Operación Percebe



Como miembro que soy del Centro de Estudios Cronohistóricos de la Federación Europea, siempre he estado involucrado en la eterna discusión mantenida por mis colegas acerca de si nuestros viajes al pasado podrían o no alterar de forma irreversible la historia. No es éste en modo alguno un tema baladí, puesto que desde el descubrimiento del cronomóvil, vulgarmente llamado la máquina del tiempo, son habituales las visitas al pasado con objeto de poder conocer mejor, y de primera mano, todos aquellos avatares que siempre concitaron dudas a los historiadores.

Por supuesto el uso del cronomóvil está rigurosamente controlado, ya que no se podía permitir que alguien, viajando por su cuenta, acabe causando un estropicio bien por torpeza, bien por maldad, de difíciles e incalculables consecuencias, por lo que los viajes por el tiempo sólo están permitidos con fines investigadores y siempre bajo un estricto control. Evidentemente nadie tiene la menor intención de alterar el pasado, pero un error humano, por más precauciones que se tomen, nunca puede ser descartado por completo. Y aunque ninguno de nosotros creíamos que pudiera llegar a ocurrir una situación límite como la planteada por Ray Bradbury en su relato El ruido de un trueno, en la que la muerte accidental de una mariposa, pisada inadvertidamente por un viajero del tiempo, provoca cambios drásticos en el presente, en lo que no nos poníamos de acuerdo era en la magnitud del margen de tolerancia con el que podíamos contar sin correr riesgos.

En general todos, o casi todos nosotros, admitíamos que el tiempo potencialmente alterado era capaz de volver a su cauce de una manera espontánea dentro, claro está, de ciertos límites, ya que si por ejemplo a alguien le daba por lanzar una bomba atómica sobre Nueva York, o por aniquilar a la totalidad de la población del imperio romano, difícilmente podría no haber consecuencias irreversibles. Pero descartadas a priori estas barbaridades, las pequeñas perturbaciones que, pese a todas nuestras precauciones, pudiéramos llegar a causar de forma inadvertida en el pasado, podrían no ser corregidas de forma automática por lo que habíamos convenido en denominar la inercia temporal.

Las discrepancias afloraban cuando, tal como he comentado, intentábamos cuantificar esta inercia temporal, ya que aquí nuestras opiniones divergían. Después de muchas discusiones, decidimos que la mejor manera de saberlo sería provocando ligeras modificaciones cuidadosamente controladas y gradualmente mayores, fijando así el límite que marcaba la aparición de divergencias.

Los primeros ensayos fueron triviales, el equivalente a matar la mariposa de Bradbury y poco más, y por supuesto no provocaron la menor alteración significativa. El siguiente paso consistió en empezar a jugar con las personas, primero anónimas y luego cada vez más significados personajes históricos. Evidentemente salvar de la peste negra a un herrero alemán del siglo XIV tampoco supuso nada salvo, claro está, para el afortunado herrero al que, sin él saberlo, se le suministró una dosis conveniente de antibióticos.

El límite final, al que por supuesto no pretendíamos llegar pero que manejábamos de forma teórica, sería intervenir de forma drástica en la vida de personajes trascendentales en la historia, impidiendo por ejemplo que Alejandro Magno falleciera en Babilonia a los 32 años de edad dejando sumido en el caos a su efímero imperio, que Julio César fuera asesinado en los idus de marzo o que Napoleón cayera derrotado en Waterloo. Justo en el extremo opuesto, pero con idénticas pretensiones, no faltó tampoco la clásica propuesta de matar a Hitler cuando éste era un simple cabo del ejército alemán durante la I Guerra Mundial; hubiera bastado con una oportuna bala perdida en la confusión de la batalla para decir adiós al futuro Führer.

En cualquier caso, muchos de nosotros pensábamos de forma similar a la expuesta por Isaac Asimov -sí, por lo general éramos bastante aficionados a la ciencia ficción- en su famosa trilogía Fundación, cuando planteó como uno de los postulados de la psicohistoria que la humanidad actuaba de forma colectiva sin que ningún individuo aislado, por muy importante que fuera su intervención, fuera capaz de alterarla de forma significativa bajo ninguna circunstancia.

Trasladando esto a nuestro lenguaje científico, quería decir que la inercia temporal sería de tal magnitud que la desaparición, o la no desaparición según el caso, de un personaje trascendental en la historia no acarrearía consecuencias significativas salvo, quizá, a muy corto plazo, ya que esta alteración sería automáticamente compensada volviéndose tarde o temprano a la posición de equilibrio. Dicho con otras palabras, si Hitler no hubiera sobrevivido a la I Guerra Mundial, lo más probable hubiera sido que otro jerarca nazi ocupara su lugar, con lo cual a escala global -a escala particular evidentemente las diferencias serían importantes- las diferencias en el devenir histórico durante los torturados años de la II Guerra Mundial no habrían resultado, a la postre, muy diferentes.

Pero, claro está, todo esto eran sólo teorías. Había que comprobarlas.

¿Cómo? Seleccionando un episodio histórico suficientemente bien conocido y lo bastante secundario como para que una alteración controlada del mismo no corriera el riesgo de acarrear consecuencias perniciosas. Y, como todos nosotros estábamos fascinados por la II Guerra Mundial, decidimos elegir uno de sus muchos flecos que afectaron, por lo general, a los países periféricos que fueron muy a su pesar meros comparsas de los protagonistas principales.

Y aquí es donde yo me salí con la mía. Como español -aunque España es ahora un estado federado europeo seguía habiendo cierta dosis de rivalidad regional- conseguí llevarme el agua a mi molino con el nada disimulado propósito de pasarle la factura al general Francisco Franco, principal beneficiario del golpe de estado de 1936 y responsable máximo por tanto de la mayor catástrofe española de todo el siglo XX, para lo que contó, eso sí, con la inestimable labor de zapa que desde dentro de la II República realizaron con total entusiasmo diversas facciones revolucionarias tales como los comunistas, los anarquistas, los troskistas e incluso los socialistas de Largo Caballero.

Aunque son datos de sobra conocidos, permítanme que les relate a grandes rasgos cual fue la involucración española en la II Guerra Mundial, ya que resulta necesario conocerla con cierto detalle para poder entender lo que pretendíamos hacer. Como es sabido, tras la ayuda del régimen nazi y, en menor medida, de los fascistas italianos a los golpistas españoles, trascendental para su victoria final, Hitler intentó cobrarse la factura. En realidad no pretendía que España se involucrase directamente en las operaciones bélicas; bastante tenía ya con tener que ir enmendando las garrafales meteduras de pata de Mussolini, y poco era lo que le podría aportar un país exhausto y famélico que en la práctica le habría supuesto más una rémora que una ayuda.

Pero a Hitler le interesaba, y mucho, Gibraltar, la llave inglesa del Mediterráneo junto con el Canal de Suez. Si Alemania conseguía hacerse con el Peñón, o cuanto menos lograba neutralizarlo, cortaría una de las principales líneas de suministros británicas, con lo cual la guerra adoptaría un cariz sumamente favorable para las potencias del Eje, en especial en el frente norteafricano. Y para ello precisaba de la anuencia del dictador español, permitiendo el paso de las tropas alemanas por el país al tiempo que se acantonaban guarniciones nazis en los principales puertos que, presumiblemente, intentarían bloquear los ingleses.

