Juego diabólico
Miguel D. nunca había mostrado el menor interés por los videojuegos, ya que los consideraba una pérdida inútil de tiempo y un entretenimiento meramente infantil.
Su opinión cambió por completo, aunque fuera de modo excepcional, cuando navegando por internet -más bien derivando, como definía jocosamente a ir de acá para allá de forma errática sin un rumbo definido- encontró por casualidad un enlace que le condujo a la página de descarga de Dantes Hell -por supuesto el título estaba en inglés-, un videojuego ambientado en el infierno imaginado por Dante para la Divina Comedia.
La descarga era gratuita -en realidad se trataba de una copia de evaluación, pero para el caso era lo mismo- y la página invitaba a probar el videojuego con todo un despliegue de llamativas imágenes de un realismo tal que dejaba anonadado, máxime cuando a él siempre le habían atraído los cuadros y dibujos de temática fantástica; no en vano tenía colgada en el salón de su casa una buena reproducción de La isla de los muertos de Arnold Böcklin.
Descargó el fichero, lo instaló, lo abrió y... todas sus prevenciones contra los videojuegos se disolvieron como un azucarillo. El programa era magnífico sin ningún género de dudas, y a pesar de que ni su monitor ni sus altavoces estaban especialmente diseñados para juegos, los resultados eran espectaculares.
Miguel D. había leído la Divina Comedia -bueno, en realidad tan sólo hasta el Purgatorio, porque el Paraíso le resultó demasiado aburrido- hacía muchos años, por lo que el recuerdo que tenía de ella era poco detallado. Más frescos tenía los cuadros y los dibujos -en especial los grabados de Doré- inspirados en ella, pero ni la una ni los otros tenían parangón con lo que se mostraba ante sus ojos... y ante sus oídos, puesto que la espléndida banda sonora era realmente magistral, entretejiéndose en ella reminiscencias de obras clásicas como El trino del diablo, la Sinfonía Fantástica, Una noche en el Monte Pelado, la Danza macabra o La isla de los muertos con unas inquietantes melodías decididamente diabólicas, por lo cual tomó nota mental de la necesidad de averiguar el nombre del compositor.
La parte visual no era menos fascinante. Los escenarios del juego estaban basados en los nueve círculos del Infierno con sus correspondientes subdivisiones, y la dinámica de la partida consistía, como cabe suponer, en irlos atravesando tal como hicieran Dante y su mentor Virgilio, salvando todos los obstáculos que se interponían en su camino.
Pero el juego, y ahí radicaba la genialidad de sus creadores, no se limitaba a imitar al clásico literario en el que se inspiraba, sino que iba mucho más allá incluyendo multitud de personajes y torturas no imaginados siquiera por el escritor florentino, lo que le permitía alcanzar unos niveles dantescos -nunca mejor dicho-, con un derroche de imaginación y una minuciosidad en el diseño realmente asombrosos, sin que los deliberados anacronismos menoscabaran en lo más mínimo su mérito.
En consecuencia, Dantes Hell resultaba ser enormemente adictivo incluso para quienes como Miguel D. siempre se habían mostrado indiferentes hacia este tipo de entretenimientos. Así pues, ya en la primera partida jugó con entusiasmo -las instrucciones eran sencillas y estaban convenientemente explicadas en la introducción- aunque no con demasiado éxito, puesto que sucumbió apenas pisado el segundo círculo.
Eso era normal, y como en cualquier otro juego necesitaría más partidas para adquirir experiencia. Así pues, reinició el juego con la pretensión de jugar una segunda... encontrándose con la decepcionante sorpresa de tropezar con una pantalla de bloqueo en la que se anunciaba que, por tratarse de una copia de evaluación, tan sólo estaba permitido jugar una única partida al día.
Miguel D., que siempre había sido templado, se lo tomó por el lado bueno; al fin y al cabo tenía otras cosas que hacer, por lo que la forzada dosificación podría ser incluso beneficiosa. Claro está que se le ofrecía la posibilidad de comprar una licencia, pero ignoró el botón correspondiente. Ya tenía bastante con una partida al día; además, juzgando por precedentes anteriores, lo más probable era que se acabara cansando del juego una vez pasada la novedad.
