El último escritor



Fundido así con todos aquéllos que le habían precedido en su tránsito, el nuevo ser conoció sin necesidad de ninguna explicación la más profunda y trascendente verdad del universo: Acceder a la totalidad absoluta de los conocimientos, ser consciente de la realidad más rotunda de tus deseos, tus anhelos y tus esperanzas, lejos de constituir un premio resulta ser, muy al contrario, el más atroz, cruel y definitivo de todos los imaginables castigos.


Lanzando un profundo suspiro mezcla a la vez de lamento y satisfacción, pulsó finalmente la tecla que ordenaría al procesador grabar el último fragmento de su recién concluida novela. Podría haberlo dictado de propia voz al sofisticado aparato, pero prefería recurrir al obsoleto teclado dado que éste le permitía un contacto más íntimo con lo ya escrito... O, al menos, así le parecía; porque, en el fondo, él no dejaba de ser un sentimental. Además, ¿a quién le iba a preocupar de qué manera lo hiciera?

Un ligero zumbido le advirtió que el ordenador estaba preparado para imprimir el texto. Autorizó a hacerlo a través del terminal y, apenas unos minutos después y merced a los milagros de la técnica, tenía ante sus ojos un tomo ya encuadernado que tomó con sus manos con la delectación de quien acoge a un nuevo hijo. Incorporándose entonces de su asiento abandonó renqueando la sala guardando bajo el brazo el preciado libro. Tras cruzar un corto e iluminado pasillo penetró finalmente en una amplia biblioteca cuyas paredes se mostraban completamente abarrotadas de libros. Con paso cansino pero decidido se dirigió hacia una de las estanterías, justo aquélla que albergaba los libros más preciados para él: sus propias obras. Allí colocó el volumen recién terminado y, tras acariciar amorosamente con la mirada los frutos de toda una vida, se retiró rápidamente de un lugar que le inspiraba sentimientos encontrados de satisfacción y dolor.

Y lloró. Lloró de alegría por la obra acabada, pero lloró también de angustia por no poderla dar a conocer, por verse obligado a enterrarla en una biblioteca en la que dormiría, junto con el resto de sus compañeras, el sueño eterno de las obras desconocidas, de las obras que jamás han conseguido llegar a salvar la férrea barrera de la incomunicación que es como decir la enfermedad más mortal que puede aquejar nunca al arte.

¡Cuántas obras maestras se habrán perdido en la noche de los tiempos por no haber llegado a tener la humanidad la menor conciencia de ellas!” -se dijo con amargura. Pero de nada le serviría lamentarse, de nada le serviría tampoco siquiera pensar en ello. Las cosas eran así y, por mucho que le pesara, así continuarían siéndolo.

Retornando al pasillo anterior dejó atrás la sala de ordenadores encaminándose directamente a la cabina del ascensor que, remontándole un buen puñado de metros por el interior de las entrañas de la tierra, acabó dejándole en un breve vestíbulo que le condujo finalmente a lo que él llamaba eufemísticamente el mirador... Aunque en realidad no era sino una prosaica casamata de vigilancia, apenas una protuberancia que emergía sobre el terreno a modo de observatorio de la ciudad subterránea, una ciudad que había sido pensada para un número relativamente elevado de habitantes a pesar de que él era, desde hacía muchos años -tantos que había perdido la cuenta-, la única persona que la habitaba. Esto hacía que su soledad, ya de por sí dura y abrumadora, se fuera poco a poco tornando en más y más ominosa.

Suspirando una vez más se instaló en su sillón preferido, aquél que él mismo instalara hacía ya tanto tiempo frente al amplio ventanal protegido por gruesos vidrios blindados. La vista, dilatada sin obstáculos de ningún tipo hasta las lejanas y azulencas montañas que se alzaban cerrando el lejano horizonte, mostraba el sempiterno paisaje al que sus ojos estaban tan acostumbrados a contemplar: Una vasta y estéril llanura salpicada aquí y allá por los descarnados esqueletos de varios antiguos árboles erguidos en su miseria en mitad del yermo terreno, un terreno carente por completo de vida y alterado tan sólo por las feroces ráfagas de viento o por los diversos meteoros. Aquel espantoso desierto había sido antaño una región fértil y prácticamente virgen de intervenciones humanas hasta que llegó el día en el que la hecatombe nuclear acabó hasta con el último vestigio de vida en el planeta. Libre de explosiones directas -la bomba más cercana había estallado a mil kilómetros de distancia de allí- pero herida de muerte por el subsiguiente invierno nuclear y el emponzoñamiento radiactivo que envolvió a todo el planeta con su mortal manto, la que fuera durante milenios una paradisíaca región había venido a convertirse en un yerto desierto en el que ni tan siquiera las más resistentes alimañas eran capaces ya de medrar.

