Una oferta diabólica
Luis Martínez se encontraba a punto de consumar su suicidio. Una interminable racha de mala suerte había arramblado en poco tiempo con su trabajo -acababa de ser despedido con la frialdad típica de las multinacionales-, con su novia -se había largado, para mayor escarnio, con quien hasta entonces había tenido por su mejor amigo-, con varios amigos que para sorpresa suya se pusieron de parte de los traidores, con su familia - había pleiteado sin éxito por la herencia de un tío soltero- y, por si fuera poco, le acababan de entregar una orden de desahucio por impago de la hipoteca del piso. Así pues él, que siempre se había tenido por un optimista nato, se había encontrado de pronto frente a un férreo muro cuyo único resquicio posible pasaba por la terraza de un séptimo piso.
Alzaba ya una pierna por encima de la barandilla cuando oyó una voz a su espalda que le decía:
-Yo no lo haría.
El frustrado suicida volvió la cabeza para ver al intruso, más intrigado que molesto por haber sido interrumpido de manera tan inoportuna su salto al vacío; estaba solo en la casa y había cerrado la puerta con llave, razón por la que no podía entender como podía haberse colado.
Se trataba, según pudo comprobar, de un sonriente joven de aspecto atildado - vestía traje y corbata en plena canícula- con cierto aire entre misionero mormón y vendedor empeñado en cambiarte de compañía telefónica o energética. En cualquier caso, allí no pintaba nada.
-¿Quién es usted? -le espetó en tono irritado-. ¿Y qué hace aquí? ¿Cómo ha entrado en mi casa?
-Se lo explicaré, señor Martínez, pero antes haga el favor de apartarse de la barandilla. Además ahí afuera hay mucho ruido, así que sería mejor que habláramos en el salón con la puerta de la terraza cerrada.
Sorprendentemente Luis obedeció con docilidad, invitando incluso al visitante a sentarse en uno de los sillones al tiempo que él hacía lo propio en el otro.
-Voy a responder a sus preguntas en el mismo orden en que usted me las hizo -le explicó el joven una vez ambos estuvieron acomodados en sus respectivos asientos-. Me llamo Asmodeo Flégreo y soy un demonio de tercera clase, aunque confío en que pronto pueda ascender a segunda. He venido a intentar convencerle de que no se suicide, y he entrado en su casa materializándome, ¿cómo lo iba a hacer si no, si tenía usted la puerta cerrada?
-Yo... -Luis nunca había creído en historias sobrenaturales, y prefería pensar en una explicación más prosaica-. Usted...
-Supongo que se referirá a que no tengo aspecto de demonio, sino más bien de vendedor... -repuso el visitante en tono jovial-. Lo cierto es que los tiempos han cambiado mucho y en la sección de marketing piensan, no sé si con razón o no, que a estas alturas resultaría ridículo mostrarnos a los mortales tal como se nos ha venido imaginando durante siglos; pero si usted lo prefiere, puedo hacer el esfuerzo.
E instantáneamente se transformó en un ser de rasgos similares a los de las gárgolas de las catedrales medievales, con cuernos, pezuñas, rabo peludo y piel de vivo color rojo, para recobrar segundos después su aspecto anterior no sin dejar flotando en el aire un penetrante olor a azufre.
A Luis se le cayó la mandíbula y, de no haber estado sentado, se le habría caído asimismo el resto del cuerpo.
-Lamento haberle asustado -se disculpó el demonio-, pero como dice el refrán una imagen vale más que mil palabras, por más que el aspecto demoníaco que nos endosara hace siglos la propaganda política de nuestros rivales nos resulte, como puede usted imaginar, claramente desagradable y peyorativo. En realidad ninguna de las dos formas en las que me he mostrado ante usted es la mía propia; nuestros cuerpos se pliegan en siete dimensiones, por lo que no le sería posible percibirme tal como soy; por ello, me he visto obligado a recurrir a un simulacro tridimensional que pueda ser identificado por sus limitados sentidos corporales. No obstante, si usted lo prefiere puedo adoptar la forma humana que más agradable le resulte.
