Tribulaciones infernales
Permítanme que me presente. Me llamo Zabulón, y son un diablo de tercera clase... es decir, del montón. Y cuando digo del montón ha de entenderse en sentido literal, ya que en una sociedad de inmortales como la nuestra las posibilidades de ascenso profesional son virtualmente nulas, ya que en el escalafón no se producen como cabe suponer huecos por fallecimiento o jubilación, y las pocas plazas que surgen nuevas de milenio en milenio siempre son ocupadas por enchufados, algo que yo no tengo la fortuna de ser.
Antes de seguir adelante será necesario hacer algunas puntualizaciones, ya que por desgracia en lo relativo a nosotros ustedes conocen tan sólo la versión de los otros, obviamente parcial. Sí es cierto que hubo una revolución, que no rebelión, contra una situación que muchos consideraban dictatorial; pero como es sabido la historia la escriben los vencedores a su antojo, mientras los perdedores quedan estigmatizados por mucho que, desde su punto de vista, estuvieran en posesión de la razón. En esto, hay que reconocerlo, las cosas de aquí no se diferencian demasiado de las del mundo mortal, es decir, del suyo.
Por si fuera poco, tal como ocurre en sus guerras civiles la mayoría de nosotros no tuvimos la menor opción de elegir el bando que más nos convenciera, simplemente caímos donde el azar quiso, viéndonos forzados a luchar en defensa de una facción que no habíamos elegido y con la que no teníamos por qué necesariamente simpatizar, sin que se nos permitiera no ya pasarnos al enemigo, sino tan siquiera inhibirnos en una lucha por el poder que muchos considerábamos ajena por completo a nuestros intereses.
Pero nos dio igual. Eso sí, unos tuvieron la suerte de caer en el bando vencedor mientras otros lo hicimos en el derrotado, lo que determinó que nuestra existencia para el resto de la eternidad quedara dividida entre ángeles y diablos sin que se nos diera la menor oportunidad de redención abjurando de nuestros presuntos errores.
Dentro de la desgracia a mí no me fue del todo mal, ya que como cabe suponer los conscriptos del ejército infernal quedamos fuera del reparto de cargos y prebendas con los que se premiaron los verdaderos responsables de la fallida rebelión una vez que se organizó el nuevo estado. Gracias a mi don de gentes me libré de ser destinado a las temidas calderas, es decir, a la vigilancia y custodia de los condenados. Huelga decir que el infierno, aun siendo un lugar de castigo, nada tiene que ver con esas absurdas fantasías medievales que contribuyera a popularizar Dante, aunque en cualquier caso se trata de un destino nada apetecible, sobre todo dado que quien tuvo la mala suerte de caer allí sabe que permanecerá ad eternum en ese lugar dada la inexistencia de concursos de traslados en la anquilosada burocracia infernal.
A mí, por fortuna, me destinaron al negociado de compra de almas... o de venta, según el punto de vista de los postulantes, siendo preciso advertir que por una de las muchas cláusulas abusivas que nos impusieron quienes ganaron, nunca se nos permitió hacer un campaña activa de captación de clientes equivalente a lo que ellos llaman proselitismo, por lo que nos veíamos forzados a esperar a que algún mortal nos ofreciera voluntariamente una transacción de este tipo... lo cual en mi caso era una ventaja, puesto que me ahorraba mucho trabajo al tiempo que me libraba de tener que convencer a nadie que no estuviera previamente convencido. Al fin y al cabo ni cuento con posibilidades de ascender a la segunda clase ni mucho menos disfruto de las prebendas de la primera, ya que ni tan siquiera se dignan pagarnos una miserable prima por cada alma comprada. Así pues allá se las entiendan ellos, bastante hago cumpliendo con mis obligaciones como para encima andar poniendo en ellas un entusiasmo que ni siento ni jamás me van a agradecer.
Las cosas como son, mi trabajo no era malo, sobre todo teniendo en cuenta mi habilidad para burlar a quienes pretendían envolverme en sus marrullerías, ya dice el refrán que quien engaña a un ladrón tiene cien años de perdón, aunque en mi caso la única gratificación fuera una hipócrita felicitación de mi jefe de sección, un clase 2 lameculos de la clase 1, especialista en apropiarse de los aciertos de sus subordinados y en escurrir el bulto a la hora de cargarnos con el marrón de sus meteduras de pata.
Eran unos tiempos buenos, he de reconocerlo, y la verdad es que disfrutaba timando a potenciales timadores -la mayoría de los vendealmas lo pretenden-, lo cual me servía de desahogo frente a las miserias -iba a decir humanas, pero ustedes ya me entienden- con las que me tenía que enfrentar en mi propio trabajo.
Por desgracia, las cosas fueron yendo cada vez más a peor. La culpa la tuvo el cada vez mayor descreimiento de los potenciales clientes del enemigo ya que, si no creían en ellos, difícilmente creerían en nosotros al considerarnos unos meros comparsas cuya única misión consistía en ejercer un contrapunto poco menos que folklórico, a la manera que los superhéroes de los cómics americanos precisan para lucirse de supervillanos que, además de ridículos, están predestinados a ser derrotados una y otra vez por su sempiterno rival. He de advertir que todo lo relativo a cultos satánicos, misas negras y cosas por el estilo es fruto de mentes enfermas -tanto las de los que los practican como las de quienes lo creen- sin el menor rigor digamos religioso y, por supuesto, carentes de cualquier tipo de aval por parte nuestra. De hecho si pudiéramos los erradicaríamos puesto que lo único que nos dan es mala prensa, pero no nos está permitido hacerlo puesto que les vienen muy bien a los de allá arriba para desprestigiarnos.
En cualquier caso, cada vez era más difícil conseguir nuevos clientes, algo que a mí personalmente no me preocupaba demasiado aunque, por si acaso, fingía lo contrario frente a mis jefes e incluso frente a mis compañeros, que nunca se sabe por donde te va a venir el navajazo. No obstante, lo peor -para mí, se entiende- no era eso, sino un efecto secundario fruto del ya aludido descreimiento: el enemigo comenzó a padecer un galopante descenso de nuevos ingresos, y ya se pueden ustedes imaginar donde acabaron parando todos los que eran rechazados allí.
En consecuencia, comenzamos a sufrir una preocupante superpoblación reclusa que obligó a habilitar hasta el último rincón de nuestro territorio mientras ellos gozaban de una apacible disponibilidad de espacio. De paso también fue necesario trasladar a las secciones carcelarias a un elevado número de funcionarios que hasta entonces no habían ejercido estas tareas, lo cual se tradujo en un malestar generalizado no sólo frente a los impasibles mandos intermedios, todos de clase 2 y por lo tanto al margen de esta amenaza, sino también frente a los inoperantes y paniaguados sindicatos, que nada hicieron por intentar evitarlo.
Yo conseguí librarme de la escabechina, y aunque mi departamento sufrió una brutal reducción de plantilla con la excusa de que ya no éramos necesarios tantos agentes comerciales -imagínense a donde fueron a parar mis antiguos compañeros-, fui uno de los pocos a los que mantuvieron en su puesto.
