La fuerza del destino



Hemos amado demasiado a las estrellas para temer a la noche

Leonardo da Vinci


Algo que siempre me ha llamado poderosamente la atención, es la sorprendente capacidad de la especie humana para asimilar con total naturalidad las novedades más extraordinarias, que siempre se las ha apañado para convertir en habitual, casi sin solución de continuidad, aquello que hasta poco antes le resultara excepcional. Ejemplos de ello los hay en abundancia, y bastaría con fijar nuestra atención en cualquier objeto cotidiano de nuestro entorno, y remontarnos hacia atrás en nuestra memoria, para comprobar lo acertado de la afirmación anterior.

Esto es precisamente lo que ocurrió con el que quizá pueda ser considerado como el descubrimiento más trascendental de los últimos siglos, la célebre -al menos dentro del imaginario fantástico- Máquina del Tiempo; algo que, pese a haber sido negado de forma categórica por la ciencia oficial hasta la víspera misma de la construcción del primer prototipo, se reveló como una espléndida realidad... lo cual no es de extrañar, teniendo en cuenta precedentes tales como el de los sesudos matemáticos que, a finales del siglo XIX, demostraron científicamente la imposibilidad de que un objeto más pesado que el aire pudiera llegar a volar jamás.

Claro está que el nuevo invento originó en un principio un auténtico terremoto científico e incluso social, pero éste no tardó en ser aceptado tal como lo fueran anteriormente revoluciones técnicas del calibre de los aviones, la televisión, la informática o internet, llegando a ser los viajes por el tiempo algo tan habitual -o casi- como las excursiones a los cada vez menos remotos confines del planeta.

Huelga decir que en un primer momento los diferentes gobiernos mundiales -bueno, en realidad tan sólo aquéllos que poseían la suficiente capacidad para hacerlo- intentaron monopolizar el descubrimiento en beneficio propio, pero por suerte para la humanidad se les escapó de las manos gracias a la altruista publicación en internet, por parte de sus descubridores, de los principios físicos e incluso de los propios planos que permitían la construcción, relativamente fácil por cierto, de una Máquina del Tiempo.

No faltaron entonces quienes se llevaron horrorizados las manos a la cabeza ya que, influidos sin duda por sus lecturas de ciencia ficción, predijeron que los viajes incontrolados al pasado -al futuro, nadie sabía exactamente por qué, resultaron ser de todo punto imposible- provocarían quiebras y alteraciones de todo tipo en la delicada trama espacio-temporal, acarreando trastornos y paradojas de impredecibles consecuencias.

Tan alarmistas hipótesis, aunque sinceras y bien argumentadas, en la práctica se revelaron infundadas, para alivio de quienes temían que algún imprudente viajero del tiempo pudiera cargarse a su abuelo o impidiera la carambola casual -como suelen ser casi todas- que permitió que sus progenitores llegaran a conocerse, lo que habría acarreado la poco agradable consecuencia de su evaporación del mundo de los vivos como si nunca hubiera existido... lo cual sería cierto en la nueva línea temporal, aunque esto no le sirviera de consuelo en absoluto.

Por fortuna no ocurrió nada de eso ya que, como explicaron a posteriori los físicos especializados en la nueva rama de la cronología, el tiempo parecía estar protegido por una férrea inercia cronal -neologismo horrible, por cierto- que neutralizaba por completo a toda posible paradoja. Dicho con otras palabras, lo que tenía que ser ya había sido, y no podía ser alterado por mucho que se intentara hacerlo. Así pues, todos aquellos que acariciaron la idea de asesinar a Hitler cuando aún era un indefenso niño de pecho o, ya en plan más prosaico pero sin duda alguna más provechoso, pensaron en viajar al pasado para soplarse a sí mismos el gordo de la lotería del próximo sorteo, se quedaron literalmente con dos palmos de narices, algo que no les habría ocurrido de conocer el interesante relato de Isaac Asimov titulado La carrera de la reina encarnada, donde se profetizaba precisamente esta cuestión.

Privados de la posibilidad de modificar el pasado o, cuanto menos, de aprovecharse de él en beneficio propio, los gobiernos se desentendieron del asunto, y lo mismo ocurrió con los grandes grupos de poder -multinacionales y asimilados- tras comprobar que tampoco le podían sacar rendimiento económico. Así pues, el uso de los cronomóviles quedó reservado en la práctica a los investigadores históricos interesados en conocer cuántas puñaladas le asestaron a Julio César en los idus de marzo, a los militares empeñados en desentrañar los entresijos tácticos de la batalla de Gaugamela y, en general, a todos aquellos encaprichados en conocer personalmente algún episodio histórico determinado y dispusieran del dinero suficiente para pagar tan caro viaje turístico, mientras los menos pudientes se veían obligados a conformarse con los documentales y libros que comenzaron a inundar el mercado.

Aunque la consecuencia más llamativa de cara al gran público fue sin duda el auge del cronoturismo en sus diferentes variantes, otra utilidad interesante de la Máquina del Tiempo fue la del comercio de obras de arte que, pese a estar al alcance tan sólo de clientes con muy alto nivel adquisitivo y lo suficientemente caprichosos además como para comprar un ánfora romana o una escultura griega -originales en el más amplio sentido de la palabra, por supuesto-, pronto se reveló como un próspero y saneado negocio.

