La Agencia del Tiempo
Juan García no lograba salir de su asombro. Todo había empezado esa mañana -¿había sido ya hacía una eternidad?-, cuando salió a dar un paseo por los alrededores del pequeño pueblo castellano en el que veraneaba. Los lugareños le habían hablado maravillas de un recóndito valle situado a no demasiada distancia, y sintió interés por conocerlo. Por desgracia, tuvo la malhadada idea de intentar evitar el tortuoso camino que a él conducía atajando por el túnel de la vía de ferrocarril que atravesaba el término; aunque ésta había sido antaño una de las de mayor tráfico ferroviario del país, a raíz de la apertura de la nueva línea de alta velocidad, que discurría más al sur, había perdido mucha de su anterior importancia, de modo que por ella tan sólo circulaban ahora trenes de mercancías y algunos, muy pocos, regionales.
En mala hora lo hizo. Aunque el túnel, lo había comprobado en el mapa, no era demasiado largo, describía una suave curva que impedía ver la otra boca -y en el tramo central las dos- y, por consiguiente, la posible llegada de un tren; en cualquier caso el trazado era doble, por lo cual bastaría con saltar a la otra vía para evitar un peligro que, por otro lado, se le antojaba remoto. Lamentablemente la sempiterna ley de Murphy se empeñó en obrar en contra suya; una vez que se encontraba a mitad de su recorrido, por lo cual había perdido de vista los dos extremos del túnel, oyó el trepidar de un tren que se acercaba. Puesto que le pareció que discurría por la otra vía, consideró innecesario apartarse; pero el reverbero en el interior del túnel le había jugado una mala pasada y, antes de que pudiera darse cuenta, descubrió aterrorizado cómo la locomotora se le echaba encima a toda velocidad sin darle tiempo a escapar. Y luego fue todo ya oscuridad y silencio.
Así pues, su sorpresa fue mayúscula cuando despertó en una solitaria habitación que recordaba desagradablemente a la de un hospital; aunque, bien pensado, después de pasarte por encima un tren de mercancías poco sería lo que pudieran hacer por ti, salvo recoger los dispersos pedazos de tu cuerpo. Además, se corrigió, más que una habitación de hospital ésta semejaba ser la de una austera residencia, puesto que faltaba allí todo tipo de parafernalia médica... y también las ventanas, al tiempo que la puerta resultó estar cerrada con llave.
Por lo demás, y para asombro suyo, estaba ileso y sin el menor rasguño. Aunque su única vestimenta era un liviano pijama, en un armario empotrado encontró su ropa limpia y cuidadosamente planchada; éste, junto con la cama, una mesa, una silla y un reducido cuarto de baño constituían la totalidad del mobiliario de su enigmática celda, palabra con la que identificó al recinto pensando en las celdas monacales, aunque el hecho de que estuviera encerrado en ella parecía asemejarla más a las carcelarias.
Apenas si había acabado de vestirse cuando la puerta se abrió silenciosamente dando paso a un desconocido con aspecto menos de enfermero que de celador, el cual empujaba una mesita con ruedas. Aunque la puerta volvió a cerrarse tras él, aún pudo atisbar un pasillo alumbrado por la misma luz indirecta que la de la habitación y un bulto perteneciente, con toda probabilidad, a otro celador que permaneció vigilante en el exterior.
-¡Vaya, ya ha despertado! -saludó jovialmente el desconocido-. Le traigo algo de comida y bebida para que pueda reponer fuerzas -explicó al tiempo que pasaba varias bandejas de la mesita con ruedas a la mesa-. Supongo que estará hambriento.
-¿Dónde estoy? -preguntó Juan-. ¿Quiénes son ustedes?
-Todo a su tiempo, señor García -fue la respuesta del visitante-. Usted sufrió un fuerte trauma psicológico del que es preciso que se recupere. Le hemos mantenido sedado durante dos días, así que cabe suponer que su estómago agradecerá que se le regale con algo de alimento -concluyó en tono risueño.
Y razón no le faltaba, puesto que la citada víscera comenzó a rugir apenas sus ojos vislumbraron las atractivas viandas.
-Le ruego que tenga un poco de paciencia, señor García, y haga los honores a nuestro cocinero -insistió su interlocutor-. Puede usted estar seguro de que se encuentra entre amigos, y muy pronto verá satisfecha su lógica curiosidad. Pero ahora conviene que coma, amén de que yo no estoy autorizado a explicarle las razones de su presencia aquí. Y ahora, si me lo permite, he de retirarme.
Cosa que hizo llevándose la ya vacía mesita y cerrando de nuevo la puerta tras él.
La lucha entre la impaciencia y el hambre se saldó rápidamente a favor de esta última, descubriendo para su sorpresa que la insólita situación en la que se encontraba no le había privado en absoluto de apetito. Además el menú era realmente bueno, nada que ver con los engrudos hospitalarios ni tampoco, suponía, con los ranchos carcelarios.