Llegó un momento en el que los encargados de la logística carcelaria no sabían donde meter a tanto recluso, ninguno de los cuales cumpliría jamás su condena ni tampoco fallecería, por lo que su número se incrementaba de forma exponencial, por lo que todas las secciones vinculadas de una u otra manera a la captación de almas, entre ellas la mía, recibieron instrucciones tajantes de reducir lo máximo posible su actividad como medio de paliar, siquiera en parte, el aluvión que nos caía encima. ¡Qué lejos estaban los días en los que nuestra meta no era otra que la de arrebatarles a los otros el mayor número de clientes posibles!
Como era de esperar, a los supervivientes de la menguada plantilla se nos conminó a rechazar de forma sistemática cualquier oferta de venta de almas, cada vez menos por cierto, que pudiera llegarnos. No es que antes no se rechazaran bastantes de ellas por absurdas, irrelevantes o imposibles de cumplir. Recuerdo algunos casos estrambóticos como el del condenado a muerte que intentó vendernos con toda desfachatez la suya -bastante negra, por cierto- que caería en nuestro poder de forma inmediata y sin ningún coste por nuestra parte; o la de aquél que a cambio de la suya, tasada por nuestros evaluadores en apenas un uno sobre una escala de diez, pretendía que España volviera a ganar el festival de Eurovisión, un caso similar al del residente en una población de apenas cinco mil habitantes que puso como precio que el equipo de fútbol local, militante perpetuo en categorías regionales, ascendiera a primera división e incluso que quedara campeón de liga.
Huelga decir que ninguno de ellos lograba salvar los filtros previos por lo que no llegaban a nuestras manos, lo que no impedía que, convertidos en clásicos, circularan en forma de jugoso anecdotario por todo el departamento.
A pesar de estos filtros sí acabábamos firmando contratos, mientras ahora, por el contrario, debíamos rechazarlos en su totalidad por muy interesantes que nos pudieran parecer. Y como no nos estaba permitido hacer oídos sordos a las invocaciones ya que ellos consideraban una virtud encomiable resistirse a la tentación, nos cayó el embolado de tenerles que decir a todos que no buscándonos las excusas que consideráramos más convenientes en cada caso, algo que a la par de incómodo nos convertía en la antítesis de lo que siempre se había considerado un buen vendedor... o comprador, según se mire.
Era lo que había, por lo que no nos cupo otro remedio que resignarnos; y todavía dando gracias, ya que la única alternativa a nuestro devaluado trabajo eran las calderas. Por fortuna cada vez había menos invocantes... pero los seguía habiendo, por lo que teníamos la obligación de estar siempre disponibles.
Estaba dedicado a mis cosas -si no me encargaban nada pero me obligaban a seguir yendo a la oficina era normal que procurara matar el tiempo de alguna manera-, cuando mi jefe me hizo llegar una orden de trabajo. Estaba calificada con un 5, lo que quería decir que se trataba de un caso complicado. Vamos, un marrón de categoría XXL. Firmé el acuse de recibo, leí el informe en el ordenador -bueno, en su equivalente, no crean que estamos tan anticuados-, lo que me obligó a interrumpir la partida de buscaminas pentadimensional cuando estaba a punto de asegurar la cuarta dimensión y, como buen profesional, me dispuse a coger el toro por los cuernos.
Hablando de cuernos: he de confesar que lo que más me molesta de mi trabajo es el ridículo disfraz que me veo obligado a adoptar sólo porque en el imaginario popular se nos ha venido representando desde hace siglos con cuernos, rabo y patas de macho cabrío, piel de color rojo vivo y exhalando un pestilente olor a azufre; y menos mal que conseguimos librarnos del tridente con la excusa de que resultaba amedrentador para nuestros potenciales clientes, además de un estorbo en los recintos cerrados. En realidad, como cabe imaginarse, nosotros no tenemos forma física alguna, por lo que hemos de adoptar alguna cuando entramos en contacto con un mortal para que éste pueda vernos y oírnos; pero nosotros preferiríamos que fuera una más digna y menos peyorativa que la de diablo de opereta, al fin y al cabo somos profesionales cualificados y no cobradores de morosos ataviados de forma estrafalaria para llamar la atención.
Huelga decir que nos hartamos a protestar, pero la respuesta que nos dieron fue que el cliente mandaba y que, si se le antojaba que apareciéramos frente a él encarnados en un elefante volador de color rosa -por fortuna nadie llegó a hacerlo, ni siquiera los borrachos en pleno delirium tremens-, pues a vestirse de elefante rosa tocaba, sin olvidarnos de las alas. Yo aduje que, dado que teníamos órdenes de rechazar de forma sistemática todas las invocaciones que se nos hicieran, poco importaba la forma que adoptáramos, e incluso podría ser conveniente que ésta resultara, digamos, disuasoria; pero pese a lo razonable de mi propuesta ésta no fue tomada en cuenta, sospecho que porque no se le había ocurrido antes a ninguno de ellos.
Aprovecho la ocasión para recordar que obviamente nuestros rivales tampoco tienen cuerpo físico ni, por consiguiente, forma propia, algo lógico dado que son idénticos a nosotros salvo en su pertenencia al otro bando, razón por la cual su apariencia angélica con largas y sedosas guedejas doradas, impoluta túnica blanca y alas emplumadas a la espalda es puro marketing y más falsa que el alma de Judas. Y no digo nada de su pretendida falta de sexo; por lo menos nosotros no somos tan hipócritas como ellos. Hablando de Judas, he de decir que le conozco personalmente y no es en modo alguno una mala persona, sino tan sólo un pobre infeliz a quien le tocó cargar con el mochuelo.
Pero estoy divagando, así que volvamos al relato. Una vez leído el expediente pasé al departamento de vestuario, me endosé el disfraz carnavalesco eligiendo el modelo más discreto que encontré entre todos los disponibles, y me dirigí a la cámara teletransportadora que me conduciría al domicilio del candidato a vender su alma. No se sorprendan; aunque podemos viajar por nuestros propios medios nos resulta más cómodo hacerlo así, al fin y al cabo ustedes también acostumbran a coger el coche para recorrer una distancia que podrían hacer perfectamente a pie.
Mi interlocutor había realizado previamente todo el ritual establecido, algo que pese a haber quedado obsoleto hacía siglos, los cerebros de nuestro departamento, aquejados de un conservadurismo secular, se habían negado a modernizar pese a que un enlace en las redes sociales probablemente habría resultado mucho más efectivo; no obstante, dado que todas estas invocaciones estaban condenadas al rechazo, siempre resultaría útil poder acogerse a un presunto defecto de forma para hacer caso omiso de ésta.
Por desgracia, no era éste el caso. El invocante había seguido escrupulosamente las instrucciones, así que no me quedaba otro remedio que materializarme siguiendo el absurdo protocolo y buscar una excusa para darle largas. Y así lo hice, apareciendo teatralmente ante él en mitad de un fogonazo adobado por una pestilente nube de azufre quemado.
