El hombre con rayos X en los ojos
Francisco José García García, más conocido en su barrio como Paco el Polilla a causa de su escasa envergadura, no era demasiado inteligente, pero sí lo suficientemente astuto como para haber logrado sobrevivir en un ambiente duro en el que sólo los más fuertes -o los más bestias- jugaban con ventaja. Y lo suficientemente listo, además, como para llevar toda su vida viviendo literalmente del cuento.
En realidad se conformaba con poco: vivía con su madre viuda, lo que le solucionaba el problema del alojamiento y la manutención, y con lo que trapicheaba por aquí y por allá y lo que rebañaba de los servicios sociales le bastaba con ir tirando, dado que sus hábitos y sus aficiones -no fumaba, tan sólo bebía cerveza y tenía el buen sentido de no probar las drogas- no requerían más, conformándose con una vida que muchos hubieran considerado de perdedor.
A su manera Paco era feliz aunque, eso sí, tenía una espinita clavada en el corazón: pese a todos sus esfuerzos, que dado su carácter indolente habría que calificar de importantes, a sus cuarenta y dos años no se había comido una rosca. Vamos, que las mujeres se le daban fatal, y aunque una voz interior le insinuaba que así se evitaba problemas -de hecho conocía a más de un colega al que su churri le había traído por el camino de la amargura-, la advertencia no le servía de consuelo ya que, pese a todo, el Polilla no era de piedra... pero ni por esas.
Todo cambió el día en el que, rebuscando entre los escombros de un reciente derribo, encontró una lámpara con pinta de ser antigua. Paco pensó primero en vendérsela a un gitano que conocía y que tenía un puesto de quincalla en el mercadillo de los domingos, pero recordando que el cumpleaños de su madre estaba próximo decidió regalársela en un insólito arranque de amor filial. Pero como la lámpara estaba muy sucia, intentó limpiarla primero frotándola con un trapo.
Para su sorpresa, y era realmente difícil que Paco se sorprendiera por algo, la lámpara resultó ser el alojamiento de un genio, el cual surgió de su boca materializándose ante el perplejo Polilla al tiempo que recitaba con aburrimiento el ritual estipulado para estas ocasiones y que, por ser sobradamente conocido, no resulta necesario repetir aquí.
Aunque Paco no era demasiado aficionado a leer -en realidad no leía nada porque le aburría soberanamente- sí tenía su culturilla, y recordaba vagamente el cuento de Aladino y la lámpara maravillosa. Así pues, y tras realizar un considerable -para él- esfuerzo mental exigió al genio los tres deseos que, según estaba establecido, le correspondían.
De poco le sirvió la petición, pues el genio se rió de él en sus propias narices afirmando que tamaña obligación había quedado derogada hacía mucho, y que conforme al convenio colectivo en vigor le correspondía tan sólo un único deseo, con la condición añadida de que no alterara a su entorno afectándole únicamente a él. Dicho con otras palabras, y se lo tuvo que explicar con toda su paciencia ya que para las cuestiones legales Paco el Polilla era un poco duro de mollera, nada de pedir, puso por caso, un montón de dinero, ya que el genio no podía sacarlo de la nada por lo que debería quitárselo a alguien, lo que podía hacer un político pero él no. Tampoco valía lo de pedirle un Ferrari descapotable o un chalet adosado como los del otro lado de la avenida, ya que eso implicaría una trasgresión de las leyes de la termodinámica ampliadas al complejo materia-energía, algo que también estaba fuera de sus atribuciones.
Bastante cabreado y sin enterarse de nada, salvo que el genio le estaba dando largas, el Polilla le dedicó varios epítetos extraídos de lo más granado de su jerga barriobajera, tildándole de inútil, de genio de mierda y de unas cuantas cosas más que es preferible obviar. El genio, impertérrito pero deseando quitarse de encima a semejante pelmazo, le sugirió que eligiera algo que afectara exclusivamente a su propia persona, como por ejemplo un cuerpo de atleta que le permitiría llevarse a las chicas de calle, algo a lo que él rehusó arguyendo sensatamente que tras tamaña metamorfosis no le reconocería ni su propia madre, con el problema añadido de una previsible pérdida de su cómodo alojamiento y su garantizada manutención.
Pero como la necesidad aguza el ingenio, y además el genio comenzaba a impacientarse amenazándole con dejarse con dos palmos de narices y sin deseo, Paco finalmente se decidió. Daba la casualidad de que hacía sólo unos días había empezado a ver, en uno de esos canales raros que sólo emitían películas viejas, una cuyo argumento trataba de un científico que inventaba la manera de ver con rayos X, lo que le permitía gozar del espectáculo de contemplar a las chicas desnudas. Y aunque no terminó de verla ya que se había quedado dormido a la mitad, pensó que podría tratarse de una buena opción ya que no se le ocurría ninguna otra mejor. Así pues, lo que le solicitó al aburrido genio fue que le concediera una visión de rayos X similar a la del protagonista.
El genio, visiblemente aliviado, accedió de inmediato a su solicitud y, tras asegurarle que disponía ya de ese don, desapareció llevándose consigo, para disgusto del Polilla, la codiciada lámpara. Era una lástima que su madre se quedara sin regalo, pero así habían salido las cosas.
Aunque Paco se las prometía muy felices con su nuevo poder, pronto habría de comprobar que su falta absoluta de conocimientos científicos -¿cómo iba a saber él que la película era de serie B y, por lo tanto, totalmente fantasiosa?- le había llevado a cometer el más grave error de su vida. Porque aunque el genio había cumplido al pie de la letra su palabra, lo había hecho respetando las leyes de la física, por lo cual el pobre del Polilla se encontró con que era perfectamente capaz de ver a través de la ropa... y también de los cuerpos, de modo que para él el mundo se convirtió de repente en un desfile de esqueletos vivientes, sin que le quedara siquiera el recurso de cerrar los ojos puesto que sus párpados, huelga decirlo, resultaron ser también transparentes a su sobrehumano don.
Publicado el 2-10-2016