Tempus fugit
Luis P. y Pablo M. eran amigos desde hacía muchos años. Muy buenos amigos. Pero eso no quería decir que no discreparan en diferentes temas; de hecho, discrepaban en todo. En realidad, esta disparidad tan radical de criterios no era sino un ejercicio intelectual que ambos practicaban por placer y que resultaba sumamente grato a ambos; dicho con otras palabras, disfrutaban discutiendo por puro diletantismo y no por convicción ni, mucho menos, por fanatismo. Así pues, tampoco era extraño que intercambiaran frecuentemente sus papeles pasando a defender cada uno de ellos justo aquello que hasta momentos antes había rebatido con ardor... y viceversa. Y por supuesto, bastaba con que cualquiera de los dos opinara sobre algo para que el otro pasara a apoyar inmediatamente lo contrario.
En esta ocasión la polémica -amistosa y cordial, como siempre- versaba sobre el tema de los viajes por el tiempo. O, mejor dicho, sobre las posibles consecuencias que podría acarrear una alteración de las líneas temporales tal como habían especulado con anterioridad infinidad de autores de ciencia ficción.
Luis defendía la teoría de que el tiempo era por definición inmutable, por lo que cualquier posible alteración realizada en él habría tenido previamente lugar y sus consecuencias, por consiguiente, estarían amortizadas. Como mucho, admitía, un viajero temporal torpe o poco escrupuloso podría llegar a provocar un bucle momentáneo que acabaría retornando tarde o temprano -más bien temprano- al punto original, tal como ocurre con las aguas de un río tras su desbordamiento.
Pablo, por el contrario, apoyaba la hipótesis que contemplaba un tiempo arborescente, arguyendo que todas las realidades posibles estarían agrupadas formando una estructura divergente, con las distintas ramas separándose entre sí conforme se alejaban de sus respectivos orígenes. Por este motivo una alteración temporal provocaría un cambio de rama y, por lo tanto, una alteración irreversible en el discurrir de la historia, tanto mayor cuanto más se remontara en el pasado; era, en definitiva, el concepto de punto jumbar tan común en las ucronías, ese momento temporal y espacial en el que una pequeña intervención podía acarrear un cambio de gran magnitud en el discurrir de la historia, al estilo de cómo se desviaba el itinerario de un tren tras pasar por un cambio de agujas.
Luis le rebatía argumentando que, de ser así, la historia habría acabado siendo un auténtico caos, dado que cada cual intentaría modificarla a su antojo, muchas veces siguiendo criterios antagónicos, pese a lo cual no había el menor indicio de que nunca hubiera ocurrido así. A ello Pablo respondía con no menos vehemencia que el salto de una línea temporal a otra sería tan absoluto que todo lo de la antigua desaparecería, incluidos los propios recuerdos, por lo cual era imposible que se tuviera conciencia de ella. Luis, entonces, argüía que, dada la complejidad de la teoría de Pablo, lo pertinente era aplicar la Navaja de Occam optando por la hipótesis más sencilla, la suya.
La discusión, como tantas otras de los dos amigos, habría quedado en nada -por lo general éstas acababan siempre en tablas- de no darse la circunstancia de que Luis y Pablo, ambos inventores geniales, acababan de construir conjuntamente una máquina del tiempo que, como cabe suponer, deseaban probar, aunque el temor -al menos el de Pablo- de causar daños irreparables en el tejido espacio-temporal les mantenía indecisos.
Finalmente optaron por realizar el viaje, tras convencerse Pablo de que una alteración de la historia podría ser aceptable si ésta era para mejor, bastando con poner cuidado para que fuera así. En cuanto a Luis, escéptico como era acerca de la posibilidad de alterarla, esto no le preocupaba en absoluto.
Tras largas discusiones, Pablo insinuó que no estaría de más quitar de en medio a alguien tan repelente como a Francisco Franco. Propuso, incluso, el momento que veía más adecuado para hacerle desaparecer: el 29 de junio de 1916 cuando, siendo capitán de Regulares, fue gravemente herido por los rifeños en una escaramuza que tuvo lugar en las cercanías de Ceuta. Bastaría con materializarse a su lado y, aprovechando la confusión, rematarlo asegurándose de que quedaba bien muerto; puesto que el incidente bélico había tenido lugar por la noche y las características de la máquina del tiempo le permitían deambular sin ser vista por el escenario elegido hasta llegar al lugar deseado, nada más fácil que descerrajarle un tiro aprovechándose de la confusión antes de poner tierra -bueno, tiempo- por medio.
Ni siquiera tendrían que abandonar el vehículo, lo cual hubiera supuesto un importante riesgo ante el peligro de ser víctimas del fuego cruzado entre uno y otro bando, ya que bastaría con abrir una pequeña ventana y dispararle a bocajarro cerrándola inmediatamente después. En cuanto al arma, y en prevención de posibles anacronismos que pudieran ser descubiertos en una autopsia, podrían robarles previamente una espingarda cargada a los propios rifeños.
Luis, empeñado en llevarle la contraria, siguió mostrándose escéptico ante los posibles beneficios que la desaparición del dictador pudieran tener para España, argumentando que, de ser posible matar a Franco, la propia corriente temporal se encargaría de corregir inmediatamente la alteración causada dejando las cosas si no igual que antes, al menos de una forma totalmente equivalente.
-Por mi parte, y asumiendo que fueras tú quien estaba en lo cierto -argumentaba sin dar su brazo a torcer-, y aunque no niego que me encantaría ver desaparecer del mapa a semejante individuo, la verdad es que no creo que sirviera de nada. Primero, porque Franco no fue el promotor, ni tan siquiera uno de los principales cabecillas del golpe de estado del julio de 1936; como es sabido éstos fueron los generales Mola y Sanjurjo, mientras que Franco se mostró ambiguo hasta prácticamente el momento mismo de la sublevación.
-Pues para tener un perfil bajo le cundió bastante -ironizó Pablo-; apenas dos meses después de estallada la guerra, en septiembre de 1936, se proclamó generalísimo de los rebeldes...