Si a ello sumamos que la pretensión de Hitler recordaba desagradablemente a la análoga de Napoleón en 1808 -salvo que en esta ocasión el presunto objetivo era Portugal-, que tan mal acabara para España, cabe presumir que el desconfiado Franco no las tuviera todas consigo, aunque la golosina de recuperar Gibraltar -es de suponer que tras finalizar la guerra, puesto que no resultaba creíble que los alemanes le cedieran su control mientras los ingleses no fueran derrotados-, junto con una buena tajada de las colonias francesas del norte de África, colmaban con creces sus delirios de convertirse en un segundo Carlos V.

Mientras tanto Franco había empezado a hacer los deberes, anexionando la ciudad internacional de Tánger al protectorado español de Marruecos en junio de 1940. Unos meses más tarde, en octubre de ese mismo año, se entrevistaba con el Führer en Hendaya, donde pese al airado comentario de Hitler de que preferiría que le sacaran varias muelas antes que tener que volver a negociar con el astuto gallego, ambos dictadores acabaron poniéndose de acuerdo. Aunque Franco hubo de renunciar, muy a su pesar, a su pretensión de hacerse con el Marruecos francés y el Oranesado argelino, dado que Hitler no deseaba incomodar a su aliado Pétain, el Peñón era por sí solo suficiente golosina como para dejar pasar la oportunidad de reintegrarlo a la soberanía nacional.

Comenzaba la Operación Félix. En enero de 1941 tropas alemanas entraban en España y, tras una marcha relámpago, ponían sitio a Gibraltar mientras una potente escuadra, simbólicamente reforzada con algún destartalado barco español, bloqueaba a la colonia inglesa por el mar apoyándose en los puertos de Tánger y Ceuta. El Peñón, sin duda, sería un hueso duro de roer, pero a la larga la fruta acabaría cayendo. O al menos, eso esperaban los estrategas alemanes.

Para su desgracia no previeron la fulminante reacción norteamericana, cuyo gobierno envió una potente escuadra aeronaval a las costas españolas. Las tropas estadounidenses desembarcaron en Barbate y, casi sin oposición por parte del desconcertado ejército español, se plantaron en Algeciras envolviendo a las unidades alemanas que asediaban Gibraltar, mientras sus buques de guerra cruzaban el estrecho y se enfrentaban a las unidades navales enemigas. Este golpe de fuerza, que supuso la entrada de Estados Unidos en la II Guerra Mundial como estado beligerante, siempre ha creado polémica entre los historiadores, en especial aquéllos que opinan que provocó el abandono de la neutralidad norteamericana. En realidad en ese momento los Estados Unidos no eran neutrales sino no beligerantes, por lo que habían estado apoyando a los aliados, aunque sin intervenir en las operaciones militares, desde el mismo inicio de la guerra. Además su entrada en ella era inevitable a más o menos largo plazo, y son muchos quienes defienden que, de no haber sido en ese momento, lo habrían hecho a finales de ese mismo año tras el ataque japonés a Pearl Harbor.

En cualquier caso, estas disquisiciones no afectan a mi relato. Volviendo a Gibraltar, los alemanes se encontraron de repente con que se habían convertido en el equivalente a una hamburguesa emparedada entre dos rebanadas de pan anglosajón, por lo que temieron que la conquista del Peñón pudiera acabar convirtiéndose en una catástrofe. Así pues, decidieron liar el petate y largarse de allí, los buques de guerra poniendo proa hacia puertos amigos de Italia o de la Francia de Vichy, y las tropas de tierra aprovechando el corredor que los americanos, que no querían hacer más sangre de la necesaria, les habían dejado expedito, gracias al cual pudieron llegar hasta el puerto de Málaga para desde allí ser evacuados.

Este descalabro, aunque supuso una humillación para el orgulloso Hitler, no acarreó para el régimen nazi las consecuencias negativas de la Batalla de Inglaterra o del posterior desastre de la Operación Barbarroja, sobre todo teniendo en cuenta que las tropas norteamericanas tampoco mostraron excesivo interés en involucrarse de forma activa en la guerra una vez que hubieron conseguido su propósito de liberar a Gibraltar del dogal alemán, limitándose a mantener una cabeza de puente en el vecino puerto de Algeciras, claramente con intenciones disuasorias aunque manifestaron su deseo de abandonar el territorio español tan pronto como fuera posible.

Y aunque en principio tampoco amenazaron al régimen franquista, pese a que evidentemente no le caía nada simpático al gobierno de Roosevelt, lo cierto es que éste acabaría siendo la verdadera víctima colateral de toda la operación. Abandonado por Hitler, que tenía bastante con los preparativos de la invasión de Rusia como para preocuparse por su molesto aliado, y viendo tambalearse la frágil urdimbre de su pomposo Movimiento Nacional, el aparato creado para mantener bajo control a la heteróclita coalición antirrepublicana que le había llevado al poder, el general Franco comenzó a sentir cada vez más cercana la amenaza de su derrocamiento, el cual llegaría tan sólo unos meses más tarde, en el verano de 1941, sin que los norteamericanos, cómodamente asentados en Algeciras, tuvieran necesidad de mover un solo dedo, aunque como cabe suponer estuvieron detrás de las intrigas palaciegas que depusieron al autoproclamado y, a la postre, efímero Caudillo.

El vacío de poder creado en Madrid fue rápidamente aprovechado por Juan de Borbón, hijo del recién fallecido Alfonso XIII y heredero de sus derechos dinásticos, para proclamarse rey de España bajo en nombre de Juan III... desde Roma, es decir, en territorio enemigo, puesto que algo que los aliados no estaban dispuestos a consentir era dejar escapar la presa que tan oportunamente les había venido a las manos. El nuevo gobierno español surgido de las cenizas del franquismo debería ser afín a los aliados o, cuanto menos, estar desvinculado por completo del Eje.

Sorprendentemente, la fórmula cuajó. Hitler, poco interesado en que se le alborotara el frente occidental, se limitó a hacer la vista gorda una vez pudo convencerse de que España no se convertiría en la cabeza de puente de un desembarco norteamericano en Europa. Éstos, por su parte, estaban deseando evacuar Algeciras y volverse a su país, tras asegurarse de que España se mantendría cuanto menos neutral en lugar de la hipócrita artimaña de la no beligerancia que había mantenido hasta entonces. Y los británicos, como cabía esperar, contaban con poder mantener bajo control al nuevo gobierno español recurriendo a una fórmula similar al semicolonialismo que tan buenos resultados les diera durante siglos con el vecino Portugal.

En lo que respecta a los españoles, gran parte de los sublevados contra la República, en especial los monárquicos pero también muchos de sus antiguos compañeros de generalato, vieron con alivio la desaparición de un espadón cuya sombra comenzaba a hacerse cada vez más ominosa. E incluso no pocos republicanos, desbordados por los desmanes de las facciones revolucionarias durante la guerra y perseguidos con saña por los franquistas pese a no haber cometido en muchos casos el menor delito, vieron con alivio esta nueva restauración borbónica que pretendía emular a la de Alfonso XII en su voluntad integradora de la desgarrada patria...

O al menos eso proclamaba el pretendiente, el cual tenía en su contra la fogosidad con la que había apoyado a Franco durante los años de la Guerra Civil, algo difícil de conciliar con la necesaria ecuanimidad de alguien que se presentaba como rey de todos los españoles. Pero finalmente la conjunción de intereses internacionales -incluso Stalin, inmerso en sus propios problemas, se había desinteresado por completo de España- y la inexistencia de una alternativa mejor, o quizá la existencia de alternativas potencialmente mejores, pero contrapuestas y neutralizadas entre sí, jugaron las cartas a favor del mediocre candidato al trono de España. Además la mayoría de los españoles estaban ya suficientemente hartos de todo tipo de aventurerismos políticos, por lo cual bastó con que se les garantizasen la seguridad y la estabilidad del desgarrado país, al margen de la catástrofe bélica que asolaba a Europa, para que aceptaran, si no con entusiasmo sí con una razonable resignación, el nuevo giro político.