Sin embargo al día siguiente, conforme llegó a casa, alteró su rutina cotidiana apresurándose a encender el ordenador y a cargar el juego. En esta ocasión estuvo a punto de pasar al tercer círculo, lo que sin duda suponía un importante avance por más que las dificultades se hicieran previsiblemente mayores conforme fuera profundizando en los territorios infernales; pero como ya se desenvolvía bastante bien, se adaptó con facilidad a las molestas restricciones de uso.
Eso sí, la partida cotidiana se convirtió en parte integrante de sus hábitos diarios, dedicándole cada vez más tiempo gracias a su cada vez mayor habilidad para esquivar los peligros, lo que le permitía ir avanzando conforme pasaban los días.
Siete semanas más tarde se había convertido, si no en un experto, sí en un jugador lo suficientemente hábil para acariciar la posibilidad de alcanzar el final del juego, donde según Dante acechaba el propio Satanás. Puesto que en la Divina Comedia éste y Virgilio conseguían huir del infierno refugiándose en el purgatorio, era de suponer que en el videojuego ocurriera algo similar, aunque nada de ello indicaban las instrucciones. En cualquier caso, se daba por satisfecho con la proeza de atravesar indemne los nueve círculos infernales.
Un día después, al cargar el programa, éste le recordó que se trataba de la última sesión gratuita de las cincuenta permitidas por la copia de evaluación, preguntándole si quería jugarla. Por supuesto dijo que sí y, tras jugar de forma magistral, cayó finalmente a las puertas mismas de la meta agarrado y devorado por el monstruoso Satán.
Huelga decir que su decepción fue absoluta, no sólo por haber estado tan cerca de lograr el éxito, como porque se le había acabado el chollo de las partidas gratuitas. Podría intentar desinstalar el videojuego y volverlo a instalar, pero por experiencia propia sabía que ese truco no solía dar resultado. Tendría que hacerlo en un ordenador distinto, pero no disponía de ningún otro, o bien esperar un tiempo razonable hasta que, con suerte, los servidores de la empresa que lo explotaba se olvidaran de su dirección IP. Y siempre tenía la opción de comprar una licencia, como oportunamente se le ofrecía; bastaba con pulsar un botón y tampoco era demasiado cara, pero estaba acostumbrado al todo gratis y no le apetecía rascarse el bolsillo por algo que en definitiva no dejaba de ser un simple juego.
Iba ya a cerrar el programa cuando una segunda pantalla reemplazó a la anterior ofreciéndole una prórroga de la copia de evaluación, sin coste alguno, en las condiciones establecidas por la cláusula número 42 del acuerdo de licencia, vulgo letra pequeña. Huelga decir que no se había molestado en leerlo cuando descargó el videojuego -en realidad nunca lo hacía-, y tampoco creyó necesario hacerlo ahora ante la tentación de pulsar un simple botón.
Y lo hizo.
El resultado fue inmediato, aunque en modo alguno el que él esperara. La pantalla de advertencia desapareció de forma repentina, sustituida por un realista torbellino ígneo acompañado por un estruendoso fragor. El efectismo estaba sin duda muy logrado, pero la sorpresa de Miguel D. dio paso al terror cuando observó atónito cómo el remolino de fuego brotaba de la pantalla del monitor formando un furioso vórtice sobre uno de los sillones del salón, apenas a unos metros de él.
Aunque no sentía la menor sensación de calor, ni mucho menos de encontrarse frente a un furioso incendio, el ruido seguía siendo atronador y una nueva sensación, olfativa en este caso, vino a sumarse a las anteriores en forma de desagradable hedor a azufre quemado.
Por fortuna todas ellas desaparecieron al cabo de unos segundos, pero la situación distaba mucho de ser la misma que antes ya que frente a él, sentado beatíficamente en el sillón el cual no mostraba la menor señal de quemaduras, se encontraba un diablo.
Se trataba sin lugar a dudas de un habitante del averno, puesto que su aspecto era de manual con la piel de color escarlata contrastando con el profundo negro del cabello y la perilla caprina, los pies terminados en pezuñas, las orejas puntiagudas y, como cabía esperar, los familiares cuernos y el rabo escamoso.