Y volvió a transformarse de nuevo, esta vez en Rita Hayworth en su memorable papel de Gilda, el cual por cierto entusiasmaba a Luis.
-No, déjelo -le rogó azorado-. El primero estaba bien.
-Como usted guste -concedió Asmodeo recobrando su apariencia original, aunque mantuvo durante unos segundos, probablemente de forma deliberada, el embriagador aroma de un sofisticado perfume femenino.
-Bien -balbuceó Luis, que comenzaba a asimilar a duras penas la magnitud de la situación a la que se enfrentaba-. Me ha convencido usted de que se trata realmente de un demonio, pero hay algo que no me cuadra.
-¿El qué? -preguntó amablemente su interlocutor.
-Está claro; según la doctrina que me enseñaron en el colegio, el suicidio es un pecado mortal y, en consecuencia, las almas de los suicidas son condenadas al... -se interrumpió, buscando un término más diplomático- son enviadas a ustedes.
-¡Oh, es eso! -rió Asmodeo-. No se preocupe, le aseguro que se trata de otra de las muchas insidias y falsedades que nos han endosado los otros. ¿Para qué podríamos tener nosotros el menor interés en el alma de un suicida? No nos serviría para nada. Nosotros los queremos vivos, no muertos, y el único criterio que nos mueve a la hora de elegir a nuestros potenciales clientes es el de su valía personal. Y usted -añadió zalamero- tiene mucha, por eso he venido aquí, para evitar que se malogre.
-Tendré mucha valía según usted -suspiró Luis en tono lastimero-, pero lo cierto es que mi vida es un desastre y he visto como se hundía todo cuanto tenía algún interés para mí.
-Ta, ta, todo eso tiene fácil remedio -le animó el demonio-. Lo que no lo hubiera tenido habría sido su suicidio; somos poderosos, pero no omnipotentes. Tome esto, le sentará bien.
Añadió, al tiempo que le alargaba la copa de brandy que acababa de materializarse en su mano.
-Le aseguro, señor Martínez -continuó mientras su anfitrión se llevaba la copa a los labios-, que todas las tribulaciones que le afligen en estos momentos tienen una solución sencilla. Nosotros podemos hacer que consiga un trabajo mucho mejor que el perdido, que encuentre una nueva novia que le hará olvidar a esa pendeja y que gane suficiente dinero para mudarse a un barrio residencial; eso sólo para empezar, por supuesto a partir del momento en que se encuentre bajo nuestra tutela podrá disfrutar de la vida como nunca hubiera siquiera soñado. Además, en el lote irían otros detalles importantes tales como una salud de hierro, ausencia de enfermedades de todo tipo y una vejez larga y gratificante; lamentablemente no podemos ofrecerle ni la inmortalidad ni mucho menos la eterna juventud, pero cuando le llegue la hora pasará a formar parte de nuestros elegidos, y puede estar convencido de que nuestra... residencia no tiene nada que ver con esa absurda y falsa aberración infernal que les han inculcado durante siglos como paradigma de castigo y torturas eternas.
-Eso está muy bien -respondió Luis entre trago y trago-; por cierto, éste es el mejor brandy que he bebido en mi vida -alabó-. Al menos, sobre el papel. Ahora, supongo, me pedirá que les venda mi alma...
-¡Oh, no, señor Martínez! Ni mucho menos. ¿Por quién nos toma? -protestó Asmodeo-. Lamentablemente, la propaganda de nuestros rivales ha sido tan efectiva que la falsa imagen negativa que nos atribuyen ha acabado tan marcada en el subconsciente colectivo que influye incluso a los más descreídos. No, nosotros no compramos almas, es más, no tenemos el menor interés en hacerlo. Lo que sí ofrecemos, sin trampa ni cartón y sin letra pequeña, es un compromiso contractual libremente aceptado por ambas partes, por supuesto rescindible a petición de parte. Nada diferente a ninguno de los muchos contratos que cualquier persona suscribe a lo largo de su vida, sea para comprar un piso o un coche o para contratar el teléfono, la luz, el gas o un seguro, pongo por caso.
