Pacto infernal



Raro será que, en el transcurso de una conversación, alguien desdeñe la importancia de la lectura de los clásicos como forma no sólo de incrementar nuestra cultura, sino también por su potencial ayuda, en forma de conocimientos útiles, para el devenir cotidiano. Que esta defensa sea reflejo de nuestras verdaderas inquietudes, o que se trate tan sólo de un fingimiento para evitar ser tildado de inculto, es ya otra historia.

En mi caso particular me encontraba en un punto intermedio entre ambos extremos. Reconozco que mi cultura literaria no era tan profunda como hubiera sido de desear, pero tampoco me consideraba un ignorante; o al menos, eso creía.

Por desgracia, hube de tropezar con una de mis muchas carencias literarias, lo cual no hubiera sido demasiado grave de no haber tenido la mala suerte de tropezar justo en esa piedra, algo de lo cual me habré de lamentar eternamente. De forma literal.

Pero no nos adelantemos. Mi desgracia, aunque entonces no la consideré, ingenuo de mí, como tal sino como la mayor fortuna que había podido caerme en suerte, comenzó el día en que se cruzó en mi camino un demonio. Sí, ya sé que suena inverosímil, pero les aseguro que es cierto. ¡Ojalá no lo hubiera sido!

No voy a extenderme demasiado, ya que no resulta necesario, sobre las circunstancias que me condujeron a un encuentro tan inesperado; aunque, en contra de lo que pudiera pensarse, les puedo asegurar que estas intervenciones diabólicas son mucho más frecuentes de lo que se cree. Sólo que, por razones obvias, suelen pasar desapercibidas.

Baste, pues, con saber que el maldito diablo me tentó haciéndome la oferta clásica, mi alma a cambio de lo que deseara. Y yo, creyéndome más listo que él, le pedí nada menos que la inmortalidad, a sabiendas de que no aceptaría.

Para mi sorpresa, aceptó. Y cuando, extrañado, le pregunté cómo podría cobrarse el precio convenido si yo no moriría jamás, él se limitó a sonreír mefistofélicamente, nunca mejor dicho, respondiéndome que era completamente falsa la idea inculcada por la Iglesia de que era preciso morir para que nuestro alma se liberara... o se condenara, según el caso.

Como se pueden imaginar acepté el pacto sin titubear, y aquí fue donde comenzó mi condena. Porque, como es de sobra sabido, los diablos son pérfidos por naturaleza, por lo que siempre intentan buscar nuestra ruina a través del engaño.

Y yo, que me creía el más listo, no fui una excepción, ahora lo sé. Eso no quiere decir que el maldito engendro del averno no cumpliera con su promesa; al contrario, la cumplió escrupulosamente y yo me convertí, en mala hora, en inmortal.

¿Qué tiene de malo vencer a la muerte? -se preguntarán ustedes. Y es justo aquí donde viene a colación lo que comentaba anteriormente acerca de la importancia de leer a los clásicos. En mi caso concreto, a Jonathan Swift y sus famosos Viajes de Gulliver.

Por supuesto que, como todo el mundo, yo conocía las andanzas del aventurero Lemuel Gulliver por los rincones más exóticos de nuestro entonces no explorado del todo planeta; ¿quién no ha leído al menos una de la infinidad de versiones que hay publicadas, o visto alguna de las películas -generalmente mediocres- basadas en su argumento?

Sin embargo, se da la paradoja de que la gente ha leído la obra de Swift de forma muy superficial, probablemente a causa de que lo que en realidad era, cuando fue escrito, una sátira feroz de la sociedad inglesa de su tiempo, ha sido censurado y suavizado hasta acabar convirtiéndose en un edulcorado cuento infantil.

Por si fuera poco, por lo general tan sólo se suele conocer el primer viaje a Liliput y, como mucho, el segundo a Brobdingnag, el país de los gigantes, siendo muy pocos los que han llegado a leer también los interesantes -quizá todavía más- viajes tercero y cuarto, a Laputa y al país de los houyhnhnms respectivamente. Y yo, huelga decirlo, no era una excepción.

Puesto que supongo que muchos de ustedes estarán en este mismo caso, he de explicarles que en el tercer viaje, que se desarrolla en la isla voladora de Laputa, Gulliver visita otros lugares a cada cual más sorprendente, entre ellos la isla de Luggnagg donde tiene ocasión de conocer a los struldbruggs, personas que por un azar del destino nacen con el don de la inmortalidad sin que éste venga acompañado de la no menos importante juventud eterna. En consecuencia estos inmortales no fallecen pero sí envejecen, convirtiéndose en unos ancianos cada vez más decrépitos cuya vida es cualquier cosa menos deseable, ya que acaban siendo unos parias marginados -a los ochenta años se les declara oficialmente muertos- que malviven arrastrando su maldición sin poder poner fin a ella.

Evidentemente Swift hace aquí una crítica lúcida y descarnada de la ingenuidad de nuestros anhelos, uno de los cuales es el de poder huir de la muerte; justo el mismo que acarreó mi actual desgracia.

Sí, soy inmortal, pero sigo envejeciendo de forma inexorable. Éste fue el engaño al que me sometió el maldito diablo. Ha pasado mucho tiempo desde que me vi obligado a huir de una sociedad que comenzaba a verme con horror y con repugnancia, una sociedad a la que yo ya no pertenecía ni podré pertenecer jamás. Desde entonces vivo apartado llevando vida de ermitaño, la única que me es posible llevar, no en un desierto ni en una región deshabitada sino en el corazón mismo de la gran ciudad, donde abundan los escondrijos y quien así lo desee puede pasar desapercibido entre la incomunicación de sus habitantes.

Puesto que mis necesidades son mínimas -ni como, ni bebo, ni me afectan las inclemencias ambientales-, puedo sobrevivir incluso en el medio más hostil; puedo sobrevivir, incluso, a todos mis intentos de quitarme la vida, los cuales me están vedados por el tramposo contrato que un mal día firmé. Estoy condenado a vivir, si es que a esto se le puede llamar así y, lo que es peor, sin la menor esperanza de redención, puesto que mi alma está condenada.

En el infierno, supongo, se seguirán riendo de mí.


Publicado el 16-9-2015