Proyecto Némesis



Pertenezco, desde hace quince años, al Proyecto Némesis. No, no lo busquen en internet, porque van a encontrar nada; se trata de un proyecto secreto, mejor dicho ultrasecreto, avalado por las principales potencias del planeta que, por las razones que explicaré más adelante, son las primeras interesadas en que su existencia no sea hecha pública, pues podría acarrear trastornos de incalculables consecuencias.

Resulta irónico que el Proyecto Némesis sea el resultado de la suma de dos trascendentales descubrimientos científicos, independientes entre sí y tan peligrosos por separado que estuvieron a punto de ser sepultados e incluso borrados por completo del acervo cultural humano; pero juntos, aun manteniendo su potencial peligrosidad, siendo convenientemente controlados han sido capaces de rendir una utilidad que nadie podría haber sospechado siquiera.

Pero no nos adelantemos. El primero de estos descubrimientos fue la posibilidad de viajar en el tiempo o, por decirlo con más precisión, de visitar el pasado, puesto que el futuro, por su propia naturaleza, no resulta accesible hasta que no se convierte en presente primero, y en pasado inmediatamente después.

Bien mirado esta limitación, lejos de ser un problema, resultaba un alivio pues evitaba un montón de posibles complicaciones garantizando incluso, haciendo un símil teológico, el libre albedrío. Porque, ¿cómo podríamos tomar libremente cualquier decisión conociendo a priori cuales serían sus consecuencias? Eso, claro está, sin contar con en el berenjenal en el que nos meteríamos con la desaparición de la ley de causa y efecto, pilar básico del método científico e incluso de la propia filosofía.

Aun con todo ello, visitar el pasado hubiera sido uno de los mayores avances de la civilización desde, y no exagero, el descubrimiento del fuego o la invención de la rueda. Pero he utilizado a conciencia el subjuntivo porque de inmediato se plantearon unas muy serias dudas capaces de enfriar el entusiasmo al más exaltado. Y bastó con recurrir a la ciencia ficción para descubrir posibles inconvenientes que, planteados por los autores de forma meramente especulativa, mostraban ahora todas sus posibilidades reales de perturbar nuestra existencia.

No voy a extenderme demasiado sobre este tema, ya que bastará con recordar el consabido tópico de las paradojas temporales, muy interesante cuando se trata de simple literatura pero no tanto al convertirse en una realidad potencial. Sí, hubiera sido muy bonito quitar de en medio a Hitler, Stalin, Mussolini, Franco, Mao, Pol Pot y tantos otros criminales y genocidas que en el mundo han sido antes de que pudieran perpetrar sus fechorías, pero ¿cuáles podrían haber sido las consecuencias?

Al llegar a este punto los expertos -me refiero a los expertos reales, no a los escritores de ciencia ficción, aunque éstos aportaron sin llegar a siquiera sospecharlo unas reflexiones sumamente interesantes- se dividieron en dos bandos irreconciliables. El primero, al que podemos denominar la escuela determinista, defendía la hipótesis de la existencia de una inercia temporal que siempre tendería a devolver el flujo de los acontecimientos a su curso primitivo, por lo que cualquier intento de variar la historia estaría condenado de antemano aunque, eso sí, provocaría trastornos momentáneos -entiéndase en la escala temporal, no en espacial- antes de que la reacción espontánea, actuando al estilo de la ley newtoniana de acción y reacción, devolviera todo a su lugar. Dicho con un ejemplo, cargarse a Hitler, argüían, serviría de poco ya que su hueco sería ocupado de manera automática por otro jerarca del nazismo, por lo que no resultaría posible evitar la catástrofe que provocaron. Evidentemente, y siempre a corto plazo, las circunstancias serían diferentes, aunque similares, pero pasado cierto tiempo las aguas volverían a su cauce y todo sería igual que hubiera sido de no haber mediado el hitlercidio.