De esta manera todos, o casi todos, salieron ganando con la reinstauración de la monarquía, tutelada de cerca por los británicos y de forma más discreta por los norteamericanos. Todos excepto, claro está, el propio Franco, el cual logró escabullirse de sus perseguidores convirtiéndose en un incómodo huésped de Mussolini. Pero ésta es ya otra historia.

En los años que transcurrieron hasta el final de la II Guerra Mundial España logró evitar verse involucrada de forma directa en el conflicto, aunque a partir de la ofensiva final, con los grandes desembarcos aliados de Italia en 1943 y Normandía en 1944 el país se convirtió en la gran base logística de retaguardia de los ejércitos aliados. En premio a su, por otro lado, forzada colaboración, España fue uno de los países beneficiarios del Plan Marshall y años más adelante se constituiría en uno de los miembros fundadores del Mercado Común Europeo, embrión de nuestra actual Federación Europea.

Hasta aquí, y les pido disculpas por la prolijidad de la explicación, llega la realidad histórica. A continuación, pasaré a describirles el propósito de nuestro plan, bautizado de forma oficial Sondeo cronológico modulado pero conocido familiarmente entre nosotros como Operación Percebe, atendiendo tanto a la condición gallega del derrocado dictador como a su mediocre talla intelectual. El Punto Jumbar que elegimos, aunque seguíamos sin estar seguros de que pudiera ser tal, fue precisamente la citada entrevista de Hendaya en la que se fraguó el pacto que daría vía libre al intento de conquista de Gibraltar. La idea consistía en intentar convencer a Franco para que rehusara acceder a las peticiones del Führer, lo cual, presumíamos, podría hacer que la historia se modificara aunque sólo fuera ligeramente.

Huelga decir que el promotor de la iniciativa fui yo, el único español por cierto del Comité Evaluador. Y lo hice por dos motivos, aparte del requisito genérico de que se tratara de un episodio histórico convenientemente reciente y conocido, de manera que las consecuencias del experimento se pudieran evaluar con la suficiente precisión. El primero, que quise llevarme el agua a mi molino no por tratarse de un episodio de la historia española, sino porque me había especializado en ella y más concretamente en la del siglo XX. Y segundo, que sentía una aversión particular hacia el dictador, el cual siempre me había caído especialmente antipático, así que ésta podría ser la manera de ajustarle las cuentas.

Y aunque a la postre su dictadura no había sido por fortuna demasiado larga y él mismo, tras lograr escabullirse de Italia en los confusos días que siguieron a la caída de Mussolini, había acabado sus días en una república bananera olvidado incluso por sus enemigos, yo pensaba que, de darse la modificación que esperaba, podría irle todavía peor, ya que era de esperar que la cólera de Hitler se volcara sobre él. A lo mejor, con un poco de suerte, tras su derrocamiento ni siquiera lograría salir de España.

Nuestro plan era sencillo en sus planteamientos, aunque no tanto en su ejecución teniendo en cuenta las difíciles circunstancias políticas y sociales que atravesaba la España de la posguerra y, sobre todo, la desconfianza innata del autoproclamado Caudillo, enfermizamente suspicaz incluso con sus más estrechos colaboradores. Pero por otro lado se trataba de una auténtica golosina para cualquiera de nosotros, ya que supondría una de las escasísimas ocasiones en las que el Comité Evaluador autorizaría un trabajo de campo, nombre con el que denominábamos a aquellas incursiones en el pasado en las que se contemplaba una interacción real con el entorno visitado, siempre siguiendo eso sí las pautas del plan establecido.

Esto no era lo habitual. Por lo general, nuestras exploraciones temporales tenían lugar mediante sondas automáticas -lo más frecuente- o con vehículos tripulados cuyos ocupantes no los llegaban a abandonar en ningún momento, limitándose a grabar todo aquello que les interesaba. De hecho ni tan siquiera se encontraban físicamente allí, sino que operaban en lo que nosotros denominábamos jocosamente entre bastidores, en un plano interdimensional -la especie de tierra de nadie que separa a las diferentes realidades espacio-temporales- sin entrar en contacto en ningún momento con los observados. Esto les garantizaba una seguridad absoluta, pero al mismo tiempo proporcionaba a los investigadores la frustrante sensación de estar viendo una película por mucho que estas grabaciones fueran en tres dimensiones y en alta resolución. Y a nosotros lo que nos gustaba, por encima de todo, era palpar el ambiente.

Por esta razón, y para envidia de todos mis compañeros, bien podía afirmar que me había tocado la lotería... aunque la cosa no dejaba de tener sus riesgos. En esos momentos la dictadura franquista se estaba afianzado de forma despiadada sin ningún tipo de compasión hacia los vencidos, y la represión más feroz, sobre todo en aquellas zonas que habían permanecido fieles a la República hasta el final de la guerra, se cebaba inmisericordemente en todos aquellos que resultaran sospechosos de haber defendido la República o tan sólo simpatizado con ella, bastando en ocasiones, sobre todo cuando había rencillas personales por medio, con una mera acusación de tibieza -desafección, lo llamaban ellos- ante las presuntas bondades del nuevo régimen para acabar depurado, en un campo de concentración o incluso frente a un pelotón de fusilamiento en los casos más extremos. Los perros guardianes de la Nueva España no se andaban con chiquitas, y un desliz mío, aunque fuera nimio, podría acarrearme unas consecuencias funestas.

Los primeros pasos a dar consistirían, pues, en mi familiarización con la convulsa España de la época, ya que resultaba del todo necesario que pudiera moverme por ella como si realmente fuera la mía sin despertar ningún tipo de sospechas. Además los chicos de documentación tendrían que crearme una biografía ficticia, pero lo suficientemente creíble para que fuera capaz de engañar hasta al mismísimo Franco.

He de advertir que en estas ocasiones el agente de campo -es decir, yo- nunca estaba solo ante el peligro, ya que contaba con el apoyo -normalmente más moral que de cualquier otro tipo- de un vehículo explorador agazapado en el plano interdimensional, cuyos tripulantes no me perdían de vista un solo instante. Su misión era pasiva, y sólo en caso de peligro inminente y lo suficientemente grave entrarían en acción materializándose a mi lado para rescatarme; algo que, por razones obvias, reservábamos siempre como último recurso, dado que su intervención supondría la cancelación automática del proyecto y, con un poco de mala suerte, la pérdida incluso de nuestro secreto, algo que por razones obvias ninguno de nosotros deseaba hacer. Pero bueno, en cualquier caso daba tranquilidad saberlo.

Mis compañeros serían además mi único contacto con el Cuartel General mientras durase la misión, y periódicamente, siempre que yo estuviera libre de testigos indiscretos, se materializarían a mi lado -bueno, lo haría la puerta de acceso al vehículo- pudiendo yo pasar a su interior a intercambiar novedades.

Otro problema añadido era el corto intervalo temporal del que disponíamos para llevar a cabo nuestro plan. Aunque nosotros solíamos decir, a modo de chanza, que lo bueno que tenía nuestro trabajo era que no corríamos el riesgo de llegar nunca tarde, lo cierto era que yo tendría que lograr acercarme a Franco, ganarme su confianza y convencerle de mis planes en el período de tiempo que mediaba entre el 1 de abril de 1939, fecha en que finalizó oficialmente la Guerra Civil, y el 23 de octubre de 1940 en que tuvo lugar la entrevista de Hendaya; aproximadamente un año y medio durante el cual Franco debió de estar poco accesible incluso para sus allegados; pero antes de la primera fecha sería todavía más difícil, por no decir imposible, al estar éste absorbido por las últimas acciones militares, y con posterioridad a la segunda mis esfuerzos ya no servirían para nada. Por fortuna, podríamos llevar adelante los preparativos sin ninguna prisa.