Quizá fuera porque su cuerpo seguía necesitando descanso, quizá porque con la comida hubiera ingerido un nuevo sedante, lo cierto fue que apenas hubo terminado de comer le entró un sueño tan profundo que ni siquiera esperó a desnudarse, tumbándose vestido tal como estaba en la acogedora cama.
Despertó descansado y satisfecho, sin saber cuanto tiempo había estado durmiendo dado que, observó con disgusto, a diferencia de la ropa no le habían devuelto ni el reloj ni el resto de sus efectos personales. Podía entender lo de la pequeña navaja, que siempre llevaba en sus paseos por el campo, pero que también le hubieran despojado de las llaves, el monedero, la cartera, el teléfono móvil y hasta las gafas de sol, además del reloj, era ya algo más difícil de explicar.
No obstante debía de haber estado durmiendo durante bastante tiempo, puesto que sus misteriosos anfitriones no sólo habían retirado las bandejas de la comida sino que además, comprobó con desagrado, habían vuelto a desnudarle vistiéndole de nuevo con el pijama. Por esta razón, no fue extraño que acogiera con desconfianza, si no con una soterrada hostilidad, la nueva visita de su cancerbero.
-¿Por qué me drogaron? -le espetó a modo de bronca bienvenida-. ¡Exijo saber quiénes son ustedes y por qué me han traído aquí! ¡Y que respeten mi intimidad! -remachó, sospechando que debían de haberle estado espiando a través de alguna escondida cámara de vigilancia, puesto que hubiera sido mucha casualidad que ese individuo hubiera acertado a entrar en ambas ocasiones justo después de que él despertara.
-Le ruego de nuevo que acepte nuestras disculpas, señor García -respondió éste en tono conciliador-, vuelvo a insistir en que se encuentra usted entre amigos. No, no le drogamos, simplemente le suministramos un sedante puesto que el monitor de constantes vitales -él no había descubierto ningún adminículo con aspecto de serlo acoplado a su cuerpo- indicaba que todavía necesitaba usted algo más de descanso; y no, no le hemos espiado ni existe aquí ninguna cámara oculta, fue el mismo monitor el que nos indicó que usted ya había despertado. Y ahora, a no ser que desee usted comer algo, quiera darse una ducha o necesite utilizar el cuarto de baño, en cuyo caso esperaría el tiempo que fuera necesario, he venido a llevarle a presencia del director, quien le podrá aclarar todas sus dudas.
Ciertamente Juan no hubiera rehusado ninguna de esas tres cosas, pero era tal la impaciencia que le corroía que supeditó todas ellas a satisfacer su curiosidad. Informado de ello, Igor -así había bautizado mentalmente a su relamido anfitrión-, le invitó a seguirle.
Tal como supusiera, en el pasillo les esperaba un segundo celador que, a diferencia del enteco Igor, mostraba bien a las claras cual debía ser su cometido; aunque aparentemente no portaba armas y ni tan siquiera una porra, bastaba con ver su envergadura -Juan lo bautizó inmediatamente como Rambo- para tener la certeza de que le bastaría con sus manos desnudas para partir en dos a cualquiera que se mostrara reticente a obedecer.
Juan, evidentemente, no lo hizo, limitándose a seguir dócilmente a sus dos carceleros -Igor delante de él, Rambo detrás- por un dédalo de pasillos que le recordaron al mitológico Laberinto. Finalmente llegaron ante una puerta cerrada, en la que campeaba el rótulo de Director y, tras golpearla con los nudillos, Igor la entreabrió introduciendo la cabeza al tiempo que decía:
-Señor director, don Juan García está aquí.
-Está bien -se oyó responder desde el interior-. Muchas gracias, señor López, hágale pasar. Pueden retirarse usted y el señor Martínez.
-Yo... -titubeó Igor, o mejor dicho López, sorprendiéndole a Juan lo corriente de su apellido-. Quizá fuera conveniente...
-No será necesario, señor López, confío plenamente en la sensatez del señor García -le contradijo en tono lo suficientemente alto como para que él lo oyera-. ¿Qué pensaría de nosotros nuestro invitado si se viera siempre seguido por uno de nuestros vigilantes de seguridad?
¿Vigilante de seguridad? Más le había parecido a él una mezcla a partes iguales de legionario, armario de tres cuerpos y experto en artes marciales, pero ciertamente agradeció el detalle. Daba por supuesto que en caso de necesidad ese desconocido director, o lo que fuera, contaría con medios sobrados para neutralizar una amenaza de agresión sin necesidad de tener que recurrir a ese gorila, que más parecía estar allí en calidad de atrezzo que de otra cosa; pero como no era cuestión de comprobarlo, optó prudentemente por seguir la comedia fingiendo una docilidad que no dejaba de ser bastante real.