Claro está que ello era posible gracias a otra de las consecuencias de la ya citada inercia cronal, que también desmintió a quienes auguraron terribles consecuencias a causa del intercambio de objetos de cualquier tipo entre el presente y el pasado; si alguien traía al presente, pongamos por caso, una estatuilla egipcia de la cuarta dinastía, no existiría ningún tipo de perturbación temporal por ello, puesto que tal intervención no sólo estaría prevista en la trama espacio-temporal sino que, además, era inevitable que ésta tuviera lugar para evitar cualquier tipo de posible paradoja.

Evidentemente las cosas cambiaban con los objetos singulares que, tras sobrevivir los embates de la historia, habían acabado en algún museo y eran conocidos en nuestro presente; la pura lógica indicaba que nadie podría viajar a la Grecia clásica y traerse de allí la Venus de Milo, con brazos o sin ellos, puesto que eso sí habría acarreado una paradoja temporal, algo que las leyes físicas prohibían de forma taxativa. Ciertamente hubo algunos desaprensivos que pensaron que ésta podría ser una buena manera de extorsionar a los grandes museos secuestrándoles sus más preciados tesoros, pero en la práctica lo único que consiguieron fue tropezar con toda una serie de imponderables que obstaculizaron sus manejos hasta hacerlos inviables. Simplemente, era imposible luchar contra la corriente del tiempo.

Huelga decir que estas incursiones temporales siempre eran complicadas, cuando no decididamente peligrosas; la presencia de los viajeros en el pasado era real, y como tal estaba sujeta a cualquier tipo de avatar que les pudiera suceder, desde posibles -y frecuentes- infecciones por enfermedades ya erradicadas para las cuales nuestros sistemas inmunológicos carecían de defensas, hasta el simple riesgo de verse ensartado por un guardia pretoriano que sospechara de su poco convencional aspecto.

En el caso de los simples turistas temporales la solución era relativamente sencilla; a una buena batería de vacunas se sumaba la confección de rutas consideradas aceptablemente seguras -nada de visitas guiadas a la batalla de Waterloo, por ejemplo- junto con la firma de un documento exonerando a la empresa de cualquier tipo de responsabilidad en los percances que pudieran acontecer a los clientes. No solía ser frecuente, pero en ocasiones ocurrían incidentes no muy distintos, eso sí, de los que pudieran padecer los aficionados a deportes de riesgo tales como tirarse por los barrancos, volar en ala delta o correr delante de un toro, entre otras muchas cosas. Pese a que había gente para todo, no estaba de más adoptar determinadas precauciones.

Bastante más difícil era el tema de los cazadores de recuerdos históricos. Aunque este trabajo estaba reservado a profesionales que sabían cómo mimetizarse con los naturales de la época y el lugar visitados, no siempre les resultaba fácil pasar desapercibidos y, todavía más, realizar las gestiones necesarias para traerse con ellos los objetos buscados. Saber latín clásico y disponer del respaldo de un equipo de atrezzo adecuado no garantizaba por sí solo que éstos pudieran moverse sin dificultades y sin ser descubiertos por un mercado del imperio romano, y las cosas se complicaban todavía más en el caso de culturas exóticas o de épocas históricas especialmente turbulentas, precisamente aquéllas cuyos objetos eran los más cotizados. Encontrar a alguien capaz de dominar el idioma asirio, y con el suficiente valor además para codearse con quienes tenían aterrorizados -y con razón- a todos sus vecinos, no era algo precisamente sencillo, por mucho que se valoraran las estelas procedentes de esta sanguinaria cultura.

Por esta razón, tras la euforia inicial este mercado se redujo en la práctica a los períodos históricos concretos que pudieran ser considerados razonablemente seguros, y aun entonces se tropezaba con dificultades logísticas nada triviales tales como, por ejemplo, acarrear un pesado mosaico romano en un cronomóvil de reducido tamaño.

Fue entonces cuando a alguien se le ocurrió una idea que, como suele ocurrir casi siempre, encerraba en su sencillez un enorme potencial. En lugar de sufrir todas las complicaciones que acarreaban los viajes a épocas históricas remotas, ¿por qué no limitarse a visitar el pasado reciente, mucho más fructífero a la par que familiar? Era evidente que resultaría mucho más fácil moverse por la España del Siglo de Oro, pongo por caso, que hacerlo por las provincias de la Hispania romana, para empezar porque no existía la barrera del idioma -o al menos no resultaba ser un obstáculo difícilmente franqueable- y segundo, porque las probabilidades de cometer un error eran significativamente menores.

Además, se sabía a donde ir. Imagínense, por ejemplo, que un cliente se encaprichaba con un cuadro de Velázquez; no con las Meninas, por supuesto, no sólo porque ese cuadro ya estaba en el museo del Prado, sino además porque siempre había sido de propiedad real y, por lo tanto, hubiera resultado imposible de adquirir salvo robándolo, algo que quedaba descartado por completo. Pero Velázquez pintó a lo largo de su vida muchos cuadros, bastantes de los cuales no habían llegado hasta nuestros días por diferentes circunstancias, e incluso varios de ellos eran completamente desconocidos para los historiadores del arte; y nada impedía que un viajero temporal comprara uno de ellos -incluso al propio artista- y volviera a nuestro presente con él bajo el brazo.

