Esoterismo 2.0



Ante todo, buenos días y les presento mis disculpas por las molestias que les pudiera causar; soy consciente de que no es ni mucho menos normal que un fantasma se dirija a ustedes por internet, pero intentaré convencerles de que era necesario. Por favor, les ruego que no cierren todavía el enlace y les aseguro que esto que están leyendo no es publicidad engañosa ni ningún tipo de virus o programa dañino que pudiera perjudicarles en lo más mínimo, mientras para mí es sumamente importante hacer llegar mi mensaje al mayor número de personas posibles.

Si ustedes han seguido leyendo hasta aquí será señal de que han aceptado mis explicaciones, por lo que procuraré ser lo más breve posible. Como ya he apuntado soy un fantasma, es decir un alma desencarnada, un espíritu que tras el fallecimiento de su cuerpo mortal se ha quedado vagando en la interfase de los dos mundos, el suyo y el Más Allá que muchas religiones identifican con el cielo o bien con la dualidad de éste y el infierno en sus diferentes variantes. Y no, nada más lejos de nuestra intención que asustarlos, qué ganaríamos con ello, aunque es preciso reconocer que en ocasiones nuestros intentos de comunicación, entorpecidos por la dificultad de entrar en contacto con ustedes, pueden haberles provocado temores o angustias que somos los primeros en lamentar.

Porque nosotros no somos víctimas de ningún castigo ni de ninguna maldición, tal como siempre se han empeñado en proclamar en la literatura, el cine o la música, sino de algo tan prosaico y desesperante como la burocracia. Una burocracia, eso sí, tan aplastante que cualquiera de las que padecen ustedes es a su lado una mera anécdota. ¿Recuerdan la hilarante escena de la película Bitelchús, o Beetlejuice en su título original, en la que el fantasma protagonista aparece en una sala de espera, con un kilométrico número de orden, aguardando con desesperación su turno para poder pasar al Más Allá? Pues por sorprendente que parezca su director Tim Burton acertó de pleno en la descripción de lo que nos ocurre en el Tránsito, con la diferencia de que la realidad es infinitamente peor que lo que pergeñó su imaginación.

Y es que la insufrible parsimonia burocrática lleva desde hace milenios admitiendo con cuentagotas a todos los que nos agolpamos a sus puertas, lo que provoca unos atascos tan monumentales que el tiempo medio de espera en la tierra de nadie existente entre el universo mortal y el Más Allá es de varios siglos y cada vez se va incrementando más... salvo, claro está, que cuentes con un enchufe tal como se ha denunciado en multitud de ocasiones sin que sirviera de nada para erradicarlo.

Quizás pensarán ustedes que para un ser inmortal, como obviamente somos, el tiempo no importa nada, y de hecho ésta es la excusa que esgrimen los responsables del Servicio de Inmigración para justificar su ineptitud y su desidia, teniendo además el descaro de echar la culpa a los desaforados índices de natalidad de los vivos cuando todo se debe a su cerril negativa a abrir más puntos de control de la inmigración que, por sorprendente que pueda parecer, siguen siendo los mismos que en tiempos de los neandertales. Pero a poco que reflexionen llegarán a la conclusión de que hasta un inmortal puede llegar a aburrirse mortalmente, discúlpenme el chascarrillo, después de tanto tiempo esperando sin tener absolutamente nada que hacer. Y de ahí a la desesperación tan sólo hay un paso.

He de advertir que este proceso de admisión nada tiene que ver con las religiones ni con los estereotipos propugnados por ellas de tipo cielo-infierno, premio-castigo o similares; de hecho ni siquiera sabemos lo que nos encontraremos en el Más Allá una vez que hayamos logrado entrar, ya que los celosos custodios de sus puertas siempre han rehusado darnos la más mínima información al respecto, mientras los afortunados que consiguen trasponer el Umbral tampoco se han molestado en volver para comunicárnosla. Así pues estamos tan a oscuras como ustedes, eso sí en el convencimiento de que, sea como sea, el Más Allá nunca podría ser peor que el limbo que estamos condenados a padecer, un infierno en realidad de manos de la inmisericorde burocracia que nos martiriza con su desdén.

Y aquí entro en escena yo. Me llamo, o me llamaba Alonso... bueno, entonces la gente del común, es decir, los plebeyos, no teníamos apellidos sino tan sólo un apodo, el Molinero en mi caso por ser ésta mi profesión; pero esto no es algo que tenga demasiada importancia. Nací en el siglo XIV de la era cristiana y, tras sobrevivir a la Peste Negra, por una ironía del destino mi vida mortal llegó a su fin en el año 1355 de Nuestro Señor a causa de una caída accidental desde un carro cuando procedía a descargar sacos cargados de grano.

