la mañana siguiente, aprovechando que era sábado, me dirigí a unos grandes almacenes a comprar un nuevo disco; no solía hacerlo así ya que allí eran muy caros, pero después de lo ocurrido en aquella pequeña tienda prefería dirigirme a un establecimiento que me mereciera una mayor garantía.

Sin embargo, y para mi sorpresa, el atribulado dependiente me manifestó la imposibilidad de atender mis deseos; según me dijo, todos los discos disponibles de la novena sinfonía de Beethoven habían resultado estar defectuosos, por lo que me rogaba que aguardara algunos días hasta que les llegara una nueva partida.

Otra casualidad, me dije; yo nunca había creído en nada que no fueran las inflexibles leyes de la físicas. Cogí, pues, y me marché hacia otros grandes almacenes cercanos, encontrándome con una respuesta similar aunque ampliada: el defecto se extendía a todas las existencias de la novena de Beethoven que en estos momentos poseía la cadena en toda su red nacional.

Si a estos hechos sumamos que, camino de casa, intenté infructuosamente comprar el dichoso disco en otras dos tiendas especializadas, no tuve por menos que acabar reconociendo que, pese a todo, tan extraño suceso estaba acabando por intrigarme, y aun con toda mi buena voluntad tuve que conceder que ya iba empezando a ser mucha casualidad. Pero pese a todo, yo estaba aún muy lejos de sospechar todo el alcance del acontecimiento.

Así quedaron las cosas hasta que a la siguiente mañana, domingo, compré como siempre el periódico descubriendo en él una absurda e increíble noticia: una orquesta alemana que tenía previsto interpretar la víspera la novena sinfonía de Beethoven, se había encontrado con la desagradable sorpresa de comprobar cómo la totalidad de sus partituras habían aparecido repentinamente en blanco o, mejor dicho, con los pentagramas completamente limpios de notas. Podía haberse tratado de una broma pesada, argumentaba el periodista (aunque los alemanes jamás se permitirían bromear de esta manera), pero lo más curioso del caso era que absolutamente todos los profesores de la orquesta, incluido el propio director, se mostraron incapaces de recordar ni tan siquiera una nota a pesar de que el último ensayo lo habían ejecutado sin el menor problema el mismo viernes por la mañana.

La noticia venía recogida sin grandes alardes tipográficos en las páginas centrales que casi nadie suele leer detenidamente, y a buen seguro que me hubiera pasado desapercibida de no haber estado yo previamente sensibilizado ante este tema. Yo, la verdad, me suelo fiar muy poco de lo que dicen los periodistas en lo que respecta a estos temas, al menos desde que oí decir en televisión (dado como una noticia seria) que se había conseguido obtener un híbrido de perro y gato... Pero esta vez todo coincidía con mi experiencia personal, y no precisamente de una manera demasiado lógica.

De repente recordé que contaba en mi biblioteca con una aceptable enciclopedia de la música y que en ella, como cabía esperar, había un amplio capítulo dedicado a Beethoven y, como no, a su novena sinfonía. Era absurdo, me repetí una y mil veces; pero cuando tomé en mis manos el tomo correspondiente, no pude evitar una extraña sensación de pánico.

Y lo impensable ocurrió. Aparentemente todo estaba en orden; la biografía del músico de Bonn, la descripción de sus obras... Pero todo, absolutamente todo lo referente a la novena sinfonía aparecía con las páginas en blanco como si jamás hubiera sido impreso; hasta un pentagrama en el que se recogía, según recordaba yo, la melodía principal del Himno a la Alegría, aparecía totalmente limpio de notas, tan virgen como lo estuviera antes de que la inspiración del genial músico legara a la humanidad uno de los pasajes musicales más transcendentales de toda la historia de la cultura.