-Fue una mezcla de astucia y suerte -replicó impertérrito Luis-. Sanjurjo, que era el jefe in pectore de los sublevados, murió el 20 de julio de 1936 cuando el avión en el que pretendía volver a España se estrelló al despegar en Lisboa. Goded y Fanjul habían sido fusilados por los republicanos. Mola estaba por debajo de él en el escalafón, y no contaba con muchos apoyos tras el fracaso de los golpistas en su intento de derrocar al gobierno de la República; además, se mató en otro accidente de aviación un año más tarde. En cuanto a los demás generales: Cabanellas, Queipo de Llano, Saliquet... bueno, por pitos o por flautas tenían peores bazas en sus manos.
-Tanto me da. El caso es que cogió la sartén por el mango, ganó la guerra e implantó su dictadura.
-¿Y tú crees que cargándonoslo lograríamos evitar la Guerra Civil? Para empezar, la sublevación habría tenido lugar exactamente igual, solamente que habría sido nombrado generalísimo otro de los rebeldes en lugar suyo... candidatos no hubieran faltado. Eso sin contar con que no todo fue mérito de los insurrectos, la República también se corroyó por dentro gracias a los manejos de los sectores más extremistas, comunistas, troskistas, anarquistas, nacionalistas catalanes y vascos e incluso la facción más radical de los socialistas comandada por Largo Caballero, no por algo conocido con el apelativo de el Lenin español... en resumen, si bien Franco fue a la larga el gran beneficiario del fregado, no creo que su desaparición hubiera supuesto cambios significativos en la gran tragedia que fue la Guerra Civil española.
-En la guerra quizá no -insistió Pablo con tozudez-; pero en la posguerra quizá sí. De no estar Franco por medio, capaz de sacar de quicio hasta al mismísimo Hitler, es muy posible que España se hubiera visto involucrada de una u otra manera en la II Guerra Mundial, quizá de una forma parecida a como lo fue Italia. Esto habría prolongado el conflicto acarreando mayores penurias para los españoles de la época, pero en 1945 nos hubiéramos visto libres de la dictadura franquista... o de la del militar que le hubiera sustituido. Habríamos disfrutado de un régimen democrático, probablemente republicano, del Plan Marshall... vamos, que habríamos ganado las décadas que nos hizo perder este individuo.
-En tu razonamiento hay bastantes puntos débiles -le rebatió Luis en tono mordaz-, y parece más una declaración edulcorada de cómo te habría gustado a ti que hubiera sido la historia, que una hipótesis plausible de por donde podrían haber ido los tiros.
Pero el tenaz polemista todavía guardaba en la manga un as demoledor.
-Además, aun admitiendo que sin Franco no hubiera llegado a estallar la Guerra Civil, mucho me temo que a ti no te hubiera ido demasiado bien...
-¿Por qué lo dices? -se extrañó su amigo- Ni siquiera mis padres habían nacido entonces. Fueron mis abuelos...
-Precisamente es ahí donde radica el problema -se relamió Luis-. Según me has contado en más de una ocasión, tu abuela materna tenía un novio al que mataron en la batalla del Jarama, y no fue sino hasta después de terminada la guerra cuando conoció a tu abuelo. De no haber sido por la guerra tu abuela se habría casado probablemente con su primer novio, no con tu abuelo, por lo que tu madre no habría nacido y, en consecuencia, tú tampoco.
Ante tan demoledor argumento Pablo se quedó pálido.
-¿Qué, ya no estás tan convencido de ir a cargarte a Franco? -se burló su amigo.
-Bueno, el ensayo no tiene por qué interferir con nuestras vidas personales -respondió tras un prolongado silencio-. Esa suerte ha tenido Franco.
-Vaya, temes por tus abuelos pero te importan un pimiento los abuelos de los demás. No está mal...
-No, lo digo en serio -porfió Pablo agarrándose a un clavo ardiendo-. Franco, al fin y al cabo, fue un aficionado en comparación con los grandes genocidas de la historia. Haríamos un favor a la humanidad haciendo desaparecer a cualquiera de ellos...
-Sin riesgo propio, claro. Eso es lo que se llama apostar sobre seguro -Luis había hecho presa y no estaba dispuesto a soltarla-. Y aunque la nómina de canallas históricos es grande, supongo que convendrá borrar de la lista de candidatos a aquellos demasiado antiguos, como Asurbanipal, Calígula, Atila o Gengis Kan, porque sería difícil seguir en detalle las posibles alteraciones históricas provocadas por su desaparición... eso teniendo en cuenta tus postulados, según los míos, insisto, no serviría para nada.
-Razón de más pera que no te opongas a mis planes -objetó Pablo.
-Sí, sería mejor elegir un personaje de la historia reciente suficientemente sanguinario y suficientemente cercano en el tiempo, ¿no? Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot, Idi Amin... ¿Cuál prefieres? Para los escritores de ciencia ficción el más socorrido es sin duda Hitler...
-¿Por qué no? Si tú tienes razón, nos quedaremos igual que estábamos. Pero si la tengo yo, habremos salvado la vida a muchos millones de personas.
-A cambio de hacer desaparecer a un buen puñado de ellas que, al igual que tu madre, no habrían llegado siquiera a existir en la nueva realidad... pero bueno, te concedo que la elección es apropiada. No obstante, te digo lo mismo que con Franco: o bien el tiempo está completamente blindado frente a posibles cambios al ser imposibles las paradojas temporales, o bien la alteración que introduzcamos no sirva de mucho en la práctica. Te digo lo mismo que con Franco, Hitler no fue el único jerarca nazi, y de no haber existido, es de suponer que otro de ellos hubiera ocupado su puesto: Himmler, Goebbels, Borman, Goering, Hess... había suficientes para elegir, por desgracia.
-Pero nadie con el carisma de Hitler.
-Bien, veo que te has emperrado con el bueno de don Adolfo -ironizó-. Vale, nos lo cargamos. ¿Cuándo? ¿En la cuna? Sería lo más sencillo.
-¡Oh, no! -protestó Pablo indignado- Por mucho que tuviera la certeza de que se iba a convertir en uno de los mayores asesinos del siglo XX, sería incapaz de matar a un niño de pecho.
-Bien, entonces cuando ascendió al poder en 1933...
-Tampoco. Eso ya sería demasiado tarde, ya que el partido nazi estaba ya perfectamente asentado y, en efecto, podrían reemplazarle sin demasiados problemas... al menos, en un principio.
-Pues tú dirás entonces.