La teatral aparición dejó sin habla al perplejo Miguel D., el cual al ver que su insólito visitante no decía palabra alguna, logró articular al fin:
-¿Quién... quién eres?
-Asdetet, diablo de tercera, para servirte -respondió éste al tiempo que esbozaba un simulacro de sonrisa que dejó al descubierto unos dientes afilados como puñales.
-Y... ¿qué haces aquí?
-Nos invocaste y respondimos a tu llamada, así de sencillo.
Miguel D. era una persona racional que no creía en milagros, apariciones ni seres sobrenaturales de ningún tipo, diablos incluidos. Pero la evidencia era tan abrumadora -hasta su pituitaria seguía llegando un tufillo a azufre, y desde luego el ser que se encontraba a su lado era indiscutiblemente real y sólido- que le dejó desarmado.
-No puede ser... -musitó.
-Pues te guste o no, sí lo es -rió la criatura del averno; su aliento olía todavía peor-. Pero insisto, tú nos llamaste.
-¡Eso no es cierto! -exclamó aterrorizado-. ¡Cómo os iba a invocar si jamás he creído en vuestra existencia!
-Sí lo hiciste, amigo mío, y te lo voy a demostrar.
Hizo un gesto con la mano, rematada en unas afiladas uñas, y en el espacio que mediaba entre ambos se materializó, a modo de holograma, una frase.
-Ahí tienes el texto completo de la cláusula número 42 del acuerdo de licencia, que aceptaste voluntariamente al pulsar hace un momento el botón a cambio de una prórroga de uso del videojuego. ¿Me equivoco?
-No, pero...
-Sí, ya lo sé, no lo leíste ni el primer día, ni el segundo... ni tan siquiera hoy. Podrías haber contratado una licencia o bien haberte desentendido del juego, pero optaste por pulsar el botón. Pero eso era responsabilidad tuya, nosotros lo advertíamos claramente. ¿Quieres leerlo?
Y al ver que su anfitrión se quedaba bloqueado, continuó:
-Está bien, te lo resumiré yo. Si aceptabas la oferta de prórroga gratuita te comprometías a entregarnos a cambio tu alma, en las condiciones establecidas por el Código Mercantil Infernal de fecha... bueno, estos detalles farragosos no son importantes. Lo cierto es que tu aceptación, y esto sí estaba explícitamente indicado en este apartado -lo señaló de nuevo-, equivalía legalmente a un contrato mediante el cual tú nos vendías el alma a cambio de un uso ilimitado de nuestro pequeño juego. ¡Oh, no te sorprendas! Hace ya mucho tiempo que reemplazamos a la vieja y engorrosa firma con la propia sangre por algo más prosaico y más cómodo como es la firma digital; nosotros también nos modernizamos.
-Pero... ¡me habéis engañado!
-Por supuesto que no; ya les gustaría a los de allá arriba pillarnos en un renuncio. Lo creas o no, el contrato es perfectamente válido ante cualquier jurisdicción, sea ésta terrenal, infernal o -hizo un gesto de desagrado- celestial. Eso sí, carece de la posibilidad de retracto, pero su inclusión era opcional... y optamos por no incluirla.
-Esa cláusula es abusiva... -objetó sin demasiado convencimiento.
-Esto es opinable; pero te advierto que nuestros abogados, y tenemos a los mejores de todos los que en su vida mortal se dedicaron a este oficio y son ahora huéspedes nuestros, no piensan así. Además, nuestra práctica no es diferente de la de otras muchas empresas de software, por lo que no tienes motivos para fingir ignorancia. Lamento, eso sí, que te sientas engañado, pero nuestro proceder ha sido escrupulosamente legal y si a alguien tienes que reprochar algo es a ti mismo, por no haber sido más precavido y haberte leído antes las condiciones del contrato. Como supongo sabrás, una de las frases más famosas sobre internet es aquélla que dice que cuando un servicio es gratuito, el producto eres tú.
Y volvió a exhibir de nueva su espantosa -y hedionda- sonrisa.
-Pero vender el alma... al menos, otros lo hicieron a cambio de algo importante como poder, dinero, amor, juventud, sabiduría o alguna habilidad especial como tocar el violín... pero no por un miserable videojuego. Barato os he salido -gimió.