Y quien dice Velázquez, dice cualquier otro gran artista desde el Renacimiento para acá, a excepción de los muy recientes ya que, por cuestiones relacionadas con determinados principios físicos tales como el de Incertidumbre, no resultaba posible enfocar los cronomóviles para períodos de tiempo inferiores a aproximadamente a un siglo, lo que dicho sea de paso resultaba bastante conveniente de cara a evitar posibles paradojas -que de todos modos tampoco hubieran podido tener lugar- del tipo de encontrarse uno consigo mismo.

El mercado potencial era grande, y los previsibles beneficios compensaban con creces los riesgos, incluyendo posibles tropiezos con la celosa Inquisición. Pero resultaba una manera limpia de adquirir obras de arte de excelente calidad que les quitaban literalmente de las manos... a pesar de que todos los grandes museos mundiales se negaron en redondo tomar parte en lo que ellos calificaban una mascarada, una actitud conservadora y consecuente con sus principios pero sin duda bastante poco pragmática. Otras fundaciones culturales con menores escrúpulos, algunas ya existentes y otras, por el contrario, de reciente creación, se aprovecharon de esta inhibición voluntaria de los que potencialmente eran sus grandes competidores para crear, casi de la noche a la mañana, museos alternativos con obras tan originales como las que se exhibían en el Prado, el Louvre, el Museo Británico o el Ermitage, pero además nuevas...

Todavía hubo quien dio un nuevo giro de tuerca yendo a buscar no ya cuadros y objetos de arte desconocidos, sino aquéllos perfectamente catalogados que habían sido víctimas de algún tipo de catástrofe tales como guerras, revoluciones o incendios. Lamentablemente todo el arte desaparecido en conflictos tales como la Guerra Civil española o la II Guerra Mundial todavía no estaban al alcance de los cronoviajeros -aunque lo estarían en un futuro- debido a la falta de suficiente distancia temporal, pero por desgracia, o por suerte, ocasiones lo suficientemente antiguas no faltaban. Eso sí, debido a las circunstancias especiales que los envolvían, resultaba mucho más complicado rescatar este tipo de objetos que comprar directamente un cuadro de Goya en el mismo taller del pintor, pero el carácter emblemático de muchas de estas obras justificaba y compensaba los esfuerzos necesarios para traérselas a casa.

Así, cuando unos ufanos viajeros retornaron con un Velázquez salvado de las llamas del voraz incendio que consumiera el Alcázar de Madrid en 1734, fueron recibidos con honores de héroes, lo que incentivó la repetición de iniciativas similares. Eso sí, no podían permitirse el lujo de fracasar en su primer intento dado que, a diferencia de lo argumentado en algún que otro relato de ciencia ficción, no era posible volverlo a intentar de nuevo retrocediendo lo suficiente en el tiempo como para volverse a encontrar con el cuadro -o lo que fuera- intacto antes de su destrucción; esto habría originado una paradoja temporal que, como ha sido explicado, resultaba físicamente imposible. Si un cuadro se quemaba, quemado se quedaba para siempre sin que se pudiera hacer nada por evitarlo, y sólo si su rescate estaba previsto en la trama del tiempo, éste podría ser llevado a cabo de forma exitosa.

Y ahora es cuando entro en escena yo. Si les he de ser sincero, jamás me había planteado la posibilidad de acabar haciendo viajes por el tiempo; les puedo asegurar que lo mío no tenía nada de vocacional. Pero la vida tiene la desagradable costumbre de empeñarse en decidir por uno mismo, y tal como afirma la conocida frase atribuida a Felipe II, no se puede luchar contra los elementos... ni normalmente suele ser demasiado conveniente intentar hacerlo.

Resultaría demasiado prolijo describir los avatares que me acabaron empujando a trabajar como cronomarchante -aunque algunos maledicentes acostumbraban a tildarnos de cronoladrones-, y además estoy convencido de que esto es algo que a buen seguro no les interesará demasiado. Así pues, dejémoslo estar bastando con decir que yo era uno de esos chiflados que se jugaban el pellejo trasladándose al pasado en busca de objetos artísticos con los que poder arramblar.

Dentro de nuestro gremio, por lógicas razones de efectividad, solíamos estar especializados en una época y lugar concretos; no podía ser de otra manera si queríamos que nuestro trabajo resultara fructífero, ya que la inmersión total en la sociedad de destino era condición imprescindible, aunque no necesariamente suficiente, para realizar las misiones con éxito. Teníamos que ser, pues, auténticos especialistas en nuestros respectivos ámbitos históricos y artísticos, amén de dominar el idioma local con la soltura necesaria para pasar desapercibidos entre los naturales del lugar... y eso no era fácil, necesitándose años de duro entrenamiento.

