Crónicas del Más Allá



Tras las preceptivas vacaciones que, como siempre, me parecieron cortas, me encaminé de nuevo a lo que coloquialmente denominamos la Agencia de colocación, aunque su rimbombante nombre oficial -los políticos de aquí arriba no son muy diferentes de los de allá abajo- es el de Centro de Clasificación y Asignación de Receptores, todo con mayúsculas.

Pero me temo que no me estoy explicando. Aunque allá abajo, y a lo largo de los siglos, ustedes elaboraron multitud de teorías, por lo general en forma de religiones, sobre la existencia del Más Allá y su naturaleza, lo cierto es que no acertaron ni una salvo en un detalle: sí existe un Más Allá tal como puedo demostrar fehacientemente, pero para su suerte o su desgracia no se parece en nada a lo que llegaron a imaginar.

La verdad es que nuestro mundo resulta mucho más prosaico de lo que pudieran haber sospechado; imagínense que hasta tenemos una burocracia que poco tiene que envidiar a la suya, con eso les digo todo.

Y por eso me encontraba de nuevo allí una vez terminada mi última misión. Ah, disculpen, se me había vuelto a olvidar; antes de nada tendré que explicarles como funcionamos y la manera en la que nos interrelacionamos con ustedes.

Supongo que, aunque no sean religiosos, estarán familiarizados con el concepto de alma, y si no es así siempre les resultará sencillo consultarlo en internet. Así pues, iré al grano. Nosotros somos lo más parecido a las almas concebidas por las religiones, aunque nada tenemos que ver ni con las cristianas que nacen con el cuerpo y lo abandonan tras su muerte para subir al cielo -o bajar a los infiernos, según el caso- ni con las de las religiones orientales sometidas a un eterno ciclo de reencarnaciones.

No, no hay nada de eso, ni mucho menos de las pintorescas concepciones de las religiones antiguas o las primitivas. En realidad, a lo más aproximado que se nos podría comparar es a unos entes simbióticos que, al igual que ocurre en la naturaleza, nos asociamos íntimamente a nuestros anfitriones -ustedes- alcanzando un beneficio mutuo, aunque en nuestro caso el vínculo no es orgánico sino puramente inmaterial, dado que estamos constituidos por energía pura careciendo de cuerpo material. Vamos, unos espíritus si lo prefieren así.

Tampoco somos ángeles de la guarda ni nada parecido sino simbiontes mentales, y gracias a nosotros ustedes los humanos poseen racionalidad. ¿Se han parado a pensar por qué el Homo sapiens es la única especie que ha conseguido dar el salto intelectual que les diferencia del resto? No me refiero a la inteligencia; los animales también la poseen, al menos los más evolucionados. Pero si bien un ratón es más inteligente que una lagartija, ésta lo es a su vez más que un insecto y un chimpancé lo es más que el ratón, existe un abismo infranqueable entre los humanos y los chimpancés mucho mayor que el de entre éstos y cualquier otro mamífero o ave, algo difícil de interpretar mediante criterios estrictamente evolucionistas.

¿Cómo puede ser que dos especies que comparten el 99% de su patrimonio genético y son tan similares fisiológicamente sean por el contrario tan diferentes mentalmente? La respuesta a este enigma no estriba en las ínfimas diferencias de sus respectivos genes, tal como intentan justificar los científicos, sino en nosotros, que estamos presentes dentro de sus mentes pero no en las de sus parientes cercanos, a los cuales se asemejarían intelectualmente de no ser por nuestra contribución. Aunque, claro está, la sospecha siquiera de nuestra existencia se escapa por completo a la ciencia, todavía aferrada a la materialidad.

Pero basta ya de exordio. ¿Por qué actuamos de esta manera cuando la materia nos resulta algo engorroso, si no grosero? Seres de energía pura como somos, aunque no de una energía cuantificable por la física, y con todo el universo a nuestra disposición, ¿qué necesidad teníamos de embarcarnos en esta aventura?