Mi inmersión en la España de la posguerra tampoco presentaba especiales problemas, ya que contábamos con suficiente información, tanto histórica como recabada in situ por nuestras sondas, como para convertirme en un perfecto habitante de la época sin necesidad de esfuerzos extraordinarios. Y si necesitáramos más, no habría ninguna dificultad para conseguirla.

Más complicado resultaría asignarme una identidad ficticia que, no obstante, fuera lo suficiente convincente como para engañar a las suspicaces autoridades de la época. Desde el punto de vista documental no se planteaban demasiados problemas, dado que los toscos documentos de identidad de la época -las cédulas personales- eran facilísimos de falsificar, a lo que se unía la inexistencia de un registro central que permitiera su comprobación. Más complejo resultaría soslayar el control personal a nivel de las distintas autoridades -Guardia Civil, alcalde, párroco- cuyos informes favorables eran necesarios para casi todo, sobre todo en un ámbito en el que las delaciones, reales o falsas, estaban a la orden del día y podían provocar que alguien medianamente sospechoso acabara dando con sus huesos en un calabozo.

Pero por encima de todo mi identidad debería ser suficientemente creíble, ya que no se trataba de pasar desapercibido sino de conseguir llegar hasta el propio Franco. Por suerte los muchachos de documentación sabían lo que se traían entre manos, así que no les resultó demasiado difícil buscar un candidato adecuado: uno de tantos combatientes que habían fallecido durante la Guerra Civil -por supuesto en el bando franquista- pero que, por azares del destino, todavía no habían logrado ser identificados, por lo que figuraban como desaparecidos. Dado el caos reinante en la España de la inmediata posguerra, no tendría que resultar demasiado difícil hacerme pasar por él.

Pronto fue seleccionado el posible candidato: uno de los guardias civiles muertos durante el asedio al santuario de la Virgen de la Cabeza, en las cercanías de Andújar. Contaba con más o menos mi edad -o la edad que yo podía aparentar-, nuestros rasgos físicos eran relativamente parecidos y, aunque nosotros sabíamos que yacía en una fosa común, las autoridades franquistas ignoraban su paradero, lo que me permitiría hacerme pasar por un ex-cautivo de los republicanos liberado durante la confusión de los últimos días de la guerra. Y, lo más importante de todo, carecía de familia cercana que pudiera chafarnos el plan con preguntas indiscretas.

Puesto que el registro de las huellas dactilares no se había implantado todavía en España salvo para las fichas policiales -el DNI tardaría aún bastantes años en entrar en vigor-, ni siquiera necesitaríamos falsificarlas, algo que por lo demás habría resultado complicado al no disponer de las originales.

A nuestro favor contaba además el hecho de que el difunto cuya identidad iba a adoptar, además de ser un ex-cautivo, lo que le convertía en miembro privilegiado del nuevo orden social, entraba asimismo dentro de la categoría de los héroes del nuevo régimen, puesto que la defensa del santuario andaluz, junto con otras defensas heroicas tales como la del Alcázar de Toledo o la del madrileño Cuartel de la Montaña, formaba parte de la nueva mitología franquista, que no dudaba en comparar a estos acontecimientos bélicos con añejas glorias del calibre de los asedios de Sagunto y Numancia, y a sus protagonistas con personajes históricos tales como Viriato, Don Pelayo, Guzmán el Bueno, Daoíz y Velarde e incluso con el mismísimo Cid Campeador.

Claro está que la verdadera dificultad no estribaba en hacerme pasar por el difunto guardia civil, sino en conseguir llegar hasta Franco e involucrarle en el plan que habíamos trazado. Porque aunque cabía suponer que en mis circunstancias conseguir una audiencia con el Generalísimo resultaría relativamente sencillo, de ahí a poderle contar mi historia mediaba un abismo, ya que era de esperar que el dictador me atendiera de una manera protocolaria y distante sin darme pie a trabar con él una verdadera conversación.

Por fortuna mi equipo contaba con unos magníficos asesores que habían estudiado al dedillo no sólo la peculiar psicología cuartelera de Franco, sino también las circunstancias en las que se movía en aquellos tempranos años de su dictadura, cuando todavía no había logrado asentar por completo su poder autocrático y algunos conmilitones suyos podían hacerle sombra. Así pues, aunque siempre había que asumir un inevitable grado de incertidumbre, todos nosotros confiábamos en que nuestro proyecto saliera adelante... y si no era así, siempre podríamos organizar un plan B. O un C si asimismo fuera necesario.

La primera parte del plan se desarrolló tal como habíamos planeado logrando colar sin problemas mi falsa identidad, y gracias a los sutiles manejos de nuestros agentes, capaces de falsificar el documento más enrevesado, no tardé mucho en ser convocado para una audiencia con el Caudillo. Por desgracia ésta sería colectiva, lo que limitaba mis posibilidades de hablar con él, pero menos daba una piedra. Así pues, me apresté a hacerlo poniéndome mi nuevo uniforme de sargento de la Guardia Civil -había sido ascendido por méritos de guerra- al tiempo que contemplaba con cierto disgusto las aparatosas cicatrices, fingidas, pero completamente reales, que los chicos de Caracterización me habían repartido por todo el cuerpo para hacer más verosímil mi relato, ya que hubiera resultado poco creíble que tras estar varios meses defendiendo al asediado santuario hubiera salido de rositas y sin el menor rasguño; incluso me habían provocado una leve cojera para añadir -eso dijeron- más dramatismo al asunto. Eso sí, ante mis protestas me habían asegurado que todos mis estigmas eran reversibles, y que una vez terminada la misión me devolverían mi aspecto original sin que me quedara la menor marca...

La audiencia se desarrolló, tal como esperábamos, con un Franco hierático que, muy en su papel de amo y señor absoluto de vidas y haciendas, se limitó a saludarnos con su frialdad característica y a darnos un convencional tratamiento de héroes de la patria sin traslucir el más mínimo interés real hacia nosotros. Por supuesto se nos había advertido previamente de la tajante prohibición de hablarle salvo en el caso improbable de tener que responder a una pregunta directa suya, circunstancia que, huelga decir, no se dio.

Pero esta sumisión no convenía en modo alguno a mis planes, así que, una vez concluida la audiencia y cuando ya se retiraba, tieso como un palo estirado en su menguada estatura, me dirigí a él ante las atónitas miradas de sorpresa, alarma o irritación según los casos de todos los allí presentes, él incluido, comunicándole de forma atropellada -eso sí, no olvidé darle el tratamiento de su Excelencia- que tenía una información muy importante que comunicarle relativa a los rojos que me habían mantenido prisionero.

Franco me fulminó con una de sus famosas miradas glaciales capaces, casi, de taladrar una roca, y con un acento no menos gélido me respondió secamente que lo pusiera en conocimiento de sus ayudantes, tras lo cual se escabulló antes de que yo pudiera volver a abrir la boca. Huelga decir que sus pretorianos reaccionaron de idéntica manera, sacándome poco menos que a rastras de la sala y separándome del resto de mis compañeros, de modo que acabé en una pequeña habitación delante de un edecán con el uniforme repleto de entorchados y condecoraciones y una cara de muy pocos amigos.