Aceptando la muda invitación de Igor/López, Juan entró en el despacho con timidez. Éste era un recinto amplio y bien iluminado -aunque las ventanas seguían brillando por su ausencia- decorado con una heteróclita colección de objetos artísticos procedentes, hasta donde pudo apreciar, de todas las épocas y todas las culturas conocidas. Al fondo del despacho, sentado tras una amplia mesa repleta de papeles, se encontraba su ocupante, el enigmático director, un hombre de mediana edad y aspecto indefinido que se levantó para recibirle invitándole a sentarse frente a él.
Así lo hizo, absorto en la contemplación del cuadro que colgaba de la pared situada tras su anfitrión. Según todas las apariencias se trataba de un Velázquez pero, pese a ser un buen conocedor de la obra del pintor sevillano, éste no le resultaba conocido en absoluto.
-¡Ah, el cuadro! -exclamó en tono indiferente el director-. Sí, es un Velázquez, pero no lo encontrará usted reproducido en ninguna historia del arte. Se trata de La expulsión de los moriscos, y se perdió en el incendio del Alcázar de Madrid de 1734. Y -explicó en tono ufano-, le puedo asegurar que no se trata ni de una copia ni de una recreación sino del original salido de los pinceles del bueno de don Diego, que fue rescatado por nuestros agentes. ¡Pero no hablemos ahora de mi colección de arte recuperado, sino de usted! Supongo que estará ansioso por saber donde se encuentra y como ha llegado hasta aquí.
-Pues... si es usted tan amable... -fue lo único que acertó a articular el cada vez más perplejo Juan.
-Bien, empezaré explicándole que le libramos de una situación ciertamente comprometida; no es ninguna broma que te atropelle un tren a toda velocidad.
-Les... les doy las gracias por haberme salvado la vida. Fue una suerte que aparecieran justo en el momento preciso.
-¡Oh, no! -exclamó el director con jovialidad-. Nosotros no estábamos allí cuando el tren le atropelló, hubiera sido mucha casualidad. Usted murió realmente y, créame, no fue un espectáculo agradable... pero evitemos hablar de cuestiones escabrosas a la par que innecesarias. De hecho nuestro rescate no tuvo lugar hasta bastante después del accidente, en el transcurso de uno de nuestros rastreos rutinarios en busca de potenciales nuevos agentes, y tras estudiar su expediente decidimos que merecería la pena rescatarlo. Así pues, mandamos a un equipo de campo a justo antes -recalcó el adverbio- de que usted tuviera la desafortunada idea de cruzar por el túnel, ya que no era cuestión de correr riesgos innecesarios, y nuestros agentes le lanzaron un dardo anestésico trayéndole aquí. Reconozco, y le pido disculpas por ello, que no fue un trato demasiado educado, pero dudo mucho que hubiera atendido a nuestras razones si en vez de narcotizarlo hubieran intentado convencerle de que no entrara allí porque un tren le iba a despedazar, y que a cambio de la ayuda viniera con nosotros.
-Un momento, un momento... -a Juan le daba vueltas la cabeza-. Todo lo que me dice es absurdo. Lo del tren es cierto, lo recuerdo perfectamente y todavía me dura el susto en el cuerpo. Pero todo lo demás... si estoy vivo, y evidentemente lo estoy, será porque por alguna razón que no alcanzo a comprender el tren no llegó a arrollarme. Ignoro como se las pudieron apañar para evitar el accidente y traerme aquí, pero lamento decirle que esa historia que me acaba de contar no cuela.
-Le comprendo perfectamente, dado que en su momento yo pasé por un trance similar; por esta razón, le ruego que me escuche. Para empezar, ha de saber que nos encontramos en la sede central, en realidad la única, de la Agencia Estatal de Control Cronológico.
-¿La qué...?
-La Agencia Estatal de Control Cronológico -repitió su interlocutor-. Hasta hace unos años se llamaba Agencia Nacional de Control Cronológico, pero ya sabe usted, los políticos... aunque nosotros solemos abreviarla a la Agencia del Tiempo o, incluso, simplemente a la Agencia.
-En la vida he oído hablar de ese organismo -rezongó el presunto resurrecto.
-No es de extrañar, puesto que es secreta; más bien, ultrasecreta. De hecho, además de sus miembros tan sólo conocen su existencia el presidente de gobierno, los ex presidentes y, por supuesto, el rey; ni siquiera los ministros lo saben, de modo que nosotros sólo rendimos cuentas al presidente.
-No le creo.
-Sé que la posibilidad de viajar por el tiempo resulta inverosímil y difícil de aceptar para una mente racional como la suya; insisto en que en su momento yo también me tuve que enfrentar a tan insólita realidad. Pero le aseguro que es cierto, y puedo demostrárselo. Para empezar, tiene la prueba del cuadro perdido de Velázquez... -remachó señalando a su espalda.