Por el contrario la escuela evolucionista defendía que cada instante del tiempo era una encrucijada en la cual tomábamos obligatoriamente un camino descartando resto, por lo que la evolución histórica seguía siempre uno de los muchos caminos posibles de un esquema arborescente que albergaba la totalidad de las posibles opciones. Por esta razón, defendían, si nos remontábamos hasta uno cualquiera de estos nudos temporales y nos desviábamos por un camino distinto, volviendo al ejemplo matando a Hitler, el nuevo presente quedaría drástica e irreversiblemente alterado. Y puesto que no había manera posible de prever cuales pudieran ser los cambios, ya que la evolución en el sentido darwiniano está gobernada por el azar, resultaría de todo punto imprudente, cuando no insensato, andar jugando con el tiempo.

Por si fuera poco, alguien terció con un planteamiento que cuestionaba no sólo a los evolucionistas, sino también a los deterministas. Y lo hizo recurriendo algo tan sencillo y conocido por cualquier estudiante de ciencias como era la mecánica estadística. Como es sabido, un gas en estado ideal es un sistema perfectamente determinista, puesto que aplicándole a un cambio de las condiciones a las que está sometido se puede prever con exactitud como va a reaccionar; alterando la presión, la temperatura o el volumen, modificará espontáneamente las otras magnitudes físicas hasta recuperar el equilibrio perdido, y bastan unas sencillas fórmulas para poder calcularlo. Pero, y fue aquí cuando los deterministas comenzaron a fruncir el ceño, esto es factible sólo para la masa conjunta del gas, resultando imposible saber como se va a comportar una molécula aislada que forme parte del mismo.

Bien, ¿y qué más da? Respondían desdeñosos éstos. Pero bastó con un simple ejemplo del perspicaz aguafiestas para dejarles sin argumentos. Supongamos, dijo, que un abuelo o bisabuelo suyo -según su edad- se casó con su abuela o bisabuela una vez terminada la Guerra Civil española; evidentemente el aguafiestas era español, pero su ejemplo era perfectamente válido para la II Guerra Mundial o cualquier otro episodio histórico similar. Supongamos, también, que a su abuela o bisabuela le mataron al novio en, pongamos, la batalla del Jarama. Y supongamos, por último, que el nieto o biznieto suyo viajó a la España anterior a la Guerra Civil para no sólo quitar de enmedio a Franco, algo relativamente sencillo conociendo su biografía, sino también para evitar la sublevación militar que provocó la guerra y la larga dictadura franquista.

Todo perfecto, ¿verdad? Y aunque era posible -fugaz sonrisa de los deterministas- que andando el tiempo la España A y la España B acabaran convergiendo en una sola, como probablemente ocurrió, los efectos de la perturbación, por muy corta que ésta hubiera sido -pongamos unas cuantas décadas o incluso un siglo-, podrían haber sido devastadores no a nivel general, pero sí particular. Porque si bien una molécula de gas no tiene identidad propia que la diferencie del resto, las personas no somos moléculas y todos tenemos nuestro ADN y nuestra personalidad propios, por lo que ni somos intercambiables ni por lo general solemos considerarnos como tales.

En resumen: al evitar la Guerra Civil y el posterior franquismo nuestro bienintencionado protagonista también habría salvado la vida a todos cuantos murieron en ella. Loable, ¿verdad? A nivel general sí, por supuesto, puesto que gracias a su acción se habrían evitado más de medio millón de muertes, sin contar las víctimas indirectas y la brutal caída de la natalidad de los años posteriores. Pero... uno de los salvados habría sido el antiguo novio de su abuela o bisabuela que, al casarse con éste y no con su abuelo o bisabuelo, habría roto la línea familiar que conducía directamente a él, que por razones obvias no habría llegado a nacer. Y ya estaba liada.

Claro está que siempre podríamos remontarnos hasta épocas lo suficientemente remotas para evitar, o cuanto menos minimizar, este riesgo; al fin y al cabo matar a Atila antes de que pusiera patas arriba el imperio romano poco trastorno podría acarrear más de quince siglos después -o quizá sí, según los evolucionistas, que contraatacaban esgrimiendo el efecto mariposa-; pero, ¿qué derecho teníamos a alterar la vida de los europeos del siglo V por más que beneficiáramos a algunos a costa de perjudicar, e incluso de negarles el derecho a vivir, a otros?