Éste me echó un rapapolvo cuartelero cuyos términos prefiero no recordar, recriminándome mi presunta falta de respeto hacia el glorioso Caudillo. Yo me excusé humildemente -y no fingía- insistiendo en la importancia de lo que tenía que comunicar. El espadón, ya más calmado, me conminó a decírselo bajo la amenaza de que, si se trataba de algo sin importancia o, todavía peor, de una broma, pasaría una buena temporada a la sombra.

Así pues le solté la historia que tenía ensayada, la cual había sido minuciosamente tramada por los expertos de mi equipo. Estando prisionero de los rojos en Alcalá de Henares, a donde había sido llevado tras ser capturado malherido en el santuario de Santa María de la Cabeza, corrieron rumores de que, tras el quebranto de la Batalla del Ebro, el frente republicano se estaba desmoronando por momentos y que incluso Negrín y su gobierno habían sido destituidos y que las nuevas autoridades estaban intentando negociar con Franco una paz honrosa. M refería, claro está, al golpe del coronel Casado, aunque obviamente fingí el desconocimiento de los hechos que cabía esperar en un cautivo.

Hasta aquí mi historia no tenía nada de particular, sobre todo teniendo en cuenta que la estaba relatando a posteriori. Y como cabía suponer el ceño de mi interlocutor, cada vez más impaciente, seguía tercamente fruncido. Así pues, procurando no tentar demasiado a la suerte, decidí abreviar los prolegómenos y fui directamente al grano.

Dentro del caos en que estaba sumida la retaguardia republicana, donde en esos convulsos días de marzo de 1939 reinaba el sálvese quien pueda, hubo algunos islotes aislados de serenidad relativa, en uno de los cuales me vi directamente implicado. Tan sólo unos pocos días antes de la entrada de las tropas nacionales en Alcalá, un teniente republicano apareció en la cárcel y reclutó a un grupo de prisioneros prometiéndonos no ya la libertad, puesto que con ella contábamos siempre que algún fanático no nos pegara un tiro a última hora, sino la garantía de nuestras vidas si le ayudábamos a salvar unas importantes instalaciones científicas. Puesto que nada teníamos que perder mis compañeros y yo, seis en total, aceptamos colaborar.

Fuimos llevados en un camión cerrado junto con el conductor, el teniente y cuatro soldados de escolta, a una finca aislada situada a las afueras de la ciudad, la cual había sido requisada al comienzo de la guerra por alguna de las milicias que habían campado por sus respetos en la zona republicana hasta la constitución del Ejército Popular, y desde el edificio principal pasamos a un espacioso sótano atiborrado de extraños equipos electrónicos. Nuestro valedor, que a la legua se veía que no era ni militar profesional ni mucho menos un antiguo miliciano, sino probablemente un profesor universitario arrastrado por el marasmo bélico, rehusó darnos explicaciones sobre la naturaleza de tan extraños equipos, arguyendo la necesidad de evacuarlos de allí con urgencia puesto que eran demasiado valiosos para arriesgarse a su pérdida o a su destrucción.

Por qué razón confiaba más en nosotros, sus teóricos enemigos, que en sus propios correligionarios era fácil de entender teniendo en cuenta las luchas cainitas que en esos momentos estaban teniendo lugar entre las distintas facciones republicanas, sin olvidar tampoco las salvajadas cometidas a lo largo de toda la guerra por los milicianos más cerriles. En ningún momento dijo que quisiera poner el instrumental a salvo de las tropas franquistas, que tampoco eran mancas -en especial los moros- a la hora de destrozar todo cuanto se les pusiera por delante, sino que, como científico y como su creador, pretendía salvarlo de una posible destrucción, ya que se trataba de un invento que resultaría extremadamente útil para la humanidad pero que, por desgracia, no había tenido tiempo de poner en funcionamiento.

Puesto que consideraba demasiado arriesgado desmontarlo para trasladarlo a un lugar más seguro, lo que pretendía hacer era condenar el sótano de forma que pasara desapercibido hasta que las aguas se hubieran calmado lo suficiente como para poder recuperarlo. Así pues, con la ayuda de un montón de ladrillos y unos sacos de yeso que habíamos traído con nosotros, procedimos a tapiar la entrada camuflándola de la mejor manera posible.

Al principio la cosa fue bien, pero a la vuelta a Alcalá -el teniente nos había prometido que no volveríamos al campo de concentración, sino que nos dejaría en un lugar seguro donde podríamos aguardar hasta que llegaran los nacionales- nuestro camión fue interceptado por unos milicianos comunistas que tomándonos por partidarios del coronel Casado, lo que probablemente era cierto, nos recibieron a tiros antes de ser repelidos por las tropas de Cipriano Mera enviadas por Casado a desalojar a los comunistas de Alcalá. Y aunque estas últimas lograron su objetivo, por desgracia llegaron demasiado tarde en lo que a nosotros se refería: los ocupantes del camión habíamos sido cosidos literalmente a balazos, y tan sólo el teniente y yo nos manteníamos con vida, yo herido en una pierna -así justificaba mi cojera- y él agonizante.

Aunque intenté socorrerle no pude evitar que falleciera en mis brazos, no sin antes recomendarme, recurriendo a sus postreras fuerzas, que conservara el secreto del sótano hasta que hubiera garantías de que éste no sería destruido. A mi pregunta de qué se trataba para revestir tamaña importancia, me respondió que con su invención sería posible ver el futuro; por desgracia él ya no podría hacerlo, pero en el sótano había quedado guardada abundante documentación relativa a su construcción y uso, por lo cual alguien con los suficientes conocimientos tecnológicos podría tomar el relevo.

Éstas habían sido sus últimas palabras. Puesto que los casadistas, creyéndonos muertos a todos, habían salido en persecución de los comunistas olvidándose de nosotros, me arrastré como pude con mi pierna herida teniendo la suerte de poder refugiarme en casa de unos simpatizantes del bando nacional, los cuales me facilitaron atención médica y me ocultaron hasta que las tropas nacionales comandadas por el general Sagardía hicieron su entrada triunfal en Alcalá el 30 de marzo de 1939. Me presenté entonces a las nuevas autoridades militares en mi condición de ex-combatiente franquista, refiriéndoles todos mis avatares excepto, claro está, el episodio del sótano... y respecto a lo demás, poco había que relatar. Creyendo que ya había llegado el momento de revelar el secreto, y dada su importancia, me había atrevido a dirigirme al Generalísimo para comunicárselo, incluso arriesgándome a ser castigado por mi presunta insolencia.

El cuento, todo hay que decirlo, era excelente, y consiguió excitar la curiosidad del militar. Pero desconfiado hasta el final, insistió mucho en preguntarme si el sótano seguía estando tapiado y con todos los objetos que yo había descrito en su interior. Le respondí que no tenía manera de saberlo puesto que no había vuelto a pasar por allí, pero que confiaba en que continuara incólume y a salvo. De todos modos, añadí, la única manera de comprobarlo sería visitando la finca.

El edecán me respondió preguntándome por mi dirección, y yo le dije que residía en la casa cuartel de la Guardia Civil de una ciudad castellana a la espera de recibir un nuevo destino, pero que junto con mis compañeros de audiencia había sido alojado temporalmente en una residencia militar de Madrid. Me ordenó que no abandonara la residencia, ni la capital, hasta nuevo aviso, tras lo cual me despidió si no amistosamente, tampoco con excesiva hostilidad.