En mi caso concreto mi especialidad era la Italia renacentista, una de las épocas más frecuentadas por motivos obvios; de hecho era una auténtica mina, ya que el arte renacentista se había convertido en uno de los bienes más demandados por nuestros clientes. Además se trataba de una época fácil de manejar en relación con otras y, dentro de lo que cabía, resultaba ser relativamente segura.

Aunque éramos bastantes los cronomarchantes dedicados al Renacimiento, cada uno tenía su campo de actuación preferente, como forma de evitar posibles interferencias entre nosotros. Así, yo viajaba fundamentalmente a la Toscana de mediados y finales del siglo XV o, si se prefiere, a la Florencia de los Medici... y de Leonardo da Vinci.

Bueno, no sólo Leonardo, puesto que la época y el lugar eran pródigos en artistas importantes: Fra Angelico, Verrocchio, Botticelli, Perugino, Donatello, Piero di Cosimo, Ghiberti, Luca della Robbia, Lorenzo di Credi, Filippo Lippi, Piero della Francesca, Giovanni Bellini, Andrea del Castagno o Lorenzo di Pietro, entre muchos otros, entraban dentro de mi esfera de interés, y eso que no me dedicaba a personajes del calibre de Miguel Ángel o Rafael, reservados a otros colegas... pero mi favorito era sin discusión Leonardo, no sólo por mis propias simpatías personales, sino también porque su obra, en especial la pictórica, era con diferencia la más demandada entre la de todos sus ilustres contemporáneos.

Esta preferencia del mercado por el genial humanista no se debía sólo a su indiscutible valía como artista, sino también a leyes tan prosaicas como la de la oferta y la demanda. Sabido es que Leonardo distó mucho de ser un pintor prolífico, disperso como estaba entre sus múltiples y, en ocasiones, antagónicas actividades, y por si fuera poco muchas de sus obras se perdieron, tanto por avatares históricos diversos, como a consecuencia del desafortunado empeño de nuestro personaje en ensayar nuevas técnicas y materiales, en ocasiones con resultados tan nefastos como los de los frescos de la Última Cena, en Milán, o de la Batalla de Anghiari, en Florencia. Conseguir traer un cuadro perdido de Leonardo, amén de ser una proeza, no sólo proporcionaría un gran prestigio, sino también unos pingües beneficios.

Claro está que el reto era tan considerable, que tan sólo me sentía capaz de afrontarlo en contadas ocasiones... o cuando un ricacho me tentaba con la golosina de una recompensa lo suficientemente mareante como para hacerme olvidar mis prudentes reticencias. Al fin y al cabo, me conocía el entorno de Leonardo casi tan bien como mi propia mano.

Y esa ocasión llegó, cuando ya era un afamado cronoviajero, de manos de un magnate con ínfulas de coleccionista y modales de nuevo rico -lo que en realidad era-, empeñado en poseer una obra única para mayor gloria de su estratosférico ego... y estaba dispuesto a conseguirlo a cualquier -literalmente- precio.

El detonante de todo fue el descubrimiento casual de un documento de la época en el que se reflejaba la existencia de un cuadro de Leonardo completamente desconocido hasta entonces. Se trataba de un retrato de Ludovico Sforza, también llamado el Moro, amo y señor de Milán durante el último cuarto de siglo, amén de mecenas y protector del humanista florentino. Como es sabido, llamado por Ludovico Leonardo abandonó la ciudad del Arno en 1483, residiendo en la capital lombarda hasta que la invasión francesa de 1499 que derrocó al regente le obligara a huir a la cercana ciudad de Mantua.

El documento en cuestión era un inventario de las obras de arte existentes en el palacio ducal milanés fechado en 1495, lo que inducía a pensar que éste hubiera sido pintado en los primeros años de esa misma década. A partir de entonces se perdía su rastro; los inventarios similares de principios del siglo XVI ya no lo mencionaban, razón por la que cabía suponer que desapareciera durante el saqueo al que fue sometida Milán por las tropas de Luis XII.

La tentación era muy fuerte ya que el cuadro reunía todas las condiciones necesarias para ir a buscarlo, principalmente la de haber desaparecido durante un conflicto bélico perfectamente conocido y localizado. Como cabe suponer los episodios históricos turbulentos solían ser los más fructíferos debido a la confusión que provocaban, aunque no era posible predecir a priori cual podía haber sido el destino del retrato; quizá éste ardiera, quizá fuera arrojado al río más cercano, quizá algún soldado francés se lo llevara consigo y lo malvendiera para emborracharse en una posada del camino... pero también podía darse la circunstancia de que un cronomarchante -es decir, yo- le echara el guante, aprovechándose del río revuelto para traérselo a casa. Había, no obstante, que andar con cuidado; pese a contar con sobrada experiencia en lo tocante a desenvolverme en estos conflictos, el riesgo siempre existía, y no me apetecía lo más mínimo que un lansquenete me ensartara confundiéndome con un enemigo.

Preparé, pues, con toda meticulosidad el viaje. Mi experiencia me permitía pasar desapercibido entre los italianos del siglo XV -mal lo hubiera pasado de no ser así-, pero en esta ocasión el reto era mayor que en viajes anteriores dado que me vería obligado a desenvolverme en mitad de una sangrienta invasión. Pero yo era un profesional, y como tal asumí los riesgos que acarreaba la aventura.

