La verdadera historia de Juan García
-En unas declaraciones a nuestra emisora el ministro del Interior ha desmentido categóricamente las acusaciones vertidas por el portavoz de la oposición...
El despertador, cumpliendo con su irritante cometido, le arrancó del sueño lanzándolo a las garras de la cruda realidad. Era lunes, por lo que la siempre desagradable obligación de madrugar se le puso todavía más cuesta arriba.
El ritual cotidiano se cumplió sin desviarse un ápice de lo habitual: Se duchó, desayunó, se encaminó a la estación, compró el periódico, montó en el tren sentándose en un rincón alejado de las puertas... Y se adormiló apenas llegado a las páginas de nacional.
Dos o tres estaciones más allá apareció el revisor. Cuando llegó a su altura sacó maquinalmente la tarjeta de transportes y se la enseñó con el gesto cansino de quien todavía no está demasiado despierto. Habitualmente el revisor, no mucho más despierto que los viajeros, solía comprobar de forma somera que la tarjeta estuviera en orden, pero en esta ocasión se quedó mirándola con detenimiento. Desconcertado por su reacción interrumpió el gesto ya iniciado de volverla a guardar, esperando una reacción de su interlocutor que no tardó en llegar.
-Disculpe, señor. ¿Le importaría mostrarme su carnet de identidad?
Era algo insólito, pero el revisor estaba en su derecho. Molesto por la alteración de la rutina sacó la cartera y la abrió, mostrando el documento sin molestarse en sacarlo de la misma.
El revisor se quedó mirando el carnet con la misma atención con que antes lo hiciera con la tarjeta de transportes, para acabar finalmente mostrando su disconformidad con la documentación presentada.
-Lo siento, señor, pero su título de transporte no es válido. Tengo que cobrarle el billete.
-¿Cómo dice?
-Que su tarjeta no está en orden. ¿Sería tan amable de decirme a dónde va?
No era precisamente el momento del día en el que estaba de mejor humor, por lo que no pudo evitar el estallido. Al principio pensó que se le hubiera podido olvidar comprar el cupón mensual, pero inmediatamente recordó que estaba a mitad de mes y había usado sin problemas ese cupón durante toda la semana anterior. No había ningún motivo que justificara las reticencias del revisor, pero la forma en la que le exigió explicaciones no fue precisamente la más diplomática.
-He de recordarle, señor, -fue la glacial respuesta del empleado- que está terminantemente prohibido utilizar la tarjeta de transportes de otra persona. Así pues, me veo obligado a retirársela y a imponerle la multa estipulada por la ley para los viajeros sin billete. Son cinco mil pesetas.
¡De otra persona! Esto era absurdo. Miró perplejo la fotografía de la tarjeta... Era él, evidentemente.
-Me está usted tomando el pelo. -gruñó con una voz lo suficientemente elevada como para que sus vecinos más inmediatos volvieran la cabeza.
-Es usted el que está intentando tomármelo a mí. -contestó el revisor- Me presenta una tarjeta de transportes y un carnet de identidad que no son los suyos, y todavía me monta un numerito. ¿Me va usted a pagar?
-¡Por supuesto que no!
Entonces tendrá que acompañarme a la estación más próxima.
-Me parece estupendo. De paso, dígales que vayan preparando el libro de reclamaciones.
El jefe de estación no se mostró mucho más razonable que el revisor. Tras mirar y remirar ambos documentos, le comunicó que éstos no eran válidos y que tendría que pagar la preceptiva multa. Él protestó airadamente con la seguridad de quien se sabe poseedor de la razón, pero de nada le sirvió; ante su rotunda negativa a pagar nada por lo que él consideraba una absurda mascarada, se vio humillantemente retenido por un par de vigilantes a la espera de la llegada de la policía.
Los policías fueron amables, pero cuando le requirieron que se identificara y él les contestó desabridamente que empezaba a estar harto de imbéciles, optaron por llevárselo a la comisaría. El comisario, a su vez, intentó convencerle para que obrara con sensatez; puesto que él respondió mandándole a hacer gárgaras (en realidad fue algo más obsceno), acabó finalmente enfriando sus ideas en el calabozo.
No había pasado una hora cuando fue sacado del calabozo y llevado de nuevo al despacho del comisario, donde descubrió con sorpresa la presencia de su mujer. Intentó hablarle, pero el comisario se le adelantó con la pregunta de rigor.
-¿Le conoce?
-No le he visto en mi vida. -respondió ella con gesto turbado- Ni sé quien es, ni lo que pretende.
-Está bien. Llévenselo. -ordenó a sus subordinados sin dejarle abrir la boca- No quiero que nos monte un escándalo.