Tuve la certeza de que se habían tragado la bola cuando tres días más tarde fui llamado de nuevo al palacio del Pardo, la flamante residencia del dictador, aunque no fui llevado a su presencia como esperaba sino recibido de nuevo por su perro de presa, el cual me comunicó que habían hecho unas discretas indagaciones llegando a la conclusión de que la finca, que había sido devuelta a sus legítimos propietarios, no había sufrido aparentemente ningún daño ni saqueo con posterioridad a la fecha en la que yo la había visitado, por lo que cabía suponer que el sótano y su contenido se mantuvieran intactos. Claro está que habría que pedir permiso a los dueños para volver a abrirlo, y además necesitarían mi colaboración para localizar el sitio exacto donde se encontraba la puerta tapiada.

Huelga decir que accedí inmediatamente a todo. Aunque mi historia era una trola de punta a cabo, el sótano y el instrumental de su interior existían de verdad... ya se habían encargado mis compañeros de prepararlo todo aprovechando la confusión de los días inmediatamente posteriores al final de la guerra. Y por supuesto teníamos empeño en que lo encontraran, ya que se trataba de la piedra angular de nuestro sofisticado plan.

En esencia éste no podía ser más sencillo, por más que su puesta en práctica hubiera resultado laboriosa. Oficialmente un científico al servicio de la República -el falso teniente fallecido en circunstancias tan dramáticas- habría descubierto la manera de sondear el futuro cercano, algo sumamente provechoso cuando estás en guerra... bueno, y también cuando tienes interés en conocer el resultado del próximo sorteo de la lotería, pero en eso obviamente no entrábamos. Mediante unos instrumentos que entonces eran el último avance tecnológico en la incipiente electrónica, había sido capaz de registrar las emisiones de radio y de fotografiar los periódicos y los noticiarios cinematográficos -era una lástima que la televisión estuviera aún en fase experimental, pero qué se le iba a hacer- de unos cuantos días en el futuro... no demasiado, pero sí lo suficiente para prever las consecuencias de las iniciativas tácticas llevadas a cabo por ambos ejércitos, y sin duda mucho mejor que el espionaje tradicional.

La realidad, como cabe suponer, era muy distinta. Teniendo a nuestra disposición todo el futuro inmediato -es decir, nuestro pasado- de la España de la posguerra, nuestros especialistas eran capaces de recoger cuanta información fuera necesaria para, fingiendo haberla conseguido con los cachivaches del difunto teniente, colocar al régimen franquista unos datos que eran -o mejor dicho, serían- completamente ciertos.

A ello se sumaban la recreación primorosa de un instrumental acorde con la tecnología de la época, a base de válvulas de vacío y aparatos similares, y una prolija documentación, presuntamente escrita por su creador, en la que se detallaba minuciosamente su fundamento científico con constantes alusiones a la Relatividad y a la Mecánica Cuántica, entonces unas novedades científicas al alcance de muy pocos -y los escasos científicos españoles que hubieran sido capaces de entenderlas no estaban precisamente en situación de hacerlo-, así como la manera de manejar los aparatos que, para desgracia de la República, no habían estado listos para funcionar hasta que el final de la guerra fue ya inevitable.

Pero sí podrían resultar muy útiles a Franco en el complejo marco internacional marcado por la II Guerra Mundial, entonces en pleno apogeo. Así pues, el cebo era tan goloso que no dudamos un solo instante de que los responsables del nuevo régimen español morderían el anzuelo. Y vaya si lo mordieron. Con mi ayuda fue descubierta la entrada tapiada y tras ella apareció la cueva del tesoro, es decir, el sótano abarrotado con todo el instrumental y toda la documentación intactos.

Convertido el hallazgo en secreto de estado, la finca fue temporalmente intervenida -a sus propietarios se les dijo que había sido encontrada una documentación importante de los rojos, lo cual no dejaba de ser cierto- y el contenido del sótano fue desmontado minuciosamente y llevado al mismísimo palacio del Pardo, en una de cuyas dependencias fue depositado entre grandes medidas de seguridad.

En cuanto a mí... una vez cumplida mi misión hubiera preferido hacer mutis por el foro y seguir viendo los toros desde la barrera, pero no se me permitió. Pese a mis vehemente afirmaciones -lo irónico del caso era que no mentía- de que yo no tenía ni la menor idea de como funcionaban esos aparatos, y que mi única intervención en el asunto -esto sí era falso- había sido el tapiado del sótano, estaba claro que, como testigo presencial que era, no iban a dejarme suelto en una España por la que pululaban los espías de todos los países en guerra, por muy ex-cautivo y muy héroe que pudiera ser. Así pues, fui adscrito a la comisión encargada de poner en marcha el artilugio en calidad de ayudante, una manera discreta y relativamente elegante de mantenerme a buen recaudo.

Por si fuera poco los estrategas de la Operación Percebe vinieron a pensar más o menos lo mismo, en el convencimiento de que contar con una fuente de información de primera mano resultaría muy interesante, por más que yo estuviera deseando poner tierra por medio... así pues, no me quedó otro remedio que resignarme y ser testigo de primera fila de los resultados de nuestra intriga.

El falso informe del asimismo falso teniente era lo suficientemente preciso como para que pudiera ser entendido por los técnicos de los que disponía el régimen franquista y, al mismo tiempo, lo suficientemente críptico como para que la dificultad de su interpretación le proporcionara suficiente verosimilitud. El equilibrio no era sencillo, pero se consiguió de manera que, tras varias semanas de minucioso escrutinio, los encargados de poner en marcha el equipo tenían ya unas nociones lo bastante amplias como para atreverse a ponerlo en funcionamiento..

En teoría el presunto prospector del futuro funcionaba de una manera sencilla: se seleccionaba un momento determinado -digamos dentro de una semana-, se elegía el medio de información deseado, se pulsaba un botón y ¡voilá!, ya estaba hecho. Si se trataba de un periódico el aparato proporcionaba una copia fotográfica de la portada o de las páginas que se desearan, y también era capaz de reproducir varios minutos de película con banda sonora incluida. Y si lo que se quería era oír una emisión de radio, contaba también con una modernísima -para la época- grabadora de alambre conseguida a saber mediante qué vericuetos, puesto que no se fabricaban en España.

La realidad era más prosaica. Las diferentes partes del equipo contaban con circuitos ocultos que las ponían en comunicación con un equipo de documentación situado en el presente. Éste tomaba nota de los términos de la consulta y enviaba prospectores a copiar la información requerida, que era remitida de idéntica manera. Y, puesto que su tiempo objetivo no estaba sincronizado con el de los manipuladores de los aparatos, podían buscar y copiar sin prisas los periódicos o las grabaciones solicitados y mandar las copias correspondientes a tan sólo unos minutos más tarde -hubiera podido ser instantáneo, pero habría perdido verosimilitud- de haber sido éstas pedidas.

Como cabe suponer, los resultados fueron asombrosos... para los franquistas, claro. Aunque éstos habían iniciado los trabajos con muchas reticencias -en el fondo no eran tontos y rumiaban que pudiera tratarse de un camelo-, pronto hubieron de rendirse ante la evidencia dado que los sondeos realizados en diferentes medios de comunicación españoles y extranjeros, adelantados algunos días en el futuro, resultaron ser ciertos hasta el último detalle. ¡Cómo no iban a serlo!

Desde su punto de vista el fraude era imposible, y la máquina funcionaba. Por lo tanto, elaboraron un voluminoso informe que remitieron al Generalísimo y éste, que de formación científica no andaba demasiado fuerte, tras consultarlo con sus asesores dio el visto bueno para seguir adelante una vez consideradas satisfactorias las pruebas previas.