-Lo hecho, hecho está -sentenció cínicamente el diablo-. Y, te guste o no, tienes que asumirlo. Pero míralo por el lado bueno: si llegaste hasta aquí fue porque el juego te gustó lo suficiente, y el pago a cambio de tu alma será permitirte jugar con él de manera indefinida.
-Flaco consuelo -rezongó la abatida víctima-. No tardaré en cansarme de él.
-Eso es cosa tuya. De todos modos, tiempo no te va a faltar. Has de saber que las condiciones en las que jugarás a partir de ahora son muy diferentes de las iniciales y, por supuesto, mucho más atractivas. A partir de ahora jugarás dentro del videojuego de forma inmersiva, como si fueras un personaje más; de hecho lo serás, y además no el único. Aunque esté mal decirlo, lo cierto es que estamos teniendo un gran éxito con nuestro producto.
-¡Qué ironía! Resulta que, a la hora de la verdad, el infierno no pasa de ser un puñetero juego...
-Te equivocas -Asdetet se puso repentinamente serio-. El infierno es un lugar que se encuentra más allá de vuestro limitado universo tridimensional, y no todo él es un lugar de castigo... aunque sí cuenta con secciones que actúan como tales. Pero incluso éstas son muy diferentes y abarcan realidades, digámoslo así, de difícil comprehensión para una mente humana, de modo que tuvimos que tunearlas para facilitaros las cosas recurriendo, incluso, a las pintorescas concepciones surgidas a lo largo de la historia, Divina Comedia incluida.
-Entonces...
-No te hagas ilusiones, a ti se te ha asignado ese destino y en él permanecerás como un figurante más. En el mismo momento en que terminemos esta conversación vendrás conmigo al decorado del videojuego, que a partir de ahora constituirá tu encierro. Ésta es tan sólo una de las infinitas facetas de la esencia global de nuestro dominio, pero para ti será tu auténtica realidad, tan tangible como lo ha sido ésta -hizo un gesto ambiguo señalando la habitación- durante todos los años de tu vida. Por si no lo sabías -se regodeó-, los personajes que veías en la pantalla no eran simulaciones informáticas, sino las almas de aquéllos que te precedieron; así pues, otros jugadores jugarán contigo sin saber que fuiste como ellos y que, con un poco de suerte, ellos acabarán siendo como tú.
-Pero del Infierno de Dante se podía salir... -objetó débilmente el condenado-. Al menos, él y Virgilio lo consiguieron. Incluso yo estuve a punto de hacerlo -añadió sin demasiado convencimiento.
-¡Oh, así que ésa es tu última esperanza! -se burló el ser infernal-. Sí, conforme al reglamento del juego teóricamente podría hacerse... pero puedes estar seguro de que te resultará muchísimo más difícil que en la versión del videojuego, de eso ya nos encargamos nosotros. Y si a pesar de todo lo consiguieras, algo que nadie hasta ahora ha logrado, tan sólo conseguirías pasar a otra sección diferente del infierno. Como supongo sabrás, de él nunca se ha librado nadie.
»Pero dejémonos de conversación, que el tiempo apremia -zanjó-. Todavía tengo que visitar a unos cuantos incautos más, y quiero llegar a tiempo para poder ver el partido entre los Diablos Rojos y los Ángeles Malos.
Dicho lo cual desapareció, llevándose consigo el alma del infortunado cibernauta. Su cuerpo yerto, descubierto días después por la señora de la limpieza, fue llevado al depósito, donde se le diagnosticó un infarto agudo de miocardio.
No obstante, si ustedes juegan al Dantes Hell -pongan mucho cuidado, eso sí, en no rebasar las cincuenta partidas- y se fijan con detenimiento en la pantalla del segundo círculo, podrán apreciar en un rincón a un condenado armado con una espada láser que no es otro que nuestro conocido Miguel D. Claro está que todavía lleva poco tiempo allí, por lo que no ha podido progresar demasiado, pero confía en poder ir avanzando poco a poco hasta el final. Puesto que ahora, por mucho que le pese, es inmortal, tendrá tiempo de sobra para intentarlo.
Publicado el 16-12-2019