La verdad es que la mayoría no lo sabemos, y sólo los dirigentes serán conscientes, al menos supongo, de ello. Pero yo soy un ciudadano de a pie, y desde que tengo consciencia siempre he asumido esta labor como una tarea a realizar sin cuestionarla ni intentar analizarla. Entramos en simbiosis con los humanos porque es lo que está establecido, eso es todo. Por supuesto corren rumores de diversa índole entre nosotros, pero nadie puede garantizar su verosimilitud ni, justo lo contrario, demostrar su falsedad. Así pues, nos los tomamos como simples cotilleos profesionales al tiempo que cumplimos con nuestra misión sin rechistar.

Nuestro modus operandi es sencillo. Cada vez que se engendra un nuevo ser o, mejor dicho, cada vez que su cerebro comienza a funcionar como tal, nos integramos en él actuando, permítanme el símil informático, como si fuéramos un virus troyano infiltrado en un ordenador. Troyano, pero benéfico, ya que gracias a nosotros el neonato será una persona inteligente en lugar de contar con la mente de un simio, por supuesto sin tener jamás la menor conciencia de ello ya que, por razones que ignoro, nos está terminantemente prohibido hacerle partícipe de su doble naturaleza, y los pocos de nosotros que se atrevieron a infringir esta norma fueron sentenciados a la desaparición, algo que para unos seres inmortales supone el peor y más irrevocable de los castigos.

Una vez instalados en el cerebro de nuestro anfitrión nuestra misión no es otra que proveerle del raciocinio necesario para arrancarle de la animalidad, tutelándolo durante toda su vida hasta que llega el momento de su muerte. ¿Altruismo? Quizá sí, pero nos cobramos nuestro precio. Mientras éste vive no le causamos el menor trastorno limitándonos a implementar sus funciones mentales, pero cuando muere abandonamos su cerebro llevándonos con nosotros la información acumulada en éste, todos sus recuerdos y sensaciones del registro completo de su vida. Éste es nuestro botín, que se perdería de no estar nosotros para recogerlo, el cual entregamos a los servicios de archivo a nuestra vuelta a casa, para que sean puestos a buen recaudo.

¿Cuál es el móvil para este comportamiento? Tampoco lo sabemos, pero cabe suponer que una raza tan antigua como la nuestra, aburrida ya de la eternidad, encuentre interés, o al menos entretenimiento, en esta recopilación de las experiencias de tantos miles de millones de humanos a lo largo de su existencia como especie. Me refiero, claro está, a los círculos superiores, porque a nosotros, los ejecutores de a pie, lo único que hacen es limpiarnos la memoria donde guardamos estos datos, una vez han sido copiados éstos, de modo que quedamos listos para empezar de nuevo sin que teóricamente conservemos recuerdo alguno de nuestros anteriores anfitriones.

Teóricamente, puesto que en la práctica siempre quedan algunos vestigios que con un entrenamiento adecuado es posible rescatar, aunque claro está esto nos lo callamos; y aunque nuestros jefes lo sospechen, fingen ignorarlo siempre que seamos discretos, con lo cual todos contentos... o no. Pero no nos anticipemos.

Como cabe suponer, el proceso simbiótico no siempre resulta satisfactorio. En ocasiones los cerebros de los nuevos seres se forman con deficiencias demasiado graves como para que el enlace sea viable, por lo que en estos casos los dejamos abandonados a su suerte condenados a ser, si consiguen sobrevivir, unos idiotas de por vida. Asimismo algunas enfermedades mentales nos obligan también a desvincularnos de ellos, en especial aquéllas como el alzheimer u otras demencias en las que el tejido cerebral queda tan devastado que ni siquiera podemos seguir alojándonos allí, aunque si somos hábiles conseguimos salvar la mayor parte de la personalidad del enfermo antes de que ésta se desintegre.