Como buen cristiano que era fui enterrado en tierra santa, pero por ser pobre mis despojos no encontraron cobijo dentro de una iglesia sino en un cementerio anejo, donde no pararon demasiado tiempo ya que las necesidades de espacio para enterrar a los nuevos difuntos hicieron que mis pobres huesos fueran desenterrados y arrojados a un osario, en mezcolanza con los de otros muchos igual de desgraciados que yo.

Al llegar aquí he de hacer un receso para explicarles algo que no suele quedar demasiado claro a los mortales. Se suele decir que los fantasmas están ligados al lugar en el que fallecieron, o fueron enterrados, por unas ataduras tan intangibles como férreas, lo cual es cierto tan sólo parcialmente. Sí es verdad que nosotros, al no poder trasponer el Umbral del Más Allá, tendemos a aferrarnos a los escasos vínculos que nos atan a nuestro pasado mortal en un intento de no perder por completo nuestras referencias, pero esto es relativo ya que depende mucho del carácter particular de cada uno y del tiempo que haya pasado desde nuestra muerte ya que, como cabe suponer, estos lazos se van difuminando conforme pasan los años. Pero en realidad nada nos sujeta físicamente allí, salvo lo que en cierto modo podría considerarse algo similar a la morriña.

Yo no fui una excepción, y durante bastante tiempo vagué por el cementerio donde había sido enterrado por más que mis huesos estuvieran ya convertidos en polvo, lo que no quiere decir que no me moviera de un lado a otro movido no tanto por la curiosidad como por la inquietud; de no haber sido así, probablemente ahora ustedes no estarían leyendo esto.

Pero no nos adelantemos. Pasaron los años y los siglos, y mi turno para entrar en el Más Allá seguía sin llegar y sin indicios de que fuera a acaecer pronto, por lo que entre viaje y viaje al Servicio de Inmigración solía aprovechar para instruirme como mejor podía, algo que no pudo ser posible en mi vida mortal pero que ahora, dada mi naturaleza incorpórea, me resultaba relativamente fácil, sobre todo teniendo en cuenta que tiempo era precisamente lo que no me faltaba. Y, dado que siempre he sido un sentimental, de vez en cuando retornaba a mi lugar natal.

Mientras tanto, la pequeña ciudad en la que había nacido, vivido y fallecido había ido experimentando drásticos cambios, en ocasiones para bien y en otras no tanto. Mi antiguo cementerio acabó convirtiéndose en una huerta y así se mantuvo casi sin cambios hasta que, llegada una época de feroz desarrollismo urbanístico, se levantaron sobre él unos monstruosos edificios de nueve o diez plantas de altura, de forma que sobre mi antigua tumba se alzaban ahora unos sólidos cimientos.

Estos edificios eran viviendas de las conocidas como pisos, extendiéndose tanto en horizontal por cada planta como en vertical por las distintas plantas, una distribución sorprendente para mí -en mi época las únicas construcciones altas eran las torres de las iglesias y los palacios- pero que ustedes conocen mucho mejor que yo, puesto que son en los que habita buena parte de la población de las ciudades actuales.

Aunque no guardaba demasiada devoción por la parcela en la que fui enterrado y vi con indiferencia primero el abandono del cementerio y posteriormente su conversión en huerta, me desagradó sobremanera lo que consideré una profanación, máxime cuando las grandes excavadoras arrancaron a dentelladas y sin la menor consideración la tierra fertilizada por tantas generaciones de buenos cristianos. En realidad no fue esto lo que me movió a hacer lo que finalmente hice, al fin y al cabo no dejaba de ser una anécdota y mi vínculo con ella no podía ser más tenue, pero todo acabó desatándose tal como explicaré más adelante.

Mi intención era llamar la atención sobre el sempiterno problema que padecíamos frente al sistema de admisión, aparentemente insoluble dado que los funcionarios se limitaban a hacerse los tontos alegando que tan sólo cumplían con su trabajo.

Lo que callaban ladinamente era que carecíamos de un interlocutor válido al que dirigir nuestras reclamaciones, ya que los responsables del desaguisado se cuidaban mucho de dejarse ver y tampoco habilitaban una vía administrativa para hacerlo. En consecuencia, tampoco lograríamos nada poniéndonos en huelga o manifestándonos a las puertas del Más Allá, dado el desinterés absoluto con el que nos trataban.