Y dado que Luis había apurado ya su bebida, añadió:
-Veo que le ha gustado el brandy; no me extraña -sonrió pícaramente-, ya que es mucho mejor que cualquiera que se pueda comprar aquí abajo, y además tiene la virtud de no emborrachar, por lo que puede seguir bebiendo sin ningún temor.
Dicho lo cual la copa se volvió a llenar sola.
-Un momento -le interrumpió el interpelado-. Si no he entendido mal usted me está ofreciendo un contrato con su... organización, ¿no es así?
Y ante el asentimiento tácito del visitante, inquirió:
-¿Cuál es, entonces, la diferencia con la tradicional venta del alma? Aparte, claro está, de atrezzos tales como el pergamino de piel humana o la firma con tu propia sangre...
-Está claro, señor Martínez, insisto en que nosotros no tenemos el menor interés en poseer su alma; le deseamos entero o, mejor dicho, deseamos contar con usted como cliente, sin atentar en ningún momento contra su libre albedrío.
-No alcanzo a ver la diferencia -porfió.
-Existe, y mucha. Si usted contrata un seguro de vida, pongo por caso, no está vendiéndose a la compañía aseguradora, simplemente adquiere un compromiso mutuo con ella, sujeto a una normativa legal concreta y revocable cumpliendo ciertos requisitos. Con nosotros ocurre igual, le ofrecemos una serie de ventajas que ya le he enumerado a grandes rasgos a cambio de su aquiescencia. Además, y en esto nos diferenciamos claramente de nuestros competidores, nuestros contratos no son en modo alguno irrevocables, de modo que, conforme a las cláusulas establecidas, que por supuesto podrá usted estudiar con tranquilidad, si en cualquier momento deseara desistir podría hacerlo sin ningún problema y sin la menor penalización, simplemente tendría que renunciar, a partir de ese momento, a los beneficios que le otorga nuestro vínculo.
-Vamos, que perdería instantáneamente todo lo que previamente me hubieran concedido...
-No, en absoluto; usted seguiría manteniendo todo lo conseguido hasta entonces, simplemente quedaría libre de nuestra tutela para lo bueno y para lo malo, de modo que no tendríamos la menor responsabilidad sobre lo que pudiera acaecerle en adelante.
-Parece muy bonito para ser verdad; a ver si ahora va a resultar que los buenos son ustedes...
-Ni buenos ni malos, señor Martínez, al menos en lo que respecta a esos absurdos planteamientos maniqueos que tanto le gustan a la competencia. Simplemente somos unos profesionales que procuramos buscar un beneficio mutuo para ambas partes, y bastante es que, varios milenios después, sigamos teniendo que luchar contra la falsa leyenda negra que nos endosaron en su día para beneficio propio. Por cierto, le puedo asegurar que ellos jamás le ofrecerán nada parecido a nuestro contrato de prueba, un compromiso de tan sólo cinco años renovable, o derogable, según estime usted más conveniente. Como puede comprobar, nada tiene que perder y sí mucho que ganar.
-Señor Asmodeo -reflexionó Luis tras un intervalo durante el cual aprovechó para apurar la tercera copa-, insisto en que todo esto me parece interesante, sobre todo teniendo en cuenta que jamás me preocupé lo más mínimo por las cosas del más allá; pero sigue sin explicarme en qué consistiría mi compromiso, lo único que sé es que no me quieren comprar el alma... y como puede suponer no voy a tomar ninguna decisión, ni siquiera de prueba, sin saber antes a qué atenerme.
-Tiene usted razón, eso es lo que pretendía explicarle ahora. Su compromiso sería muy sencillo, como cliente nuestro tan sólo tendría que aceptar que le insertáramos nuestra marca comercial, es algo similar a la publicidad incluida dentro de las series de televisión, lo que en la jerga del medio se conoce como product placement.
-¿Insinúa acaso que me tendría que convertir en un hombre anuncio, y que llevaría la cabeza rodeada por un aura en la que brillaría intermitente una leyenda del tipo Compre Satanás? -gruñó Luis poniéndose a la defensiva.
-¡Por favor, señor Martínez! ¿Por quién nos toma? Le aseguro que ningún mortal se enteraría jamás de su compromiso con nosotros, de hecho estoy seguro de que usted conoce a alguno de nuestros clientes sin tener la menor idea de que lo son. La discreción es uno de nuestros principales compromisos.
