El coleccionista



Agonizaba. Tendido en la fría cama de un hospital, rodeado de tubos y de sondas, su vida se extinguía por momentos.

Estaba solo. Completamente solo. Su individualismo rabioso y su egoísmo feroz, traducidos en una negativa rotunda a contraer el menor compromiso con su familia, con sus amigos o con sus amantes, habían acabado por pasarle factura. Sus padres, los únicos quizá que habría tenido a su lado en tan difícil trance, hacía mucho que le habían precedido en el trance. Sus antiguos amigos le habían ido abandonando uno a uno, hartos de su mal carácter. Y en cuanto a las mujeres con las que había compartido su vida... todas ellas contaban con suficientes cicatrices como para mirar discretamente hacia otro lado. En realidad no podía decirse que él hubiera sido malo, simplemente se había limitado a interesarse por él mismo sin preocuparle en lo más mínimo los demás; ese egoísmo, combinado con una congénita cobardía, formaban una combinación explosiva por la que ahora se veía obligado a pagar un alto tributo: se moría en una completa y absoluta soledad, justo cuando más habría necesitado un apoyo, sin que nadie le echara de menos, lo cual era como si muriera dos veces.

Y él lo sabía. Lo sabía por más que los médicos y las enfermeras, unos seres amables, pero distantes y fríos, se lo hubieran ocultado tras mentiras piadosas que nunca le hubieran logrado convencer. Le quedaban apenas unos minutos de vida, y su mente extraña y trágicamente lúcida no hacía más que preguntarse, una y otra vez, con qué se encontraría tras el umbral que estaba tan próximo a trasponer... Algo insólito en alguien que siempre se había jactado públicamente de su total indiferencia religiosa. No sentía miedo sino inquietud, mucha inquietud.

Pero lo que no esperaba, lo que nunca habría imaginado, era que de repente resonara una potente voz en el interior de su mortecino cerebro; nada celestial ni demoníaco, nada de bienvenida jubilosa por parte de los deudos fallecidos anteriormente; tan sólo un prosaico, desenfadado y, en tales circunstancias, casi ridículo saludo.

-Hola.

Pese a la postración en que se encontraba sumido, el moribundo se sobresaltó.

-¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? -la conversación no eral oral sino mente a mente, de una forma que identificó instintivamente como telepática.

-Tranquilízate. -respondió la voz- No soy ningún espíritu, ni vengo a arrebatarte el alma; te aseguro que soy tan real como tú; aunque, eso sí, algo distinto. Digamos que procedo de un plano dimensional diferente del tuyo, un universo paralelo... Lo siento, no sé cómo te lo podría explicar mejor.

-¿Eres un fantasma?

-No, no, no... Ni tampoco un ánima del purgatorio, un ángel, un demonio ni nada que remotamente se lo parezca; soy un ser vivo tan mortal como tú, aunque me resultaría extremadamente difícil hacerte comprender nuestro concepto de la vida y de la muerte. Tampoco mi materialidad coincide con la tuya; como ya te he dicho, provengo de un universo paralelo donde las constantes físicas son muy diferentes de las que rigen en el tuyo. Pero ambos somos seres pensantes, y gracias a ello podemos comunicarnos entre nosotros; la inteligencia es lo único inmutable en todo el metauniverso.

-¿Qué quieres de mí? -preguntó desmayadamente, al límite mismo de sus fuerzas- Yo... yo me estoy muriendo.

-Precisamente por eso he venido, mi querido amigo; deseo compartir tus emociones, experimentar contigo el tránsito de la vida a la muerte.

-¿Por qué? Tú no me conoces.

-No te conocía hasta hace unos momentos, lo confieso; utilicé un rastreador mental que, convenientemente programado, me condujo hasta ti. En realidad lo que buscaba era un agonizante que estuviera a punto de morir en la más completa soledad, y el azar quiso que fueras tú.

-Gra... gracias.

-No me las des, amigo. Tengo motivos personales para obrar así.

-Es... igual. Te... agradezco... tu... apoyo... de ... todos...

-Espera, voy a ayudarte. ¿Mejor así?

-¿Qué me has hecho? -preguntó el moribundo al comprobar, con asombro, que su creciente debilidad había desaparecido de forma súbita.