Y a veces, por último, tenemos la mala suerte de tropezar con psicópatas, criminales, o mentes perversas de cualquier tipo, lo cual resulta de todo menos agradable. Pero de acuerdo con las normas debemos aguantar allí intentando dentro de lo posible reconducir el comportamiento de nuestro anfitrión, algo que en ocasiones conseguimos y en ocasiones no, como basta con estudiar la historia para comprobarlo. Porque, por encima de todo, nuestra labor es de tutela pero no de control, lo que nos obliga a cargar con el marrón de un Hitler o un Stalin, pongo por caso, sin poder evitar sus tropelías hasta que la muerte le llegue. Esto es algo que nunca entenderé, pero donde hay patrón no manda marinero...

Claro está que también podemos tener la suerte de encontrarnos con un personaje excelso de esos que tanto han hecho por el progreso o el bien de la humanidad: científicos, médicos, escritores, artistas, músicos, benefactores... aunque en ocasiones su contribución a la sociedad, por muy importante que ésta haya sido, no se corresponda con una talla humana equivalente, que de éstos hay muchos casos. Pero del mal, el menos.

Aunque, en la práctica, lo más probable es que te encuentres con alguien anodino, uno de tantos que conforman la inmensa mediocridad que abarca a buena parte de la población humana. No son malos, aunque tampoco excesivamente buenos; no aportan nada significativo en toda su vida, pero tampoco hacen demasiado daño. Simplemente se limitan a vegetar intelectualmente, con independencia de que no lleguen nunca a ser conscientes de ello. Así pues, compartir toda una vida con ellos es de lo más aburrido. La verdad es que desconozco por completo qué interés puedan tener para nadie sus vivencias, e incluso circulan rumores de que se limitan a borrarlas discretamente; pero también hay quienes afirman que aunque sólo sea por su valor estadístico también se pueden obtener resultados interesantes. Ellos sabrán.

Lo más frustrante, con diferencia, es cuando tenemos la suerte de encontrar a un espécimen de los buenos y éste se nos muere antes de tiempo sin haber podido llegar a dar de sí todo lo que su potencial prometía, tal como ocurrió con genios fallecidos prematuramente como Mozart, Schubert, Mendelssohn, Usandizaga, Rafael, Vermeer, Caravaggio, Van Gogh, Poe, Keats, las hermanas Brontë, Larra, Bécquer, Pascal, Galois, Abel, Hertz, Pierre Curie, Ramanujan, Turing... o, ya en otro campo más cuestionable, Alejandro Magno. Pero éstos son tan sólo algunos ejemplos, puesto que casos de este tipo han sido legión a lo largo de la historia.

Qué quieren que les diga, a esta gente se les acaba cogiendo cariño, y aunque la breve duración de la vida humana, incluso en los casos más longevos, hace que para nosotros la simbiosis con nuestro anfitrión resulte siempre corta, sabe mal tener que separarte antes de tiempo de alguien que te caía bien, sobre todo teniendo en cuenta que lo más probable es que el próximo que te corresponda sea sensiblemente peor. Pero en esto consiste nuestro trabajo, así que tan sólo nos queda pechar con lo que nos caiga nos guste o no.

Como cabe suponer, el cerebro de un recién nacido es no sólo un libro en blanco, sino que en él que ni siquiera han crecido todavía la mayoría de sus páginas. Cabría pensar, pues, que la personalidad que se forje en éste es una incógnita en el momento en el que nos convertimos en simbionte suyo, sin que ni siquiera aquéllos que nos asignan a nuestros anfitriones puedan predecir cual vaya a ser su evolución. Ésta es la explicación oficial que se nos da para justificar la ausencia de posibles favoritismos, pero lo cierto es que sólo se la creen los recién llegados.

Porque, si fuera así, lo lógico sería que nos fueran asignando sistemáticamente según se fueran produciendo las nuevas concepciones, máxime teniendo en cuenta que a causa del explosivo crecimiento demográfico de las últimas generaciones cada vez somos más los que estamos instalados de forma simultánea en el interior de nuestros respectivos humanos, por lo que los excedentes disponibles para casos de emergencia son cada vez más menguados. Dicho con otras palabras no damos literalmente abasto, y sólo gracias a las presiones sindicales hemos conseguido que nos respetaran un breve descanso entre misión y misión.