No lo llegó a montar, pero intentarlo sí que lo intentó. Gritando una y otra vez una mezcla de súplicas y maldiciones tanto dirigidas a su mujer como a los funcionarios, fue materialmente arrastrado de nuevo hasta su encierro. Esta vez sería más largo el período de tiempo que tuvo que aguardar hasta que uno de los policías de servicio le comunicó que el comisario quería hablar con él siempre que prometiera guardar la compostura y se mostrara razonable.
Aceptó; ¿qué iba a hacer? Poco después, se encontraba sentado frente a su captor intentado mantener la serenidad frente a una situación que se le antojaba kafkiana.
-Le confieso que no sé qué hacer con usted. -fue su fatigado saludo- Y únicamente quiero que haga algo tan sencillo como identificarse... De verdad.
De repente le pareció encontrarse prisionero en un mundo de locos. ¿Que se identificara? Bien, les seguiría la corriente.
-¿Me hace el favor de devolverme el carnet de identidad? -preguntó suavemente a modo de respuesta.
-Sí, ¿cómo no? -el comisario estaba haciendo verdaderos esfuerzos por parecer amable; no cabía la menor duda de que su actuación resultaba magnífica.
Cogió el carnet, lo miró detenidamente y llegó a la única conclusión razonable: Era el suyo. La fotografía, el número, los datos personales... Todo estaba en orden a excepción del empecinamiento cerril de los que le rodeaban.
-¿Qué le hace pensar que no sea mío? -inquirió al fin.
El comisario le miró perplejo tal como lo hubiera hecho de haberle preguntado por qué la Tierra era redonda y no plana. Enarcó las cejas, reprimió un gesto de disgusto apenas esbozado en su rostro, y haciendo un visible esfuerzo por contenerse enumeró con lentitud sus razones.
-La fotografía no coincide con usted, la fecha de nacimiento evidentemente tampoco, la esposa del titular no le ha reconocido... ¿Continúo?
-A mi mujer -respondió- ya le arreglaré yo las cuentas en cuanto vuelva a casa. Y en lo que respecta a lo demás, no sé cómo decírselo; este carnet es el mío de siempre, y a no ser que me haya cambiado la cara por la noche...
-Convénzase por usted mismo. -suspiró el policía abriendo un cajón y alargándole un espejo.
Cogió el espejo con aprensión, casi con miedo, y tras titubear unos instantes se miró la cara... Era la de siempre, sin más diferencia que unas inequívocas muestras de cansancio. Comparó la imagen del espejo con la fotografía de marras; eran idénticas.
-¿Y bien? -se burló el policía- ¿Qué me dice ahora?
-Esto es absurdo -musitó con un hilo de voz-. Completamente absurdo.
-Escuche, amigo, le voy a contar mi problema. Me encuentro con un indocumentado que porta una documentación que no le corresponde, perteneciente además a una persona desaparecida...
-¿Cómo desaparecida? -protestó vivamente.
-Desaparecida. -insistió el policía- Hemos llamado a su trabajo y nos han dicho que no fue a trabajar; de su casa salió normalmente como todas las mañanas, por lo que su mujer decidió denunciar su desaparición.
¡Maldita zorra! Ahora lo entendía todo... O creía entenderlo, al menos. Pero era consciente que montando un escándalo no iba a conseguir nada, por lo que optó por seguir con la vía diplomática.
-¿De qué se me acusa? -le espetó aparentando una frialdad que estaba muy lejos de sentir.
-¿Acusarle? De nada.
-Pero estoy detenido.
-Detenido no; simplemente retenido hasta que podamos comprobar su verdadera identidad... Y también -dudó el comisario- hasta que descubramos su relación con el desaparecido.
¡Otra vez insistiendo en esa estupidez! Conteniendo la irritación, continuó con su estrategia.
-¿Puedo hacer una llamada?
-¿A quién? -se sobresaltó su interlocutor.
-A mi abogado.
No era ningún farol. Su mejor amigo era abogado de profesión y acostumbraba a encargarse de sus asuntos legales; pero en esta ocasión, más que al abogado capaz de sacarlo del brete necesitaba al amigo que le ayudara a sobrellevar tan aberrante situación. Luis -éste era su nombre- nunca le fallaría.
-Bueno, en principio no tengo nada que objetar. -concedió el policía- Aquí tiene el teléfono.
Su amigo se sorprendió cuando le dijo que estaba retenido en una comisaría, pero le prometió acercarse tan pronto como pudiera. La espera no fue larga, apenas llegó a una hora, pero se le hizo eterna a pesar de que no fue encerrado en el calabozo al haberle sido permitido aguardar en el propio despacho del comisario.
