El adivino



-El señor Herranz, supongo.

Levantando levemente la cabeza a modo de muda respuesta, el aludido barrió con la mirada a su desconocido interlocutor, un hombre de mediana edad y aspecto gris y anodino. Satisfecho al parecer de la inspección, se incorporó lentamente del banco en el que hasta ese momento permaneciera sentado esbozando un frío y estudiado ademán de austera cortesía.

-En efecto, soy yo -respondió en tono neutro-. Y usted debe de ser el señor Fernández. ¿Me equivoco?

-En absoluto -sonrió el individuo en un inútil esfuerzo por romper el hielo-. Señor Herranz, comprendo perfectamente que usted desconfíe de mí, pero le aseguro que mi único interés es evitar el grave percance que se cierne sobre usted; aún estamos a tiempo de conseguirlo, pero no podemos permitirnos el lujo de perder un solo minuto. Le va mucho en ello, recuérdelo.

-Sí, según usted me juego nada menos que mi propia vida -fue su glacial respuesta-. Sinceramente, señor Fernández, tengo serias dudas sobre si este asunto se trata de una simple broma de mal gusto o si, por el contrario, me encuentro frente a un sofisticado y original intento de estafa. En los tiempos que corren nada de esto es imposible.

-Está usted en su perfecto derecho de sospechar de mí; a decir verdad, así lo esperaba. Por ello desde el primer momento centré mi interés en convencerle de que no le estoy tratando de engañar.

-Si le he de ser sincero, tengo que confesarle que mi primera intención fue la de avisar a la policía. Su propuesta, amén de insólita, es totalmente descabellada; no me querrá hacer creer que es normal que un perfecto desconocido se presente ante mí para mostrarme un ejemplar del periódico que se editará dentro de dos días con la noticia de mi propia muerte... Ambos somos personas adultas.

-Comprendo su extrañeza, y celebro que no lo llevara a cabo; de haberlo hecho así, ni nada ni nadie hubiera podido salvarlo. Pero cuento con la prueba irrefutable de que mis afirmaciones son ciertas.

-¿Se refiere al famoso periódico del que me habló por teléfono?

-En efecto. Aquí lo tiene; busque en la sección de sucesos.

Con un ligero pero perceptible temblor en las manos, Herranz desplegó nerviosamente el diario deteniéndose en las páginas centrales que ojeó minuciosamente.

-¿Convencido? -preguntó Fernández a su absorto interlocutor.

-Ignoro cómo ha podido llegar esto a sus manos -respondió tras un largo silencio; su lívido rostro reflejaba bien a las claras la naturaleza de sus pensamientos-. Pero me resisto a creer que se trate de algo distinto de un fraude... Tiene que serlo.

-Se equivoca. El universo está repleto de misterios, y tan sólo una ínfima parte de estos conocimientos están al alcance de la ciencia actual. Que no se pueda explicar, no significa que no sea posible.

-Tonterías. Es mucho más fácil pensar en que tiene un contacto en los talleres donde imprimen este periódico. No sería demasiado difícil falsificar un ejemplar. Además -continuó endureciendo la voz-, ¿a qué se debe que esté tachada y por lo tanto ilegible la mayor parte del artículo? Tan sólo he podido leer los titulares y ver una antigua foto mía, pero no he conseguido enterarme de las circunstancias de mi... hipotética muerte.

-Comprenda que todavía no hemos cerrado el trato, y yo debo defender mis intereses. En el caso de que lleguemos a un acuerdo yo le proporcionaré otro ejemplar del diario, esta vez intacto, y le informaré con todo detalle sobre la manera de resolver la crisis. Por otro lado, y respondiendo a su pregunta anterior sobre la posible falsificación de este periódico, le diré que no discuto la posibilidad de incluir en un ejemplar la falsa noticia de su muerte; pero elaborar todo un periódico de manera que éste parezca verdadero es algo prácticamente imposible. Además, podrá usted comprobarlo dentro de un par de días; tan sólo variará la noticia que hace referencia a usted permaneciendo invariable el resto de la información.

-Y mientras tanto usted habrá desaparecido del mapa con un buen puñado de billetes en los bolsillos.

Me coloca usted ante una difícil situación -respondió el presunto adivino mostrando en su rostro un súbito rubor quizá no del todo espontáneo-. Sí, es cierto que en pago a mi ayuda suelo cobrar una pequeña cantidad para subvencionar mis investigaciones; tenga en cuenta que vivo de esto. Lo cierto es que me temo que no tendrá otro remedio que confiar en mi palabra al igual que lo hicieron el resto de mis anteriores clientes, ninguno de los cuales por cierto quedó defraudado.