La primera idea que se me ocurrió, y así se la expuse a mis compañeros, fue la de organizar una campaña de apariciones masivas para comunicar a los mortales la situación en la que nos encontrábamos; no porque ustedes pudieran hacer nada por nosotros, que no podían, sino pensando que darnos a conocer de una manera insoslayable les escocería lo suficiente a los mandamases del otro lado forzándoles a adoptar medidas en nuestro beneficio, ya que como buenos políticos no les importaban lo más mínimo los problemas de los demás pero sí que sus trapacerías llegaran a ser de dominio público. Era una medida, lo reconozco, bastante arriesgada y sin garantías de resolverse a favor nuestro, pero no teníamos otra opción o al menos yo no fui capaz de imaginármela.

Para decepción mía ésta nació muerta, permítaseme el chiste fácil, ya que ninguno de los que contacté se mostró mínimamente interesado en ella; unos por apatía, otros por falta de coraje, otros porque creían ingenuamente que todo se acabaría arreglando... Por consiguiente me quedé solo y, tozudo como ya lo había sido en mi etapa mortal, decidí obrar por mí mismo sin necesidad de tener que dar cuentas a nadie.

Por consiguiente, me entrené para hacer justo lo que describen los relatos de fantasmas: aparecerme a los vivos. ¿Y dónde hacerlo mejor que en el edificio que se alzaba sobre mi antiguo camposanto? En su momento ésta me pareció una buena idea, así como una justicia poética poder matar dos pájaros de un tiro -de nuevo pido disculpas por el juego de palabras-: sacar adelante mi reivindicación y hacerlo justo en el lugar en el que yacieran mis huesos.

Huelga decir, vuelvo a repetirlo, nada más lejos de mi intención que asustar a nadie ni, mucho menos, espantarlos de sus casas. ¿Qué habría ganado con que el edificio se quedara vacío, si era éste el que me irritaba y no sus inocentes habitantes, que nada sabían del lugar sobre el que se alzaban sus viviendas? O todavía peor, si la presencia de un fantasma lo convertía en un atractivo turístico al estilo de los palacios ingleses, cuando no en objeto de mofa tal como le ocurrió a mi pobre colega protagonista muy a pesar suyo del relato de Oscar Wilde El fantasma de Canterville. No, yo tenía que actuar de una manera más sutil y a la vez más eficaz.

Para empezar, tenía que resolver un problema de índole estratégica. Por lo general las casas embrujadas se suelen imaginar como grandes mansiones, palacios o castillos, por cuyas estancias vaga el alma en pena de uno de sus moradores fallecido allí en circunstancias más o menos truculentas. Pero en mi caso se trataba de un edificio moderno de cerca de cien viviendas contando todos los portales, evidentemente sin el menor glamour esotérico. Asimismo sus habitantes eran variopintos y con una vida de lo más normal, por lo que siendo objetivos se trataba del lugar muy poco adecuado para mis intereses. Lo lógico, ahora soy consciente de ello, sería haber buscado otro escenario más teatral, pero mi estúpido prurito me hizo mantenerme en mis trece, lo cual acabaría resultando un error.

Otra decisión que hube de tomar fue la de elegir entre irme apareciendo sucesivamente por varios domicilios de forma aleatoria o, por el contrario, elegir uno de ellos seleccionándolo de forma previa en función de sus circunstancias particulares; dada mi incorporeidad puedo moverme sin problemas por cualquier lugar que se me antoje sin barreras de ningún tipo y, esto es importante, sin ser visto por nadie a no ser que yo desee que sea así, lo cual facilitaba mi proyecto. Me convertí pues en un nuevo Diablo Cojuelo espiando casa tras casa para elegir a quienes considerara más idóneos para mis fines.

Mi plan consistía en aparecerme a ellos y transmitirles mi mensaje de queja por el maltrato y el abandono al que estábamos sometidos por parte de las autoridades del Más Allá. Existía, eso sí, un detalle que no podía ser pasado por alto: una aparición capaz de hacernos visibles a los mortales, aun cuando ésta sea de forma vaga y difuminada -generar un ectoplasma consistente tan sólo está al alcance de los más preparados- o incluso limitada únicamente a ruidos u otras manifestaciones no visuales, supone un esfuerzo considerable que, a causa de nuestra constitución inmaterial, nos resulta penoso. De hecho, para nosotros es el equivalente a correr ustedes una maratón, al obligarnos a consumir una considerable cantidad de energía, llamémosle feérica, que luego nos cuesta mucho esfuerzo y tiempo recuperar, ya que tras una aparición, sobre todo si no estamos suficientemente entrenados como era mi caso, acabamos completamente baldados por más que carezcamos de músculos y de cualquier otro tejido corporal.