La cuestión era peliaguda no ya desde el punto de vista científico e incluso desde el filosófico, sino también desde el ético, mucho más prosaico. Así pues, la decisión salomónica que se acabó adoptando fue la de vetar tajantemente cualquier intromisión, por nimia que ésta fuera, en el pasado. Lo cual, dicho de paso, sublevó a los historiadores que, no sin razón, defendían su derecho a estudiarlo en calidad de observadores, sin intervenir en el devenir histórico. Pero ¿cómo podían estar seguros de no perturbarlo involuntariamente? Bastaría con que transmitieran cualquier enfermedad inexistente entonces para provocar una catástrofe similar a la que padecieron los indígenas americanos cuando los colonizadores europeos -no sólo los españoles- llevaron al Nuevo Mundo enfermedades como la viruela o el sarampión, para las que éstos no tenían defensas.

Y así quedaron las cosas, sin satisfacer a nadie pero tranquilizando en el fondo a todos, por lo que la máquina del tiempo -en realidad no era tal, pero la influencia de la ciencia ficción fue determinante a la hora de bautizarla- quedó guardada bajo siete llaves en un lugar desconocido para la inmensa mayoría de los mortales.

Pasemos ahora al segundo invento, la máquina de duplicar. Su funcionamiento era, superficialmente, muy sencillo. Estaba basada en un convertidor materia-energía, y viceversa, capaz de guardar un registro de todo cuando desintegraba. Si posteriormente se invertía su funcionamiento y se utilizaba ese registro como modelo, materializaba una copia exacta del objeto desintegrado. Y una segunda. Y una tercera...

Este cuerno de la abundancia tecnológico tenía, empero, un posible y nada trivial problema. Haciendo abstracción de las imprevisibles consecuencias económicas del invento, capaz de poner patas arriba cualquier sistema económico, el aparato en cuestión tenía el pequeño inconveniente de era capaz asimismo de duplicar seres vivos. Incluidos los humanos.

Como cabe suponer, a nadie le apetecería encontrarse de repente con un sosias que legalmente, al menos hasta que la lenta justicia no consiguiera legislar sobre el enredo, tendría exactamente los mismos derechos que él; absolutamente todos. Lo cual, como es fácil de suponer, podría conducir a situaciones extremadamente complicadas y engorrosas, porque si bien los bienes muebles e inmuebles podrían ser susceptibles de reparto aun con previsible disgusto del original, ¿cuál de los dos se quedaría con su mujer -o su marido-, con sus hijos o con su puesto de trabajo?

Y ni siquiera valdría el maquiavélico plan de utilizar a los dobles, tal como se describía en algunas novelas y películas baratas, como suministro de piezas de repuesto: un corazón, un riñón, un hígado... para cuando el original las necesitara. Porque, además de abyecto, criminal, monstruoso y todo cuanto reprobable se les ocurra, esta aberración serviría de poco dado que la réplica, al ser idéntica al original hasta el último átomo, compartiría con éste todas sus enfermedades, taras y posibles trastornos de cualquier tipo, de modo que el corazón de repuesto, pongo por caso, sería tan propenso a un infarto como su homólogo. Por razones obvias, llevando el disparate al extremo, tampoco serviría como cura de rejuvenecimiento mediante un hipotético trasplante de cerebro, o de cuerpo, método éste muy del gusto de los antiguos escritores de ciencia ficción que, dicho sea de paso, solían olvidar que el cerebro envejece y enferma exactamente igual que cualquier otro órgano, como les ocurre a los enfermos de parkinson o de alzhéimer.