-Eso no responde a mi pregunta -insistió Herranz con tozudez-. No pretenderá que me trague una bola como la que me propone así por las buenas... ¿Acaso no tiene ninguna manera de demostrarlo?

-Sí que la tengo; si no fuera así jamás me hubiera dirigido a usted. No soy tan ingenuo como para pensar que me iba a creer así por las buenas.

-Bien, ¿cuál es esa explicación? -interrogó el presunto difunto repentinamente nervioso.

-Créame que lamento sinceramente tener que recurrir a desvelar estas cosas -titubeó el adivino-; pero no me queda otro remedio para intentar convencerlo. Usted, señor Herranz, como todo el mundo sabe, es un próspero hombre de negocios y un feliz padre de familia. Lo que ya no resulta tan conocido es que, escudado en sus frecuentes viajes por todo el país, demuestra un especial interés por visitar un lujoso chalet de la sierra cuya propietaria legal es... espere un momento -se interrumpió al tiempo que comprobaba unos datos en su pequeña agenda-. Sí, la señorita Eva Castaño Marín, de veinte años de edad, soltera y muy atractiva -concluyó, resaltando inequívocamente las últimas palabras.

-¡Vaya! Empecemos por ahí -respondió furioso el empresario-. De manera que se trata de un chantaje... ¿Y usted quién es realmente? ¿Un amigo de Eva?

-Se equivoca de nuevo. Yo no conozco a esa señorita ni tengo el menor interés en desvelar su vida privada.

-Pues a pesar de ello está usted muy enterado de mis andanzas, demasiado para ser quien dice usted que es. ¿Acaso le envía mi mujer? ¿Es un detective privado?

-No a sus dos preguntas. Tan sólo soy un inventor afortunado que se gana la vida explorando el futuro inmediato y enderezando éste de manera que mis clientes consigan salvar sus vidas

-Sigo sin creerle. ¿No le parece que ha montado un tinglado demasiado fantástico? Reconozca su verdadera condición y dejémonos de farsas inverosímiles; Así sí podremos llegar a un acuerdo.

-Le daré otra prueba, espero que definitiva -insistió el hombrecillo-. Usted le regalará mañana, o pasado mañana, a su amiga un artístico collar de perlas, collar que habrá recogido o irá a recoger hoy mismo a una de las principales joyerías de la ciudad. ¿Me equivoco?

-¿Cómo ha podido saberlo? -balbuceó el ahora lívido Herranz-. El joyero es amigo íntimo mío y jamás hablaría a nadie de esto.

-¿Se convence de lo cierto de mis afirmaciones? Ningún misterio hay en que yo lo sepa; estos datos son secretos hoy, pero no lo serán pasado mañana cuando les encuentren muertos a ustedes dos en situación comprometida y a ella vestida únicamente con un artístico y caro collar de creación exclusiva. Ya sabe, los periodistas suelen ser muy morbosos.

-Maldita sea, le creo -masculló el infeliz hombre de negocios al borde mismo de la desesperación-. Dígame lo que tengo que hacer para evitarlo; le pagaré lo que quiera.

-Me alegro de que así sea, señor Herranz; le aseguro que los dos haremos un buen negocio.

-¿Cuánto? -preguntó con brusquedad el empresario.

-¡Oh, muy poco! -exclamó Fernández regodeándose ante su derrumbado interlocutor-. Apenas nada comparado con lo que usted gana; una verdadera miseria.

-¿Cuánto? -insistió con un hilo de voz.

-¿Le parece bien cincuenta mil euros? En efectivo y en billetes usados.

-De acuerdo. Acompáñeme al banco -respondió Herranz al tiempo que exhalaba un profundo suspiro.

* * *

-¿Y usted me garantiza que podré evitar el accidente?

-Sí si sigue al pie de la letra mis instrucciones -respondió un ufano Fernández fuertemente agarrado al maletín en el que guardaba el producto de su trabajo-. Tenga en cuenta que la etapa crítica dura hasta las veinticuatro horas de mañana. Una vez pasado ese tiempo podrá reanudar su vida normal.

-¿Y cree que bastará con no asistir mañana a mi cita con Eva?

-Yo no soy un adivino en el sentido habitual de la palabra; me limito a estudiar el futuro inmediato y a sustituir la posibilidad llamémosle A por otra distinta B; pero puesto que no sólo existen estas dos sino otras muchas más, no puedo anticiparle el carácter de la probabilidad B sino que he de limitarme a hacer todo lo posible por evitar la A, que es la desfavorable.

