Memento homo
Simón Fuentes, hombre insignificante y gris hundido en la mediocridad de su vida cotidiana, siempre había alentado una ambición, la única ambición de una vida marcada por la monotonía y el hastío.
Ni deseaba dinero ni perseguía el poder y, por otro lado, su gusto por las mujeres no iba más allá de un moderado impulso fácilmente sofocable desde su soltería forzada. No, Simón no iba tras de ninguno de los tres componentes de la pecaminosa trilogía que mueve a la humanidad: ni el mundo, ni el demonio ni la carne habían figurado jamás entre sus objetivos prioritarios.
Mucho más sutil y, a su manera, ambicioso, tan sólo anhelaba poder salir del pozo sin fondo que para él era la sociedad en la que se veía obligado a vivir buscando la comprensión de los eternos misterios del universo, aquella calidoscópica realidad de la cual los hombres, aún los más sabios, tan sólo eran capaces de vislumbrar algún que otro fugaz destello de toda su sublime realidad.
Así las cosas, nunca hubiera podido Simón suponer (él era, al fin y al cabo, racionalista) que el Maligno pudiera existir en realidad y que además, ¡oh sorpresa! pudiera haberse fijado en su modesta persona con el fin de proponerle el viejo y clásico pacto: su alma a cambio de un deseo, un único deseo.
Cuando, tembloroso pero en absoluto vacilante, Simón comunicó al orgulloso Señor del Averno su más cuitado afán, lo hizo temeroso de que el Rey de las Tinieblas se negara en redondo a ello por considerar que se trataba de algo demasiado ambicioso para un simple mortal; pero para su sorpresa, Satán aceptó complacido el pacto imponiendo una única condición o, por decir mejor, limitación. Tendría a su disposición todo el saber del universo a excepción de dos cuestiones imposibles de alcanzar a causa de su propia naturaleza: La esencia del Bien, representada por su eterno competidor (y al decir esto había fruncido con irritación el infernal ceño) y el espíritu del Mal representado por... Aquí era donde su interlocutor se había atusado vanidosamente el fino y mefistofélico bigote al tiempo que se hacía más ostensible el tenue tufillo a azufre.
Han pasado dos años. Desde su celda del hospital psiquiátrico y en sus escasos momentos de lucidez, Simón se lamenta con amargura de su suerte al tiempo que envidia con todas sus fuerzas a aquellos simples de corazón y hueros de mente que desde su feliz ignorancia viven tranquilos sin sospechar siquiera que el saber, lejos de hacer más felices a los hombres, puede conducirlos irremisiblemente a la locura de la desesperación.
Publicado el 21-10-2015