Pablo se relamió los labios -era evidente que había estudiado a fondo el tema- y respondió sin titubear:
-Para mí el momento más adecuado sería cuando era un simple soldado en la Primera Guerra Mundial; podríamos elegir varias fechas, como cuando logró sobrevivir, en octubre y noviembre de 1914, a la primera batalla de Ypres, que fue una auténtica carnicería, o cuando en octubre de 1916 fue herido en una pierna en el frente del norte de Francia durante la batalla de Somme. O quizá cuando fue víctima del gas mostaza, de nuevo cerca de Ypres, en octubre de 1918, justo antes de terminar el conflicto...
-Ya puestos, ¿por qué no cargárnoslo en otro momento más tranquilo? Al fin y al cabo pasó prácticamente toda la guerra en el frente, salvo las dos veces que tuvieron que ingresarle en un hospital.
-No estoy tan seguro -objetó Pablo-. Cierto es que buscarlo en el frente resultaría más complicado, pero en mitad de la confusión de una batalla nuestra intervención pasaría mucho más desapercibida.
-Como quieras; desde este momento te nombro asesor histórico del primer viaje temporal de la historia de la humanidad -se chanceó Luis-. Encárgate de elegir el momento que más te guste y el arma que consideres más apropiada.
* * *
Pablo se lo tomó muy en serio, y tan sólo un par de semanas más tarde le comunicó a un sorprendido Luis, que mientras tanto se había desentendido por completo del tema, que los preparativos estaban ya todos listos.
De hecho, su minuciosidad había sido completa. Para empezar, había indagado vete a saber donde -Luis había preferido no saberlo- hasta lograr hacerse con un detallado registro de los servicios militares cumplidos por el joven cabo austro-alemán.
-Lo ideal -explicó a su amigo- hubiera sido aprovechar el momento de una guardia nocturna para, tras materializarnos junto a él, descerrajarle un tiro aprovechando su soledad; pero se da la circunstancia de que, pese a estar en el frente durante casi toda la guerra, Hitler apenas pisó la primera línea de fuego ya que enseguida se las apañó para conseguir un puesto de correo, lo que le permitía permanecer en la retaguardia la mayor parte del tiempo. Lo cual, por cierto -añadió con sorna-, le granjeó la enemistad de sus compañeros.
»Sin embargo -prosiguió-, esto también nos abre otras posibilidades, ya que sus misiones como correo las realizaba normalmente en solitario. No será tan fácil como cazarlo adormilado en plena noche, pero siempre podremos encontrar algún momento adecuado en el que le pillemos desprevenido. Además -rió-, no tenemos ninguna prisa.
Pablo le mostró el arma que había conseguido para realizar la misión: se trataba de un revólver Lebel, una reliquia de la I Guerra Mundial que, pese a su antigüedad, aseguró que funcionaba perfectamente, junto con la munición necesaria para la vetusta arma. Había descartado utilizar un fusil ya que la máquina del tiempo les permitiría aproximarse a su víctima a corta distancia, circunstancia en las que el revólver se prestaba mejor a sus objetivos que un arma larga.
A éste había sumado varios equipos de tecnología punta, en concreto un equipo de visión nocturna y un sofisticado sistema de reconocimiento facial que descargó en el ordenador de la máquina del tiempo ya que, como comentó jocosamente, no era cuestión de equivocarse y que, por culpa de un cambio de última hora, en vez de al futuro führer acabaran quitando de en medio a un inocente compañero suyo.
La idea, explicó a Luis, era simular que Hitler había sido interceptado por un comando francés infiltrado en las líneas alemanas, el cual le habría matado para arrebatarle los mensajes que portaba. En cuanto a la fecha elegida ésta tendría que estar comprendida entre el 1 de julio de 1916, día que se inició la ofensiva franco-británica, y el 5 de octubre, cuando resultó herido y fue evacuado del frente. Puesto que Pablo tenía anotadas las andanzas del futuro dictador durante esos tres meses, había seleccionado varios posibles momentos en los que, según sus propias palabras, podrían cazarlo como a un conejo.
Por su parte Luis, fiel a su papel de escéptico oficial, le dejaba hacer dejándose llevar a su vez. Así pues no mostró la mínima oposición, aunque tampoco el menor interés, cuando Pablo le comunicó que ya estaba todo listo y que podrían viajar en el tiempo cuando quisieran. Una de las peculiaridades de su máquina era que, con independencia de la duración del viaje, su retorno al presente tendría lugar inmediatamente después de su partida, razón por la que nadie les echaría de menos. De todos modos, y con independencia de cual pudiera ser el resultado de su experimento, tampoco tenían intención de demorarse demasiado.
Así pues, ambos bajaron al sótano de la vivienda de Pablo donde habían establecido su laboratorio primero, y su taller de construcción después. Allí se encontraba la máquina del tiempo, un tosco paralelepípedo del tamaño de una furgoneta construido en chapa de aluminio soldada por ellos mismos. Puesto que mientras estuviera funcionando se mantendría protegida por un campo de fuerza, no había sido necesario reforzar sus paredes ni instalar sistemas de soporte vital de ningún tipo; de hecho, dada la brevedad del viaje ni siquiera necesitarían presurizarla, aunque por precaución Pablo había instalado en su interior un medidor de oxígeno y una bombona de este gas.
Tampoco tenía ventanas ni nada que se pudiera parecer a un parabrisas, tan sólo la puerta de acceso, comprada en una tienda de carpintería de aluminio, y la pequeña trampilla, ahora cerrada, que les permitiría disparar a su presa desde la seguridad de su refugio. En cuanto al interior, éste no podía ser más espartano, con dos asientos procedentes de un desguace de coches y, frente a ellos, una sencilla mesa sobre la que reposaba el ordenador de control, cuyo monitor había sido sustituido por una televisión plana de gran formato. El alumbrado, por último, corría a cargo de una lámpara eléctrica colgada de la mampara que oficiaba de techo.
Y eso era todo, puesto que la maquinaria que hacía funcionar al equipo estaba situada en un rincón del sótano, conectada con la cabina por un manojo de cables y por un segundo a un potente alimentador eléctrico. En realidad, y esto decía mucho de la genialidad de sus dos inventores, el conjunto no era nada espectacular ni por su volumen ni por su aspecto. Puesto que desde un punto de vista físico -de la física ortodoxa, se entiende- durante el experimento la cabina no se desplazaría ni tan siquiera un milímetro de su emplazamiento durante su deslizamiento por el espacio-tiempo, no había sido necesario sobrecargarla de instrumental.