Y no ocurre así. Aunque los registros del Centro son material reservado y en teoría nosotros no tenemos acceso a ellos, era inevitable que se produjeran filtraciones que circulan clandestinamente. Cotejándolas, se descubre que, lejos de corresponder al criterio oficial de “ al primero que esté libre le corresponde el primer receptáculo disponible ” -así denominan los burócratas a nuestros simbiontes-, aparecen unas llamativas distorsiones que hacen sospechar la existencia de unos criterios de selección muy peculiares y ajenos por completo a lo que nos quieren hacer creer.

Vamos, que hay enchufados que se saltan el turno -o al contrario, dejan pasar a otros por delante cuando los destinos inmediatos son poco apetecibles- según el alojamiento de que se trate, mientras otros parecen estar castigados ya que son tratados justo al contrario; y no deja de resultar significativo que los primeros acaben cayendo casi siempre, salvo accidentes imprevisibles, en buenos destinos mientras los réprobos dan siempre con sus huesos -si se me permite el símil, pues obviamente carecemos de esqueleto- en los desechos de tienta. Lo cual, se mire como se mire, resulta demasiada casualidad.

Por si fuera poco esto tiene consecuencias importantes en nuestro trabajo puesto que, dependiendo del currículum, tardamos más o menos tiempo en pasar de agentes de campo -es decir, pringaos- a ocupar un cómodo puesto administrativo, algo a lo que como cabe suponer todos aspiramos. Y, como seguramente ya habrán deducido ustedes, yo soy uno de los pringaos pese a ser de los más antiguos -conocí personalmente a Homero, aunque no tuve la suerte de ocuparlo- de la plantilla. Y ya está bien.

No crean que mi historial profesional es mediocre; todo lo contrario, y les aseguro que no es presunción por mi parte. Eso sí, me ha tocado lidiar con un buen puñado de bichos -así denominamos a los anfitriones repelentes- incluyendo a Calígula, a Francis Drake y al rey español Fernando VII entre los más renombrados, aunque logré enderezar a algunos más no tan conocidos pero no por ello insignificantes. Pero lo peor de todo es que, pese a mi experiencia, jamás me cayó en suerte una perita en dulce, no hablo ya de personajes célebres sino de gente del montón, lo cual desafía todas las leyes de la estadística.

Huelga decir que reclamé, pero no sólo no me sirvió de nada -tan sólo recibí la respuesta oficial de que era imposible hacer una selección previa de los huéspedes en un momento en el que ni tan siquiera habían nacido- sino que, casualidad o no -juzguen por ustedes mismos-, los siguientes destinos fueron cada vez peores. Y mi caso no es ni mucho menos único, mientras me consta que otros desarrollan unas carreras meteóricas con buenos destinos y una rápida promoción a los puestos administrativos y de gestión, si no incluso todavía más arriba.

Así pues estoy harto, pero por desgracia aquí no tenemos la posibilidad de pedir la baja en la empresa y buscar un puesto de trabajo en otro sitio. Y negarme a aceptar una misión supondría ser destinado a la sección de Mantenimiento, donde viven todavía peor -es lo más parecido que existe aquí a su concepto del infierno- y sin posibilidad alguna de salir de allí.

Podría haberme unido al movimiento clandestino que propugna la lucha armada contra estas injusticias, pero aun coincidiendo con ellos en los fines discrepo completamente con sus medios; ni soy un revolucionario ni me agradan sus planteamientos radicales. Además, por lo poco que sé no dejan de ser unos iluminados que hablan mucho pero a la hora de la verdad hacen bien poco, lo que no evitará que tarde o temprano acaben detenidos y destinados todos ellos a Mantenimiento, si no a algún sitio todavía peor.