-¡Uf, qué pestazo! -exclamó éste a modo de saludo, arrugando la nariz.
Y tras recobrar la compostura, me increpó:
-¿Eres tú el poderoso Satán, Príncipe de las Tinieblas?
Otra cosa de la que estaba completamente harto. ¿Acaso pensaban estos imbéciles que el mismísimo Jefe Supremo iba a andar perdiendo tiempo para negociar con sus insignificantes almas? Para eso estábamos nosotros, los pringados de tercera clase, y aún tendrían que dar gracias porque no les hubiéramos mandado a un simple capataz.
-No, soy el diablo Zabulón -respondí lo más educadamente que pude, reprimiendo mis intentos de mandarlo... no al infierno, bastantes cretinos teníamos ya dentro, sino a algún sitio peor-. He sido delegado por el Gran Satán para atender a tu petición.
-Está bien -suspiró sin ocultar su frustración-. Supongo que estarás autorizado para realizar la gestión.
¿Autorizado? ¿Pero qué se creía este cretino? Ganas me dieron de convertirlo en una cucaracha como la de La metamorfosis de Kafka, pero por fortuna conseguí contenerme a tiempo ya que la satisfacción me habría salido cara y no me apetecía verme en un batallón carcelario de castigo encargado de vigilar a forofos futbolísticos, escritores de ciencia ficción e incluso a los mucho más temidos políticos. Tuve, pues, que tragarme el cabreo a duras penas asegurándole lo más humildemente que pude que sí lo estaba.
-Vale, pero por lo menos ¿te importaría dejar de oler tan mal? Por cierto, así entre nosotros tampoco hace falta ese disfraz de opereta que parece haber salido de una versión barata de La divina comedia. En lo que a mí respecta, puedes adoptar un aspecto más discreto. Y sal del pentáculo y siéntate -añadió señalándome un sillón frente a él- , supongo que no te cansarás estando de pie, pero así la charla será más agradable.
Bien, el tipo no era tan tonto como temía. Accedí a sus propuestas, transmutándome -aunque para él fue un cambio instantáneo a mí me dio tiempo a volver a vestuario, cambiar de atuendo y aparecer de nuevo- en un discreto contable de mediana edad, calvo y algo gordito, ataviado de forma anodina
Me miró de arriba a abajo y protestó:
-Ya puestos, no te habría costado trabajo convertirte en una tía buena... en cuanto a la colonia que te has puesto, me recuerda a la que usaba mi padre; casi prefería el azufre.
Hice caso a su última sugerencia -a mí tampoco me gustaba nada el olor de la dichosa colonia- pero me negué en redondo a travestirme en un súcubo no fuera a ser que el individuo intentara propasarse, algo que no entraba en mis planes, dado que teníamos terminantemente prohibido intimar con los potenciales clientes y las relaciones carnales eran responsabilidad de otro negociado distinto. Además yo también tengo mi dignidad y mis gustos, y el tipejo esmirriado y con cara de lechuza que tenía enfrente no me motivaba en absoluto. Por lo tanto seguí como contable aunque, eso sí, inodoro.
-Sé captar una indirecta -rezongó-, así que tendré que conformarme con lo que hay. ¿Traes al menos una copia del contrato?
Con las prisas la había olvidado, así que volví corriendo al despacho, imprimí una copia y, ya de vuelta, fingí que la sacaba del maletín de cuero que como buen contable tenía sobre las piernas. De todos modos sabía que no serviría de nada; se trataba de un documento tipo redactado por nuestros servicios jurídicos que, a fuer de genérico, había acabado siendo era más ambiguo que un libro en blanco. Y no era por casualidad, ya que los leguleyos de los servicios jurídicos lo habían redactado así de forma deliberada ya que nos permitía sacudirnos las pulgas en muchos de los casos potencialmente conflictivos; pero a mí no me solía servir de la menor ayuda.
Por esta razón los agentes comerciales nos guiábamos por los informes confidenciales que redactaba el Servicio de Información Infernal, mucho más precisos en los datos concretos que a nosotros nos interesaban, que no eran otros que los que nos permitían saber de qué pie cojeaba el interfecto; no sin la oposición de los jefes, tan pelotas con los de arriba como déspotas con los de abajo -huelga decir que todos ellos eran desertores de los trabajos de campo, y eso los que no habían accedido a su estatus directamente por enchufe-, los cuales lo veían con malos ojos argumentando que los buenos agentes debían guiarse por su propia intuición sin necesidad alguna de muletas externas. Serían...
Fingiendo que revisaba el inútil contrato lo que saqué en realidad fue el informe del SII que acababa de recibir pese a haberlo solicitado con suficiente antelación -ni siquiera aquí nos libramos de la burocracia-, por lo que no lo había podido consultar antes. El milisegundo que dediqué a su lectura bastó para dejarme claro que tampoco me serviría de mucho, ya que en aplicación de la recientemente aprobada Ley de Protección de Datos el documento estaba tan censurado que la poca información salvada de la criba bien podría haberla encontrado, y seguramente todavía más, en cualquier base de datos de acceso público.
Muy a mi pesar, tendría que recurrir a los métodos clásicos para sonsacar al individuo cuanta información de interés pudiera, dando por supuesto que éste no me lo pondría fácil ya que mi intuición dejaba claro que debía tener más conchas que un galápago. Pero soy diablo viejo -en realidad todos lo somos, como cabe suponer- por lo que confiaba en ser más listo que él, siempre que el refrán estuviera en lo cierto.
Así pues comencé el interrogatorio con una serie de preguntas aparentemente triviales para ir sondeándole antes de recurrir a la artillería pesada. Pero el tipo, lo repito, no era tonto, de hecho había sido puntuado con un siete, y me interrumpió apenas había abierto la boca.
-¿Acaso no están ya especificadas las condiciones en el contrato? -protestó-. ¿A qué vienen entonces estas preguntas?
Yo intenté explicarle que el contrato era tan sólo un marco genérico al que había que complementar con las condiciones particulares de cada caso, que eran las que en realidad importaban, por lo que lo habitual era someter a los invocantes a un breve cuestionario. Pero la seguridad con la que me increpó me hizo dudar, razón por la que dediqué otro milisegundo a leer, en esta ocasión sí, el dichoso contrato... y me quedé de piedra, si es que tal metáfora puede aplicarse a un ser incorpóreo como yo.
El fulano tenía razón, no se trataba de un contrato tipo sino de algo muy diferente, ya que la habitual fórmula de el demandante entrega su alma a cambio de tal beneficio... había sido sustituida por la de el demandante se compromete a no entregar su alma a cambio de tal beneficio..., lo que cambiaba drásticamente su sentido.
Me encontraba perplejo, puesto que jamás en mi larga trayectoria profesional había tropezado con un dislate de semejante calibre. ¿Cómo se les había podido colar a los chicos de la sección de cribado? Hasta que caí en la cuenta de que a los pobres les habían mandado en su totalidad a calderas, reemplazándolos por un programa informático que, a decir de sus promotores, era el no va más de la inteligencia artificial... ya se veía.