Tampoco hubo, obviamente, ceremonial de ningún tipo, limitándose los dos amigos a entrar en la cabina cerrando la puerta y a sentarse en sus respectivos asientos. Pablo, tras depositar con cuidado a su lado el estuche que contenía el revólver, encendió el ordenador y comenzó a pulsar rápidamente el teclado. En el monitor se abrió una pantalla, a modo de formulario, en la que introdujo los parámetros necesarios para el viaje: las coordenadas geográficas de latitud, longitud y altitud de su punto de destino, y la primera de las fechas de 1916 que había elegido para viajar. Acto seguido pulsó con nerviosismo la tecla de entrar y...
La imagen del monitor cambió instantáneamente por otra diferente, la vista a vuelo de pájaro de un paraje boscoso. Aunque al estar la máquina del tiempo desmaterializada en ese continuo espacio-temporal no existía el peligro de que ésta apareciera en el interior de una roca sólida -en ese caso, simplemente, tan sólo hubieran visto oscuridad-, Pablo había preferido darle un margen generoso a la altura a la que deberían aparecer, dado que esto les permitiría orientarse mejor. De hecho, los viajeros temporales parecían flotar a unos cien o doscientos metros sobre el suelo.
Un rápido cambio de pantalla y la consulta a un programa de localización geográfica -obviamente en 1916 sistemas como el GPS no existían ni en la imaginación más calenturienta- le permitió orientarse, corrigiendo la leve desviación que presentaba el aparato. Una vez hecho esto, cogió un mando parecido a los utilizados en los videojuegos -de hecho procedía de una consola- y comenzó a descender con cuidado.
-Hemos aparecido en el lugar correcto -explicó a su compañero-; pero, claro está, no había manera posible de prever el lugar y el instante exactos en los que podríamos encontrar a Hitler; tan sólo sé que este día cumplió con una misión en esta zona, y que nos encontramos dentro de los márgenes espacial y temporal correctos. Pero habrá que rastrearlo...
Luis no respondió, absorto como estaba en la contemplación del paisaje que se abría ante su vista. Con independencia de que creyera o no en la posibilidad de cambiar la historia, lo que resultaba evidente era que los viajes por el tiempo eran una palpable realidad. Y con esto le bastaba.
-Decía -insistió molesto su amigo- que tengo localizados tanto el punto de partida de su misión como el de su destino, así como la hora de forma aproximada. Pero como no hay manera de saber cual pudo ser su itinerario preciso, tendremos que barrer toda la zona para encontrarlo, bien a la ida, bien a la vuelta, esto daría lo mismo.
-Siempre y cuando no se nos acabe antes el aire... -rezongó éste agorero.
-En ese caso, no habría mayor problema. Bastaría con volver a casa y ventilar la cabina, para después intentarlo de nuevo... habiendo fijado previamente las coordenadas espacio-temporales, apareceríamos exactamente en el mismo lugar y el mismo momento en que nos hubiéramos ido. Aunque bien pensado -añadió-, no sería ninguna tontería instalar un sistema de reciclado de aire para futuros viajes.
Luis continuó en silencio, con la mirada fija en el monitor. Pablo gruñó algo y, tras teclear de nuevo, cargó una subrutina que permitiría barrer de forma sistemática la superficie de terreno que había fijado para la búsqueda.
Pero su presa no apareció. Y cuando el detector les indicó que el aire de la cabina comenzaba a enrarecerse, decidieron dar por terminada la búsqueda.
* * *
Tardaron toda una semana en intentarlo de nuevo, justo el tiempo que tardó Pablo en calcular un nuevo destino espacio-temporal distinto del anterior.
-Puede que ocurriera algún imprevisto que, por la razón que fuera, no quedó registrado en los documentos oficiales del Deutsches Heer -explicó-. Por esta razón, es preferible buscar otra opción; por fortuna, Hitler hizo bastantes viajes en solitario a lo largo de la guerra.
Luis, por variar, no le prestó demasiada atención, enfrascado como estaba en la instalación de un rudimentario sistema de absorción del CO2 que permitiera prolongar el tiempo de la exploración. En cuanto al oxígeno, no habría problemas, puesto que tenía previsto aumentar el número de bombonas .
-Ya puestos, podrías poner también un retrete -se burló su amigo-; no es cuestión de tener que hacerlo en un cubo.
El bufido que recibió a modo de respuesta le quitó las ganas de seguir bromeando.
Un día más tarde se embarcaban en su segundo intento de búsqueda de Hitler. La cabina, obviamente, no contaba con el reclamado retrete ni tampoco con un cubo, pero Luis sí había llevado una nevera portátil con bebidas y un par de bocadillos. Pablo, por su parte, no se separaba de su preciado revólver.
Los prolegómenos del viaje se desarrollaron sin incidencias, de forma muy similar al anterior. Aunque el paisaje cambiaba algo a causa del movimiento de las posiciones de los dos ejércitos, seguía correspondiendo a la misma zona del frente.
Y Hitler continuaba sin aparecer.
-¿Qué pasará si agotamos el período de tiempo que falta hasta que le hieran? -preguntó preocupado Luis.
-Nada irreversible -respondió Pablo, atento a la pantalla-. Siempre podríamos volver a repetir la búsqueda retrocediendo hacia atrás, ésta es la gran ventaja de los viajes por el tiempo. Y si no resultara, podríamos buscar algún otro momento durante la guerra o, a unas malas, fuera de ella.
-Ya, pero... ¡Un momento! -se interrumpió Luis- ¿Has visto eso?
-¿El qué?
-Me pareció atisbar una figura humana entre los árboles... ahí, a la derecha -añadió al tiempo que señalaba el lugar.
-Vamos a ver... -respondió Pablo, súbitamente interesado, a la vez que ampliaba la zona-. ¿Estás seguro de que...? ¡Quiero, ya lo veo! ¿Pero qué hace ahí? Se está saliendo del camino...
-Me temo que él tampoco debe de tener a mano un retrete -se chanceó Luis viendo como el soldado se bajaba los pantalones y se acuclillaba al resguardo de un grueso tronco-. Menuda fotografía; el futuro führer haciendo... ¡Seguro que nos daban el premio Pulitzer!