Por esta razón, el duplicador de materia fue condenado a idéntico ostracismo que la máquina del tiempo. Y así hubieran seguido, a la espera de una hipotética -e improbable- evolución a mejor de la humanidad, de no ser porque alguien tuvo la genialidad de aplicar el razonamiento panorámico que tan infrecuente suele ser en ámbito científico, donde la hiperespecialización absorbe toda la atención de los investigadores impidiéndoles ver los beneficios potenciales de una concatenación de resultados. Esta persona sumó dos y dos descubriendo los imprevistos resultados de aunar estas dos invenciones carentes de aplicaciones prácticas por separado... y así nació el primer embrión del que acabaría siendo el Proyecto Némesis.

A posteriori, tal como suele ocurrir en estos casos, la idea no podía resultar más sencilla: ¿Por qué no ir al pasado, seleccionar a alguien convenientemente interesante, duplicarlo y traerse el sosias al presente? De esta manera se vencerían todos los tabúes ya que el original no sería molestado -asumiendo que no se enterara del proceso, algo fácilmente realizable mediante una simple anestesia-, el doble no coexistiría con éste y los responsables del Proyecto Némesis podrían conocer de primera mano a las principales mentes pensantes de la historia de la humanidad.

Desde luego se antojaba atractivo poder traerse a Arquímedes, a Galileo, a Cervantes, a Miguel Ángel y a tantos otros genios y poder tratar de tú a tú con ellos, pero pronto empezaron a aflorar posibles inconvenientes a tan revolucionario plan. Pongamos el caso de Arquímedes, aunque serviría cualquier otro. ¿Imaginan el choque que supondría, para un griego helenístico del siglo III, encontrarse de repente en nuestra época? Por muy privilegiada que fuera su mente, y no cabía la menor duda de que lo era, Arquímedes no dejaba de ser una persona con sus debilidades y sus flaquezas y, sobre todo, adaptado a su entorno, por lo que un cambio tan radical e inesperado en su existencia supondría una barrera extremadamente difícil de superar... si lograba superarla. Esto sin contar, claro está, con que dada la propia naturaleza del Proyecto habría que mantener en secreto su existencia, lo que se traduciría en la práctica en un confinamiento de por vida dentro de los férreos muros de nuestra organización. Jaula dorada, sin duda, pero jaula al fin y al cabo.

Finalmente triunfó la cordura y el proyecto inicial fue descartado, aunque no así la idea de traer al presente personajes célebres del pasado. Ante la crueldad de lo anteriormente expuesto, se propuso una alternativa considerada más humanitaria: rescatar a quienes, por una u otra razón, vieron sus vidas truncadas prematuramente cuando todavía no habían podido aportar toda la potencialidad que llevaban dentro. Aquí no se podía hablar de una condena de por vida sino, al contrario, de una salvación de vidas, puesto que los rescatados dispondrían de una oportunidad de la que no habían gozado en su época para vivir una vida plena y sin duda mucho más fructífera, potenciada además por la ciencia y la tecnología modernas. Asimismo se podría salvar el escollo de la confidencialidad proveyéndoles de identidades falsas que les permitieran asomarse al mundo y disfrutar de él, ya que sólo ellos y nosotros sabríamos quienes eran realmente. Y para evitar choques culturales como en el caso de Arquímedes, se propuso que sólo se consideraran personas relativamente cercanas en el tiempo a nosotros, poniendo como límite aquéllas que llegaron a conocer la Revolución Industrial, es decir, quienes vivieron a partir del siglo XIX, asumiéndose que al estar familiarizados de una u otra forma con la tecnología su adaptación resultaría más sencilla.

En principio la idea no parecía mala, y la lista de posibles candidatos a resucitar era larga: los matemáticos Évariste Galois (1832, muerto a los 20 años), Srinivasa Ramanujan (1920, a los 32) y Alan Turing (1954, 41); los músicos Juan Crisóstomo Arriaga (1820, 20 años), Franz Schubert (1828, 31), Felix Mendelssohn (1847, 38) y Enrique Granados (1916, 48); los físicos Heinrich Hertz (1894, 36 años) y Henry Moseley (1915, 27); los escritores Edgard Allan Poe (1849, 40), Gustavo Adolfo Bécquer (1870, 34), Oscar Wilde (1900, 46), Franz Kafka (1924, 40), Federico García Lorca (1936, 38) y Miguel Hernández (1942, 31); los pintores Vincent van Gogh (1890, 47), Henri de Toulouse-Lautrec (1901, 36), Amedeo Modigliani (1920, 35) y Juan Gris (1927, 40)...