La humanidad no había sido ciertamente ninguna excepción y, salvo un pequeño puñado de escogidos -que hubieran sido afortunados o desgraciados era una cuestión que él, a tantos años vista, no tenía ya nada clara-, toda ella había tenido ya su Juicio Final. En cuanto a él, su propia salvación -o condena- se había producido gracias a un asombroso cúmulo de casualidades: Recién incorporado al servicio militar había sido destinado por sus superiores al proyecto Arca de Noé, el cual preveía la construcción y mantenimiento de un refugio atómico secreto que albergaría a la cúpula gobernante de su país en el caso de que llegara a estallar algún día la tan temida conflagración nuclear. Claro estaba que él, un simple soldado, era ignorante por completo de la verdadera naturaleza de la instalación militar a la que pertenecía y que, al igual que la totalidad de sus compañeros, creía una simple estación de seguimiento de satélites ubicada en uno de los rincones más remotos y apartados del país.

Estadísticamente, la guerra atómica tenía muy pocas probabilidades de ocurrir; pero sin que se alcanzara nunca a saber muy bien por qué, lo cierto era que ocurrió. Un buen día llegaron apresuradamente a aquel perdido lugar, precedidos apenas por las funestas noticias surgidas de todas las partes del globo, todos aquellos personajes que constituían la cabeza rectora de la nación, públicos y conocidos los unos e ignorados y grises, aunque no por ellos menos importantes los otros; supo entonces de la existencia del refugio del cual su unidad era una simple tapadera; supo también que su destino era quedar aislado del resto del mundo, encerrado en el lugar más seguro del planeta en unos momentos trágicos en los que la hoguera atómica arrasaba a sangre y fuego la totalidad del solar humano.

La guerra sería rápida ya que apenas llegó a durar unos cuantos días, pero sus terribles secuelas habrían de marcar, quizá ya para siempre, al torturado planeta antaño conocido con el nombre de Tierra. Recién apagada la última deflagración atómica, empapado el ambiente de mortífera radiactividad pero a salvo ya la ciudad refugio de un impacto directo que pudiera llegar a destruirla, los responsables de la operación Arca de Noé se apresuraron a contactar con el resto de las instalaciones militares que constituían, junto con ellos mismos, la red secreta de emergencia nuclear prevista como embrión a partir del cual se habría de poner en marcha la reconstrucción de las estructuras del país. Sin embargo, su sorpresa fue mayúscula cuando pudieron comprobar, primero con estupor para acabar finalmente cayendo en una total desesperación, que ellos eran, al parecer, los únicos supervivientes de todo el país, los únicos cuanto menos que emitían al éter unas desesperadas llamadas que no conseguían encontrar la menor respuesta...

Pero había más aún: No sólo el país permanecía preocupantemente mudo sino que, asimismo, todos los estados aliados e, incluso, las naciones neutrales mantenían un silencio absoluto. Lo mismo ocurría con las potencias del bloque enemigo y, en general, con la totalidad del planeta; por más esfuerzos que hicieron los técnicos de comunicaciones de la colonia, no consiguieron arrancar a sus equipos el menor sonido que pudiera indicar la existencia de emisiones moduladas de radio o televisión, lo que ciertamente no contribuía a augurar nada bueno. Abrumados por tan oscuros presagios, los responsables del gobierno de la pequeña comunidad se aprestaron a fletar la completa flotilla de aparatos que, equipados para desenvolverse en un ambiente impregnado de radiactividad sin que esto supusiera el menor riesgo para sus tripulantes, permitirían explorar todo el orbe a los intranquilos refugiados en busca de otros supervivientes con los que poder compartir la tragedia.