-¡Calla! No me distraigas con tus tonterías. Lo importante es que ya lo tenemos -exclamó Pablo con acento triunfal.
-¡Cuidado! Tendremos que asegurarnos de que se trata efectivamente de él.
-Sí, claro... espera a que me acerque más. Ahí está la cara... ¡Es él, no cabe duda!
-¿Por que no lo compruebas con el sistema de reconocimiento facial?
-No es necesario, no hay posibilidad de error. Pero bueno, lo haré...
El programa confirmó la identidad de su presa.
-¡Ya es nuestro! -repitió Pablo completamente excitado-. Escucha, Luis, voy a acercar la máquina hasta que la trampilla quede a un par de metros de su cabeza. Entonces me apostaré tras ella con el revólver amartillado. Para poderle disparar tendremos que materializar la cabina, y esto sin duda le asustará, así que tenemos que ser rápidos y aprovechar el factor sorpresa. Cuando yo te lo diga, pulsas el botón de disparo del mando de juegos, sabes cual es, ¿no? De todo lo demás me encargo yo.
Luis asintió con la cabeza, aturdido. Pese a su escepticismo, real o fingido, comenzó a sentir cómo un escalofrío le recorría la espina dorsal. ¿Serían unos héroes al librar a la humanidad de semejante asesino o, por el contrario, tan sólo unos insensatos aprendices de brujo a punto de abrir una caja de Pandora?
Pablo empezó a manejar los controles, presa de un repentino frenesí, e instantes después se levantaba de su asiento sosteniendo en la mano el arma ejecutora.
Fue entonces cuando todo se volvió repentinamente negro.
* * *
Luis despertó. En realidad despertar no era el término correcto, puesto que su anterior inconsciencia poco tenía que ver con el sueño, pareciéndose más a la sensación que había sentido cuando se recuperó de la anestesia que le habían aplicado cuando tiempo atrás fue sometido a una intervención quirúrgica, una extraña y desasosegante transición del no-ser al ser. Por supuesto, tampoco tenía la menor idea del tiempo que podía haber transcurrido en ese estado.
Descubrió de inmediato que no se encontraba en la cabina de la máquina del tiempo, sino tumbado en una camilla anatómica. También comprobó con sorpresa que estaba totalmente vestido -conservaba incluso los zapatos-, lo que movía a descartar que se encontrara ingresado en un hospital, puesto que lo primero que te hacen al entrar en uno de ellos es desnudarte. Tampoco tenía insertado ningún tipo de sonda, ninguna vía ni ningún detector. Decididamente, no era un hospital.
Tampoco la habitación lo parecía, aunque distaba mucho de recordarle algo que le resultara familiar. Blancas las paredes, blanco el techo, blanco el suelo, sin ningún mueble que alterara esa blancura absoluta salvo su camilla -también blanca- y otra idéntica, a su lado, en la que yacía Pablo, todavía inconsciente. No había ventanas ni, sorprendentemente, nada que pudiera parecerse a una puerta, mientras la iluminación parecía brotar de las mismas paredes -y según todas las apariencias también del techo y del suelo- ya que no había a la vista ningún tipo de lámpara ni nada que se le pareciese.
¿Por dónde demonios les habrían traído? ¿Por dónde podrían salir? ¿Dónde estaban? Las preguntas se agolpaban en su cerebro al tiempo que se percataba de la ausencia de cuarto de baño, lo que muy a su pesar le hizo sonreír al recordar el chascarrillo de su amigo.
Aunque bien mirado no era para tomárselo a risa. Un gemido le distrajo del lúgubre cariz que iban tomando sus pensamientos: Pablo se estaba despertando.
-¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos? -fueron sus primeras y atropelladas preguntas, repitiendo en voz alta prácticamente las mismas que él acababa de hacerse mentalmente.
Luis intentó calmarle con esa autoridad que siempre infiere el hecho de ser el primero aunque sea por minutos, explicándole lo que le había dado tiempo a averiguar, es decir, nada.
-¡Pues sí que estamos apañados! -exclamó irritado-. Ni rastro de nuestra máquina, ni rastro de ese canalla de Hitler, ni idea de lo que nos haya podido pasar... ¡Y hasta el revólver ha desaparecido! -gimió, como si esto último tuviera la menor importancia en la insólita situación en la que se encontraban.
Pero no tuvieron que esperar demasiado. Apenas había terminado Pablo de explayarse, cuando ante ellos surgió una figura. Sentado majestuosamente en una silla con cierto aspecto de trono y ataviado con una túnica larga, el personaje presentaba un aspecto claramente andrógino con suaves rasgos -incluyendo una cabellera dorada- que infundían confianza.
Si no fuera porque le faltan las alas -se dijo, mitad en serio, mitad en broma, el incrédulo Luis- pensaría que se trata de un arcángel.
A su vez Pablo se preguntaba cómo había podido surgir de la nada, especulando sobre si se trataba de un ser real o de un sofisticado e indistinguible holograma; para salir de dudas hubiera necesitado tocarlo, algo a lo que evidentemente no se atrevió.
Ajeno a las especulaciones de los dos amigos, el visitante habló con voz tranquilizadora.
-Os doy la bienvenida a ambos, al tiempo que os pido disculpas por el desasosiego que os pueda haber causado encontraros de repente aquí. Os garantizo que no deseamos haceros el menor daño, sino todo lo contrario.
-¿Quién eres? ¿Dónde estamos? -logró articular al fin Pablo, sobreponiéndose a la sorpresa antes que su compañero.
-Soy... digamos que un mensajero. Aunque carezco de nombre tal como lo entendéis vosotros, podéis llamarme Miguel, si así lo preferís.
Casualidad o no -pensó Luis-, se ha asignado un nombre de arcángel; y por si fuera poco -reflexionó sombrío,- el encargado de juzgar a las almas el día del Juicio Final.
Ajeno a sus elucubraciones, su anfitrión continuó:
-En cuanto al lugar donde nos encontramos... bien, se trata de un refugio a donde os trajimos para evitar que provocarais el grave error que pretendíais cometer.