No voy a extenderme detallando innecesariamente los prolijos preparativos a los que tuve que someterme; baste con decir que me llevaron varios meses de esfuerzos ininterrumpidos que abarcaron desde estudios minuciosos de la campaña militar por la que Luis XII conquistó Milán, hasta los detalles más nimios que se conocían de la vida de Leonardo durante esos agitados años, sin olvidar tampoco el inevitable refresco de mis conocimientos del idioma de la época. Cuando al fin consideré que estaba listo, me dirigí al centro de control cronoespacial -los cronomarchantes estábamos sindicados aunque actuáramos en solitario- y, tras solicitar que se me preparara un cronomóvil, emprendí el viaje con esa indiferencia que sólo es posible en aquellos que están habituados a su trabajo.

Dado el tamaño relativamente reducido del cuadro, un metro escaso de largo y apenas unos setenta centímetros de ancho, había optado por un vehículo del modelo más pequeño, por ser más fácil de camuflar una vez llegado a mi destino. En contrapartida la cabina, en la que se había prescindido de cualquier espacio superfluo, no podía ser más angosta y, deducido el volumen reservado al cuadro, a duras penas cabía en ella, lo cual no dejaba de ser una incomodidad vestido como estaba con los molestos ropajes de la época; por fortuna la duración del viaje era mínima -los técnicos hablaban de décimas de segundo en tiempo subjetivo-, lo cual hacía llevadero el problema.

Por lo demás, tan sólo llevaba encima, además de mi aparatoso traje, una faltriquera con un puñado de monedas de oro genuinamente falsas, pero de tan buena o mejor ley que las acuñadas en la ceca ducal, y una daga como única arma defensiva, aunque también habría que considerar mis conocimientos de artes marciales, capaces de sacarme de más de un apuro sin necesidad de tener que derramar sangre ajena.

Aunque era posible fijar el lugar de aterrizaje del cronomóvil con una gran precisión, tanto espacial como temporalmente, una vez llegado a su destino éste era incapaz de desplazarse por sus propios medios. Por esta razón era muy importante fijar con antelación las coordenadas del viaje con la mayor exactitud posible, ya que un error, por pequeño que éste fuese, podía ser suficiente para dar al traste con una misión, llegándose a poner en peligro, incluso, la propia integridad física de los tripulantes. Especialmente delicada era la elección del punto de aparición del aparato al llegar a su destino; aunque unos sistemas automáticos impedían que éste se materializara en mitad de un cuerpo sólido, una vez iniciado el viaje nadie podría evitar que se estrellara contra el suelo al aparecer a una altura demasiado elevada, o que se hundiera en mitad de una masa de agua... sin que a su piloto le diera tiempo siquiera a activar el regreso de emergencia.

Otra cuestión a tener también muy en cuenta, era la conveniencia de que el aparato quedara camuflado en su emplazamiento mientras duraba la misión, ya que, por cuestiones obvias, resultaría arriesgado que éste fuera descubierto por los habitantes del pasado. Para evitar todos estos inconvenientes, y siempre que la topografía del lugar no se conociera con la suficiente exactitud, con anterioridad al viaje se procedía a realizar unas exploraciones previas con unos pequeños vehículos automáticos que, a buen seguro, eran los responsables de más de una leyenda secular sobre demonios voladores -o ángeles, según las creencias particulares de cada uno- y, en fechas más recientes, de presuntos avistamientos de ovnis, aunque lógicamente de estos últimos no podíamos ser responsables nosotros sino, suponíamos, nuestros colegas de un futuro más o menos lejano.

En mi caso, a priori, esto parecía estar resuelto, ya que los exploradores habían encontrado un viejo molino abandonado, a pocos kilómetros de Milán, que se mantenía sin cambios tanto en los años previos a mi visita como en los inmediatamente posteriores; aunque carecíamos de información correspondiente a la fecha exacta a la que yo iba a viajar -salvo que fuera necesario solíamos evitar los períodos conflictivos-, todo parecía indicar que éste podría ser un escondite perfecto, a no ser que tuviera la mala suerte de encontrarme con algún ocupante ocasional.

Por fortuna, esto último no ocurrió. El cronomóvil se materializó sin ningún percance en el interior del edificio que, para mi alivio, se encontraba completamente vacío. Así pues, tras ocultarlo lo mejor que pude con los despojos que recogí de las ruinas, me apresté a afrontar la parte más delicada de mi misión. Ésta sería breve, pero no me quedaba otra opción que meterme en la misma boca del lobo, en pleno saqueo de la ciudad por la soldadesca francesa. En fin, de peores berenjenales había logrado salir...

Aunque el camino a Milán era corto, las circunstancias distaban de ser las ideales. Debía evitar, por precaución, las patrullas francesas que pululaban por doquier, aunque éstas, ocupadas en el saqueo, no prestaron demasiada atención al viajero solitario y de aspecto inofensivo en el que me había camuflado. Los más peligrosos, claro está, eran los borrachos, pero éstos resultaron relativamente fáciles de esquivar.