Pero también ahora apareció el aguafiestas de turno. Ciertamente cabía esperar que todas estas personas, y muchas más contemporáneas suyas, pudieran asumir razonablemente bien el cambio temporal y cultural, pero ¿sería suficiente? Tal como dijo Ortega somos fruto de nuestra herencia y nuestro ambiente, y si bien el salto cronológico no sería, en estos casos, demasiado brusco, pudiera no ocurrir lo mismo con los otros factores. Por ejemplo, Moseley hizo dar un paso de gigante a la física y a la química con su descubrimiento del concepto de número atómico, que permitió describir teóricamente la tabla periódica de los elementos, plenamente aceptada en su época pero todavía fruto exclusivo de laboriosos trabajos experimentales de difícil interpretación hasta entonces. Moseley hizo su trascendental descubrimiento en 1913, tan sólo dos años antes de que muriera en Gallipoli víctima de la batalla más absurda de la I Guerra Mundial.

No resulta difícil suponer que, de no haberse producido esta fatal circunstancia, Moseley podría haber aportado mucho más a la ciencia en un momento en el que la física experimentaba un impresionante desarrollo; pero transplantado a nuestra época, su genialidad habría quedado posiblemente eclipsada por el alud de descubrimientos que tuvieron lugar con posterioridad a su muerte. Dicho de otra manera, cabía suponer que sus posibles descubrimientos revolucionarios en las primeras décadas del siglo XX ya no lo fueran ahora. Y, dada la enorme especialización de la ciencia, es probable que incluso le hubiera resultado difícil siquiera ponerse al día.

Algo similar puede decirse de las distintas ramas humanísticas. Fijémonos en Federico García Lorca, víctima como otros muchos de la insania y el fanatismo que azotaron España durante la Guerra Civil. Resulta evidente que a su edad todavía le debía de quedar bastante poesía dentro, la cual se llevó a su anónima tumba. Pero, ¿seguiría teniendo la misma relevancia en nuestro mundo actual? Porque una cosa es admirar a los clásicos y otra muy distinta tenerlos vivitos y coleando escribiendo, componiendo o pintando obras que ya no encajaran con lo que se hacía ahora... por más que personalmente abomine de mucho, o de casi todo, cuanto intentan colarnos como arte contemporáneo.

No, por desgracia toda esta gente se encontraría completamente desubicada y, si bien podría -lo cual tampoco estaba demasiado claro- integrarse con más o menos dificultades en nuestra sociedad, esto no garantizaba en absoluto que lograran retomar su actividad creadora o investigadora justo en el punto en el que su muerte la había truncado, y todavía menos que fueran capaces de dar un salto adaptándose a los gustos actuales manteniendo intacta su genialidad. Así pues, lo más prudente era dejar que los muertos descansaran en paz.

Esto nos conducía una vez más a un exasperante punto muerto, del que logramos salir cuando una nueva sugerencia dio la puntada que faltaba para completar la costura.

Sí, el Proyecto Némesis podría rendir un fruto realmente útil... aunque no de la índole que habíamos imaginado. Nos olvidamos, pues, de traer a nuestra época copias de los grandes personajes de la historia, y también de dar una segunda oportunidad a los ilustres fallecidos precoces. No, nuestra labor no sería ni humanitaria ni filantrópica, pero no por ello menos justificada; ya que no podíamos venerar a Eros lo haríamos a su contrapartida Tánatos; ya que no podíamos traer la vida, nos convertiríamos en sacerdotes de la muerte. Y fue entonces cuando nuestro proyecto quedó bautizado con el nombre de la diosa de la venganza y de los justos castigos.