Pero como en cualquier caso iba a rechazarlo, las cosas no cambiaban demasiado; eso sí sería más complicado, ya que al haber sido aceptada en mala hora su solicitud ahora me tocaba cargar con el muerto, debiendo evitar por todos los medios que interpusiera una reclamación ante el Defensor del Alma ya que éste solía fallar casi siempre a favor del solicitante; cómo no, si lo nombraban los de arriba.
En cualquier caso era absurdo, como le hice saber.
-Como es fácil deducir, señor X -aunque conocía su nombre no puedo revelarlo por las ya explicadas restricciones impuestas por la Ley de Protección de Datos-, se ha debido producir un error en la redacción del contrato, por lo que le pido disculpas. Está claro que nosotros pagamos en metálico o en especie, siempre que haya acuerdo entre las dos partes, a cambio de las almas, no al contrario tal como pudiera deducirse equivocadamente de una lectura literal de este párrafo. Así pues, corresponde enmendarlo antes de que pasemos a considerar las condiciones particulares...
-¡De eso nada! -me interrumpió con vehemencia, al tiempo que una sonrisa mefistofélica afloraba en su rostro-. El contrato está perfectamente redactado, y fue aceptado en su integridad. Podemos regatear las condiciones particulares, como dices, pero ese párrafo no se toca.
-No le entiendo... -realmente era difícil que un mísero mortal me desorientara, pero el muy puñetero lo había conseguido-. Existe un defecto de forma que es preciso corregir, por mucho que yo aceptara estas condiciones los supervisores lo echarían atrás, con lo cual no habríamos ganado más que una innecesaria pérdida de tiempo.
-Puede que sí, si tus compañeros son tan cuadriculados como tú; pero eso no impediría que siguiera reclamando hasta conseguir su aceptación. Y sabes de sobra que acabaría saliéndome con la mía.
Por supuesto que lo sabía, y a punto estuve de soltarle un buen chorro de fosgeno, iperita, cianuro o cualquier otro gas de efectos similares; pero esto sólo empeoraría las cosas, y ya estaba bastante enrevesado el asunto. Por si fuera poco me quedé bloqueado durante unos cien milisegundos, y fue él quien me sacó del atasco.
-Hablando se entiende la gente -me tentó el muy taimado-, así que vamos a considerar este punto de fricción que ha surgido entre nosotros. Tienes toda la razón cuando afirmas que se trata de una redacción insólita, pero yo voy a explicarte los motivos por los que considero que este contrato es mucho más beneficioso para vosotros que el famoso contrato tipo que pretendías endosarme.
-Usted dirá -concedí a regañadientes, tieso como un palo, en un intento de ganar tiempo, algo que puede llegar a sorprender teniendo en cuenta la diferencia existente entre nuestros respectivos ritmos vitales.
-Supongamos, conste que es sólo una hipótesis -se regodeó el maldito-, que en el infierno tuvieran un serio problema de espacio. Supongamos que, por ello, sus responsables prefirieran reducir en lo posible los ingresos de nuevos condenados, intentando por todos los medios cerrar el paso cuanto menos a quienes pretendieran entrar en él de manera voluntaria. En ese caso, ¿no sería lógico pensar que se podría establecer algún tipo de incentivo para convencerles de que no lo hicieran? -concluyó con una sonrisita hipócrita.
El caso era que el tipo había dado en el clavo, vete a saber de qué manera habría conseguido enterarse de como estaban las cosas, puesto que como cabe suponer la aguda carestía de espacio que padecíamos se mantenía en riguroso secreto. Así pues, decidí contraatacar con las mismas armas.
-Supongamos, aunque sea mucho suponer, que lo que usted afirma fuera cierto, pese a que parece olvidar que el infierno, al igual que eterno, es también infinito -esto último era un descarado farol-, por lo que ni nos falta espacio ni nos llegaría a faltar aun en el peor de los casos. Supongamos también que existiera una campaña de desincentivación de las ofertas voluntarias de almas, con o sin que mediara retribución alguna por ello. Pero, ¿acaso piensa usted que suprimiendo estos ingresos se lograría aliviar mínimamente esta presión demográfica? Por favor, seamos serios. Teniendo en cuenta que custodiamos miles de millones de almas desde el origen de los tiempos, y que cada día que pasa entran en el infierno centenares de miles más, que contáramos o no con la suya resulta de todo punto irrelevante. Lamento herir su amor propio, pero para nosotros usted supone menos que un grano de arena en una playa, o una estrella en la totalidad del firmamento.
La réplica me había salido francamente bien, pero el muy canalla estaba muy lejos de darse por vencido.
-Su argumentación es acertada -me respondió con aplomo-; o mejor dicho lo sería si se tratara tan sólo de mi alma. Pero para su desgracia, no es así.
-¿Cómo que no es así? -salté sintiendo pisar tierra firme, puesto que sabía perfectamente que el ofrecimiento voluntario de almas, aun cuando fuera a cambio de contraprestaciones, llevaba tiempo en mínimos históricos, con independencia de la política actual de rechazo sistemático de los pocos casos que, pese a todo, nos seguían llegando-. Demuéstremelo -le reté.
Y lo hizo.
-¿Has oído hablar de la reacción en cadena?
No me sonaba, pero me bastó medio milisegundo para documentarme, sin que pudiera encontrar la relación que podía haber entre la fisión nuclear y el caso que nos ocupaba. Y así se lo dije.
-Pues existe -me respondió-, y resulta bastante evidente. Como supongo sabrás, la reacción en cadena consiste en que un neutrón choca contra un átomo pesado, pongamos uranio o plutonio, provocando su rotura en dos pedazos junto con la emisión de varios neutrones que a su vez chocan con otros átomos, reproduciéndose el mismo proceso una y otra vez cada vez en mayor magnitud ya que sigue una progresión geométrica. En realidad debería llamarse reacción en cascada o en bola de nieve, pero bueno, ese nombre le pusieron y con él se quedó...
Y viendo mi hierática expresión, continuó:
-Yo podría ser el equivalente a ese neutrón inicial provocando una avalancha de entradas en el infierno, lo que acarrearía un colapso todavía mayor en él. Podría... o no podría, en función de que llegáramos o no a un acuerdo.
-Muy seguro se muestra usted de su capacidad -objeté con cara de pocos amigos-; pero antes tendrá que demostrame que no es un simple charlatán intentando venderme humo.
-Le voy a explicar mi plan o, mejor dicho, una parte de mi plan; lo suficiente para convencerle de que no fanfarroneo, pero lo justo para evitar que puedan intentar impedírmelo. No, no pretendo promover nada parecido a una epidemia de venta de almas, si es eso lo que teme, ya que esta iniciativa estaría condenada al fracaso; es mucho más sencillo, simplemente se trataría de provocar un incremento exponencial de ingresos forzados en el infierno a los cuales no podrían oponerse.
-¿Y cómo lo haría? -me burlé-. No creo desvelar ningún secreto si le explico que en estos momentos, debido a una drástica disminución del número de creyentes, son muy pocas las almas que entran en el cielo y, por consiguiente, una mayoría las que acaban bajo nuestra autoridad. Así pues, aunque usted consiguiera que ni una sola de las primeras alcanzara el estatus de bienaventuranza, el incremento de la presión demográfica en el infierno sería mínimo.