Afortunadamente para mi integridad mental, a partir de ese momento los hechos se aceleraron de tal manera que pude dejar de sospechar acerca de una supuesta falta de raciocinio por mi parte. Una semana después, tan sólo siete días más tarde, la desaparición de la novena sinfonía no era ya una escueta reseña perdida entre las páginas centrales de un voluminoso diario; era, para bien o para mal, noticia de primera página en la práctica totalidad de los medios de comunicación europeos y norteamericanos. La absurda, la increíble pero no por ello menos cierta noticia estaba allí: la novena sinfonía de Beethoven había desaparecido como por ensalmo del patrimonio cultural de la humanidad.

Todas las partituras, absolutamente todas, aparecían con sus pentagramas en blanco. Las grabaciones no habían corrido mejor suerte, y hasta las matrices utilizadas como primera etapa del proceso de elaboración de discos y cintas aparecían misteriosamente borradas... Hasta los libros que hablaban de una u otra manera de la novena sinfonía mostraban en blanco las hojas correspondientes a este tema.

Conforme pasaba el tiempo se fue descubriendo como este extraño e inexplicable suceso alcanzaba términos difícilmente concebibles: un anuncio de televisión que utilizaba como sintonía el tema principal del Himno a la Alegría apareció con la filmación intacta, pero sin sonido. Un fabricante de cajas de música se vio obligado a cambiarles el mecanismo musical cuando se descubrió que todas ellas se habían quedado repentinamente mudas; y hasta unas antiguas grabaciones de un aberrante arreglo musical que aprovechaba a una versión bastante libre -más bien libertina- del Himno a la Alegría como tema de fondo para una anodina canción de temporada, se empeñaron en olvidarse de los sonidos que tenían registrados.

Pero lo más sorprendente de todo fue el hecho constatado de que, aparentemente, ninguna persona en todo el planeta conseguía recordar ni tan siquiera unas pocas notas de tan celebérrima composición... Desde afamados directores de orquesta, que juraban y perjuraban haber conocido de memoria la totalidad de la sinfonía hasta aquel fatídico viernes, hasta los simples aficionados que se veían incapaces de tararear siquiera someramente su tema principal, absolutamente nadie era capaz de reconstruir siquiera someramente un solo compás de la citada obra.

Como puede fácilmente suponerse, nadie fue capaz de encontrar una explicación mínimamente consistente, al menos bajo los parámetros impuestos por la metodología científica... Al investigar los expertos las pruebas materiales del suceso, se encontraron frente a conclusiones cada vez más extrañas. Las cintas magnéticas, sencillamente, se habían borrado, al igual que las bandas sonoras de las películas. Aunque era bastante inverosímil esto podía técnicamente ocurrir, pero lo realmente extraño era lo que les sucedía a los discos ya fueran convencionales o compactos: estudiados bajo lentes de aumento, se pudo comprobar que, aunque conservaban los microsurcos o las perforaciones, ni los unos ni las otras portaban ya la menor información sonora. Tanto libros como partituras, sin olvidarnos de los manuscritos, se resistieron absolutamente a todos los intentos tendentes a descubrir siquiera un rastro que permitiera reconstruir, al menos parcialmente, lo que en ellos había estado escrito. A modo de remate, se descubrió que en los tambores metálicos que constituían el elemento central de las cajas de música habían desaparecido misteriosamente las perforaciones que permitían reproducir los sonidos.

Pasó el tiempo. La humanidad, dando una vez más muestras de sus singulares reacciones, encajó el hecho convirtiéndolo en una auténtica manifestación de histeria colectiva. En el mundo había en esos momentos cinco o seis guerras declaradas, una o dos docenas de conflictos internos (léase guerrillas), hambre en varios países de África y Sudamérica y una grave inundación en el subcontinente indio; pero los periódicos occidentales dedicaban su atención casi exclusivamente a lo que algún afortunado periodista había acertado en calificar como “el síndrome de Beethoven”.

Nuestra sociedad, conservadora al fin y al cabo, se encontraba de hecho totalmente desquiciada: eran varios los siglos de cartesianismo continuado venidos repentinamente abajo, y esto era sin duda mucho más de lo que la orgullosa civilización occidental estaba dispuesta a admitir.