Así pues, rescatamos la descartada idea de convertirnos en persecutores de los criminales históricos, pero desde un enfoque muy diferente: ahora no buscaríamos quitarlos de en medio para evitar sufrimientos a sus víctimas, dados los potenciales peligros que esta práctica podía acarrear; pero sí podríamos darnos, al menos, el gusto de castigarlos tal como se merecían, dado que muchos de estos asesinos habían logrado eludir la justicia humana -sobre una hipotética justicia divina preferíamos no opinar- muriendo en sus camas a edades avanzadas -caso de Francisco Franco- o bien librándose del castigo merced a una muerte rápida, como le aconteció a Hitler.

Porque todos ellos se merecían un castigo proporcionado a sus atroces crímenes, y nosotros estábamos dispuestos a aplicárselo. Y aunque no podíamos aplicar la justicia a los personajes originales, nada nos impedía hacérselo a sus copias.

El resto es fácil de imaginar. Una vez seleccionado el personaje a castigar -huelga decir que comenzamos por Hitler-, utilizamos la máquina del tiempo -en realidad se trata de un portal que conecta ambos puntos cronológicos- para entrar en el dormitorio del dictador nazi cuando éste estaba durmiendo sin compañía alguna. Convenientemente narcotizado le trajimos a nuestro laboratorio, esterilizado para evitar cualquier posible contaminación, le introdujimos en la máquina convertidora que desintegró su cuerpo, y le volvimos a integrar grabando el registro que permitiría reproducir una copia suya siempre que deseáramos. Acto seguido devolvimos al Hitler original a su dormitorio tan sólo un instante después de cuando nos lo llevamos -un interesante efecto secundario del proceso cronológico que nos permitió soslayar el tiempo que tardamos en hacer la copia- sin que nadie, ni tan siquiera él, se apercibiera de lo que habíamos hecho.

Por último, ya de vuelta, reintegramos una copia suya y la sometimos a nuestro particular Proceso de Nuremberg. Previamente, había olvidado decirlo, habíamos construido una cárcel de extrema seguridad en una isla perdida en mitad del océano Pacífico, lejos de toda ruta aérea o marítima. El penal era -y es- completamente subterráneo, mientras en la superficie de la isla, a modo de tapadera, establecimos una pequeña estación científica presuntamente dedicada al estudio de las migraciones de no recuerdo qué animales marinos. Y dado que, vuelvo a repetirlo, contamos con el apoyo de las principales potencias mundiales, tenemos la garantía de que nuestro santuario no se verá perturbado, ni tampoco nosotros ni nuestros forzados huéspedes.

Esta impunidad no quiere decir que los maltratemos, aunque tampoco les hacemos la vida demasiado cómoda. En realidad estamos interesados en tratarlos bien desde un punto de vista material para que su castigo, obviamente una cadena perpetua, resulte lo más duradero posible. Lo cual no quiere decir que su pena sea leve ni llevadera; condenados a no volver a ver más el sol, confinados de por vida en unas celdas excavadas en las entrañas de la tierra, saben que habrán de purgar sus delitos aun cuando ni en cien vidas pudieran hacerlo; porque uno de los castigos a los que están sometidos, sin duda el peor posible, es verse obligados a contemplar una y otra vez todos los males que cometieron no sólo durante su vida digamos, terrenal -es decir, con anterioridad a su replicación-, de la que tenían perfecta conciencia, sino también los posteriores, que en principio desconocían por no haberlos vivido.

A Hitler siguieron bastantes más: Stalin, Mussolini, Franco, Tito -el dictador yugoslavo, no el emperador romano-, Mao Tse Tung, Pol Pot, los Jóvenes Turcos responsables del genocidio armenio, varios dictadores centro y sudamericanos, criminales de la II Guerra Mundial -no todos nazis- y otros menos conocidos por el gran público, pero no por ello menos sanguinarios. Y todos relativamente recientes, puesto que convinimos en que no tendría mucho sentido traer a personajes tales como Calígula, Nerón, Atila, Gengis Jan o Tamerlán... aunque quizá acabemos dándoles una segunda oportunidad una vez que hayamos acabado con los primeros.