-¿Entonces? De poco sirve la publicidad si nadie se entera de ella.
-Depende de a quien vaya dirigida, cada campaña tiene su target particular. En nuestro caso lo que pretendemos es marcar el territorio, y perdóneme si el símil le resulta demasiado tosco, frente a nuestros competidores. Sólo ellos sabrán que usted ha firmado un contrato con nosotros, por lo demás nuestra marca comercial resultará completamente invisible y nadie tendrá conocimiento de él, a no ser que usted desee decírselo.
-¿Sólo a cambio de eso podré disfrutar de las ventajas que me promete? -preguntó incrédulo-. Permítame que le diga que resulta difícil de creer.
-Tenga en cuenta, señor Martínez, que estamos en plena campaña de promoción, por lo que podemos ofrecer a nuestros nuevos clientes unas condiciones inmejorables. Ha de saber además -suspiró el demonio- que hasta hace relativamente poco, con la burda excusa que eran ellos quienes les habían creado, nuestros rivales ejercieron un férreo monopolio sobre los mortales, por lo que teníamos que conformarnos con lo que ellos desechaban... por lo general de muy mala calidad, como puede usted imaginar. Por fortuna una reciente sentencia del Tribunal de Defensa de la Competencia dictaminó que nosotros también teníamos derecho a ejercer nuestra actividad comercial en igualdad de condiciones, pero el hecho de que ellos sigan manteniendo la posición dominante nos dificulta mucho poder conseguir clientes, razón por la que nuestras ofertas tienen que ser más agresivas que las suyas. Así de sencillo.
-Está bien -concedió Luis-, ciertamente parece interesante pero, y no se lo tome a mal, me gustaría estudiar las condiciones del contrato antes de decidir firmarlo o no.
-Por supuesto, señor Martínez; otro de nuestros compromisos es el de no engañar a los clientes, nosotros no somos de esos que le ponen un papel delante de las narices conminándole a firmar en ese momento. Aquí tiene una copia del contrato -le entregó una carpeta primorosamente decorada que apareció en sus manos- para que usted la lea tranquilamente. Una vez hecho esto, y si está conforme, bastará con que invoque el ensalmo que viene impreso en la última página para que el compromiso sea efectivo.
-¿Así de simple?
-Así de simple -corroboró Asmodeo-. ¿Para qué complicarnos la vida con rituales obsoletos? Y ahora, si me lo permite, me despido de usted, porque todavía tengo que visitar a varios posibles clientes. Encantado de conocerle, señor Martínez, y hasta siempre. ¡Ah, y si tiene alguna duda, basta con que invoque el ensalmo del anexo I y yo u otro de mis compañeros le atenderemos personalmente.
Dicho lo cual desapareció. Luis, todavía sorprendido pero disipadas ya sus tendencias suicidas, comenzó a curiosear el documento cuando oyó una voz, distinta de la anterior, que le decía:
-Yo no lo haría.
Intrigado, más que molesto, levantó la vista comprobando que tenía un nuevo visitante en el salón, una figura alta y espigada -no pudo determinar si masculina o femenina- de largos cabellos rubios y dos alas de blanco plumaje en la espalda, la cual estaba ataviada con una brillante túnica de indefinido color.
-¿Quién es usted? ¿Y qué hace aquí? -obviamente sabía como había entrado, por lo que consideró innecesario repetirla tercera pregunta.
Me llamo Leliel Etéreo, y soy un serafín de tercera clase, aunque confío en que pronto pueda ascender a segunda. He venido a intentar convencerle para que no firme ningún compromiso con esos inmundos diablos que pretenden engañarle abusando de su buena fe. Yo, por el contrario, le puedo hacer una oferta infinitamente mejor que la suya, con el aval de varios milenios de experiencia y millones y millones de clientes satisfechos para toda la eternidad.
-Está bien, desembuche -suspiró Luis con resignación-. Pero le ruego que sea breve, porque tengo muchas cosas que hacer y no podré atenderle durante demasiado tiempo.
Publicado el 29-8-2016