Sí, siempre había habido heterodoxos... Pero habían sido engullidos sin apenas dificultades por nuestra versátil sociedad de consumo, siempre dispuesta a devorar a sus propios hijos; y, en los pocos casos en que esto no había podido ser posible, se les había dejado existir siempre y cuando en el fondo no fueran demasiado peligrosos... Sólo en casos muy contados, como ocurrió con la aberración nazi, nuestra sociedad se despojó de su careta de seudotolerancia para combatir algo que, no obstante haber surgido en su propio seno, amenazaba realmente su existencia.

Había resultado extremadamente fácil rechazar científicamente fenómenos tales como los ovnis o las enigmáticas ruinas del altiplano boliviano, y se había conseguido que estupideces tales como la astrología o el espiritismo acabaran siendo tan sólo unos saneados e inofensivos negocios... Las sectas, por otro lado, eran toleradas siempre y cuando sus adeptos no incordiaran demasiado, mientras que en definitiva tanto científicos como filósofos continuaban ejerciendo, con la aquiescencia de todos, como sacerdotes de la siempre infalible Diosa Razón.

Pero ahora era todo muy distinto. Todo el mundo sabía perfectamente que Beethoven había compuesto una novena sinfonía que había resultado ser su obra maestra, y no hubo la menor dificultad a la hora de recordar cual había sido su génesis y su historia; incluso se descubrió, para alivio de los estudiosos de la literatura, que se había conservado íntegro el texto de Schiller que había sido utilizado por Beethoven en su famoso Himno a la Alegría. Sin embargo, y a pesar de todos los esfuerzos realizados, absolutamente nadie fue capaz de recordar ni un solo compás del cuarto movimiento de la citada sinfonía, aunque este fracaso pudo ser en parte paliado gracias a la reconstrucción parcial y aproximada, pero reconstrucción al fin y al cabo, que se pudo hacer, recurriendo a los dispersos recuerdos de los músicos profesionales, de los tres primeros movimientos de la citada sinfonía.

Por otro lado, si los músicos estaban desolados los científicos se encontraban literalmente al borde mismo del precipicio. Allí estaban los discos borrados, las partituras en blanco, las memorias con sus recuerdos olvidados... La propia magnitud del fenómeno invalidaba cualquier recurso fácil: En esta ocasión no se trataba de alucinaciones ni de falsificaciones, y por supuesto tampoco cabía recurrir a la manida excusa de que todo era consecuencia de una ingeniosa broma. Era bien patente que lo ocurrido había tenido lugar de una manera real, y no era menos cierta la imposibilidad científica de que hubiera sucedido así... Lo que llevaba indefectiblemente a los atribulados científicos a un callejón sin salida al cual no podían, por mucho que lo intentaran, ni eludir ni rodear.

Explicaciones las hubo, evidentemente, para todos los gustos... Aunque no fueran precisamente demasiado ortodoxas. Pero ante la total postración en que continuaban sumidos los hasta entonces sacrosantos sacerdotes de la ciencia, los oportunistas de rigor se encontraron con el terreno abonado para la divulgación de sus disparatadas teorías, teorías que no obstante eran ávidamente escuchadas por una multitud que precisaba llenar desesperadamente ese gran vacío que se había formado en nuestra aparentemente sólida sociedad, lo cual les empujaba hacia la mística al no hallar la menor respuesta en la fracasada razón.

La mayor parte de las sectas religiosas, por supuesto, encontraron rápidamente una explicación lógica al problema: el fin del mundo estaba muy cerca, y comenzaban ya a ser patentes las muestras de la ira divina. Pero puesto que la mayor parte de los ciudadanos de a pie no acababan de entender muy bien la posible relación que podía tener la furia del creador con la a cumbre del bueno de Beethoven, estas teorías no alcanzaron, al fervor con que fueron difundidas, demasiada difusión; un del mundo sin plagas, epidemias ni terremotos, ni tan siquiera con alguna que otra explosión atómica, era en definitiva un fin del mundo bastante descafeinado.