-Eso no prueba nada -porfió receloso Juan-. Puede ser perfectamente una recreación moderna, de sobra es sabido que hay pintores capaces de imitar a la perfección el estilo de cualquier artista clásico engañando incluso a los más avezados expertos.
-Tiene usted toda la razón, aunque le aseguro que se trata del original, al igual que lo son todos los objetos que decoran este despacho. Y lo mismo me diría, me temo, si le mostrara la grabación de un acontecimiento histórico como, por ejemplo, la rendición de Granada, dado que hoy en día se hacen milagros con los efectos especiales... pero confío en que esta otra sirva para vencer su escepticismo.
Dicho lo cual, tomó un mando a distancia y con él conectó una pantalla de televisión situada en un lateral del despacho, uno de los pocos objetos modernos emplazados en el heteróclito recinto.
Juan se giró en su silla mirando con indiferencia, casi con fastidio, a la pantalla hasta que, una vez pasados los rótulos indicativos iniciales -le pareció apreciar fugazmente su nombre y una fecha de varias décadas atrás-, tuvo ocasión de verse a sí mismo cuando era apenas un crío.
Recordaba perfectamente la ocasión: en un examen de gimnasia le habían hecho saltar el potro por vez primera -y última- en su vida y, al desconocer la técnica puesto que ningún profesor se había molestado en explicárselo previamente, lo hizo de tal manera que fue a dar con sus huesos en el suelo rompiéndose un brazo a consecuencia del porrazo.
Ciertamente los detalles -el percance había ocurrido en el gimnasio del antiguo instituto de su localidad natal- no le resultaban familiares, algo que era de esperar dados tanto el tiempo transcurrido como la distinta percepción de las proporciones y las distancias que se tiene en la infancia, pero no cabía duda de que se trataba de él -se estremeció al contemplar al pobre niño llorando de dolor- y de aquel desagradable episodio que le infundió una aversión de por vida a la gimnasia.
Pero, ¿cómo habían podido grabarlo? Era de todo punto imposible, puesto que las vetustas cámaras existentes entonces no se significaban por pasar precisamente desapercibidas, y menos en el transcurso de un examen. Y aun suponiendo que se tratara de una recreación virtual, no había manera alguna de que unos desconocidos pudieran conocer un episodio anecdótico de su infancia que en su momento pasó desapercibido por completo excepto, claro está, para él, su familia y algunos amigos.
Perplejo, preguntó mudamente con la mirada a su interlocutor, que sonreía de oreja a oreja. Éste, tras apagar la pantalla, le explicó:
-El vídeo es auténtico, unos agentes nuestros se colaron en el examen haciéndose pasar por profesores de otro colegio y lo grabaron con unas microcámaras desconocidas en esa época... fue sencillo una vez que hubimos identificado el evento y la fecha exacta en que ocurrió.
-¿Han espiado ustedes la totalidad de mi vida? -se lamentó desmayadamente Juan.
-¡Oh, no! Le puedo asegurar que respetamos escrupulosamente la intimidad no sólo de nuestros agentes, sino también la de todos aquellos que investigamos como posibles reclutas. Nada sabemos, ni nos interesa, de la vida privada de nadie, nos limitamos a investigar sólo aquello que tiene lugar en lugares públicos; nada diferente, por cierto, de lo que ocurre ahora con los omnipresentes teléfonos móviles, sólo que por razones obvias nos vemos obligados a camuflar nuestros equipos cuando viajamos a algún año en el que esta tecnología no se había inventado aún.
-Pero, aun con eso, han husmeado en mi vida sin mi consentimiento... -estalló-. ¡Eso es ilegal!
-Investigamos -el director recalcó el cambio de verbo- la vida de un difunto al que poco le podía importar ya nuestra presunta intromisión. Y si no lo cree, aquí tiene una copia del atestado policial de su accidente, con fotografías incluidas -concluyó arrojando sobre la mesa una carpeta-; le garantizo que también es auténtico, aunque poco agradable de contemplar.
-Está... está bien -musitó quedamente el atribulado Juan al tiempo que apartaba la carpeta con un dedo como si ésta estuviera emponzoñada-. Yo... me tiene que disculpar, pero esto es tan extraño... Lo que no entiendo es la razón de su interés por mí, que jamás he destacado en nada durante toda mi vida y he sido un perfecto desconocido excepto para mis más íntimos.
-No se infravalore usted, señor García. Que no haya triunfado socialmente, en el falso sentido que entiende la mayoría, no quiere decir que usted no valga; al contrario, para nosotros valía mucho, razón por la cual le hemos estado siguiendo discretamente desde hace bastantes años. Déjeme que le explique -añadió al ver la impaciencia marcada en el rostro de su huésped-. Aunque nosotros, dado la condición secreta de la Agencia, trabajamos de forma autónoma, tenemos acceso a todos los archivos y bases de datos de la Administración española, de modo que gracias a unos sistemas informáticos bastante sofisticados (resultaría imposible hacerlo de forma manual, aunque así es como se hizo en los inicios del cuerpo), nos es posible filtrar a todos aquellos candidatos potenciales. Sus expedientes académicos, su estado civil, el historial de su servicio militar, su currículum profesional, sus declaraciones de la renta, cualquier cosa sobre ellos que aparezca en el BOE... es increíble la cantidad de información que la Administración tiene sobre cada uno de nosotros, basta con recopilarla y procesarla convenientemente para saber si el perfil de alguien en particular resulta adecuado.