-Creo que lo entiendo. Usted no sabe lo que podrá pasar en el futuro una vez modificado, pero sí conoce su desarrollo original y pone los medios para modificarlo.

-En efecto. Evidentemente tendremos que esperar que la nueva vía adoptada no sea asimismo peligrosa; la posibilidad existe, por supuesto, pero lo más probable es que no sea así. En todos mis casos anteriores, que han sido bastantes, nunca ha ocurrido de esta manera para alivio de mis clientes.

-Y en esencia, ¿en qué consiste su método?

-Es muy sencillo. Me limito a leer los periódicos del futuro y selecciono aquellas noticias en las que se relatan sucesos graves, buscando a continuación la forma en la que éstos puedan ser evitados. Por supuesto esto no es siempre posible, por lo que en la práctica me veo obligado a limitarme a trabajar en casos de accidentes súbitos ya que es muy difícil evitar los fallecimientos por enfermedades, y eso solamente cuando el periódico da la suficiente información al respecto, hecho éste que no ocurre todas las veces.

-Y en mi caso...

-Se cumplían todos los requisitos, ya que se trata de un accidente fácilmente evitable. Usted tenía previsto visitar mañana a su amiga Eva. ¿Me equivoco?

-Es cierto -respondió el empresario repentinamente turbado-. Pensaba regalarle el collar que le acabo de comprar... Mañana es su cumpleaños.

-No lo haga. Se producirá un incendio en el chalet y ambos perecerán carbonizados. Así lo dice en el periódico, como podrá comprobar en cuanto lleguemos a mi casa.

-¿Cree usted que con eso será suficiente?

-Supongo que sí aunque nunca podremos estar seguros del todo. Usted no morirá abrasado pero podría fallecer de un infarto, le pongo por ejemplo. Pero tranquilícese; eso no ocurrirá.

-Así lo espero. ¿Pero qué pasará con Eva?

-Mucho me temo que eso tiene una solución más complicada. ¿Realmente le importa? -le preguntó con cinismo.

-Bueno, no demasiado... En realidad ya se estaba empezando a poner bastante pesada. Hablando de otra cosa -exclamó, cambiando repentinamente de tema-; no me ha dicho como consigue su información. ¿Acaso es usted un científico?

-¡Oh, no! Tan sólo soy un simple inventor aficionado; pero a veces somos nosotros, y no los científicos oficiales, quienes efectuamos los descubrimientos más espectaculares -concluyó con orgullo Fernández.

-¿Acaso ha descubierto una máquina del tiempo?

-No exactamente, al menos si se entiende por tal a un artefacto que me permita viajar al pasado o al futuro. Mi invento consiste tan sólo en un receptor y transmisor temporal de objetos inanimados, pero su campo de acción es muy limitado, de apenas cincuenta horas, y además tan sólo es útil para objetos pequeños.

-Y usted lo utiliza para recoger periódicos de dentro de dos días.

-Exactamente. Dentro de las limitaciones que me imponía el artefacto, encontré que ésta podía ser una aplicación útil. Yo no soy un hombre de ciencia y mis conocimientos teóricos son muy limitados; llegué a este resultado de una manera totalmente empírica, y soy incapaz de obtener un mayor rendimiento.

-¿Cómo lo hace?

-Es sencillo. Adapté el aparato al buzón de mi vivienda y me suscribí a varios periódicos. El repartidor los deposita allí todos los días, pero cuando yo los recojo han retrocedido en dos fechas. Los leo y selecciono los casos que me interesan, cosa que no siempre ocurre; pero de esta manera he conseguido ir tirando.

-Lo que no comprendo es como puede ser posible rectificar algo que ya ha ocurrido; va en contra de toda lógica, aunque dadas las circunstancias deseo fervientemente que en mi caso ocurra también así.

-He meditado mucho sobre este problema, y a decir verdad no he conseguido hallar una respuesta satisfactoria para el mismo. Supongo que puede explicarse considerando que cada instante temporal es una encrucijada de la que parten infinitos caminos de los que sólo uno podrá ser seleccionado. Ahora bien, si todos ellos son en principio igualmente viables, no veo la razón por la que no pueda sustituirse uno por otro aun cuando éste haya tenido lugar; bastará con retroceder hasta la encrucijada para desde allí tomar un camino diferente.

-Esperémoslo. -suspiró Herranz.

-¡Pare aquí! -exclamó Fernández interrumpiendo a su interlocutor-. Mi casa es ésta de la esquina.