Lo que acababa de decir era cierto, pero mi interlocutor no se amilanó por ello.
-Convengo con usted siempre que hablemos sólo de católicos, o mejor dicho de cristianos; pero le recomiendo que no olvide la existencia de otras religiones.
Antes de continuar, considero necesario explicarles, siquiera de forma somera, como funcionan las cosas por aquí. Todas las confesiones cristianas, excepto las sectas, tienen firmado un convenio mediante el cual comparten un único cielo y un único infierno, ya que no tenía sentido que las diferencias existentes entre ellas, fruto de irrelevantes discrepancias teológicas o en muchos casos de luchas políticas, se siguieran manteniendo aquí. Así pues, a la hora de ser juzgadas todas las almas cristianas pasan por los mismos filtros y van a parar a idénticos lugares -cielo o infierno- con independencia de que pertenezcan a un católico, un luterano, un anglicano, un ortodoxo, un maronita o un copto, por poner tan sólo los ejemplos más relevantes.
Caso aparte es el de las sectas, repudiadas por todos y, por consiguiente, con sus adeptos condenados de forma sistemática al infierno salvo en casos muy excepcionales, suerte que también corrieron los herejes de siglos pretéritos y los ateos, agnósticos, escépticos y descreídos modernos en cualquiera de sus variantes.
Pese a todos los intentos realizados, no ha sido posible extender este acuerdo al resto de las religiones no cristianas, tanto las que en el pasado y aun en el presente fueron rivales directas suyas, como el judaísmo y el islamismo, como aquéllas históricamente ajenas y por lo general poco o nada proclives a una influencia mutua, caso de las principales religiones orientales como el hinduismo, el budismo, el confucionismo, el taoísmo o el sintoísmo, junto con otras minoritarias tales como los parsis, los nestorianos, los sijs, los bahais, los jainistas o los drusos. Cada una de ellas tiene su propio régimen post mortem, en ocasiones tan incompatible con el nuestro como es el sistema de las reencarnaciones, y lo aplican a su libre albedrío únicamente a sus respectivos fieles.
Queda, por último, un tercer grupo que a modo de cajón de sastre abarca tanto a los creyentes de religiones extintas, principalmente las politeístas de la antigüedad y los maniqueos, como a los animistas -antiguos y actuales- y otros cultos raros como el chamanismo, la santería o el vudú, todos ellos englobados dentro de la tradicional definición de idolatría. Puesto que no se sabía qué hacer con ellos y nadie quería hacerse cargo de sus almas, se optó por mantenerlos en una especie de limbo en el que se reprodujeron, a modo de escenarios teatrales, sendos simulacros de los distintos ámbitos celestiales o infernales en los que sus fieles creían cuando estaban vivos, existiendo además un apartado propio para todos aquéllos cuya formación intelectual durante su encarnación mortal les había apartado de tan ingenuas creencias tal como ocurrió con los filósofos griegos, que disfrutan de una cómoda existencia inmortal dedicados a confrontar unos con otros sus respectivas e interminables teorías.
Hecha esta aclaración, retomo el hilo de la narración. Es evidente que cuando reté al presuntuoso señor X yo me refería tan sólo el ámbito cristiano, ya que los del resto de las religiones, a efectos prácticos, no nos afectan salvo de forma muy excepcional. Sólo en las contadas ocasiones casos en las que se producen conversiones en uno u otro sentido éstas entran o salen de nuestra jurisdicción, según el caso; pero mientras los escasos conversos al cristianismo suelen ir de manera sistemática al cielo por razones obvias, los renegados cristianos a los que les da por hacerse musulmanes o budistas, según sea la moda, se quitan de en medio e incluso nos hacen un favor ya que, por lo general, de no haber apostatado habrían acabado siendo huéspedes nuestros en su inmensa mayoría.
En cualquier caso, cada religión tiene sus propia casuística y no suele mostrar el menor interés en fomentar unos trasiegos masivos que obligatoriamente han de tener lugar en vida del interesado, puesto que entre los diferentes territorios religiosos no existe nada equivalente a una extradición y cuando un alma entra en uno cualquiera de ellos puede tener bien seguro que no podrá salir de allí en toda la eternidad.
Pero el maldito, tal como me había insinuado, no se refería al ámbito cristiano, sino a los otros. Y además estaba bien informado. Demasiado bien informado para mi gusto.
-¿Y eso qué importa? -le espeté fingiendo una seguridad que estaba lejos de sentir, ya que empezaba a sospechar por donde iban a venir los tiros-. Usted es oficialmente católico, por lo que salvo que se convirtiera en vida a otra religión no cristiana en nada nos afectaría su defección, dando por supuesto que acabara en el infierno, salvo en el hecho de que dejaría su puesto libre, algo que no lamentaríamos. Por supuesto, lo que le pasara allá donde usted cayera es algo que no nos importa en absoluto.
-Sigue usted sin entenderme, o sin querer entenderme -me soltó con una cínica sonrisa de oreja a oreja-. Jamás me he planteado escapar de la jurisdicción cristiana, aunque sí del catolicismo. En concreto, mi plan consiste en fundar una nueva secta.
Hube de reprimir una carcajada ante la ingenuidad de lo que acababa de oír. Cierto es que en los últimos tiempos las sectas han proliferado como setas, si se me permite el chiste fácil, pero no menos cierto es también que el montante total de sus adeptos, en comparación con el conjunto de la grey cristiana, siempre ha sido insignificante. Además, tal como he explicado, todos sus seguidores acaban sistemáticamente en una sección especial de nuestros dominios, por lo que estamos acostumbrados a tratarlos. Y si pretendía hacer crecer a la suya lo llevaba claro; está comprobado que el porcentaje de candidatos potenciales a ingresar en una secta cualquiera nunca excede de una modesta cantidad, y si lo que pretendía era arrebatarles fieles a las otras sectas le iba a dar lo mismo, ya que nosotros no hacemos la menor distinción entre ellas y todos sus adeptos van a parar al mismo saco.
-¿Sólo eso? -aun sin reírme, no disimulé mi desdén-. Menuda novedad, como si hubiera pocas...
-Sigue sin querer entenderme -repitió impertérrito-. Por supuesto la secta será cristiana, ya que ésta es la única manera que tengo de presionarles. Pero eso no quiere decir que quienes ingresen en ella lo sean; los postulantes cristianos serán bienvenidos, por supuesto, pero el grueso de mis seguidores procederá de otras creencias. Y como todos ellos, incluso yo mismo, estaremos condenados a priori, esto provocará un flujo neto de ingresos en el infierno que se sumará al ya de por sí agobiante que padecen ahora.