Todas las selecciones se hacen por consenso y a propuesta de los nacionales del candidato, para evitar que posibles discrepancias políticas o ideológicas siembren la discordia entre nosotros. Es por ello que los procesos son relativamente lentos, ya que nos tomamos el tiempo necesario para estar todos de acuerdo. Por esta razón -soy el único español del Proyecto- la traída de Franco fue a propuesta mía, elegido deliberadamente cuando recién terminada la Guerra Civil se encontraba en la cúspide de su poder y lo administraba despóticamente con un desprecio absoluto a las vidas humanas, razón por la que no me costó demasiado convencer a mis colegas. Ahora estoy preparando un informe sobre Fernando VII, otro personaje siniestro al que deseo ver purgar sus crímenes, que no fueron pocos, aunque deberá esperar a que se tramiten los expedientes que ya están en marcha como los de Enrique VIII de Inglaterra, Iván el Terrible, Robespierre, Leopoldo II de Bélgica, Idi Amin y algún otro tiranuelo africano. Pero ya le llegará su turno.

Huelga decir que el Proyecto se puso en marcha no sin ciertas dudas morales. Por razones prácticas no solíamos replicarlos justo al final de sus vidas -hubiera sido complicado cazar a Hitler en el búnker berlinés justo antes de su suicidio- e incluso, en casos como el de Franco, tampoco nos parecía bien dejarle disfrutar impunemente durante décadas del fruto de sus tropelías. Pese a ello, ¿podíamos hacer responsable a la copia de los crímenes cometidos por su original? Sí, al menos así lo interpretábamos, de los crímenes anteriores a su duplicación, puesto que al ser las copias indistinguibles era él mismo quien los había cometido, pero ¿y de los posteriores? Porque según la ley -aunque nosotros nos considerábamos al margen de ella- no era lícito castigar a nadie por delitos que no hubiera cometido, por más que existiera la certeza de que los fuera a cometer... caso que evidentemente no se daba en nuestros prisioneros puesto que no tenían la menor posibilidad de hacerlo.

Así pues, ¿teníamos derecho a obrar como lo estábamos haciendo? Las dudas eran serias, pero por fortuna nosotros no éramos filósofos, ni tampoco jueces. Existía, claro está, la posibilidad del arrepentimiento, pero en la práctica éste era descartable puesto que muchos de los condenados eran psicópatas incapaces de la menor redención. Y en cuanto al resto... bien, todos ellos habían sido replicados cuando ya llevaban una larga carrera de crímenes y asesinatos, por lo que, con independencia de lo que pudieran haber hecho o no con posterioridad a su captura, lo que no dejaba de ser una discusión bizantina, tenían bastantes cargos en contra como para merecerse el castigo. Por supuesto, jamás se nos ocurrió traer a ninguno de ellos cuando todavía no habían cometido su primer crimen. Quizá el joven Hitler anterior a su afiliación al Partido Obrero Alemán, precursor del Partido Nazi, pudiera haber seguido otros derroteros distintos que le condujeran por vías pacíficas, pero el que trajimos aquí ya traía las manos suficientemente manchadas de sangre. Esto me libera de cualquier escrúpulo de conciencia.

Todavía queda una cosa más por explicar. Cuando aplicamos la cadena perpetua lo hacemos de forma literal, de modo que cuando muere uno de los penados automáticamente volvemos a replicarlo con la copia que conservamos, sometiéndole a idéntico trato que a su predecesor. Ciertamente este último no puede ser consciente de lo acontecido durante la reclusión del anterior, aunque sí le hacemos conocedor de esta circunstancia, incluyendo grabaciones realizadas periódicamente, así como del hecho de que el proceso se repetirá de forma indefinida una vez que cualquiera de ellos muera.

Ninguno de nosotros puede prever si en algún momento el Proyecto Némesis pueda llegar a su fin, ni lo que se haría en este caso con los penados; pero mientras éste se mantenga vigente, dejaremos bien claro a nuestros prisioneros que, al igual que ocurría en el Infierno de Dante, quien aquí entra debe abandonar toda esperanza... literalmente.


Publicado el 14-5-2021