-Y así tenemos al Gran Hermano... -ironizó Juan.
-Insisto en que nosotros no somos espías, ni utilizamos más fuentes de información que las ya existentes en poder de la Administración. Y por supuesto, en el momento en el que alguien, por la razón que sea, queda descartado borramos automáticamente su expediente. ¿Para qué lo íbamos a querer? Ah, y tampoco devolvemos la información procesada por nosotros a ningún organismo de la Administración; ¿cómo lo íbamos a hacer si todos ellos desconocen nuestra existencia?
-Por lo que veo, no borraron el mío.
-En efecto, ya que usted nos era potencialmente útil, algo que sólo ocurre en muy contadas ocasiones. Claro que... tuvimos que esperar a que ocurriera su fallecimiento.
-¿Por qué razón? Esto no dejó de ser una crueldad innecesaria.
-Lo sé de sobra, pero en este punto los protocolos son muy estrictos y están además plenamente justificados. No podemos contactar a nadie hasta que no acontezca su muerte, aunque como cabe suponer nos remontamos brevemente en el tiempo para evitar que ésta ocurra... de nada nos serviría un cadáver -bromeó el director.
-Sigo sin entenderlo -objetó Juan-. Si son capaces de viajar por el tiempo, ¿a qué viene esa espera innecesaria? Aparte de que, aunque en ocasiones como la mía la muerte sea instantánea, a otros podrían evitarles, pongo por caso, una dolorosa agonía.
-Tiene usted razón, aparte de que poco nos servirían un enfermo de cáncer terminal o un anciano aquejado de Alzheimer; desgraciadamente, es así como perdemos a muchos posibles candidatos. De hecho, en la práctica nos vemos limitados a reclutarlos entre aquéllos que, como usted, son víctimas de un accidente o bien de una enfermedad repentina, tal como un infarto, posible de evitar con los medios médicos actuales siempre y cuando sea posible prevenirla, como por fortuna es el caso. Y si está pensando en por qué razón no intervenimos antes de que esta persona envejezca o contraiga una enfermedad incurable, le diré que existen dos buenas razones para ello. La primera es que no podemos viajar al futuro sino tan sólo al pasado, por lo cual nos resulta de todo punto imposible saber lo que pueda acontecer en la vida de nadie, viéndonos limitados, pues, a esperar.
-¿Y la segunda?
-Que resulta extremadamente arriesgado alterar el flujo temporal, por lo cual podría ocurrir que la captación de un agente años antes de que éste falleciera de forma natural o accidental provocara un cambio de consecuencias irreversibles. Puede ser que no se llegara a extremos tan apocalípticos como predice la teoría del Efecto Mariposa, al fin y al cabo prácticamente nadie es tan importante como para ser capaz de alterar la historia, por acción u omisión, a causa de una intervención nuestra; pero esa persona a la que impediríamos continuar con su vida normal dejaría de tener, pongo por ejemplo, hijos, de modo que quizá estaríamos privando a la humanidad de un genio de la ciencia, de la literatura, del arte...
-O de un criminal -le interrumpió Juan.
-Cierto, pero nosotros no somos quienes para jugar a aprendices de brujos sin saber hacia donde nos podrían conducir nuestras manipulaciones, razón por la que preferimos trabajar sobre seguro. Rescatar a alguien después de haber fallecido nos da la seguridad de que no vamos a perturbar nada.
-Pero, según me acaba de decir, ustedes se remontaron por el tiempo para rescatarme cuando todavía estaba vivo... ¿no es una contradicción?
-Desde un punto de vista estrictamente formal, sí. Pero sólo fueron unos minutos, y en nada alteramos con ello el futuro fluir del tiempo.
-Salvo en que ahora no yazgo en la tumba donde debería estar, ya que en realidad no he muerto... amén de que ahora debo andar desaparecido, ya que en ningún lugar habrá quedado registrado mi fallecimiento.