La búsqueda resultó ardua y difícil y, para desesperación de todos, completamente infructuosa. Meses después de la conclusión del conflicto, podían tener ya la certeza prácticamente segura de que en esos momentos su pequeña comunidad era el último y único superviviente de la otrora nutrida y ahora extinta especie humana; porque absolutamente todos los demás habitantes del planeta, sin distinción de razas ni nacionalidades, habían sido víctimas del holocausto nuclear bien directamente a causa de las explosiones nucleares, bien indirectamente debido a sus nefastas secuelas. Más sorprendente aún resultaba el hecho de que ninguna de las distintas ciudades refugio que, similares a las suyas, existían en los diferentes países, hubiera podido sobrevivir a la catástrofe; pero la realidad era terca y se empeñaba en sancionar la evidencia de la peor de las circunstancias posibles: Estaban solos, espantosamente solos, refugiados en las entrañas de un planeta emponzoñado y privado, quizá ya para siempre, del menor vestigio de vida tanto animal como vegetal, terrestre o marina, racional o irracional.

Al conocer su situación en toda su magnitud, fueron muchos los que se dejaron llevar por la desesperación envidiando el destino de todos aquéllos que habían tenido la suerte de no sobrevivir al infierno que ellos mismos habían contribuido en mayor o menor medida a crear. Fueron tiempos difíciles en los que tan sólo la férrea voluntad de unos pocos y la aplicación de una disciplina draconiana impidieron el colapso definitivo de la colonia; restablecido mejor o peor el orden y convencidos los supervivientes de la gran responsabilidad recaída sobre sus espaldas al ser los únicos representantes vivos de toda la humanidad, pudieron al fin comenzar a establecerse los primeros y forzosamente tímidos planes para el futuro más inmediato. Su madriguera era no sólo perfectamente segura frente al ambiente hostil del exterior, sino también autosuficiente por completo al tiempo que capaz de mantener indefinida y cómodamente a sus habitantes; dotada de los más sofisticados avances técnicos, disponía de reservas energéticas para varios siglos -que por una cruel ironía del destino procedían de los mismos átomos que habían arruinado el planeta- al tiempo que contaba con ciclos cerrados y perfectamente regenerables de producción de alimentos, agua potable y aire respirable. La colonia estaba formada por varios centenares de individuos de ambos sexos muchos de ellos en edad de procrear, lo que haría factible un crecimiento controlado de la población de la misma hasta que las circunstancias permitieran en un futuro el retorno a la desierta superficie del planeta.

Una idea quedaba meridianamente clara para la inmensa mayoría de los refugiados: Tenían que garantizar, por encima de todo, la perpetuación de la especie humana , y no cejarían en su empeño por conseguirlo. Una vez que pudieran habitar en el exterior -algo que no tendría lugar, en el mejor de los casos, sino hasta pasadas varias generaciones- podrían reconstruir una somera ecología merced a los animales y plantas en parte vivos, en parte conservados en forma de embriones congelados, de que disponía la colonia. Y en cuanto a la conservación del acervo cultural, cuestión ésta no menos importante ya que absolutamente nadie deseaba ver a sus descendientes reducidos a la barbarie, ésta estaba garantizada, al menos en buena parte, merced al importantísimo archivo del que estaba provisto el refugio. El futuro de sus habitantes, pues, si bien prometía ser muy duro, no por ello dejaba de ser esperanzador si no para ellos, sí para sus descendientes.

Pero el azar, el siempre impredecible azar, habría de encargarse de truncar una vez más tan ambiciosos planes. Varios años después de ocurrida la catástrofe, la pequeña colonia se había habituado ya a lo que a partir de entonces sería su cotidiana rutina, habiendo nacido, incluso, varios niños que comenzaban a asegurar el futuro de la humanidad. Mas un buen día se produjo la primera baja al fallecer súbitamente una persona; se trataba de uno de los soldados de la antigua guarnición, un hombre joven y fornido que había gozado hasta entonces de una excelente salud sin experimentar nunca el menor atisbo de enfermedad. Hecha la autopsia al cadáver los médicos fueron incapaces de establecer las causas de la muerte; no se trataba de una enfermedad contagiosa (la asepsia era absoluta en el interior del refugio) ni de una afección provocada por la mortífera radiactividad que emponzoñaba el exterior... Simplemente, el corazón del fallecido había dejado de repente de latir.