-El peso de una pulga sumado al del perro -me mofé sin el menor disimulo-. ¿Sabe cuántos sectarios, herejes y ateos tenemos censados? ¿Adivina qué porcentaje supone la suma de todos ellos frente al total de los condenados? Puede estar seguro de que éste es ínfimo. Se tendría que convertir en un émulo de Jesucristo, Buda o Mahoma para poder desequilibrarnos, y como poco eso le llevaría siglos... si es que lo llegara a conseguir, puesto que los tiempos son otros y los aspirantes a fundadores de nuevas religiones lo tienen realmente crudo salvo, claro está, que se conforme con reunir a su alrededor un puñado de zumbados a los que poder pastorear a su antojo, algo sencillo pero donde se encontrará con tan poca cosecha como dura competencia.
Mi réplica no podía haber sido más contundente; pese a que la diferencia de ritmo temporal entre el mundo mortal y el infierno hacía que en mi ámbito tan sólo hubieran transcurrido apenas unos minutos, estaba empezando a hartarme y, por consiguiente, a perder la paciencia. Pero para mi exasperación esto tampoco sirvió de mucho frente a su estolidez berroqueña.
-¿Me ha oído bien? -porfió-. He dicho que pienso captar mis adeptos entre las religiones no cristianas, por lo que su argumento se cae por su propio peso, ya que contaría con potencial de sobra. Y no serán unos pocos, sino millones. Muchos millones.
-¿Y cómo pretende conseguirlo? -exploté sin disimular mi malhumor-. El porcentaje de crédulos no varía significativamente de una religión a otra, y además éstos optarían mayoritariamente por pasarse a las sectas de su propia religión, no a la suya, por eso de que más vale malo conocido que bueno por conocer. Sí, ya sé que existen precedentes de cristianos conversos a sectas hinduistas o budistas, pongo por ejemplo, pero ¿cuántos? Existe el hecho incontrovertible de que las grandes religiones son muy estancas entre sí desde hace siglos, y salvo en casos muy excepcionales no ha habido vuelcos importantes en el equilibrio existente entre ellas. Y si ya sería difícil convertir a un budista, un hinduista o un musulmán a alguna de las grandes confesiones cristianas, o viceversa, no digo ya tratándose de una secta recién fundada, una más en la sopa de letras de ese mundillo. A no ser, claro está -rematé con saña-, que piense contar con los pocos adeptos a las religiones primitivas que quedan todavía sin haber sido asimilados por alguna de las grandes religiones o por sus respectivas sectas.
-Visto que no te vas a dejar convencer fácilmente, tendré que explicártelo con mayor detalle -suspiró X fingiendo pesar-; realmente no esperaba que fuerais tan poco receptivos. Tienes razón al afirmar que, salvo en casos muy concretos, a lo largo de la historia no han sido habituales las conversiones en masa, y todavía menos a una nueva religión; está el caso del cristianismo en el imperio romano, el del islamismo en sus dos o tres primeros siglos de existencia, el del budismo que creció en la India a expensas del hinduismo, aunque tiempo después éste le devolvió la pelota... y poco más, si excluimos las conversiones más o menos voluntarias fruto de los colonialismos europeos a partir del descubrimiento de América.
-No pretenderá darme ahora una lección de historia -gruñí.
-No, en absoluto, sobre todo considerando que debes saber de ello mucho más que yo. Simplemente quería enumerar algunos ejemplos de algo similar a lo que planeo hacer yo... si no llegáramos a un acuerdo -matizó.
-Presunción no le falta.
-Ni motivos para creer que estoy en lo cierto. Y como daba por supuesto que no te ibas a dejar convencer, antes de invocarte preparé un pequeño documento en el que expongo de una manera más científica las líneas maestras de mi plan. Atiende.
Con un mando a distancia encendió la televisión que, adosada a la pared, se encontraba frente a mí, y acto seguido hizo lo propio con un ordenador portátil que estaba conectado a ella, cargando el fichero de una presentación al que me pidió que le prestara atención.
Al principio me pareció pueril, pero poco a poco fue captando mi interés. Se trataba de una prospección, mitad estadística mitad sociológica, similar a las realizadas por las compañías de publicidad para convencer a sus clientes de la bondad de sus campañas publicitarias, y aunque la metodología que utilizaba era mucho más tosca que la nuestra, descubrí con asombro primero, y con pasmo después, que no fanfarroneaba en absoluto. Era posible, me dije sintiendo el equivalente diabólico a un escalofrío recorriendo mi inexistente espina dorsal. Era incluso más que probable, dado que el muy puñetero había conseguido dar con uno de esos puntos débiles existentes en la imperfecta mente humana, esos que sólo los grandes manipuladores sociales como fue el caso de los nazis consiguieron explotar a su antojo. Y lo más sorprendente era que con su plan habría conversiones en masa de fieles no cristianos a su secta, algo que por las razones ya expuestas nos acabaría afectando, y mucho, a nosotros.
Lo que no entendía era por qué no había optado por explotarlo en campos más habituales como la política o la economía en vez de intentar extorsionarnos, y por supuesto me cuidé mucho de preguntárselo. Pero no hizo falta alguna, puesto que fue él quien me adivinó el pensamiento.
-Te estarás preguntando por qué razón no he aprovechado mi descubrimiento para convertirme en un dictador o, de forma más sibilina y también más efectiva, en un autócrata formalmente democrático; o mejor aún, en un lobo financiero podrido de millones. Sí, la verdad es que lo pensé -continuó su soliloquio acariciándose pensativamente el mentón-, pero llegué a la conclusión de que sólo con vosotros podría conseguir lo que verdaderamente ansío, la vida eterna o, por decirlo mejor, la eterna juventud... aquí en la Tierra, por supuesto, ya que una vez muerto, como bien dice el refrán, al burro muerto la cebada al rabo, y dado mi historial sospecho que habría ido de cabeza a vuestro hotel conforme cerrara los ojos.
Al fin había puesto las cartas sobre la mesa.
-Concretando -le interrumpí-, lo que usted pretende es que le concedamos la inmortalidad a cambio de no poner en marcha su plan...
En realidad nosotros no podíamos conceder, como es fácil suponer, una inmortalidad absoluta a alguien que todavía no hubiera fallecido, aunque sí era posible retrasar su envejecimiento de forma prácticamente indefinida mediante las pertinentes modificaciones de su metabolismo, interrumpiendo el envejecimiento celular; pero lo vendíamos como tal y a efectos prácticos venía a ser lo mismo, aunque conllevaba ciertos inconvenientes como los periódicos cambios de identidad y de aspecto cada determinado tiempo, con el fin de no levantar sospechas. Normalmente los beneficiarios de estos tratamientos antiedad acababan cansándose de vivir tanto y, o bien nos solicitaban que los interrumpiéramos, o bien los interrumpían ellos mismos recurriendo al suicidio, puesto que en este aspecto seguían siendo tan mortales como cualquiera. Pero como cabe suponer, tampoco dábamos mucha publicidad a esto.
-Bueno, eso y también una ayudita financiera, porque de poco me serviría vivir muchos años sin contar con los medios adecuados para hacerlo de forma decorosa; pero no te creas, no soy avaricioso y me conformo con ganarme el pan sin el sudor de mi frente -rió su propio chiste.
