Perpetuum mobile



José P. estaba exultante, porque acababa de construir una máquina del tiempo. En sentido estricto no era una máquina del tiempo, ya que no era posible viajar con ella al pasado o al futuro ni, por lo tanto, interaccionar con otra época, sino tan sólo un cronovisor -así la había bautizado- en cuya pantalla se podía visualizar todo lo acontecido en cualquier punto de la escala temporal. Contaba asimismo con la limitación de que también carecía de desplazamiento espacial, por lo que en ella tan sólo se podía ver aquello que hubiera ocurrido, o que fuera a ocurrir, justo en el lugar -el sótano de su casa, que había convertido en laboratorio- en el que lo había instalado; o mejor dicho en cualquier otro edificio, superficie o terreno -el sótano no había existido siempre, ni tampoco sería perenne- que en cualquier época de la historia pudiera existir en esas coordenadas geográficas.

Pese a tales inconvenientes, a José P. no le cabía la menor duda de que había plantado uno de los más importantes hitos de la historia de la ciencia, mérito todavía mayor teniendo en cuenta que lo había hecho en solitario -y por supuesto en secreto- partiendo de unos materiales electrónicos e informáticos que, aunque sofisticados, eran de lo más común.

Alguien más avispado que él habría encontrado rápidamente una utilidad a su invento: Bastaría con que su yo de un futuro inmediato -tan sólo con unos meses, o incluso con unos días de adelanto- le mostrara, por ejemplo, la lista de premios de un sorteo de lotería especialmente lucrativo, o bien que éste hiciera un seguimiento de la bolsa a posteriori para invertir en los valores adecuados... pero él despreciaba estas flaquezas humanas, ya que vivía sólo para la ciencia y con su nivel de ingresos y sus moderados gastos tenía más que suficiente para subsistir.

Alguien con mayor curiosidad histórica que él habría aprovechado para hacer prospecciones del pasado intentando llenar las grandes lagunas de la historia, aunque, bien pensado, la imposibilidad de mover su artilugio enfriaba bastante su interés; bien podría haberse desarrollado una batalla decisiva apenas a unos kilómetros de su emplazamiento sin que él hubiera tenido la menor posibilidad de estudiarla.

Alguien con mayor osadía que él habría intentado saber qué deparaba el futuro; pero además de la aludida dificultad de desplazamiento, José P. sentía una indiferencia absoluta hacia el porvenir de una humanidad a la que en el fondo despreciaba profundamente.

Así pues, lo único que se le ocurrió para comprobar el buen funcionamiento de su invención fue conectarse a un punto temporal lo suficientemente inmediato como para estar seguro de que no tropezaría con ninguna perturbación. De las dos opciones posibles, ir al pasado o al futuro, descartó la primera dada la evidente imposibilidad de establecer contacto con su yo del pasado, al no disponer éste de ningún medio de comunicación con él por no estar construido todavía el cronovisor. Y como además no tenía constancia de que esa visita se hubiera realizado, dedujo con toda lógica que o bien ésta no había tenido lugar o, si se había producido, no había redundado en el deseado contacto.

Una vez elegida la opción de visitar el futuro, estableció el intervalo temporal en un mes, un plazo de tiempo que estimó prudencial para poder intentar intercambiar información con su yo de entonces sin que fueran previsibles posibles alteraciones tales como, por ejemplo, un inoportuno cambio de domicilio.

Quedaba, por último, la cuestión de como establecer el contacto. El cronovisor carecía también de la posibilidad de transmitir sonido, pero siempre podrían dialogar mediante textos escritos en la pantalla. Puesto que su yo de dentro de un mes estaría sobre aviso, tenía la seguridad de que, salvo en caso de un imprevisto, éste le estaría aguardando en el momento elegido para conectarse justo a la inversa, un mes hacia el pasado, de modo que la comunicación pudiera tener lugar en ambos sentidos.

Además, y ésta era una gran ventaja para él, no sería necesario esperar a que su yo del futuro estuviera listo, ya que éste habría dispuesto de tiempo de sobra para prepararse. Dicho con otras palabras podía hacerlo en ese mismo momento, ya que tan sólo necesitaba saber el momento exacto en que sintonizaba su máquina. Tras echar un vistazo al reloj calendario inscrito en un ángulo de la pantalla del monitor y memorizar el día y la hora, pulsó con decisión el botón de encendido.

La pantalla parpadeó durante unos segundos a imitación de sus desaparecidas predecesoras de rayos catódicos y, tras explotar en una sinfonía de colores, reprodujo una nítida visión del sótano. Aunque evidentemente no existía el equivalente a una cámara, José P. había ajustado el ángulo de visión a un punto situado tras él, a una altura tal que permitiera contemplar cómodamente un primer plano de la pantalla del cronovisor. De esta manera pensaba que resultaría más fácil el diálogo que tendría lugar a través de la pantalla, abriendo en ésta una ventana de texto.

Por supuesto esperaba encontrarse con un mensaje de bienvenida y también, puesto que así lo había previsto, con un saludo sonriente de su yo del futuro. Pero para su sorpresa, lo que vio fue la pantalla de dentro de un mes con la fecha correcta, pero sin ventana de texto y con su otro yo de espaldas absorto al parecer en su contemplación sin mostrar por él el menor interés.

Fastidiado, miró a su vez lo que reflejaba la pantalla de su alter ego, descubriendo que era una vista de otra pantalla con la fecha fijada en otro mes adelantado en el futuro -es decir, dos en relación con la fecha en la que se encontraba José P.- y la espalda de un tercer José P. observando otra pantalla adelantada asimismo en un mes con otro José P. mirándola con atención... y así hasta que la resolución del monitor impedía poder seguir vislumbrando la monótona serie.

Perplejo, y a la vez irritado, José P. -el del presente, se entiende- apagó de un manotazo el cronovisor al tiempo que reflexionaba sobre lo que había podido ocurrir. Al parecer su yo de un mes en el futuro, en vez de conectarse hacia el pasado tal como él había previsto, lo había hecho hacia el futuro, posiblemente porque pensaba que resultaría más interesante contemplar lo que le deparaba el porvenir que volver a vislumbrar lo que ya sabía; sin contar con que el José P. de dos meses en el futuro había pensado exactamente lo mismo; y el tercero, y el cuarto, y el quinto... lo cual le demostraba bien a las claras que no podía confiar ni tan siquiera en sí mismo.

Así pues, si bien había comprobado que su invento funcionaba, había llegado a la conclusión de que su utilidad práctica, al menos para él, era totalmente nula.

Al día siguiente desmanteló el cronovisor y destruyó los planos. Al menos, se dijo con satisfacción, así fastidiaría a todos sus odiosos yos del futuro.


Publicado el 18-6-2017