-Nada importante; -respondió el visitante- tan sólo te he insuflado un poco de... -dudó, eligiendo trabajosamente el término preciso- hálito mental. Pero lamento tenerte que pedir que no te hagas ilusiones; este truco tan sólo servirá durante un corto espacio de tiempo. No puedo evitar que mueras. -concluyó con tono contrito, ocultando hipócritamente que no lo hubiera hecho aun cuando pudiera haberlo evitado, pues esto era algo que iba contra sus propios planes- Ahora descansa, y déjame hablar a mí.

-No lo entiendo. -respondió el yacente, haciendo caso omiso de la recomendación- En mi mundo siempre ha habido gente entregada que, de forma desinteresada, ha consagrado su vida al cuidado del os enfermos y los moribundos; pero tú...

-No te quiero engañar; la mentira es algo imposible en mi mundo. Mi motivación no es en modo alguno altruista.

-¿Cuál es, pues? -preguntó inquieto.

-Digamos que... busco un beneficio en ello. Pero te aseguro que esto no te perjudicará lo más mínimo; por el contrario, es muy posible que te ayude a superar el trance.

-Me basta con ello. -suspiró resignado- Poco es lo que puedo ya esperar. Pero dime, ¿tú sabes lo que hay más allá de...

-¿De la muerte? No con exactitud, por supuesto; también para nosotros significa el final de nuestra existencia. Pero sí contamos con una idea mucho más aproximada que la vuestra de lo que ocurre. Ya te he dicho que nuestros conceptos de la vida y de la muerte no son coincidentes...

-Dímelo, pues.

-¿Para qué? -respondió el ente con brutalidad- No vas a tardar mucho en saberlo.

-¡Vete! Sal de mi cabeza, maldito seas.

-Discúlpame, no era mi intención irritarte... -la voz no acababa de sonar sincera- En realidad, no puedo hacerlo.

-¿Por qué? ¿Te lo impide tu moral? -la pregunta del doliente, teñida de ironía, chocó con la cruda sinceridad de su interlocutor.

-No. Nosotros no tenemos moral alguna, ni nos sentimos constreñidos por nada remotamente parecido a vuestros conceptos del bien y del mal. Nuestra libertad es absoluta.

-¿Entonces?

-Preferiría no tener que decírtelo... -titubeó el visitante- Pero, puesto que me has hecho una pregunta directa, no me queda otro recurso que responderte. La razón para negarme no es otra que la de evitar alteraciones significativas en tu estado de ánimo que pudieran hacer peligrar el desarrollo del... ¡hum! contacto.

-Ya veo. -la irritación había dejado paso a la resignación- Estás jugando conmigo, para ti tan sólo soy una miserable rata de laboratorio...

-Estás completamente equivocado, mi querido amigo, y deploro profundamente haber lastimado de forma tan torpe tus sentimientos. Puedes creer que tú eres muy importante para mí.

-¿?

-Entiendo tu perplejidad, pero te aseguro que estoy diciendo la verdad... No podría ser de otra manera, dado que yo no puedo mentir.

-Tanto me da. -gruñó desabrido- Prefiero que me dejes en paz.

-¡Pero puedo hacerte más fáciles tus últimos minutos de vida! ¡Y quiero hacerlo!

-Tú mismo lo acabas de decir; para lo que me queda...

-Está bien, yo no te he negado que quisiera obtener un beneficio de ti. Pero, ¿qué más te da si ello no te perjudica en lo más mínimo?

-Quiero saber el porqué.

-¿Es necesario?

-Sí.

-De acuerdo. -suspiró el visitante- Pero me temo que quizá no te guste demasiado.

-Poco puede haber ya que me disguste. Desembucha.

-Verás. Mi raza posee ciertas facultades que podríamos denominar... telepáticas; en realidad se trata de algo muy diferente al concepto que leo en tu mente, pero me resultaría difícil explicarlo de otra manera distinta. Digamos que... bien, para nosotros la energía mental es como para vosotros la materia; de ella nos alimentamos, gracias a ella vivimos y si nos falta... morimos.