-Olvida usted que tenemos a nuestra disposición, aunque sea de tapadillo, a la totalidad de los recursos de la Administración española -sonrió el director-. Para empezar, uno de los factores por los que usted nos resultaba tan útil, y uno además de los importantes, fue el hecho de que estuviera soltero y careciera de familia cercana; de hecho su cadáver, o lo que quedó de él, no fue reclamado por nadie. Así pues, y gracias a los topos que tenemos infiltrados en todos los ministerios, no resultó difícil colar los documentos necesarios tales como el atestado policial -explicó al tiempo que señalaba la cerrada carpeta- o el certificado de defunción, que lógicamente habían desaparecido tras su no-fallecimiento y de los cuales habíamos guardado previamente sendas copias. En lo que respecta a sus propios restos, también inexistentes por idéntico motivo, existe en el archivo correspondiente un registro que indica que, tras pasar cierto tiempo en un depósito del Instituto Anatómico Forense, fueron oficialmente incinerados y las cenizas depositadas en un osario común. Con lo cual, a efectos prácticos usted ha dejado de existir para la Administración española. Pero, ¿qué le ocurre? -se inquietó el dueño del despacho al observar la transfiguración experimentada por el rostro de su interlocutor.
-¡Ustedes... ustedes son unos canallas! -exclamó iracundo-. ¿Por qué me dejaron morir? ¿Por qué no me advirtieron del peligro de cruzar el túnel, o me distrajeron con cualquier pretexto hasta que hubiera pasado el tren? Yo podría estar vivo y en mi casa, y no secuestrado en este manicomio.
-Eso hubiera resultado sin duda muy humanitario -respondió en todo glacial el director, al tiempo que acercaba disimuladamente el dedo al camuflado botón de alarma-; pero aparte, lo reconozco, de poco útil para nuestros fines, era completamente inviable por los motivos que acabo de explicarle. Al igual que no podemos captar a ningún vivo -llamémosle así- ante el riesgo de alterar su hipotético futuro, tampoco podemos hacerlo al contrario por idénticas razones. Usted falleció soltero y sin descendencia en determinada fecha, y ciertamente no movimos un dedo para evitarlo. Pero si lo hubiéramos hecho tal como sugiere, ¿quién nos garantizaría que usted no engendrara posteriormente a un... -endureció todavía más la voz- criminal?
-O a un benefactor de la humanidad -respondió éste mordaz-. Pero doy por bueno su argumento... hasta aquí.
-Explíquese, por favor -invitó el director frunciendo el entrecejo.
-Aun admitiendo la inevitabilidad de mi muerte, lo que no fue tal, sino fruto de una decisión unilateral suya, fue mi, llamémosle, resurrección, sobre la cual no recabaron en modo alguno mi opinión. Y a jugar por lo que acaba de decir, o mucho me equivoco o me han enfrentado a unos hechos consumados que me veo obligado a aceptar sin ninguna otra posible alternativa. Vamos, que me han incluido en la plantilla de su dichosa Agencia con independencia de cual pudiera ser mi voluntad propia.
-Se equivoca de nuevo, señor García -el director, más tranquilizado, retiró la mano del botón-. Usted es completamente libre de elegir si desea colaborar o no con nosotros. Sólo que -hizo una pausa-, en caso de que rehusara nos veríamos obligados a deshacer lo que hicimos volviendo a la situación original. Así de sencillo, y quede claro que no obligamos a nadie.
-Entonces, la alternativa a ser un agente suyo sería... ¿volver al hoyo?
El silencio de su anfitrión fue más explícito que cualquier palabra.
-Pues permítame que le diga que se trata de un repugnante chantaje -remachó.
-Lamento tener que contradecirle una vez más, pero vuelvo a insistir en que no es tal, sino la única opción posible para evitar posibles alteraciones del pasado... o del futuro, que para el caso viene a ser lo mismo porque acabará siéndolo. No somos ningunos monstruos, aunque nuestros métodos, impuestos por las circunstancias y no por nuestro capricho, pudieran hacerlo creer. Por cierto -se interrumpió dando un repentino giro a la conversación-; ¿sabe quién soy yo?
Se trataba evidentemente, de una pregunta retórica, puesto que como cabía suponer el recién llegado lo ignoraba. Así pues, continuó:
-En realidad mi nombre no le diría nada, lo importante es que sepa de cuando soy. A mí me fusilaron los sublevados franquistas en los primeros días de la Guerra Civil.
Juan le miró de hito en hito. Su interlocutor no aparentaba tener más de cuarenta y tantos o cincuenta años, así que difícilmente podrían haber fusilado en 1936 a alguien que no habría de nacer hasta varias décadas después.
-Sorprendido, ¿verdad? -sonrió éste, satisfecho del efecto conseguido por su recurso dialéctico favorito-. ¿A que me conservo bastante bien?
-Yo... -tartamudeó Juan, indeciso entre creerle o no.
-Acababa de cumplir cuarenta y cuatro años el día que me asesinaron, así que ahora ando por los... -fingió hacer un cálculo mental- ciento veintitantos.
-No puede ser.