En esencia lo que pretendían -y lo que pretendíamos nosotros, evidentemente- era poder adivinar los principales acontecimientos que pudieran afectar a España, algo fundamental cuando la mayor parte de Europa estaba desgarrada por la guerra más sangrienta de toda su historia; y eso que ellos todavía no sabían que a partir del ataque japonés a Pearl Harbor ésta se extendería por medio planeta.

Claro está que los estrategas del programa -los franquistas, no nosotros- pronto se encontraron con un problema no esperado: los asuntos nacionales, salvo excepciones, solían tener poco interés, y en la escena internacional la España de entonces contaba bien poco, por no decir nada... con lo cual la información que se pudiera conseguir resultaría, en la práctica, de escasa utilidad. Otro punto a tener en cuenta era el factor temporal: según los presuntos manuscritos del inventor del prospector cronológico, sólo podía garantizar su eficacia en períodos de tiempo cortos, apenas unos días o, como mucho, alrededor de una semana.

Huelga decir que esto era completamente falso, pero como no nos interesaba en modo alguno que Franco sintiera curiosidad por saber lo que le ocurriría con posterioridad a su derrocamiento y exilio, nos habíamos inventado esta limitación -que por otro lado hubiera tenido su lógica, de haber sido efectivamente capaz el aparato de sondear el futuro- con objeto de evitarle posibles tentaciones. En realidad no queríamos llegar mucho más allá de la entrevista de Hendaya y de sus consecuencias inmediatas, y ésta no se empezaría a perfilar hasta que tuvo lugar la visita que Serrano Súñer a Berlín en septiembre de 1940, para la cual tendrían que transcurrir todavía de varios meses.

Así pues, nuestros sondeos se limitaron en un principio a acciones de poca monta tales como la represión de los ex-combatientes republicanos refugiados en serranías agrestes y, sobre todo, al seguimiento de la vida pública de Franco, muy preocupado por su seguridad personal y por el afianzamiento de su liderazgo. Curiosamente ninguno de los responsables del equipo se planteó siquiera algo tan elemental para cualquier aficionado a la ciencia ficción como las posibles paradojas temporales que pudieran surgir de esta actividad, de modo que si a raíz de la lectura de un periódico una semana posterior se descubría que alguien había sido detenido, pongo por caso, por intentar agredir al Caudillo durante un acto público, resultaría difícil saber si esta detención había sido posible gracias a tener un conocimiento previo de ella, con lo cual los conceptos de causa y efecto se difuminaban hasta resultar imposible establecer una prelación lógica entre ellos.

Evidentemente también lo desconocíamos nosotros, aunque contábamos con la ventaja de saber que estas pequeñas perturbaciones -pequeñas excepto para los directamente implicados- no afectaban en absoluto a la corriente del tiempo, por lo cual en la práctica resultaban irrelevantes.

Tanto Franco como su camarilla -nuestro trabajo seguía siendo secreto incluso para los miembros del gobierno- mostraron un gran interés en conocer con antelación, aunque ésta fuera de tan sólo unos pocos días, el desarrollo del conflicto bélico europeo, regocijándose ante la avasalladora superioridad de las potencias del Eje que habría de culminar con la rendición de Francia en junio de 1940 y la entonces previsible -y finalmente cancelada- invasión de Gran Bretaña... en calidad de meros espectadores ya que, como era de esperar, España no contaba absolutamente nada en los planes de las potencias combatientes.

Estas circunstancias aguijonaban cada vez más la frustración del dictador, cuyas ínfulas mesiánicas se iban acrecentando día a día. No es de extrañar, pues, que contando con información privilegiada -es de suponer que, en su megalomanía, nada le hubiera satisfecho más que convertirse en el árbitro indiscutible de la II Guerra Mundial- y privado al mismo tiempo de poderla aprovechar, su mal genio cuartelero le fuera recociendo cada vez más, algo que nosotros -me refiero al equipo de investigación cronológico- fomentábamos dosificándole cuidadosamente la información.

Ahí era donde entraba yo en calidad de caballo de Troya. Aunque en un principio, tal como he comentado, se me incluyó en el equipo investigador para mantenerme controlado y evitar que me pudiera ir de la lengua, poco a poco mi estatus fue mejorando. Y si bien inicialmente las tareas que se me encomendaban -al fin y al cabo para ellos era tan sólo un simple sargento de la Guardia Civil, sin más conocimientos que los básicos- no pasaron de ser las correspondientes a un ordenanza al servicio de mis estirados superiores, poco a poco me las fui apañando para fingir una inteligencia natural -que evidentemente tenía de sobra- gracias a la cual resultaba posible echarles una mano. Y como evité con todo cuidado hacerles entrar en sospechas de que pudiera intentar competir con ellos, pero al mismo tiempo les libraba de las tareas más rutinarias y engorrosas, acabaron estando encantados de poder descargar en mí parte de su trabajo, siempre y cuando fueran ellos quienes se llevaran los méritos. Y así, todos contentos.

De esta manera, pasado cierto tiempo acabé siendo en la práctica el principal manipulador de la máquina con el beneplácito de todos ellos. Y aunque las peticiones de prospectar el futuro nos venían dictadas directamente del entorno más inmediato del dictador, siempre existía cierto margen de maniobra gracias al cual, y por supuesto a mi conocimiento del que para ellos era el futuro inmediato, me era posible llevar las “investigaciones” por donde resultaba más conveniente para nuestros intereses.

Se acercaba septiembre de 1940 y con él el viaje de Serrano Súñer a Berlín en el que se negoció la reunión entre Hitler y Franco en Hendaya. Por fin el pomposo Caudillo tenía algo en lo que entretenerse, y siguiendo nuestro guión decidimos ser generosos con él; lo de la entrevista sería ya otra historia, principalmente porque era necesario cambiar de estrategia si queríamos convencer a Franco de la conveniencia de negarse a aceptar las pretensiones del Führer.

Entre el inicio de la Operación Félix, en enero de 1941, y el derrumbamiento del régimen franquista en el verano de ese mismo año, mientras los nazis estaban enfrascados en la invasión de la Unión Soviética, pasó aproximadamente medio año, al que era necesario sumar el mes y medio transcurrido entre los acuerdos de Hendaya y la entrada de las tropas alemanas en España. Algo más en realidad, puesto que Franco debería estar enterado de lo que le aguardaba antes de reunirse con Hitler; y demasiado tiempo para nuestra cadencia habitual de aproximadamente una semana en el futuro. Huelga decir que, pese a las instrucciones recogidas en el informe del teniente rojo, se habían hecho algunos ensayos intentando ampliar este plazo, todos ellos convenientemente saboteados por los miembros de mi equipo, razón por la cual los responsables del programa habían renunciado a seguirlo intentando.

Pero ahora había que hacerlo. Siguiendo el plan previamente establecido, me equivoqué tontamente al programar las máquinas y, en vez de pedir un periódico alemán adelantado en una semana, amplié el plazo a un mes. Normalmente no se hubiera recibido ningún resultado, pero en esta ocasión la copia del mismo apareció en nuestro laboratorio con una puntualidad teutónica.

La bronca que me cayó encima -en el Ejército siempre tenía que haber un culpable, preferiblemente el último del escalafón- entraba dentro de lo previsto, así que aguanté como buenamente pude el chaparrón haciendo uso de todas mis reservas de humildad, tanto real como fingida. Al fin y al cabo no había ocurrido nada irreparable, argüí, y nada resultaba más fácil que volver a programar correctamente los controles para obtener la información deseada, como así hice. Pero, ¿qué hacíamos con el periódico de marras? Tampoco era cuestión de desperdiciarlo.