Una vez aparcado el lujoso vehículo propiedad del empresario, ambos hombres penetraron en el portal en el que Fernández tenía fijada su residencia con objeto de recoger el periódico prometido; ambos iban comentado apasionadamente detalles relativos al extraño fenómeno que descubriera y explotara Fernández.

-Entonces, ¿dice usted que no le ha sido posible ampliar el radio de acción de su aparato? -preguntaba un Herranz repentinamente tranquilo.

-En efecto -respondió el dueño de la casa al tiempo que introducía la llave en la cerradura-. Hasta el momento he sido incapaz de extender su efectividad más allá de unas cincuenta o cincuenta y cinco horas... fluctúa algo ignoro todavía por qué, pero siempre suele oscilar entre estos márgenes.

-¿Y si yo le dijera que le he engañado? -preguntó repentinamente un transfigurado Herranz al tiempo que cerraba la puerta de entrada impidiéndole toda posible escapatoria.

-¿Cómo dice? -preguntó extrañado Fernández al tiempo que sospechaba de una manera intuitiva que algo comenzaba a ir no demasiado bien.

-No, no quiero arrebatarle el dinero que le he entregado; como usted mismo dijo anteriormente, se trata de una miseria.

-¿Qué quiere usted de mi? -balbuceó asustado comprendiendo demasiado tarde que había cometido un error-. Yo he cumplido con mis promesas. ¿Por qué no cumple usted las suyas? -suplicó.

-Por la sencilla razón de que está en juego algo mucho más importante que las vidas de unos cuantos empresarios licenciosos -Herranz ya no era el atribulado personaje que había sido hasta entonces, y su aspecto asemejaba ahora al de un nuevo y redivivo inquisidor dispuesto a cobrarse su víctima.

-¿Qué va a hacer conmigo? ¿Quién es usted?

-Poco importa mi nombre. Tan sólo soy un simple engranaje de la compleja maquinaria que gobierna los destinos de la humanidad.

-¿Es usted un policía? ¿Un agente de la CIA?

-¡Oh, no sea ingenuo! Nuestra misión es mucho más trascendental y por supuesto infinitamente más antigua e importante. Somos los depositarios de todos los saberes perdidos desde el inicio de la civilización, y al mismo tiempo somos también quienes controlamos el acceso de la humanidad a los nuevos conocimientos científicos. Y usted es, supongo que ya lo habrá sospechado, una importante perturbación en nuestros planes, una perturbación que debe ser eliminada por el bien de todo el planeta.

-Pero yo... -balbuceó Fernández derrumbándose- yo no hago daño a nadie. Nunca lo he hecho.

-Sus descubrimientos son peligrosos ya que la humanidad todavía no está preparada para asimilarlos, por lo que éstos deben ser guardados hasta que llegue el momento oportuno.

-¿Qué va a ser de mí? -gimió.

-Será destruido físicamente; su muerte es necesaria para que nuestros planes se vean cumplidos.

-¿Por qué? ¿Qué daño puedo hacerles yo? Destruyan mi aparato, llévenselo, pero déjenme con vida. Puedo comprometerme a cesar en mis investigaciones -suplicó Fernández en un postrer intento por salvar su vida.

-Esto no es posible. Su caso estaba ya estudiado y previsto desde hace ya mucho tiempo. ¿Cree que de no ser así nos hubiéramos tomado tantas molestias? Tuvimos que inventar una personalidad, la mía, y aparentar un accidente futuro; por cierto, sí se puede falsificar un periódico completo -comentó con sorna el falso empresario.

-No me maten. Llévenme con ustedes. Puedo serles útil.

-No sea ingenuo. Usted apenas ha llegado a conocer un esbozo de nuestro saber, y sus hallazgos no son sino una pequeña parte de nuestros conocimientos sobre transmutaciones temporales, que para nosotros no son sino una mera rutina. Para nada nos es usted útil; tan sólo deseábamos saber hasta donde había llegado en sus descubrimientos... y ya lo sabemos, por lo que tan sólo nos queda hacerles desaparecer a usted y a su aparato.

-Déjenme... -alcanzó a exclamar Fernández antes de ser alcanzado por el certero disparo que segó su vida.

-¡Pobre infeliz! -exclamó Herranz al tiempo que enfundaba el arma-. Se creía un semidiós porque podía controlar el futuro de aquí a dos días... ¡Pobre infeliz! -volvió a repetir mientras cerraba cuidadosamente la puerta; el cadáver tendría que ser encontrado al menos dentro de tres días para evitar que la víctima pudiera predecir su propia muerte, por lo que volvió a repasar mentalmente la correcta ejecución de las órdenes que le habían sido dadas.


Publicado el 26-10-2015