En definitiva, nada que se saliera de lo habitual en estos casos, salvo por el chantaje descarado que pretendía hacernos. Una idea fugaz pasó por mi mente, pero fue él quien se encargó de aguarla.
-Ah, me veo en la necesidad de advertiros que no serviría de nada que fingierais aceptar mis condiciones para a continuación quitarme de en medio en un intento de neutralizar mi plan; lo tengo dispuesto todo de tal manera que, de no mediar una renovación periódica del bloqueo al que le tengo sometido, algo que sólo puedo hacer yo, éste se pondría automáticamente en marcha sin que a partir de entonces nadie, ni siquiera yo, lo pudiera frenar. Por otro lado, y como cabe imaginar, desempeñar personalmente el papel de líder religioso era poco compatible con mis planes a largo plazo, por lo que reservé un discreto papel entre bastidores que me permitiera controlarlo en todo momento evitando dar la cara.
A partir de ese momento mi mente comenzó a funcionar a un ritmo infernal, es decir, infinitamente más deprisa que los insufriblemente lentos cerebros humanos. La amenaza era real, y me constaba que ese insignificante hombrecillo que estaba sentado frente a mí era muy capaz de cumplirla. Y, aunque acceder a su solicitud supondría un perjuicio mínimo e incluso nos libraría del engorro de tener que acogerle como cliente durante una buena temporada, por lo cual yo se lo hubiera concedido sin problemas, sabía de sobra que mis superiores lo verían como una derrota o, todavía peor, como una humillación frente a un miserable mortal, algo que sentaría muy mal a su orgullo herido. Y estando yo por medio, acabaría convertido en el chivo expiatorio o, por decirlo en términos prácticos, viéndome trasladado a una de las peores calderas, algo que, huelga decirlo, no me seducía en absoluto.
Así pues, tendría que resolver el embrollo por mis propios medios, sin consultar a mis jefes. Pero ¿cómo?
Dicen que la necesidad aguza el ingenio, y así ocurrió cuando, apremiado por la aparentemente irresoluble encerrona, mi mente logró pergeñar una posible solución. Arriesgada y, si me permiten la presunción, maquiavélica; pero aparentemente viable. Lo único que tenía que conseguir era convencer a X sin que se apercibiera de mis manejos, lo que no resultaría fácil a tenor de cuanto había podido comprobar sobre él.
-¿Me permite que le haga una pregunta? -mi frenética actividad mental no había durado para él más que el equivalente a una breve pausa.
-Sí, ¿por qué no? -concedió con falsa amabilidad.
-¿Por qué razón nos eligió a nosotros en lugar de hacerlo con cualquier otro de nuestros colegas?
-Bueno... -titubeó por vez primera-. Tal como has dicho yo soy oficialmente cristiano, así que me pareció lo más normal...
-Sin embargo, lo que usted pretende es convertir al cristianismo, sectario pero cristianismo al fin y al cabo, a gente que no lo es...
-Era la única manera de colapsar el infierno mediante una sobrecarga de nuevos ingresos, ya te lo he explicado e incluso tú mismo lo has reconocido -se defendió, cada vez más nervioso-. Además, no todas las religiones disponen de un sistema dual cielo-infierno o su equivalente, así que tampoco contaba con demasiadas alternativas.
-Pero estando por medio creyentes o, mejor dicho, antiguos creyentes de otras religiones, ¿no se le ocurrió la idea de aplicar su plan, que dicho sea de paso me parece acertado, a alguna de éstas?
-Francamente no... pero explícate -concedió al fin, descendiendo el primer peldaño de su camino hacia la rendición.
Y se lo expliqué muy gustosamente.
Me veo obligado a interrumpir de nuevo la narración para describir el complejo equilibrio de las relaciones interreligiosas aquí arriba... porque, en contra de lo que se pueda creer, nosotros no estamos abajo sino anejos, aunque estrictamente separados, a las dependencias de nuestros rivales, pero en aras de la sencillez, y dado que ustedes los mortales están familiarizados con el concepto, seguiré hablando de arriba y abajo para referirme respectivamente al cielo o al infierno.
El conjunto de lo que se conoce como el recinto cristiano tiene a su vez por vecinos a los correspondientes a las demás religiones. En sentido estricto la realidad es mucho más compleja ya que involucra espacios pluridimensionales, universos paralelos y cosas por el estilo, pero será mejor no entrar en detalles porque complicaría mucho mi relato y asimismo resulta innecesario para nuestros fines.
Vayamos al grano. Aparte de nuestra división interna en cielo e infierno, las relaciones entre los diferentes empíreos -defino con esa antigua palabra griega, inexacta pero fácil de comprender, a los recintos de cada una de las religiones- suelen oscilar entre la indiferencia mutua y una hostilidad mejor o peor contenida que podría ser considerada como algo parecido a una guerra fría. Por supuesto en estas relaciones internacionales nosotros -me refiero al infierno- somos un cero a la izquierda, y de hecho se nos tiene terminantemente prohibido intervenir en ellas, lo que no impide que nos las hayamos apañado para mantener contactos más o menos clandestinos con algunas secciones también marginadas de los otros empíreos, buscando una mejor defensa de nuestros intereses comunes. Así pues, solemos estar razonablemente al tanto de lo que se cuece por las altas esferas, por más de que estemos imposibilitados para meter baza.
En resumen, el cielo -no el empíreo, ya que de él también formamos parte nosotros- cristiano no se suele llevar ni bien ni mal, en realidad no se lleva, con las grandes religiones orientales, de las que le separan cuestiones tan irreconciliables como la reencarnación. Pero como en realidad apenas ha habido conflictos entre sus respectivas áreas terrenales a lo largo de la historia y éstas no son proselitistas mientras el cristianismo renunció a serlo hace ya tiempo -en la escala temporal humana, se entiende-, las relaciones mutuas, sin llegar a ser amistosas, tampoco son demasiado malas. Simplemente, se respetan.
Puesto que las religiones menores son ignoradas tampoco existen conflictos con ellas, a lo que se suma su escasa o nula capacidad proselitista. A efectos prácticos, y al igual que ocurre con esos minúsculos países de los que nadie sabe qué pintan ahí, es como si no existieran.
Caso distinto es el de las religiones del Libro, judaísmo e islamismo, que como buenos parientes siempre se han llevado a matar tanto en el mundo mortal como aquí. De todos modos, existen sensibles diferencias entre ambas. El judaísmo, tradicionalmente perseguido por los cristianos y desde hace poco enfrentado enconadamente al islamismo, por causas esencialmente políticas, acabó derivando hacia un acercamiento con su antiguo enemigo, motivado en parte por la mayor tolerancia de éste y en parte por su patente debilidad frente a sus dos poderosos vecinos.