Cuando el abogado llegó llevaba más de veinte minutos sumido en un hosco silencio, agotado ya todo el repertorio posible de banalidades y frases de conveniencia. Esto no le impidió, no obstante, levantarse como impulsado por un resorte apenas vio entrar a su amigo.
-¡Luis, por fin has venido!
El abogado, para sorpresa suya, no sólo no respondió a su vehemente saludo, sino que además retrocedió protegiéndose tras el quicio de la puerta.
-Disculpe, caballero... -balbuceó confuso- Me temo que se ha equivocado.
Iba a replicar de forma airada cuando el comisario terció con un notable sentido de la oportunidad.
-¿Conoce usted a esta persona? -preguntó al recién llegado al tiempo que le mostraba el controvertido carnet de identidad.
-Sí, claro; es mi amigo... mi cliente. -se corrigió- He venido a reunirme con él.
-Pues lamento decirle que este hombre ha desaparecido y le estamos buscando. -se apresuró a decir el policía sin darle tiempo material para abrir la boca.
-¿Desaparecido? -exclamó incrédulo su amigo- No puede ser; no hace ni una hora que hemos estado hablando por teléfono; fue él quien me pidió que viniera aquí.
-Con quien habló fue con este individuo. -explicó el comisario señalándole a él con un ademán- Pretende ser el titular del carnet de identidad que le he enseñado.
La perplejidad de su amigo era tan evidente como auténtica. No fingía, de eso estaba completamente seguro.
-Pe... pero. -balbuceó- ¡Usted no es mi cliente!
El mundo se desplomó sobre su cabeza. ¿Cómo era posible que pudiera pasarle lo que estaba ocurriendo? El universo entero se había vuelto repentinamente loco... O bien el único loco era él.
-Está bien. -sollozó derrumbándose en el sillón- Hagan ustedes lo que mejor les parezca.
* * *
Una semana después la situación no había mejorado en absoluto, sino más bien al contrario. Los policías le habían tratado correctamente, eso era cierto, pero también lo era que de nada podía ser acusado salvo de poseer una documentación perteneciente a alguien -¡él mismo!- que seguía en paradero desconocido... ¿Cómo no iba a estarlo?
Evidentemente, bajo el punto de vista policial era un indocumentado. Que no era un inmigrante ilegal era algo que saltaba a la vista, pero el hecho de que no pudiera ser identificado ni por su fotografía ni por sus huellas dactilares -que según ellos tampoco coincidían con las del carnet de marras- traía de cabeza a la policía. Por si fuera poco ésta no pudo encontrar el menor vínculo entre él y el desaparecido a excepción de la documentación del mismo que le fuera intervenida, y como además él se empeñara en seguir dando su verdadero nombre o, cuando se aburría, simplemente en no dar ninguno, se encontraron finalmente en un inevitable callejón sin salida.
Las pruebas psiquiátricas a las que fue sometido resultaron concluyentes: Su mente era completamente normal a excepción del tema concreto de su identidad, lo que en opinión de los expertos se debería a un grave trastorno de la personalidad que le hacía rechazar su verdadero nombre, probablemente a causa de un trauma de origen desconocido, habiéndolo así cambiado por el de otra persona cuya documentación habría conseguido de forma accidental. No creían los médicos que de él se ocuparon que hubiera tenido nada que ver con la desaparición de esta persona, por lo que recomendaron que le fuera retirado todo posible cargo al respecto al tiempo que apuntaban la necesidad de que fuera internado temporalmente en un centro hospitalario donde pudiera ser tratado convenientemente de su dolencia mental.
* * *
Varios años después continuaba encerrado en el manicomio. La necesidad de ser identificado de alguna manera había llevado a los responsables del centro a asignarle el nombre circunstancial de Juan García con el que ahora era conocido; aunque lo cierto era que a él ya todo le daba igual. Su conducta no podía ser más correcta ni más normal, por usar criterios convencionales; pero puesto que nadie le había reclamado y él no tenía a dónde ir, se llegó a la pragmática decisión de dejar las cosas tal como estaban.
¿Estaba loco? Ni él mismo lo sabía; pero se había rendido a la evidencia. Él no sabía que a instancias de su mujer había sido dado por muerto, ni que ella se había casado de nuevo rehaciendo de esta manera su vida; a decir verdad, esto no le importaba lo más mínimo. A fin de cuentas, si el mundo se había vuelto repentinamente loco, ¿qué mejor refugio para él que un manicomio?
Publicado el 14-4-2008 en Ubikverso