Nudo gordiano



Alberto M. era un inventor genial. Tan genial, que por sí solo había sido capaz de construir una máquina del tiempo sin necesidad de enormes instalaciones, ni presupuestos astronómicos, ni ayuda de ningún tipo. Le habían bastado el sótano de su casa, una serie de componentes fáciles de encontrar en el comercio y sus modestos ahorros, para construir un cronomóvil tosco, pero eficaz.

Y como era natural, deseaba probarlo. Claro está que Alberto era también un gran aficionado a la ciencia ficción, por lo que estaba al corriente de todas las especulaciones que los autores de este género habían hecho sobre la posibilidad de una alteración de la historia o de la poco deseable aparición de una paradoja temporal.

Alberto, huelga decirlo, no tenía la menor pretensión de intentar cambiar el pasado viajando, por ejemplo, a la Alemania de principios del siglo XX a matar al joven Hitler ni nada por el estilo, ya que lo único que pretendía era curiosear de la manera más discreta posible convirtiéndose en espectador anónimo, pero privilegiado, de sucesos claves de la historia de la humanidad tales como la batalla de Maratón, la crucifixión de Cristo o el descubrimiento de América, entre muchos otros, así como poder conocer de primera mano a los dinosaurios o a los mamuts. De hecho para él era fundamental pasar desapercibido, y para ello contaba con un camuflaje electrónico que había diseñado para la carcasa exterior de su máquina que, al menos eso esperaba, le pondría a resguardo de las miradas de posibles espectadores inoportunos y de las garras y las mandíbulas de animales como los tiranosaurios o los tigres dientes de sable.

A pesar de todo, no estaba tranquilo. Ciertamente tenía previsto no sólo abstenerse de intervenir en la trama histórica, sino también no abandonar bajo ningún concepto su vehículo que, por estar provisto de antigravedad, le permitiría desplazarse por el aire evitando todo tipo de contacto con los habitantes del pasado o, en su caso, con animales potencialmente peligrosos. Pero nada le garantizaba que un efecto aparentemente nimio, como por ejemplo el aplastamiento accidental de un insignificante bichejo en el Carbonífero, no pudiera provocar un Efecto mariposa que acabara acarreando gravísimos trastornos en su presente.

Aunque también estaba la teoría opuesta que defendía la inmutabilidad de la trama temporal, postulando que cualquier posible alteración del pasado ya habría sido contemplada con anterioridad, por lo que una hipotética paradoja en realidad no sería tal. Incluso, yendo aun más allá, habría que asumir que esta intromisión sería incluso necesaria para que el presente no se viera alterado por inacción, con lo cual podía tener la seguridad de no organizar una trastada hiciese lo que hiciese; y, si mataba involuntariamente a un homínido, sería porque esta muerte resultaba imprescindible.

Entre ambas Alberto se inclinaba más bien por esta segunda opción ya que, razonaba, si fuera posible alterar el futuro el desastre estaría garantizado, y todo indicaba que a la hora de la verdad no ocurría así. Por lo tanto se armó de valor, pertrechó convenientemente su cronomóvil poniendo especial cuidado en los equipos de grabación de vídeo, se instaló cómodamente en el único asiento y, conteniendo la respiración, pulsó el botón de encendido que le llevaría al París del 21 de enero de 1793 en el que pretendía ser testigo de la ejecución de Luis XVI.

Pero no ocurrió nada. O mejor dicho, sí ocurrió: tanto el intrépido inventor como su artefacto se desvanecieron en la nada. Para su desgracia, Alberto M. había estado en lo cierto: el tiempo se resistía a ser alterado y evitaba la aparición de cualquier tipo de paradoja temporal. Lo que no había previsto el infortunado cronoviajero, fue que la manera más sencilla de evitar estas alteraciones era precisamente impidiendo los viajes por el tiempo; y qué mejor manera que haciendo desaparecer a todo aquel que lo intentara.

Así pues, Alberto M. dejó simplemente de existir.


Publicado el 20-10-2015