-¿Te refieres a quitar de en medio a ese mal bicho? -bufó Pablo-. Yo pienso que habríamos hecho un gran favor a la humanidad librándola de semejante asesino.
-Lamento tener que deciros que estabais equivocados -le refutó el ser angélico-. El pasado no puede ser cambiado.
Y viendo el gesto de inteligencia de Luis, remachó:
-Ambos lo estabais -era evidente que se encontraba al tanto de su particular apuesta-. Ni es posible alterar el flujo temporal, ni existe tampoco ningún tipo de flexibilidad intrínseca que le permita retornar de forma espontánea a su estado original.
-¿Entonces? -preguntaron los dos a dúo.
-La explicación es bastante compleja, y además éste no es tampoco el lugar más cómodo para explicároslo. Además, necesitareis satisfacer vuestras necesidades fisiológicas. Si me lo permitís...
Y desapareció de la misma fulminante manera como había aparecido. En realidad desaparecieron todos, puesto que Luis y Pablo se encontraron sin solución de continuidad en una habitación cómodamente amueblada, incluida una mesa repleta de apetitosos manjares así como un funcional cuarto de baño, para alivio suyo. Eso sí, tanto puertas como ventanas seguían brillando por su ausencia, lo que les infundía la desagradable impresión de encontrarse prisioneros.
Lo cual no evitó que descubrieran que estaban hambrientos, así que, después de visitar ambos el impoluto cuarto de baño, procedieron a comer con un apetito voraz, en especial Pablo, más glotón que su compañero.
Concluido el ágape, en el que no faltaron ni tan siquiera sendas copas de sus licores favoritos, se abrió -para ser precisos se materializó- una puerta donde antes hubiera una pared aparentemente sólida, la cual conducía, según pudieron apreciar, a un dormitorio equipado con dos mullidas camas. Y, aunque no había pasado demasiado tiempo desde que despertaran, ninguno de los dos pudo evitar la irresistible tentación de echar una siesta.
* * *
Luis ignoraba cuanto tiempo estuvo durmiendo -había olvidado mirar el reloj antes de acostarse-, despertando completamente relajado tal como no recordaba desde hacía mucho tiempo. Pablo, por su parte, roncaba beatíficamente en la cama de al lado.
-Desde luego -se dijo-, debe de ser verdad que quieren cuidarnos bien.
Aunque eso no garantizaba que en un futuro no pudieran cambiar de opinión, remachó el pensamiento con un escalofrío. Al fin y al cabo desconocían por completo cuales podían ser las verdaderas intenciones de sus captores, de los que sólo contaban con buenas palabras.
Pero como no había manera alguna de adivinarlas y, por si fuera poco, estaban inermes en sus manos, tampoco tenía sentido calentarse demasiado la cabeza, concluyó. Así pues, se puso la ropa -no recordaba habérsela quitado antes de acostarse-, se calzó los zapatos y salió en dirección al baño, dejando a su amigo en brazos de Morfeo.
Al salir a lo que fuera el comedor vio que la mesa y las sillas habían sido reemplazadas por una acogedora sala de estar, con cómodos divanes y lo que tenía aspecto de ser un reproductor de música.
Lo era, y tras pulsar el botón de encendido le sorprendió comprobar que comenzaba a sonar música de Bach, uno de sus compositores favoritos. Sus captores, fueran quienes fueran, estaban demostrando poseer un gran conocimiento de sus vidas, conclusión que le produjo un extraño malestar.
Cruzaba hacia el cuarto de baño cuando una incómoda sensación de deja vu le invadió de repente. Pero al mismo tiempo le constaba que jamás se había visto involucrado en una situación similar, lo insólito de la misma era la mejor prueba de ello. ¿Dónde, entonces?
Finalmente cayó en la cuenta. El desasosegante recuerdo no se refería a una vivencia personal, sino a la conocida escena de la película 2001: Una odisea del espacio en la que el astronauta David Bowman, único superviviente de la tripulación del Discovery, tras penetrar en el interior del monolito negro aparece en una extraña habitación de hotel que, según todos los indicios, se ha convertido en su lugar de encierro. Prescindiendo del onírico final imaginado por Kubrik para la película, que a Luis nunca le había gustado prefiriendo la mucho más lógica versión de la novela de Clarke, lo cierto era que no le apetecía en modo alguno experimentar una transformación similar a la del protagonista de la obra.
Pese a todo, logró borrar momentáneamente de la mente sus temores volviendo al argumento anterior: pasara lo que pasara, ellos no podrían hacer nada por evitarlo.
Al salir del baño descubrió que Pablo también se había levantado. Sentado en el borde de un diván, con la cabeza gacha entre las manos, era la imagen viva del desconsuelo. En el equipo de música ya no sonaban las vibrantes notas de Bach, sino el melancólico Adagio de Samuel Barber. Al parecer, la maldita habitación era capaz de detectar sus estados anímicos, seleccionando la música que consideraba más adecuada.
El ruido de sus pisadas alertó a Pablo de su presencia y, levantando la vista, le preguntó con expresión lastimera:
-¿Dónde estamos? ¿Qué va a ser de nosotros? Tengo la impresión de que nos están cebando antes de llevarnos al matadero.
Iba Luis a responderle con unas palabras tranquilizadoras en las que él mismo no creía, cuando Miguel apareció de nuevo.
Majestuoso como el ángel que acaso fuera, su custodio les dirigió una sonrisa que contrastaba vivamente con el abatimiento de los dos amigos.
-¡Hola de nuevo! -saludó jovial-. ¿A qué vienen esas caras tan largas? Ya os dije que estabais entre amigos y que no teníais nada que temer de nosotros.
Iba a responder Luis haciéndose eco de la descarnada metáfora de Pablo cuando, pensándolo mejor, se militó a preguntar:
-¿Qué queréis de nosotros?
-En realidad, nada -respondió su interlocutor-. Como ya os expliqué, nos vimos obligados a intervenir para evitar que cometierais un error irreparable, no quedándonos otra solución que la de traeros aquí. Pero nuestra intención es devolveros a vuestro ámbito lo antes posible, por supuesto sanos y salvos.
A Luis no le acababa de cuadrar que les dejaran libres tal cual sabiendo lo que ahora sabían, pero optó por callar prudentemente sus sospechas. Fue Pablo quien intervino entonces, repitiendo la pregunta de la entrevista anterior
-¿Por qué impedisteis que matáramos a Hitler? Quitando de en medio a ese mal bicho hubiéramos salvado la vida a muchos inocentes.