-Mientras esté aquí, olvídese de los no puede ser. Ésta es una de las ventajas de trabajar con nosotros; la Agencia no se encuentra ubicada en ningún lugar físico determinado, sino en el interior de un campo de éxtasis en el que el tiempo no transcurre, de hecho no podría existir si no fuera así. Reconozco que el término no es demasiado correcto, pero no se me ocurre otro mejor. Y si bien es cierto que no resulta posible rejuvenecernos tampoco envejecemos, razón por la que todos nosotros conservamos la edad biológica que teníamos cuando llegamos aquí. Otra ventaja no menos apreciable es que los más antiguos se pueden beneficiar de los avances de la medicina gracias al concierto que tenemos suscrito con la sanidad pública... con identidades supuestas, por supuesto. No vea lo feliz que me sentí al verme curado de la tuberculosis que me minaba los pulmones y que, de no haberse adelantado los franquistas, me hubiera mandado a la tumba no muchos años más tarde. Por supuesto -remachó- en caso de quedarse con nosotros a usted le ocurriría lo mismo; aunque como ya le he dicho no es posible viajar al futuro, aquí el tiempo, el cronológico valga la redundancia, no el biológico, transcurre en sincronía con el exterior, de modo que nuestro presente coincide siempre con el de allá afuera... así que no es de desdeñar la posibilidad de que en un futuro más o menos cercano pueda usted disponer de un tratamiento médico adecuado para alguno de sus achaques, que por desgracia a nadie le faltan.
-En fin -suspiró Juan-, que todo resulta demasiado bonito. En cualquier caso, y puesto que no veo que tenga demasiado que perder, seguiremos la broma. Además, lo cierto es que mi vida había entrado en lo que parecía ser un callejón sin salida...
-¿Significa esto que acepta? -preguntó el director de forma protocolaria, ya que conocía de sobra la respuesta; no en vano habían estudiado a fondo el expediente del candidato antes de rescatarlo de la tumba.
-¡Qué remedio! Pero dígame, ¿tan antigua es esta jaula de grillos?
-Bueno, de forma organizada tal como está ahora, aunque lógicamente con unos medios técnicos mucho más limitados, se remonta al menos hasta la época de Cánovas. Existen indicios de que la Agencia pudiera ser bastante más antigua, pero el caos de los reinados de Carlos IV, Fernando VII e Isabel II impide que podamos confirmarlo. Incluso hay quien dice que podría remontarse al menos hasta la Ilustración, pero son sólo hipótesis.
-Me sorprende que una tecnología tan avanzada surgiera a la par, o antes incluso que la Revolución Industrial, y además en un país tan atrasado entonces como España... -objetó Juan.
-Es que no la inventaron nuestros antepasados, simplemente la encontraron, al parecer de forma fortuita, y se limitaron a aprovecharse de ella, primero de forma muy limitada porque no la entendían y, más tarde, de una manera más sistemática -explicó el director-. De hecho, aun hoy en día distamos mucho de comprenderla totalmente y de aprovechar, por lo tanto, todas sus posibilidades. A saber quienes fueron los que la crearon, aquí hay hipótesis para todos los gustos pero carecemos de pruebas que sirvan para confirmar alguna de ellas.
-Curioso... y sorprendente -el neófito ya se había rendido por completo a la evidencia, por muy asombrosa que pudiera resultar ésta-. En cualquier caso, he de reconocer que la oportunidad de colaborar con ustedes me resulta excitante... sobre todo teniendo en cuenta que soy muy aficionado a la ciencia ficción -el director, conocedor también de este detalle se sonrió para sí- y, en especial, a los relatos de viajes por el tiempo, sobre todo aquéllos en los que unos patrulleros espaciales viajan a través de los siglos para evitar que la historia se altere.
-Sí, todo eso es muy bonito y existe realmente -reconoció su anfitrión-, pero he de advertirle que no es lo que hacemos aquí.
Y viendo el gesto de sorpresa del recién reclutado agente, explicó:
-Para empezar carecemos de presupuesto suficiente para ello, por desgracia no nos hemos conseguido librar de las restricciones presupuestarias, y al ser una entidad secreta tampoco tenemos manera de hacer valer nuestros intereses, ya que para los políticos quien no da votos no existe. De hecho, tenemos restricciones hasta para hacer fotocopias. Además, de eso se encargan ya los norteamericanos a través de su Central Time Agency, secreta también como cabía esperar. Se supone que son nuestros aliados -bufó- y que en caso de necesidad podríamos pedirles ayuda, pero lo cierto es que a la hora de la verdad van a lo suyo y ni siquiera hemos conseguido, pese a nuestros reiterados intentos, que accedieran a corregir algunas cosillas de la Guerra de Cuba que chirriaban y han llamado la atención a los historiadores. ¡Anda, que si llegamos a pretender que la perdieran...!
-¿Entonces?