Siendo realista tengo claro que tan sólo puedo contar con mis propias fuerzas, por lo que he preferido pergeñar mi propio plan; que no es otro que el que les estoy contando. Durante mis últimos períodos de vacaciones he ido redactando este relato, que ya tengo prácticamente terminado y convenientemente guardado en lo más profundo de mi memoria a salvo de limpiezas inoportunas. Pero me cuidaré mucho de hacerlo público, ya que esto conllevaría mi perdición; mi venganza, pues, tendrá que ser más sutil.

Así, una vez que mi nuevo anfitrión haya crecido lo suficiente procuraré fomentar su afición por la escritura y, cuando haya desarrollado esta habilidad, haré todo lo posible por convertirlo en un escritor de ciencia ficción. Logrado esto, no me resultará difícil colarle este relato entre los suyos propios haciéndole creer, claro está, que es fruto exclusivo de su imaginación. De esta manera, una vez publicado podrá ser leído por muchos de ustedes, que sabrán así qué es lo que ocurre realmente tras la muerte.

Claro está que mi plan no es perfecto, pero es lo mejor que puedo hacer. Cabe dentro de lo posible que el anfitrión no sea apto para la escritura o que no le guste el género fantástico, ante lo cual no me quedará otra opción que esperar a las siguientes encarnaciones. Puede ser que el anfitrión acabe siendo un escritor fracasado -sé por experiencia propia que la cultura, el arte y la intelectualidad en general no suelen tener demasiado predicamento en las sociedades humanas- y que mi relato no lo lea nadie, salvo los cuatro despistados que se lo encuentren involuntariamente en internet. O puede ser, por último, que aun teniendo éxito, sea interpretado como un simple fruto de su imaginación y no como el relato verídico que es.

Pero no puedo hacer más de esto, aunque a la postre todo acabe reducido a un mero recurso al pataleo. No obstante, cabe la posibilidad, aunque pequeña, de que sirva de fermento para hacer cambiar de actitud a quienes me tienen sometido, junto a muchos otros compañeros, a un trato absolutamente injusto. No busco la revolución, pero sí un acicate que pueda abrir paso a un cambio a mejor, al menos en lo que a mí respecta.

Probablemente objetarán ustedes que, si mis planes tienen éxito, a mis cancerberos les resultará fácil descubrir mi estratagema y obrar en consecuencia, lo que supondría un empeoramiento para mí; pero no lo creo. Primero, porque no podrían probar que yo había inspirado a mi anfitrión; aunque tienen medios para detectar intromisiones no permitidas en las mentes en las que nos alojamos, he comprobado que su control no abarca a la creación literaria, ya que no la consideran relevante -en esto también se parecen mucho a los gobernantes humanos- de cara a su posible influencia en la personalidad y la creatividad de nuestro simbionte. Además, yo siempre podría alegar que se había tratado de una ósmosis mental involuntaria en la que mi malestar por mi situación laboral, conocido de sobra por ellos, habría influido accidentalmente en mi compañero.

Y segundo, porque dado que mi influencia en el conjunto de la humanidad sería limitada -lo más que podría lograr es el surgimiento de una religión nueva, algo que allá arriba no les preocupa lo más mínimo- pero sí habría demostrado la existencia de un agujero en su férrea estructura, esto podría hacer que se tuviera en cuenta mi valía intelectual de cara a mejores destinos e incluso a futuros ascensos; al fin y al cabo siempre les convendrá más tenerme de su lado que en contra.

Aunque, me temo, lo más probable es que no pase nada y que mi pequeño juego acabe en agua de borrajas, estrellado contra el muro de la inercia burocrática. Pero al menos, he de intentarlo.

Y ahora les dejo, porque acaba de salir mi número en el panel holográfico y tengo que dirigirme a la sección correspondiente para que me sea asignado el nuevo anfitrión. Deséenme suerte.


Publicado el 8-12-2021