-Y habríais condenado a su vez a otros tanto a la no existencia -le rebatió el ser angélico con suavidad-. Tan inocentes como los otros, dicho sea de paso. Además -remachó-, de que Hitler no era el único jerarca nazi, por lo que de no haber existido otro hubiera ocupado su lugar. Puede que entonces la historia del III Reich hubiera sido distinta, pero lo más probable es que, a la postre, resultara bastante similar. ¿Qué habríais hecho entonces? ¿Volver de nuevo al pasado para matar a Himmler, a Goebbels, a Goering...? No daríais abasto.
-¿Qué sois vosotros? -le interrumpió Luis, buen aficionado a la ciencia ficción-. ¿Los guardianes del tiempo?
-Somos... -respondió Miguel, visiblemente divertido- somos muchas cosas que me resultaría muy difícil de explicaros; pero sí, simplificando mucho, se nos podría considerar como tales.
-Entonces he ganado yo -zanjó en tono triunfante-. El tiempo es inmutable.
-Si te refieres a la apuesta que manteníais entre vosotros sobre la posibilidad o no de alterar el pasado, lamento deciros que ambos estabais equivocados.
Ninguno de los dos cayó aparentemente en la cuenta del hecho de que el extraño ser conocía perfectamente sus motivaciones, pese a que en ningún momento habían hablado de ello desde que aparecieran allí. Pero la posibilidad de que ninguna de las dos hipótesis fuera cierta les desconcertó todavía más.
-Os lo explicaré -concedió Miguel, consciente de haber captado su atención-, aunque os advierto que para poderlo entender es necesario prescindir no ya de los prejuicios de todo tipo, sino también de de las propias reglas que regulan el pensamiento racional. En concreto, del principio de causalidad o, si lo preferís, de la inviolabilidad de la dualidad causa-efecto.
-Pues nos estamos cargando uno de los pilares básicos del método científico -objetó Luis, más versado en estos temas que su compañero-. Si tenemos un efecto sin causa, o una causa posterior al efecto creado por ésta, ya me dirás...
-Me temo que te estás dejando llevar por tus prejuicios cartesianos -le atajó su sonriente interlocutor-. Y, aunque la causalidad casi siempre suele ser válida a escala cotidiana, sabes tan bien como yo que su vigencia no es absoluta, incluso al nivel de vuestros propios conocimientos. Ya la Relatividad le dio la primera sacudida, y poco después la Mecánica cuántica acabó con su universalidad.
-Un momento -era ahora Pablo quien metía baza-. A ver si nos aclaramos. Si el tiempo fuera inmutable por propia naturaleza, tal como defendía Luis, no haría falta nadie para intentar impedir los posibles intentos de modificarlo. Pero si ésta es precisamente vuestra misión, esto quiere decir que vuestra presencia es necesaria; en consecuencia, si no hubiera sido por vosotros habríamos podido matar a Hitler cambiando la historia. Por lo tanto, vosotros seríais tan sólo unos simples actores más en un escenario temporal flexible y potencialmente alterable. Que no lográramos nuestro propósito no quiere decir que no fuera posible hacerlo, ya que de cumplirse la premisa de su inmutabilidad vosotros seríais prescindibles.
-Como silogismo no está nada mal -rió con ganas Miguel-. Pero no deja de ser una argumentación circular. ¿Se te ha ocurrido pensar que la inmutabilidad del tiempo pudiera llevar implícita nuestra existencia? ¿O, dándole la vuelta, que seamos precisamente nosotros los responsables de esa inmutabilidad?
-¿No te parece un poquitín presuntuosa esa afirmación que acabas de decir? -contraatacó a su vez Luis-. Si, según la religión católica, ni tan siquiera Dios puede ir en contra de las leyes de la lógica, ¿por qué razón vosotros sí podríais hacerlo?
-Vaya, además de científicos y filósofos me habéis salido teólogos -era evidente que su custodio se estaba divirtiendo en grande-. Para empezar, las especulaciones teológicas no tienen por qué ser más exactas que las de cualquier otra rama del conocimiento humano, puesto que todas ellas surgen de unas mentes igualmente limitadas. Así pues, dejemos a Dios, o mejor dicho al concepto humano de Dios, tranquilo.
-Eso no es una respuesta -rezongó con disgusto el interpelado.
-Tienes razón, no lo es. En cualquier caso, la explicación es sencilla: no tiene sentido intentar buscar una causa y el subsiguiente efecto porque éstos no existen como tales. La realidad cronológica no es lineal, secuencial o vectorial, llamadla como prefiráis, sino un todo que, al igual que una esfera, no tiene ni principio ni fin, ya que todas sus partes son equivalentes e igual de necesarias. Lo siento -reconoció-, sé que ésta es una explicación muy pobre, pero es la única a la que puedo recurrir utilizando argumentos que seáis capaces de comprender. Para daros una explicación más precisa, sería necesario que os familiarizarais antes con una serie de conceptos que ahora os resultan extraños.
-Sigues sin decirnos qué es lo que pintáis vosotros aquí -insistió Pablo con tozudez.
-¡Oh, eso sí es sencillo de entender! Nuestra identidad como guardianes temporales es algo equivalente al viejo dilema del huevo y la gallina. Dicho con otras palabras, resulta imposible discernir si es gracias a nosotros por lo que el tiempo es inmutable o si, por el contrario, es la propia invariabilidad del tiempo la que determina nuestra existencia. Como os acabo de decir, se trata de un proceso circular en el que no hay un punto singular con respecto al resto.
-O sea, que sois porque estáis, y estáis porque sois... -arguyó Pablo, nada convencido con el razonamiento.
-Podría considerarse así -concedió el ángel con una nueva sonrisa.
-Entonces -terció Luis-, sigo insistiendo en que tenía razón yo.
-Sí, si consideramos que vuestro intento de alterar la historia estaba condenado al fracaso; pero también la tenía él -dijo al tiempo que señalaba con la mirada a Pablo- al afirmar que, si no hubiera sido por nosotros, podríais haber llegado a asesinar a Hitler. Olvidaos del determinismo; según la miréis, la paradoja se decantará hacia un lado o hacia el otro... o hacia ninguno, o hacia los dos.