-¡Oh, no se preocupe! En realidad nuestra labor es mucho más prosaica, pero no menos importante pese a su falta de espectacularidad. No, no enviamos a nadie al pasado para asegurarnos de que Cervantes escriba el Quijote o que -hizo un ostensible gesto de desagrado- el canalla de Franco gane la Guerra Civil; ni siquiera podemos, por falta de presupuesto, mandar a historiadores, y le aseguro que los tenemos muy buenos, a investigar ciertos episodios mal conocidos de la historia de España. De hecho, las misiones de campo suelen estar limitadas a la captación de nuevos agentes, tal como hicimos con usted, y aun solemos andar siempre escasos de personal. Bueno, eso sí, de vez en cuando nos damos el capricho de recuperar algún objeto desaparecido tal como el cuadro de Velázquez que tengo tras de mí, al menos nos permitimos el lujo de adornar la sede de la Agencia con obras de arte de excepcional importancia recuperando al menos parte una pequeña parte del patrimonio perdido a lo largo de los siglos.
Hizo una pausa, suspiró -al menos así le pareció a Juan- y continuó:
-A lo que se dedica mayoritariamente la Agencia es a lo que podríamos considerar tareas burocráticas. Como usted sabe, uno de los defectos típicos de los españoles es el de dejar siempre las cosas para el último momento, procastinación según el diccionario, aunque en términos coloquiales lo solemos conocer como vaguería o pereza. Y, claro está, lo normal es que nos acabe cogiendo el toro. Aunque este problema muchas veces no pase de ser trivial o poco importante, como ocurre cuando seguimos sin hacer la maleta a la hora de iniciar el viaje o, cuando dejamos el estudio de una asignatura hasta la víspera del examen, en otras puede acarrear consecuencias infinitamente más graves, sobre todo cuando afecta a la Administración.
»Supongo que ya sabrá a qué me refiero; un político se compromete a hacer algo en un plazo determinado, se lo encarga a los administrativos y a los técnicos que son los que en realidad les sacan las castañas del fuego y éstos les dicen que es materialmente imposible tenerlo terminado para entonces, pese a lo cual el político de marras sigue en sus trece. Los técnicos hacen lo que pueden pero, tal como habían advertido, no consiguen llegar a tiempo.
-Sé perfectamente de qué me habla -concedió Juan-. Yo soy, o mejor dicho, era funcionario y me tuve que tragar alguno de esos marrones.
-Entonces, no tengo que explicarle más. Le he puesto un ejemplo, pero en realidad hay muchos más -se explayó el director-. Presupuestos que se agotan antes de lo previsto quedándose proyectos sin terminar, o bien justo lo contrario, presupuestos que por desidia no se gastan en el correspondiente ejercicio revirtiendo a las arcas públicas en lugar de ser invertidos en algo necesario. Mal funcionamiento de negociados que quedan atascados, negligencias que causan perjuicios a veces muy graves, incluyendo en ocasiones accidentes mortales... la Administración española es en su conjunto, a pesar de que muchos de sus funcionarios sean buenos trabajadores, una auténtica chapuza, de muy difícil solución además dado que el problema es estructural y se arrastra desde hace siglos, ya el pobre Larra se lamentaba de ello hace casi doscientos años. Y nosotros, como puede imaginarse, somos los bomberos que tenemos que ir de aquí a allá apagando fuegos, poniendo parches y haciendo de todo para intentar que ésta funcione siquiera un poco menos mal, todo ello además a escondidas de esos mismos políticos que han creado, en muchas ocasiones, el problema. No tome como presunción si le digo que, si no existiéramos, posiblemente ésta colapsaría.
-Entiendo... -respondió Juan en tono alicaído-. Pero no acabo de comprender como pueden conseguirlo.
-Es fácil de explicar -suspiró el director-, aunque por desgracia bastante más difícil de hacer. Solemos recurrir a algo parecido a lo que los negociadores llaman parar los relojes cuando una reunión llega a su fin sin resultados; nos las apañamos para dar microsaltos temporales logrando que eso que estaba atascado tenga tiempo suficiente para solucionarse, o bien evitando que alguien meta la pata, una de las aficiones favoritas de los políticos. En ocasiones hemos llegado incluso a congelar momentáneamente el tiempo de un ministerio completo, aunque eso requiere mucha habilidad máxime teniendo en cuenta el carácter secreto de nuestras actividades. Pero en general nos las solemos apañar bastante bien, al fin y al cabo contamos ya con bastante más de un siglo de experiencia.
-Bien, si es lo que hay... -musitó el nuevo agente- tendré que aceptarlo.
-Reconozco que no se trata de una tarea apasionante y que en ocasiones puede resultar incluso aburrida, pero en realidad la mayor parte de los trabajos tampoco lo son. Pero como ya le he comentado, también tiene sus ventajas y sus compensaciones. Además aquí somos como una gran familia, nunca se sentirá solo.
Levantándose de su asiento el director tendió la mano a Juan García y le dijo:
-Bienvenido a la Agencia. Estoy seguro de que podremos hacer muchas cosas juntos.
Publicado el 18-8-2016