Más suerte habría de correr la hipótesis postulada por los espiritistas: El alma de Beethoven, hastiada de tanta estupidez, había optado por privar a la humanidad de un bien cultural que no se merecía, su celebérrimo Himno a la Alegría. La teoría conectaba extremadamente bien con el agrio y desabrido carácter del genial músico, que pasó gran parte de su vida amargado y que, pese a contar con sobrados motivos para aborrecer a la ingrata sociedad de su tiempo que en bien poco se diferenciaba de la nuestra, por cierto, tuvo la gallardía de enriquecernos con una de las más sublimes composiciones de toda la historia de la música. Transcurridos ya más de ciento cincuenta años desde su muerte, Beethoven se habría hartado de esperar a que el hombre se volviera más juicioso. Como no había ocurrido así, y puesto que todo canto a la fraternidad universal estaba fuera de lugar por completo, el espíritu irritado del gran músico alemán habría borrado concienzudamente todo recuerdo de su obra en el seno de una sociedad que seguía sin merecérsela.

Por supuesto tal teoría fue rechazada de plano por todos los representantes de la ciencia oficial; pero resultaba tan coherente en su irracionalidad, explicaba tan bien unos sucesos de por sí inexplicables, que fue aceptada sin reparos por amplios sectores de población muchos de los cuales ni tan siquiera habían escuchado una sola vez la controvertida obra. De hecho, aun la desconcertante realidad de que hubiera desaparecido hasta el más mínimo vestigio del Himno a la Alegría sin que por ello se hubiera borrado el recuerdo de la misma (todo el mundo sabía perfectamente que la sinfonía había sido compuesta en su totalidad y era plenamente consciente de su importancia capital en la historia de la cultura), era uno de los aspectos que mejor justificaba las tesis espiritistas: Tan sólo podríamos lamentarnos de algo de cuya pérdida fuéramos plenamente conscientes, ya que no había en el mundo nadie más feliz que los ignorantes; y nunca habríamos encajado como un castigo la pérdida de una obra maestra cuyo recuerdo se hubiera perdido por completo. ¿Quién lamentaba hoy en día la pérdida del Mausoleo o la desaparición de la Biblioteca de Alejandría, salvo los estudiosos? Debíamos purgar nuestro delito, y sin duda la mejor manera de hacerlo era recordando nostálgicamente la belleza perdida.

Pero la humanidad no se resignaba. Eran legión los científicos y los músicos que se afanaban buscando algún retazo, siquiera mínimo, de la desaparecida composición, sin que esta concienzuda labor se viera premiada con el más mínimo logro. Las grabaciones seguían estando todas borradas, continuaban apareciendo partituras en blanco y ni aun la hipnosis más profunda consiguió despejar las espesas brumas que velaban los recuerdos de todos aquéllos que en su día habían recordado hasta la última nota de la misma. El gobierno alemán, desesperado, había prometido una cuantiosa recompensa a todo aquél que pudiera aportar alguna información provechosa, por mínima que esta fuera, que permitiera recuperar total o parcialmente el recuerdo del Himno a la Alegría. Esta iniciativa había sido secundada por numerosas instituciones de todo el mundo e incluso por algunos otros gobiernos occidentales; pero el tiempo transcurría y nadie había podido cobrar ni un solo céntimo de esta astronómica cantidad a pesar de que habían sido numerosos los falsarios que habían intentado colocar mediocres y por supuesto falsas composiciones, todas ellas fácilmente descubiertas por los expertos encargados del tema.

Así estaban las cosas cuando de una manera involuntaria fui protagonista principal de tan desagradable asunto. Ocurrió en una soleada tarde de primavera en la que yo, siguiendo con mi costumbre habitual, paseaba plácidamente por las calles de la ciudad. En esa ocasión había encaminado mis pasos hacia un barrio de casitas bajas relativamente cercano a mi domicilio, barrio que me agradaba sobremanera debido a que hasta él no había llegado aún la degradación de un progreso mal entendido... Allí al menos me encontraba alejado, siquiera por unas horas, de las inhumanas colmenas en que se habían convertido la mayor parte de los barrios de la gran urbe; allí me podía permitir el ya difícil placer de pasear apaciblemente por las tranquilas calles sin oír otros sonidos que los gorjeos de los pájaros y sin notar otros olores que los perfumados efluvios procedentes de los pequeños y cuidados jardines... Éste era mi oasis particular en mitad del vasto y árido desierto de asfalto en el cual me veía obligado a vivir bien a mi pesar.