-Bueno, por lo menos lo intentamos... -se consoló Pablo-. Al menos en eso, hemos sido unos pioneros.
-Lamento tener que desilusionarte -respondió su interlocutor-, pero no habéis sido ni los únicos, ni los primeros.
Y viendo el gesto de extrañeza de sus dos forzados huéspedes, explicó:
-¿Sabéis cuántas veces hemos tenido que desbaratar intentos de desbaratar la historia similares al vuestro? Os aseguro que hemos perdido la cuenta. Parece como si hubiera una obsesión, tanto en vuestro siglo como en los siguientes, por aniquilar a Hitler, con diferencia el personaje histórico más buscado muy por encima de otros tan significados o más que él. Y, la verdad, aunque sólo fuera por variar, agradeceríamos tener que salvar de vez en cuando a gente como Escipión, Atila, Gengis Kan, Tamerlán, Mahoma, Lutero, Enrique VIII, Napoleón... e incluso a contemporáneos suyos como Mussolini, Stalin o Mao. Un poquito de variedad no nos vendría nada mal para combatir la rutina.
-¿Quieres decir que ha habido, además de nosotros, otros inventores de la máquina del tiempo? -preguntó, sorprendido, Luis.
-¡Oh, por supuesto! Menudo trabajo nos dais entre todos vosotros. Por suerte, nuestros métodos de control resultan infalibles, de no ser así menudo caos que se formaría con tanta gente empeñada en cambiar la historia en un sentido o en otro, conforme a sus predilecciones personales. Eso sí, he de reconocer que vuestro plan era mucho más elaborado de lo normal. Es una lástima que tuviéramos que abortarlo, puesto que resultaba especialmente ingenioso y bien ideado.
-Flaco consuelo -refunfuñó Pablo, visiblemente decepcionado ante la perspectiva de no haber sido el primero-. Y ahora que ya has expuesto vuestras razones para impedirlo, ¿te importaría decirnos qué es lo que pensáis hacer con nosotros?
-¿Qué otra cosa íbamos a hacer, sino devolveros a vuestra línea temporal? -se extrañó, o fingió extrañarse, el ángel-. Ya os dije desde el principio que no pretendíamos haceros el menor daño. Eso sí, como comprenderéis, por vuestro propio bien nos veremos obligados a recortaros las uñas... perdonad por el símil -se disculpó-, me temo que, cuando adopto esta envoltura carnal, a veces me vuelvo demasiado humano. Quería decir que borraremos selectivamente de vuestras memorias los recuerdos de esta aventura, por lo que seréis incapaces de recordar tanto la construcción de la máquina del tiempo como vuestra estancia aquí. Además, os condicionaremos mentalmente para que, de aquí en adelante, no volváis a tener la compulsión de inventarla de nuevo. Por lo demás...
-¿Y te parece poco? -le interrumpió el impulsivo Pablo, roja la cara de indignación-. No sólo frustráis nuestro intento de librar a la humanidad de uno de los mayores asesinos de la historia, sino que además echáis por tierra todo nuestro esfuerzo de muchos años. Yo...
-Lo siento, pero esto es lo que hay -le interrumpió a su vez Miguel en un tono de voz que no admitía la menor discusión-. Fuisteis como niños jugando con fuego sin ser conscientes del peligro que corríais ni de los trastornos que hubierais podido originar de haber logrado llevar adelante vuestro plan. Obramos de la manera más conveniente para evitarlo, y no existe la menor posibilidad de discusión sobre este punto. Simplemente, ha sido así porque tenía que ser así.
-Entonces -intervino a su vez Luis, más calmado que su compañero-, si nos vais a borrar de la memoria todos estos recuerdos, ¿qué necesidad había de darnos unas explicaciones que dentro de poco vamos a olvidar?
-Es difícil de explicar -concedió el ángel retornando a su suave tono habitual-. Pero tiene su razón de ser. Digamos que queríamos evitaros todo tipo de incertidumbres y miedos mientras estuvierais aquí, ya que el proceso de neutralización requiere cierto tiempo. No había necesidad de haceros sufrir, por más que acabarais olvidando también estos sufrimientos -calló que en realidad ellos tenían sus buenas razones para estudiar las reacciones de sus huéspedes durante su obligado confinamiento; no era necesario hacerles partícipes de todos los detalles.
-¿Y ahora, qué? -insistió Pablo, todavía inquieto.
-Ahora ya está todo listo, así que os deseo la mejor de las suertes. Aunque no me recordéis, hasta siempre, amigos.
Y tras hacer un gesto con la mano, vio como se desvanecían los dos humanos, retornados a su prosaica realidad.
-¡Uf! Uno menos -suspiró el ser al verse solo-. Ya tenía ganas de quitarme este maldito disfraz.
Y sin solución de continuidad, no sólo se disolvió el decorado sino también el falso cuerpo que lo recubría, recuperando su verdadera fisonomía... una fisonomía imposible de describir con palabras humanas.
-¡Todavía me quedan otros cuatro casos por resolver antes de que termine mi turno! -masculló el ente con algo que no era ni palabras ni pensamientos-. Y por si fuera poco, los cuatro con el dichoso Hitler por medio. ¿Por qué les dará siempre a estos imbéciles por matar a este individuo? Estoy más que harto de tener que andar salvándolo una y otra vez...
* * *
Luis P. y Pablo M. eran amigos desde hacía muchos años. Una mañana, Pablo llegó entusiasmado a casa de Luis mostrándole el titular de una noticia de periódico.
-¡Mira Luis! -exclamó a guisa de saludo-. Científicos del MIT dicen que dentro de poco será posible construir una máquina del tiempo...
-Tonterías -respondió éste en tono escéptico-. Es absurdo pretender que se pueda viajar por el tiempo; de ser posible, se crearían tales paradojas que nuestra línea temporal se volvería inviable.
-Pues es una lástima -concedió su amigo-. Porque a mí nada me encantaría más que poder construir una máquina del tiempo y viajar con ella al pasado para matar a Hitler antes de que se afiliara al partido nazi.
-Sí, sería muy bonito, pero no merece la pena perder el tiempo soñando con imposibles.
Dicho lo cual, procedieron a cambiar de tema de conversación.
Publicado el 4-10-2015