Esto no hubiera dejado de ser un lamentable episodio si, tan sólo una semana después, no hubiera muerto una segunda persona víctima de idénticos síntomas. Un mes más tarde eran seis las víctimas mortales de lo que ya nadie dudó en calificar de epidemia, entre ellos dos de los recién nacidos, y la alarma comenzó a cundir entre los refugiados. Se hicieron análisis exhaustivos, se utilizaron una y otra vez todas y cada una de las sofisticadas técnicas médicas de que disponían, se postularon todo tipo de hipótesis desde la más verosímil hasta la menos probable... Sin el menor resultado. Mientras tanto, el trágico goteo de muertes continuaba diezmando a los supervivientes con una regularidad diríase que perfecta de no ser por lo trágica que resultaba esta situación para los aterrados supervivientes.

Apenas un año después de haberse iniciado la mortífera epidemia quedaban con vida tan sólo cinco personas aparentemente inmunes a la plaga que había exterminado al resto de sus compañeros. Por una cruel burla del destino, habían conseguido conocer la causa de la mortandad una vez que ésta había ya cesado dejando tras de sí un daño irreparable: al parecer, la causa de todas las muertes había sido un pequeño y casi insignificante fallo en los sistemas de reciclado, el cual había provocado la acumulación de ciertas sustancias tóxicas en los cuerpos de los refugiados a la vez que la carencia de algunos oligoelementos básicos para el metabolismo humano; el efecto combinado de ambos problemas habría sido en última instancia el causante de la muerte de la práctica totalidad de los miembros de la colonia. En todo caso poco importaba ya; puesto que los cinco supervivientes eran todos varones, la extinción de la humanidad estaba ya irremisiblemente sentenciada.

Pasó el tiempo. De los cinco últimos representantes de la humanidad dos fallecieron por causas naturales, un tercero se suicidó y otro más fue víctima de un accidente al estrellarse el helicóptero que pilotaba en el exterior del refugio. Sólo quedaba pues él, y el día ya cercano en el que el peso de la edad le venciera, se habría acabado para siempre la audaz aventura que se iniciara aquel lejano día en el que un homínido fue capaz de articular un primer pensamiento abstracto. Era tan sólo cuestión de tiempo, y sobradamente sabía que no le quedaba ya demasiado.

Un brusco destello del sanguinolento sol poniente le devolvió a la dura realidad de la que momentáneamente se había evadido refugiándose en sus antiguos recuerdos. Levantándose penosamente, con la dificultad impuesta por sus muchos años, se dirigió hacia el interior del vacío refugio para retornar a la rutina que él mismo se había impuesto como única manera de evitar caer en la locura; mientras descendía en el ascensor, meditaba con amargura sobre la cruel ironía con la que le había castigado el destino; él, que siempre había alentado el deseo de ser un escritor afamado y leído, él que nunca había podido ver cumplido su sueño viéndose obligado a guardar sus originales sin tener la menor posibilidad de darlos a publicar, él que por fin había podido disponer tanto del suficiente tiempo libre como de los medios técnicos necesarios para ver materializada su gran pasión, se encontraba ahora preso de la gran contradicción que suponía ser el último representante vivo de una humanidad extinta desde hacía ya muchas décadas.

Jamás ningún escritor, jamás ningún artista o creador, ni tan siquiera aquéllos que habían sido los más incomprendidos, se había visto castigado de una manera tan cruel. Ellos, al menos, tenían la esperanza más o menos remota de que la posteridad acabaría reconociendo su valía; él, por el contrario, sabía con toda certeza que jamás nadie podría haber detrás de él para llegar a conocer su obra. Ignoraba cuál había sido su culpa, pero conocía sobradamente cual habría de ser su amarga penitencia. Y lloró una vez más.


Publicado el 19-3-2006 en NGC 3660