Un amor para ¿siempre?
La anciana agonizaba en la aséptica habitación de un hospital. Ella lo sabía, pero lo aceptaba con alegría. Firme creyente en la existencia de vida ultraterrena, anhelaba la llegada del tránsito al Más Allá para poderse reunir de nuevo con Ramón, con quien formó una bien avenida pareja hasta que la muerte prematura de éste, hacía ya treinta años, se lo arrebatara dejándola desconsolada. Nunca desde entonces había vuelto ya a ser la misma, aguardando en su viudez el momento en el que volvería a encontrarse con Ramón allá donde la tiránica parca no contaba con el menor poder, allá donde podrían volver a ser felices esta vez para siempre.
Finalmente el momento llegó y todo fue oscuridad, antes de abrirse ante a ella un túnel luminoso por el que su alma se deslizó gozosa hasta un lugar en el que todo era paz y sosiego.
Ni siquiera le dio tiempo a preguntarse si estaba en el Cielo, puesto que inmediatamente sintió la presencia en torno suyo de personas queridas que le habían precedido en el postrer viaje: sus padres, sus abuelos, su hermano fallecido años atrás, parientes y amigos... todos ellos dándole cordialmente la bienvenida no con palabras, puesto que al igual que ella carecían de envoltura carnal, sino con el propio pensamiento, prometiéndole que allí gozaría de felicidad eterna.
Ella se sintió relajada y contenta; aunque el entorno en el que se encontraba era muy diferente de la idea tradicional que ella siempre había tenido del Cielo, sabía que era allí donde se encontraba; no podía ser de otra manera.
De repente una punzada de temor sacudió hasta lo más profundo de su incorpóreo ser. Allí estaban todos aquéllos que una vez la quisieron en vida... excepto Ramón. ¿Acaso...? El temor a que su querido esposo no pudiera gozar de la salvación eterna la atenazó con la frialdad heladora de un sepulcro. Pero no, no podía ser... su Ramón siempre había sido bueno, era una de las mejores personas que conoció en su vida, razón por la que resultaba de todo punto imposible que éste pudiera estar castigado allá donde se expían los pecados sin posibilidad alguna de redención. Quizá se encontrara en el purgatorio... -se consoló, lamentándose de no haber rezado lo suficiente por su alma cuando tuvo ocasión de hacerlo.
-Tranquilízate, querida, Ramón está bien y se encuentra también aquí, donde nosotros -percibió la respuesta a su muda interrogante, sin saber quien o quienes la había proferido.
A la cual siguió un embarazoso silencio, o su equivalente mental, cuando ella esperaba la necesaria continuación de la explicación: ¿por qué, entonces, no había ido a darle la bienvenida?
Finalmente una voz -seguía sin saber de quien- se atrevió a dar el paso y, tras el equivalente telepático a un carraspeo, añadió en tono quedo:
-Ramón me encargó que te dijera que se alegraba mucho de que estuvieras aquí, y me pidió que te presentara sus disculpas por no poder recibirte.
-No lo entiendo... ¿por qué no ha podido venir? -balbuceó mentalmente la recién llegada, presa de estupor-. Durante treinta años he estado esperando este momento, y pensaba que a él le ocurriría lo mismo...
-¡Oh! -dijo la voz, o quizá fuera otra-. Así fue en un principio. Ramón estaba inconsolable, y sólo esperaba que tú te pudieras reunir con él lo antes posible. Pero...
Tras un nuevo silencio, alguien añadió:
-Fue hará cosa de unos diez años, aunque en realidad aquí el cómputo del tiempo no tiene mucho sentido -hizo una dolorosa pausa y continuó-. Ramón te esperó, hasta que conoció a... a otra persona. Una mujer que llevaba aquí más de doscientos años, con la que hizo amistad primero y luego... él dice que es feliz y que jamás te haría el menor daño, y por esa razón es por lo que prefiere que... que no os veáis. Te desea lo mejor y espera que tú también puedas encontrar la felicidad aquí tal como la ha encontrado él.
Ya estaba dicho. Sus deudos respetaron su silencio mientras ella sentía que el mundo, el ultramundo al que acababa de llegar, se le caía encima. Pero ella era fuerte, y no iba a dejar que le invadiera la desesperación... lo que no evitaba que la decepción sufrida fuera notoria.
-¡Hombres! -exclamó al fin con despecho-. En el fondo todos son iguales... ¿acaso no me pudo esperar durante treinta años teniendo por delante, como tenía, toda la eternidad?
Y haciendo de tripas corazón, o su equivalente incorpóreo, rogó a sus deudos:
-Bien, no hay mal que cien años dure, y menos todavía aquí... os agradezco a todos vuestro cariño, y si os parece bien, podríais explicarme un poco como son las cosas por aquí, ya que para mí todo esto es nuevo... estoy segura de que lo vamos a pasar bien.
Publicado el 10-4-2017