Tras llegar sin demasiados problemas al corazón mismo de la ciudad, lo peor fue internarme en el palacio ducal. A esta dificultad, ya de por sí considerable, había que sumar el inconveniente de que desconocía el lugar exacto en el que se hallaba colgado el cuadro, aunque supuse que lo más probable sería que éste se encontrara en el mismo salón de audiencias. De no encontrarlo allí me vería obligado a buscarlo por todo el vasto edificio, y todo ello sin tener siquiera la certeza de poder llevármelo conmigo. Vamos, una verdadera bicoca...

En el palacio, como cabía suponer, reinaba el caos más absoluto, algo que paradójicamente me facilitó el camino. En realidad nadie, ni invasores ni milaneses, reparó apenas en mí, ocupados como estaban en sus propios asuntos. Llegué hasta la sala de audiencias y allí ¡oh, maravilla! Descubrí el cuadro, milagrosamente intacto en mitad del caos y la destrucción que lo rodeaban... al parecer, los embrutecidos soldados franceses habían preferido buscar joyas y objetos labrados con metales preciosos, dejando de lado, al menos por el momento, cualquier otro tipo de posible botín.

Pero convenía no tentar demasiado a la suerte. Así pues, sobreponiéndome al arrobo que me había provocado la contemplación del cuadro -mis ojos eran, sin duda, los primeros en observarlos en muchos siglos-, lo descolgué con un rápido movimiento, introduciéndolo en el saco que había preparado para acarrearlo. Estaba asegurando el cordón que cerraba la boca del mismo, cuando unos gritos en francés me hicieron volver la cabeza.

Se trataba de un soldado de Luis XII que, borracho como una cuba, me increpaba a grandes voces algo que a duras penas conseguía entender, pero que identifiqué con algún tipo de interrogatorio acerca de qué hacía yo allí y qué era lo que guardaba en el saco. Su espada desenvainada, cuya punta señalaba ominosamente a mi estómago, indicaba bien a las claras sus intenciones en el caso de que mi respuesta no le satisficiera lo suficiente.

En mi profesión es vital tener buenos reflejos, tanto físicos como mentales, y yo nunca había descuidado mi entrenamiento. Sin soltar el cuadro con la mano izquierda, con la derecha busqué con toda celeridad la daga que mantenía oculta bajo la ropa. Instantes después, el sayón yacía en el suelo con la garganta atravesada por mi arma. Aunque me disgustaba matar y siempre que podía evitaba hacerlo, se trataba de elegir entre su vida y la mía, sin que hubiera lugar para los escrúpulos.

Recogí mi valiosa hoja, enjugando la sangre en la ropa del muerto y, tras asegurarme de la ausencia de testigos molestos, me escabullí con toda rapidez antes de que pudiera encontrarme allí algún compañero de mi víctima. La mitad del trabajo estaba ya hecha.

Pero la otra mitad restante se mostró más complicada de lo que yo hubiera deseado. Las turbas de saqueadores pululaban por todos lados y muchos de sus integrantes, frustrados en sus expectativas de conseguir un buen botín al habérseles adelantado sus compañeros más avispados, vagaban en busca de algo con lo que poder satisfacer su codicia... y yo, con mi preciado saco a cuestas, podría convertirme en fácil presa suya.

Esto me impidió volver sobre mis pasos, obligándome a dar continuos rodeos por el interior de un edificio en el que la muerte comenzaba a olerse por todos sus rincones. Por fortuna había memorizado el plano del mismo, con lo cual sabía donde me encontraba en cada momento y conocía la ruta a seguir para salir de allí... si me dejaban hacerlo, claro.

De repente, me di de boca con el gran patio donde, según los historiadores, se había alzado el boceto a tamaño real de la colosal estatua ecuestre que Ludovico el Moro le había encargado a Leonardo para honrar la memoria de su padre Francesco Sforza, el condotiero que tras un audaz golpe de mano se había hecho el amo del ducado de Milán implantando en la capital lombarda su propia dinastía. Pese a haber trabajado en ella durante nueve años, las múltiples actividades de Leonardo en la corte de los Sforza primero, y la utilización del bronce reservado para su fundido en la construcción de cañones después, motivaron que este coloso de ocho metros de envergadura nunca llegara a ser realizado, mientras el propio boceto, ya de por sí impresionante, acabaría siendo estúpidamente destrozado por los arqueros franceses, que lo tomaron por una improvisada diana.

La maqueta del monumento todavía estaba intacta, o casi; pero tenía las horas contadas. El patio no tardaría en convertirse en un hervidero de hombres armados, con lo cual la prudencia recomendaba poner tierra por medio antes de verme encerrado en una peligrosa ratonera. Era una lástima no poder detenerme a admirar tan magnífica obra de arte, pero mi seguridad, y la del cuadro que llevaba conmigo, eran prioritarias. No podía perder un solo instante en huir de allí.

Me disponía a marcharme por un corredor lateral cuando descubrí, al otro lado del patio y semiocultas por la escultura, a dos figuras humanas que parecían discutir vivamente. En medio de la algarabía reinante me resultaba difícil entender sus voces, pero era evidente que la disputa era grave. Uno de ellos era un tosco infante francés, pero el otro... sentí cómo un escalofrío me recorría la espina dorsal al identificarlo como el mismísimo Leonardo.