De repente llegaron a mis oídos unas notas bien distintas a los familiares trinos de los pájaros, unas notas que yo creía haber olvidado por completo... Alguna mano desconocida estaba desgranando lentamente en un piano los anhelados compases del Himno a la Alegría. Era absurdo, tan absurdo que durante un instante me quedé inmóvil escuchando extasiado aquella sublime música que ahora retornaba a mi memoria; música que, pese a haberla olvidado por completo, había identificado sin la menor vacilación.

Apenas unos segundos me bastaron para hacerme cargo de la situación: la fuente de donde surgían tan agradables sonidos era con toda seguridad una pequeña casita de aspecto modesto que se encontraba justo frente a mí, al otro lado de la calzada. Sin pensarlo dos veces crucé en dos zancadas hasta la otra acera, sorprendiéndome poco después aporreando ferozmente la puerta. Labor inútil, puesto que estaba abierta.

Entré. ¿Cómo podía dejar de hacerlo? Tras el pequeño vestíbulo se entreveía en la penumbra un estrecho y oscuro pasillo que se hundía en el interior de la casa. Y no había duda: el sonido del piano se oía cada vez más fuerte; ¡y era la novena de Beethoven! De eso no me cabía la menor duda.

Sintiendo cómo mi corazón me latía desbocado, crucé los largos y eternos metros que me separaban de mi meta abriendo con brusquedad, casi con salvajismo, la puerta de la habitación. La música, como es natural, cesó como por ensalmo mientras el asombrado rostro del pianista se volvía hacia mí.

La situación era francamente embarazosa. Yo había penetrado en aquella casa sin permiso y de una manera realmente violenta... Pero mi grado de excitación era tal (y eso que normalmente soy una persona realmente flemática) que no me preocupé lo más mínimo por lo inusitado de mi acción.

-¡Usted... Usted tiene la novena sinfonía! -balbuceé.

-Eso parece. -sonrió con timidez el desconocido.

-¿Conoce acaso la importancia de lo que tiene entre sus manos? -continué sin dejarle hablar- Tenemos a medio mundo buscando desesperadamente el menor retazo del Himno a la Alegría y lo tiene usted aquí tan... tranquilo.

-Por supuesto que sí. -respondió con una afabilidad que resultaba extraña y por completo fuera de lugar dado lo singular de nuestra situación- Conservo esta reducción para piano desde mis tiempos de estudiante, y la he tocado cientos de veces en estos últimos años.

-¡Pero todos los registros de esta sinfonía se han borrado! Todos... -dudé- menos el suyo.

-Sí, confieso que mi caso es bastante singular. -concedió al tiempo que acariciaba lánguidamente las teclas del piano.

-¿Y está aquí tan tranquilo? -exclamé con exasperación al tiempo que me acercaba a él con ademán amenazador- Tiene en su poder la composición musical más valiosa de toda la historia de la humanidad y sólo se le ocurre responder eso... ¿Sabe cuánto dinero ofrecen como recompensa por recuperar esta sinfonía?

-¡Oh, claro que sí! -bostezó al tiempo que ponía más distancia entre él y mi amenazante figura- Pero no soy ambicioso.

-¿Que no es ambicioso? -exploté; la verdad era que no me estaba comportando de una manera demasiado educada- Tiene usted la que probablemente debe de ser la última partitura intacta de la novena sinfonía de Beethoven y está ahí tan tranquilo...

-No es la sinfonía completa; -protestó débilmente- sino tan sólo su cuarto movimiento.

-¡Y aún le parecerá poco! -su tranquilidad me exasperaba- ¿No se da cuenta de que está privando a toda la humanidad de uno de sus más preciados bienes culturales?