Convencí, pues, a uno de mis superiores más sensatos de la conveniencia de guardarlo y ver qué pasaba dentro de un mes; al fin y al cabo, pudiera ser que la insidiosa barrera temporal, por razones que desconocíamos, hubiera desaparecido o, cuanto menos, se hubiera replegado hacia el futuro dejándonos un mayor margen de maniobra, algo que nos podría resultar de utilidad.

Sin demasiado convencimiento, pero dando por hecho que con ello no se perdía nada, aceptó seguir mi sugerencia. Y cuando un mes más tarde comprobamos que la máquina funcionaba también para ese período de tiempo, los recelos se convirtieron en alegría. Por supuesto el cabestro que me despellejó no se molestó siquiera en disculparse, ni tampoco fui felicitado por nadie ya que el mérito se lo apuntó enterito aquél a quien yo había convencido para que lo guardara. Pero a mí eso no me importaba lo más mínimo; que se quedaran con todos los parabienes mientras siguieran mordiendo el anzuelo.

Informado del feliz descubrimiento, el propio Franco acudió personalmente a felicitarlos -a mí, por cierto, me habían quitado oportunamente de en medio- al tiempo que expresaba su deseo de que a partir de entonces se ampliara el plazo de prospección temporal ampliándolo al máximo posible, ya que tenía en cartera asuntos muy importantes -se refería, evidentemente, a la próxima entrevista de Hendaya- cuya evolución futura -por el bien de España, añadió- sería muy importante conocer con suficiente antelación.

El ratón ya estaba en la ratonera, o casi. Apenas había franqueado el Caudillo la puerta, cuando yo fui llamado al laboratorio -durante la visita me habían tenido entretenido con el encargo de hacer un inventario en el almacén anexo, con órdenes expresas de no abandonarlo bajo ninguna circunstancia- encargándoseme que utilizara uno de los terminales para investigar cuanto tiempo podíamos penetrar en el futuro, mientras ellos se iban al despacho del jefe del proyecto a celebrar su éxito.

Por supuesto conocía a priori el resultado: habíamos estimado que un año sería más que suficiente, puesto que abarcaría hasta la caída del dictador y la consiguiente deriva de España hacia el bando aliado. Pero, claro está, teníamos la intención de dosificarlo convenientemente, fingiendo que la barrera que teóricamente limitaba la exploración del futuro retrocedía de forma continua. Así pues, en principio el plazo sería menor para ir aumentando poco a poco, de manera que en vísperas del viaje de Franco a Hendaya, a finales de octubre, éste pudiera estar ya convenientemente cocido en su propia salsa.

He de reconocer que me regocijé, y no poco, costándome verdaderos esfuerzos fingir la consternación general que reinaba en el equipo al ver la preocupación primero, el mosqueo después y por último el estratosférico cabreo del Generalísimo conforme le íbamos suministrando a píldoras su futuro, con el telón de su derrocamiento y exilio poniendo punto final a su megalomanía palurda. Pero al fin y al cabo no nos estábamos inventado nada, y lo único que hacíamos era mostrarle con antelación lo que acontecería realmente en el plazo de un año escaso si persistía en su pretensión de aliarse con Hitler.

Llegó al fin la fecha esperada y un Franco que se subía literalmente por las paredes, aunque como buen gallego procuraba disimularlo lo mejor que podía, tomó rumbo a la frontera francesa acompañado por su cuñado Serrano Súñer en su condición de ministro de Asuntos Exteriores, esta vez con el oculto propósito de dar calabazas a quien en aquellos momentos era el amo indiscutido de buena parte de Europa.

No voy a repetir, por sabido, lo que ocurrió en aquella reunión; me refiero, claro está, a la que tuvio lugar originalmente antes de que introdujéramos nuestra perturbación, saldada con el pacto entre los dos dictadores. En cuanto a la nueva versión inducida por nosotros baste saber que, tras una tensa entrevista que duró más de dos horas y media, Franco logró salirse con la suya rehuyendo la entrada de España en la guerra como aliada del Eje, mientras Hitler y su ministro de Asuntos Exteriores von Ribbentrop no disimulaban su profundo disgusto sin ahorrarse todo tipo de gruesos epítetos hacia los que ellos consideraban -y desde su punto de vista no les faltaba razón- unos muertos de hambre egoístas y desagradecidos.

Evidentemente Hitler podría haber presionado a Franco lo suficiente como para forzarle a asumir su compromiso, pero embarcado como estaba en los preparativos de la invasión de la Unión Soviética, para lo cual había cancelado la prevista invasión de Gran Bretaña, el envío de tropas a España y la planeada conquista de Gibraltar -como cabe suponer ignoraba el descalabro que habrían sufrido éstas de haber seguido adelante con la Operación Félix-, optó por desentenderse del tema produciéndose así la bifurcación cronológica que buscábamos.

En cuanto volvió a Madrid, lo primero que hizo Franco fue ordenar la disolución inmediata del equipo encargado de la prospección del futuro y el desmantelamiento del invento del teniente rojo. En pago a los servicios prestados fui ascendido a brigada y me fue concedido el rango de mutilado de guerra, lo que escondía una conminación implícita a mantenerme callado... de lo cual podían estar bien seguros ya que, una vez enviado a casa en expectativa de destino, aproveché para escabullirme en cuanto pude retornando a mi época, que ya era hora.

Y eso fue todo. Dado que por razones que no acabamos de comprender bien las ecuaciones teóricas que predecían este tipo de alteraciones indicaban que, debido a la existencia de un inercia cronológica, las posibles alteraciones en el flujo del tiempo no serían inmediatas, nos vimos obligados a esperar cierto tiempo, calculábamos que entre algunas semanas o quizá uno o dos meses, antes de poder comprobar si el sistema se autorregulaba volviendo a la situación inicial o si, por el contrario, derivaba de ésta siguiendo un rumbo divergente.

Yo personalmente, tal como indiqué, me inclino por la primera opción, y de hecho el nuevo curso de los acontecimientos -por el momento hemos podido rastrear hasta finales de 1944- no se desvía de forma significativa del anterior, salvo en el hecho de que España no llegó a entrar en guerra y Franco logró aferrarse a su dictadura pasado el fatídico verano de 1941; pero hechos de mayor trascendencia histórica tales como el ataque japonés a Pearl Harbor, los desembarcos aliados en Sicilia y Normandía o el empantanamiento y posterior descalabro de las tropas alemanas en el frente ruso, han tenido lugar de idéntica manera a como los registraban los libros de historia. Dentro de unos meses -en tiempo real, para nosotros será un período mucho más corto- podremos comprobar también si las derrotas de los nazis primero, y de los japoneses después, seguirán sucediendo conforme al guión previsto... lo cual me valdrá ganar la suculenta cena que me aposté con un colega cuya opinión discrepaba de la mía.

En cuanto a Franco... de momento, y a diferencia de lo que ocurriera en la anterior realidad histórica, sigue arrinconado en una España arruinada en la que las cartillas de racionamiento y la represión política forman parte del paisaje cotidiano mientras el dictador, carente del carisma de sus coetáneos Hitler y Mussolini, intenta establecer un remedo de estado corporativista que tiene más de cuartelero que de un régimen verdaderamente fascista. No obstante, y aunque haya sido él precisamente el peón sacrificable en la partida de ajedrez que hemos jugado, no hay motivos para pensar que su régimen no vaya a desmoronarse igualmente, aunque con algunos años de retraso, tras el triunfo definitivo de los aliados, los cuales, como cabe esperar, no consentirán que un régimen afín al derrocado nazismo, por muy débil que éste pueda ser, se perpetúe en el nuevo orden que se implantará en Europa una vez concluida la II Guerra Mundial.

¿O no?


Publicado el 8-4-2016