Al parecer el soldado, borracho como una cuba, pretendía divertirse a costa de la obra de Leonardo mientras éste, indignado, forcejeaba con su rival en una desigual pugna intentando impedirlo, sin ser consciente de que con ello ponía en peligro su integridad física. ¡Pobre Leonardo! No tenía forma de saber que ese gañán era tan sólo la avanzadilla de la horda que sólo unos minutos más tarde acabaría arrasando el fruto de tantos años de trabajo.

Por un instante pasó por mi mente el recuerdo del triste final de Arquímedes y, obrando de forma instintiva, olvidé todas mis precauciones desviándome de mi camino para dirigirme hacia los contendientes. Mi intención no era otra que la de alejar al maestro del peligro llevándomelo a un lugar seguro, sin reparar en que, según dictaminaba la siempre inmutable historia, Leonardo había logrado huir sano y salvo de Milán, razón por la cual no precisaba de ayuda alguna. Sin embargo no se podía decir lo mismo de mi persona; de hecho, mi impulsiva reacción ponía en peligro el éxito de la misión e, incluso, mi propia vida, puesto que no había manera de garantizarme -no al menos en mi presente- un retorno sin incidentes a mi época. Lo que ignoraba en ese momento, era que el destino había movido ya sus piezas en una jugada que nadie hubiera sido capaz de sospechar siquiera.

El desenlace tuvo lugar ante mis propios ojos sin que pudiera llegar a hacer nada por impedirlo. Me encontraba todavía a varios metros de distancia, cuando fui testigo horrorizado de cómo el francés hundía su espada en el pecho de su indefensa víctima. Leonardo se desplomó sin exhalar un solo gemido, mientras su asesino, espantado ante la magnitud de su acción, me dirigía una mirada turbia balbuciendo algunas palabras en su idioma natal para, acto seguido, arrojar el arma homicida huyendo del escenario del crimen.

Solos los dos en el incongruentemente desierto patio, me acerqué al caído pese a tener la certeza de que toda posible ayuda era ya inútil. La estocada era mortal de necesidad, puesto que le había atravesado el corazón de parte a parte. Leonardo da Vinci, el genial artista e inventor del Renacimiento, yacía muerto a mis pies esa fría mañana de diciembre de 1499, veinte años antes de su fallecimiento oficial en la localidad francesa de Amboise... y yo era el único testigo de esta dramática convulsión histórica.

No podía ser... era imposible que la historia cambiara, se trataba de un hecho constatado una y otra vez. El fluir del tiempo era inmutable, no existía ningún posible futuro alternativo. Leonardo había fallecido en 1519 de muerte natural en la corte del rey Francisco I, y no víctima de la estocada de un soldado francés durante el saqueo de Milán de 1499. Entonces... ¿a quién pertenecía el cadáver?

Sobreponiéndome a mi excitación, contemplé con detenimiento su rostro. Era Leonardo, no cabía la menor duda; amén de ser perfectamente conocidos sus rasgos gracias a sus propios autorretratos, yo había tenido ocasión de conocerlo personalmente en el transcurso de algunos de mis viajes anteriores. Era él, y no ninguna otra persona con la que hubiera podido guardar algún tipo de parecido físico.

Súbitamente me llegó el conocimiento de la verdad. Tenía que ser así, no cabía otra posibilidad. En contra de lo que decían los libros de historia, Leonardo murió realmente en 1499 y no en 1519, siendo otra persona quien suplantó su personalidad durante los últimos veinte años de su vida oficial. Y esa persona, me estremecí sólo de pensarlo, no podía ser otra que yo.

Tan evidente como que Leonardo había pasado a mejor vida, era que su sustituto había logrado engañar no sólo a sus contemporáneos, sino también a todos los estudiosos que a lo largo de la historia se habían interesado en su vida o en su obra... algo realmente peliagudo, puesto que muy pocos habrían sido capaces de emular su genio. Y desde luego, yo distaba mucho de considerarme uno de ellos.

Pero tenía que ser yo quien asumiera la pesada carga. ¿Quién, si no, podía abordar la tarea de llevar a cabo todos los trabajos de la última etapa de su vida? Yo era un experto en su obra, y conocía perfectamente todo lo que había hecho -en realidad lo que tendría que hacer yo- durante los veinte años siguientes. Sería copiar algo que conocía previamente y que, por una paradoja del destino, nunca se podría saber de quien había surgido, puesto que en realidad me limitaría a repetir algo que en teoría había surgido de la mente de un Leonardo que a esas alturas estaba ya muerto... Mejor no intentar analizarlo, puesto que podría volverme loco. Por fortuna contaba con una formación artística -había estudiado Bellas Artes y trabajado como restaurador antes de dedicarme a tareas cronológicas- que me permitiría imitar al menos su estilo. Más peliagudo resultaría abordar otras facetas de su exuberante inventiva tales como los estudios científicos y técnicos o su actividad como ingeniero militar, pero aspiraba a salir airoso contado como contaba con la certeza de que la superchería jamás llegaría a ser descubierta.