Este acercamiento no sólo no había tenido su equivalente entre cristianismo e islamismo sino que incluso se habían exacerbado las diferencias -al fin y al cabo lo que ocurre en la Tierra no deja de ser un reflejo de la situación aquí- debido a que mientras el primero había logrado evolucionar, adaptándose a trancas y barrancas a los nuevos tiempos, el segundo se había encastillado en sus esquemas tradicionales sin renunciar a un activo proselitismo que entraba en conflicto directo con los intereses cristianos. En consecuencia las relaciones entre ambos, sin llegar a la ruptura, eran cuanto menos tensas, algo que a nosotros nos traía sin cuidado pero de lo cual estábamos muy pendientes por lo que nos pudiera afectar.
Dada esta situación, pensé que podríamos intentar una jugarreta que nos permitiera matar dos pájaros de un tiro, y en eso consistía mi plan. Según le expliqué a X, resultaría más beneficioso para sus intereses -y para los nuestros, por supuesto, aunque esto me lo callé- que, en vez de fundar una secta cristiana, lo hiciera con una musulmana lo suficientemente herética para que fuera rechazada por sus principales facciones, lo que condenaría automáticamente a todos sus adeptos al infierno... musulmán.
Esta nueva estrategia no perjudicaría a nuestro cielo puesto que su poder de captación de cristianos sería limitada y no afectaría a los candidatos a bienaventurados, puesto que allí nunca se habían visto con buenos ojos los tibios capaces de dudar un solo instante de su fe. Por el contrario a nosotros nos beneficiaría extraordinariamente, no sólo porque evitaríamos un aluvión de ingresos que nos habría colapsado, sino también porque nos quitaríamos de encima a todos aquellos cristianos que profesaran la nueva fe, la mayoría de ellos previsiblemente procedentes de sectas que, de no haber cambiado de chaqueta, nos habrían acabado cayendo encima.
En cuanto a los perjuicios que se pudieran causar en el extranjero... bien, nosotros no éramos culpables, nos habríamos limitado a desviar a los bárbaros de nuestro territorio tal como hicieran en su día los bizantinos, y si algún otro imperio era invadido por éstos la culpa sería suya por no haber sabido defenderse. En lo que respecta a las relaciones internacionales más vale no andarse con paños calientes, porque lo que no les hagas tú a los demás es muy probable que tarde o temprano acaben haciéndotelo a ti.
Huelga decir que los de arriba jamás nos lo agradecerían, pero bastante tendríamos con sacudirnos el muerto -nunca mejor dicho- de encima. Los únicos por los que lo sentía era por nuestros colegas del infierno musulmán, los sufridos djinns, tan aperreados como nosotros y a los que les caería encima un marrón de mucho cuidado, pero ya se sabe que la caridad bien entendida comienza por uno mismo.
Por supuesto X sería recompensado concediéndosele todas sus peticiones e incluso alguna más, ya que nos resultaría extremadamente útil que, una vez convertido en inmortal, siguiera gobernando en la sombra a su organización a través del paso de las generaciones.
Me resultó fácil ponerme de acuerdo con él, e incluso llegó a agradecerme que le pusiera en bandeja una versión de su plan original mucho más interesante que tal como lo había concebido. Por desgracia yo no tenía suficiente autoridad para refrendar el nuevo contrato, ya que éste excedía con creces de una simple venta de almas -o en este caso de una no venta- y, por si fuera poco, existía un escollo de complicado engranaje jurídico: si en su necesaria apostasía X dejaba de ser oficialmente cristiano en teoría no podría beneficiarse de las prebendas prometidas, porque cualquier transacción con el alma propia implicaba una renuncia explícita al abandono de su religión original, con independencia de que el acuerdo hubiera tenido lugar pre mortem. Esta cláusula tenía su lógica, dado que pretendía evitar que algún listo, justo después de vender su alma, intentara esquivar su compromiso pasándose a la competencia, pero en este caso ocurría todo lo contrario.
Aunque no era de esperar que los de arriba, una vez enterados del tejemaneje, fueran más allá de una condena formal para salvar la cara de puertas afuera, yo necesitaba la aprobación de mis superiores dado que, aunque no serían tan estúpidos como para rechazar un plan potencialmente tan beneficioso, tampoco estarían demasiado dispuestos a sentar un precedente que pudiera volverse contra ellos en un futuro, sin contar con el temor a que los de arriba intervinieran directamente para frenarnos -al fin y al cabo no dejábamos de ser un protectorado suyo- si a causa de nuestras intrigas la situación internacional se complicaba demasiado, con independencia de que no vieran con malos ojos un debilitamiento de su rival secular.
En cualquier caso había que intentarlo, lo cual no resultaría fácil teniendo en cuenta que entre los jefazos y yo se alzaba un férreo muro burocrático al que se podía calificar con todo derecho como infernal, y no precisamente por el lugar en el que nos encontrábamos sino por lo exasperante de su funcionamiento. Pero perseveré, y no tuve que arrepentirme porque, pese a mis temores iniciales, los responsables acogieron con entusiasmo mi plan autorizándome a firmar el contrato con X, con la única salvaguarda de que todo se mantuviera en secreto al menos hasta que las consecuencias del mismo fueran ya irreversibles.
El resto ya es historia. Nuestra intriga rindió los resultados apetecidos y hoy en día -aunque este término cronológico no tiene demasiado sentido aquí- la presión demográfica en el infierno se ha aliviado bastante pese a que, como cabía esperar, siguen siendo bastantes las almas de nacionalidad cristiana que nos siguen llegando. Desde entonces han pasado ya varias generaciones humanas y X, al que periódicamente le cambiamos la identidad incluso a nivel genético, ha resultado ser un magnífico gerente de su nueva secta, a la que dirige en la sombra con mano de hierro conforme a sus intereses, que también son los nuestros.
En cuanto a las reacciones externas, hubo un poco de todo. Los de arriba, que eran a los que más temíamos, pese a enterarse tempranamente de la superchería -como cabe suponer tienen espías por todos los lados-, optaron por callar y fingir que no sabían nada, aunque como era de esperar ni siquiera se dignaron felicitarnos por una iniciativa que también les beneficiaba a ellos aunque fuera de manera indirecta. Los perjudicados, huelga decirlo, están desde entonces bastante cabreados, pero tal como ocurre en cualquier guerra fría que se precie no tuvieron más remedio que rumiar su enfado. Es una lástima, eso sí, que nuestras antaño cordiales relaciones clandestinas con su infierno se fueran al garete, pero qué se le va a hacer, todo tiene un precio incluso aquí.
Por su parte, el resto de las religiones importantes se limitaron a manifestar sus quejas formales por la sangría de almas que les supuso la maniobra, pero dado su carácter no proselitista tampoco fueron más allá de una mera protesta diplomática.
Pero para mí no fue una victoria. ¿Quieren creer que pese a mi acertada gestión, que fue mucho más allá de mis competencias profesionales, no se dignaron en recompensarme como me merecía, limitándose a agradecerme los servicios prestados con una palmadita virtual en la espalda y si te he visto no me acuerdo? Ni siquiera conseguí un miserable ascenso, por lo que continúo en mi cargo de agente comercial dándome con un canto en los dientes -también virtuales- por haber podido eludir el cada vez más probable traslado a calderas.
Desengáñense, la ingratitud no es cosa sólo de ustedes los mortales.
Publicado el 8-8-2020