El tiro por la culata



Como es sabido, cada final de año se acostumbra a elegir una o varias fotografías como las más representativas o impactantes de éste, las cuales suelen ser reproducidas en todos los medios de comunicación.

Pero en esta ocasión la fotografía seleccionada no pudo ser más sorprendente, aunque sin duda acertada, reflejando el momento en el que Papá Noel abandonaba su residencia en la remota Laponia, esposado y escoltado por varios policías, momentos antes de ser introducido en el furgón que le conduciría a una cárcel de alta seguridad.

La acusación contra el bonachón amigo de los niños no podía ser más grave: atentado frustrado con el resultado de triple asesinato en grado de tentativa y considerables daños físicos a personas e instalaciones. Eso sin contar, claro está, con los inevitables daños morales a millones y millones de niños, no menos importantes aun siendo difíciles de cuantificar. Y por supuesto, su reputación hecha añicos, quizá de manera irreversible.

¿Qué había ocurrido para inducirle a perpetrar tamaño despropósito? Según él mismo declaró, todo había sido consecuencia de su secular aversión a sus tradicionales rivales, los Reyes Magos, de cuya competencia estaba tan harto que, para sorpresa de todos, decidió acabar con ella de la manera más drástica que se le ocurrió.

Así, preparó minuciosamente una potente carta bomba y, camuflándola como si fuera una de tantas remitidas por los niños a Sus Majestades de Oriente, hizo depositarla en uno de los muchos buzones habilitados para tal efecto, con la pretensión de que, al ser abierta por alguno de los tres monarcas, la explosión pudiera acabar con su vida o al menos le dejara inhabilitado, cabiendo incluso la posibilidad de que, encontrándose agrupados, matara en el sentido más literal de la palabra a dos, e incluso a tres, pájaros de un solo tiro.

Por desgracia para él, Papá Noel ignoraba que desde hacía algunos años los Reyes Magos se habían desentendido de la tediosa la lectura de las cartas encargándole esta labor a una contrata externa, la cual a su vez, para abaratar costes, la había repartido entre varias subcontratas encomendadas a otras tantas compañías independientes, radicadas en su totalidad en distintos países del Tercer Mundo.

Dicho con otras palabras, Sus Majestades ya no leían ni una sola carta, pudiendo aprovechar así el tiempo ganado para otros menesteres. Las cartas escritas por los niños eran derivadas a unos centros especiales de lectura donde unas máquinas las abrían, las escaneaban y las convertían a formatos de texto, tras lo cual unos sofisticados equipos informáticos las leían, clasificaban las peticiones ponderando mediante programas de inteligencia artificial si cada niño se merecían o no todos los regalos que pedían y, finalmente, remitían unas bases de datos a los almacenes donde se empaquetaban y clasificaban los regalos que finalmente los Reyes Magos, en realidad auxiliados por una legión de colaboradores puesto que además de magos eran bastante cómodos, repartían por las casas.

Claro está que toda esta mecanización del proceso se mantenía en secreto, mitad para no acabar con la ilusión de los niños -como precaución los distintos equipos de repartidores trabajaban por tríos e iban ataviados con ropajes similares a los de sus patronos-, mitad para que no se enterara su eterno rival que, según sus informadores, seguía empeñado en hacer todo el trabajo a la antigua, sin más ayuda que la de sus torpes elfos.

Así pues, nunca llegó a haber la menor posibilidad de que la artera misiva estallara en las manos de ninguno de los tres colegas. Sí lo hizo, y con resultados devastadores, en una planta de lectura radicada en Bangla Desh, destrozando la sofisticada máquina e hiriendo, por fortuna no de demasiada gravedad, a los operarios que la manejaban. Como cabe suponer el escándalo fue mayúsculo, máxime cuando se conoció la verdadera procedencia del artilugio.

Pero a grandes males, grandes remedios. Mientras Papá Noel era detenido en vísperas de la campaña navideña, creándose una gran incertidumbre acerca de la recepción de sus regalos, la oficina de prensa de los Reyes Magos se apresuró a emitir un comunicado en el que, al tiempo que tranquilizaba a los posibles afectados por la destrucción de la maquinaria asegurando que se conservaban copias electrónicas de todas las cartas procesadas en dicha máquina, garantizaba también que ninguno de los niños que habían pedido sus regalos a Papá Noel se quedaría sin ellos, aunque para ello sería necesario que volvieran a escribir sus cartas remitiéndoselas a ellos, ya que las instalaciones del detenido habían sido precintadas por orden judicial y por consiguiente no tenían acceso a sus bases de datos. Eso sí, el reparto se haría en la noche del cinco al seis de enero tal como era tradicional, y no en navidad, fecha en la que lo hacía su enemigo.

Fue de esta manera tan imprevista como los Reyes Magos prácticamente lograron hacerse con el monopolio de los regalos a los niños aunque, eso sí, al precio de hacerse pública la hasta entonces secreta privatización del servicio; pero éste era un mal menor compensado con creces por los potenciales beneficios. Eso sí, esto no les libró de críticas tales como la de explotación de mano de obra del Tercer Mundo, en muchos casos infantil, lo que su gabinete de prensa rebatió argumentando que no podían hacerse responsables legales de las posibles vulneraciones de la ley por parte de unas subcontratas con las que no mantenían vínculo contractual alguno. En cuanto a la aparente paradoja de que a estos niños trabajadores ni siquiera se les repartieran juguetes, la respuesta fue que no se trataba de niños cristianos y que, por lo tanto, éstos eran ajenos a nuestras tradiciones religiosas, incluyendo la de la Epifanía.


Publicado el 25-12-2017