Fue entonces cuando caí también en la cuenta de que mi aspecto físico era muy parecido al suyo, algo de lo que paradójicamente jamás me había percatado, y el disfraz que, de forma no premeditada, había adoptado para pasar desapercibido en el siglo XV, no hacía sino acrecentar la similitud existente entre ambos. Si todavía quedaba en mí algún retazo de duda, éste se desvaneció como por ensalmo. A partir de ese momento, yo era Leonardo.

Me quedaba por hacer una tarea penosa, deshacerme del cadáver para evitar que éste fuera descubierto; se trataba de alguien demasiado conocido como para correr el albur de dejarlo allí abandonado. Tras reflexionar unos instantes, decidí que lo mejor sería llevármelo conmigo; ya decidiría más adelante qué hacer con él. Arrojé al suelo el ya inútil retrato de Ludovico el Moro -algún saqueador, obedeciendo los designios implacables de la historia, se encargaría de hacerlo desaparecer de alguna manera- y cargué con el exangüe Leonardo.

Media hora después me encontraba sano y salvo en mi refugio del molino abandonado. Milagrosamente no había sufrido el menor percance durante mi accidentada fuga, pese a llevar conmigo el cadáver del ilustre huésped de los Sforza; de nuevo la predestinación histórica había dado muestras palpables de su hegemonía. Yo tenía muy claro lo que me correspondía hacer a partir de entonces, pero no podía dejar allí ni a los despojos de Leonardo ni, por supuesto, al cronomóvil. Tras reflexionar durante unos segundos, pronto descubrí la solución ideal. Aunque el cronomóvil estaba programado para el retorno automático a su lugar de partida, también contaba con unos mandos manuales para posibles casos de emergencia. Así pues, desconecté el sistema automático y programé una ruta que lo llevaría al fondo del océano Atlántico -no quería correr el riesgo de que pudiera ser descubierto- en el pasado más remoto que permitían los controles. La presión y la corrosión del agua del mar se encargarían del resto. Deposité en su interior el cuerpo del infortunado Leonardo y, tras activar el sistema de disparo retardado, abandoné el vehículo. Cuando unos segundos después éste se desvanecía ante mis ojos, supe que la suerte estaba definitivamente echada. En cuanto a mis compañeros de allá... bien, no sería el primer caso de un cronoviajero desaparecido en pleno acto de servicio. Disfrutaría de unos hermosos funerales y mi nombre sería inscrito con letras de bronce en el gran monumento que se alzaba a la entrada de nuestra sede.

Bien, todavía me queda mucho por hacer en mi nueva encarnación de Leonardo. Viajé a Mantua, donde los duques me encargaron un retrato de Isabel de Este. Y es en esta ciudad donde estoy escribiendo este relato. ¿Por qué lo hago? En realidad, ni siquiera yo lo sé. Supongo que para dejar constancia de lo ocurrido, pero tengo dudas de que pueda servir para algo puesto que, al menos en mi época, nada se sabía de esta suplantación. ¿Quizá en el futuro? Lo ignoro, y en realidad no me importa demasiado saberlo. Pero no puedo evitar la vanidad de manifestar públicamente -aunque lo más probable es que nadie llegue jamás a leer esto- que fui yo quien suplantó al gran Leonardo da Vinci. Conservaré este manuscrito en mi poder hasta que muera, y pediré ser enterrado con él. ¿Qué le ocurrirá cuando mi tumba sea profanada en los turbulentos días de la revolución francesa? Lo más probable es que se pierda para siempre, pero quizá, sólo quizá, pudiera caer en una manos piadosas que lo conservaran hasta que en algún momento, por supuesto posterior a mi época original, pueda ser descubierto. Y entonces se sabrá que yo, un humilde viajero del tiempo nacido muchos siglos después que el genio florentino, supe defender con orgullo su figura.

Me quedan veinte años de vida, muchos menos de los que hubiera podido esperar en mi propia realidad temporal, pero suficientes para esta atrasada época, y es mucho lo que me queda todavía por hacer. Viajaré a Venecia, a Florencia, a Roma y, finalmente, me desplazaré a Francia, donde seré acogido con todos los honores por el rey Francisco I. Tengo ante mí el difícil reto de plasmar en lienzos obras tan emblemáticas como las dos versiones de Santa Ana con la Virgen y el Niño, la Batalla de Anghiari o la celebérrima Gioconda, y también apoyaré, entre otras muchas actividades, las ansias militaristas de César Borgia. Asimismo, me divierte pensar que, en viajes anteriores, tuve ocasión de vislumbrarme a mí mismo sin llegar a sospecharlo siquiera, convencido como estaba entonces -aunque para mi yo actual esto pertenezca todavía al futuro- de que estaba contemplando al verdadero Leonardo y no a su forzado e indigno sustituto.

No obstante, lo que más preocupa de todo es conocer la fecha exacta de mi muerte, una auténtica maldición para la que los mortales no estamos en modo alguno preparados... pero sabré sobreponerme a ello. Al fin y al cabo, para el mundo soy el gran Leonardo da Vinci.


Publicado en septiembre de 2006 en la antología Fragmentos del futuro, de la colección Espiral Ciencia Ficción
Actualizado el 1-1-2013