-No sigas; -le interrumpió el moribundo- Eres un vulgar vampiro psíquico. Algo he leído al respecto.

-¡Oh, no! -exclamó horrorizado el alienígena- Eso sería lo mismo que tildaros a vosotros de canibalismo por el hecho de que ingiráis alimentos procedentes de otros seres vivos. Nosotros contamos con el equivalente a vuestros animales y plantas, especímenes de los cuales tomamos el fluido mental que nos sustenta, seres que, por supuesto, son completamente irracionales.

-Si es así, ¿qué pinto yo? ¿Acaso no me ves como si fuera un simple solomillo?

-Por supuesto que no, tú eres para mí un ser racional a todos los efectos, si no fuera así no estaría ahora hablando contigo. Pero déjame que termine de explicarte. Mi raza, al igual que le ocurre a la tuya, es amante de los placeres, y por esta razón buscamos compartir con otros seres sus emociones más íntimas... en especial, si éstas son fuertes y excepcionales. Un parto, un coito, una gran alegría, una gran excitación...

-O una muerte. -concluyó lúgubremente su involuntario anfitrión.

-En efecto. Una muerte. Para nosotros resulta algo... excitante -en realidad sonó a exquisito- Y como de paso te puedo consolar en tu difícil trance, los dos nos beneficiaremos mutuamente de nuestra simbiosis.

-Con la pequeña diferencia de que yo la diño mientras tú te relames de satisfacción antes de ir a buscar otra... experiencia excitante. ¿Me equivoco?

-No. -respondió el ente con total sinceridad, ajeno al parecer al sarcasmo de la pregunta- Además, tienes que valorar la importancia que tiene el que mueras tras haber tenido conocimiento de algo desconocido para la inmensa mayoría de tus congéneres, la existencia de universos paralelos... Se trata de un gran honor. -concluyó ufano.

-Tienes toda la razón, no había caído en eso; te estoy muy agradecido por recordármelo. -el terrestre ignoraba si su visitante era realmente ingenuo o si, por el contrario, se estaba burlando de él- Te estoy muy agradecido por ello.

-Me satisface que sepas valorarme en mi justa medida, algo que por desgracia no suele ser habitual en la gente como tú; pero detecto cierto tono irónico en tus pensamientos. ¿Acaso no me crees?

-Por supuesto que te creo; tanto es así, que voy a abrirte completamente mis pensamientos. ¿Me equivoco al suponer que, a pesar de ser telépata, no te resulta posible acceder a mi intimidad sin mi consentimiento?

Era un golpe de ciego, pero sorprendentemente funcionó.

-Estás en lo cierto. Soy capaz de comunicarme contigo y de leer todos tus conocimientos, digamos, públicos, pero el interior de tu mente me está vedado. Si tú me ayudaras... Pocos son los humanos que permiten hacerlo.

-Lo haré. ¿Estás listo? Pues ahí va.

Un torrente de pensamientos, de sensaciones, de conocimientos y de instintos fluyó de forma instantánea de la mente humana a la inhumana. Esta última, imprudentemente confiada, gimió espantada cuando descubrió que la información suministrada le hacía daño, provocándole graves desgarros en su delicada estructura interior... Heridas profundas e imposibles de curar que la trastornaron irreversiblemente convirtiéndola para siempre en un ser demente incapaz de valerse por sí mismo en su inimaginable mundo. La curiosidad había matado al gato.

En cuanto a nuestro protagonista, falleció en paz instantes después, satisfecho por su póstuma venganza consumada frente al más increíble ser jamás imaginado por mente alguna. No le había resultado difícil volverle loco, bastándole con mostrarle los más recónditos y oscuros atavismos de la especie humana, la ominosa herencia animal de la que el Homo sapiens no había sabido, ni podido, desprenderse en toda su accidentada historia. Al desprevenido curioso le habían enloquecido Hiroshima, Camboya, las guerras tribales africanas, los campos de concentración nazis, las trincheras de la I Guerra Mundial, las campañas napoleónicas, las cruzadas, las guerras púnicas, las tempranas atrocidades de los asirios... Y tantas y tantas muestras más de la infamia humana, no por cotidianas menos execrables.


Publicado el 27-12-2003 en Alfa Erídani