-Escúcheme quien quiera que sea. -el fiero tono con que escupió las palabras tuvo la virtud de recordarme la poca solidez de mi posición- Esta partitura es mía, lo es desde hace muchos años, y a nadie le tengo que dar cuentas de lo que haga con ella. Además, -continuó impertérrito- ¿no cree usted que si la humanidad ha perdido todo recuerdo del Himno a la Alegría ha sido precisamente porque se lo tenía bien merecido?

-¿No me dirá usted que cree esas patrañas propaladas por toda esa turba de charlatanes baratos? -comenzaba a sentir un sordo malestar en mi interior, pero en esta ocasión mi asombro era auténtico.

-Ni lo creo ni lo dejo de creer; me limito a considerar la posibilidad menos ilógica de entre todas las posibles.

-De todas formas, y sea cual sea la razón de lo ocurrido, usted tiene la responsabilidad ética de donar esta partitura. -insistí, esta vez más tranquilo.

-¡Eso nunca! -exclamó ferozmente al tiempo que aferraba la partitura entre sus crispadas manos- La sociedad la perdió a causa de su mezquino proceder, y no he de ser yo quien apuntale su ruin comportamiento.

-¿Acaso me va a decir que de entre todos los miembros de la especie humana es usted el único que ha merecido el favor del alma de Beethoven? -me mofé cruelmente- ¿Cómo puede ser tan engreído?

-Yo no soy engreído. -farfulló al tiempo que estrechaba aún más entre sus brazos la valiosa partitura- Pero el hecho está ahí: Yo conservo el Himno a la Alegría y los demás no.

-Y con su actitud egoísta impide que los demás podamos disfrutar de él. -había vuelto a recobrar mi aplomo- Por cierto... Yo podría arrebatarle la partitura; dudo mucho que las autoridades me castigaran por ello.

-Inténtelo; no le iba a servir de mucho. ¡Ande, tome! -se burló al tiempo que me alargaba la misma- Antes de que traspase esa puerta las notas habrán desaparecido.

-¿Es un truco? -pregunté con desconfianza.

-No. Es tan sólo una certeza. -respondió con gravedad- Salga de aquí con esta partitura en la mano y será tan inútil como todas las demás.

-Luego es cierto... -sentía como si un dogal me hubiera atenazado la garganta- Es cierto.

-Es lo más probable. -concedió el músico.

-Pero usted conserva la partitura; -insistí confundido- Alguna razón tiene que haber para ello.

-Yo no soy mejor que nadie. -sonrió con amargura- Pero creo en la fraternidad mundial y no odio a mis semejantes.

En aquel instante algo se abrió en mi interior. Miré en torno mío y ya no vi una modesta habitación con un vetusto piano como único mobiliario; ahora estaba, y de ello tenía una total certeza, en el que quizá fuera el último reducto de la esperanza en nuestro planeta. Y vi la luz, una luz que no era real y que sin embargo era más intensa que todo cuanto yo había conocido hasta entonces.

-La sinfonía volverá. -me explicó suavemente mi interlocutor- Pero no lo hará hasta que los humanos no lo merezcan.

-Pero yo... -balbuceé.

-Usted es bastante afortunado; llevo varios meses tocando este piano y hasta ahora nadie había sido capaz de reconocer la sinfonía perdida. Usted ha sido el primero; enhorabuena.

A partir de este momento mis recuerdos se tornan borrosos. Me consta que me marché sin despedirme de aquel misterioso lugar; sé que volví a mi casa y que me abandoné a mis propios pensamientos. Hoy, varios meses después, la recompensa ofrecida por el gobierno alemán continúa sin ser entregada; pero yo ya soy capaz de recordar algunos fragmentos del todavía perdido Himno a la Alegría, y sé que con el tiempo seré capaz de conocerlo por completo... Pera nunca se me ha pasado por la imaginación reclamar la recompensa; no se lo merecen... Por ahora.


Publicado el 28-7-2008 en NGC 3660