Por lo tanto debía optimizar al máximo mis intervenciones, procurando establecer un contacto suficientemente estable como para poder informar del problema sin que ello me supusiera una tortura. Seguramente dirán ustedes que, aun convenciendo a mis involuntarios interlocutores, poco podría conseguir en una sociedad en la que cualquier tipo de fenómenos esotéricos, incluso los más inverosímiles, se ha convertido en un simple espectáculo cuando no un mero objeto de consumo más, resultando prácticamente imposible separar el grano de la paja; pero al menos quería intentarlo aun corriendo el riesgo de llamar la atención al primer charlatán que se me cruzara de los muchos que medran a costa de la ingenuidad y la buena fe de los mortales.

En aras de la brevedad obviaré todos los detalles previos que precedieron a mi puesta en escena, limitándome a relatar lo esencial. El piso que había elegido era uno de tantos del bloque, y estaba situado en una planta intermedia. Nada tenía de especial salvo que la familia residente, formada por un matrimonio de mediana edad y un niño pequeño, la había adquirido hacía relativamente poco a sus propietarios originales, por lo cual todavía no se había disipado del todo el halo de extrañeza que envuelve a una residencia recién ocupada. Además, y esto era importante para mis fines, resultaron estar moderadamente interesados en el esoterismo, ya que tanto un fanático de las mal llamadas ciencias ocultas como un escéptico me habrían resultado muy poco útiles. Así pues, una vez elegido mi objetivo pasé a la fase siguiente de mi plan.

Como escenario opté por una habitación que no era usada por la familia aunque sí estaba amueblada, por lo que de vez en cuando entraban en ella. En un lugar tan prosaico como un anodino piso de un bloque de vecindad éste fue el único lugar mínimamente exótico que logré encontrar; no iba a hacerlo en el salón, el dormitorio o la cocina, ya que perdería todo su aura de misterio. Tras ultimar los detalles procedí a mi aparición teatral, preparada con todo cuidado... y fracasé estrepitosamente, puesto que ninguno de los dos adultos se apercibió lo más mínimo de mi presencia, fuera por su insensibilidad a los fenómenos paranormales, fuera por mi falta de experiencia en estas manifestaciones. Lo que sí apareció fue la fatiga energética a la que he hecho alusión, la cual me dejó completamente agotado.

No cejé en mi empeño, intentándolo varias veces más y en circunstancias que consideraba propicias, con idénticos resultados. Despechado, me había planteado tirar la toalla cuando me fijé en el niño. Como es sabido éstos son mucho más sensibles que los adultos, por lo que como último recurso le convertí en mi objetivo pese a ser consciente de que, dada su corta edad, sería incapaz de entender mi mensaje aunque lo recibiera. Pero no me quedaba otro remedio.

Aprovechando una de las pocas veces que el chico entraba en la habitación me materialicé emergiendo del suelo; no fue, lo reconozco, una entrada en escena demasiado espectacular, pero al carecer de un atrezo adecuado no se me ocurrió nada mejor, ya que la alternativa hubiera sido salir del interior del armario de Ikea.

En esta ocasión tuve éxito, puesto que el chaval me vio y se me quedó mirando fijamente mientras yo brotaba sin prisas de las baldosas de terrazo sin decir una palabra. Captada su atención intenté hablarle, pero en ese momento me fallaron las fuerzas y me desvanecí como un jirón de niebla ante los rayos de sol. Así pues, tan sólo había logrado advertir a la familia de la existencia de un fantasma en su propia casa.

Lo cual, vistas las circunstancias, no dejaba de ser un logro. El chico, una vez que desaparecí de su vista, salió de su ensimismamiento y, abandonando la habitación, corrió a decírselo a sus padres no de una forma tan precisa como lo hubiera hecho un adulto, pero sí lo suficiente como para ponerles en alerta.

Podían, evidentemente, creer lo que atropelladamente les contó su hijo, o bien pensar que había sido fruto de su imaginación; para ambas reacciones estaba preparado. Pero lo que no había previsto fue su reacción; tras deliberar entre ellos, optaron por cerrar la puerta de la habitación conminándole a que no volviera a entrar allí y, unos días más tarde, la madre fue a hablar con el capellán de una iglesia cercana.

Éste les suministró un frasquito de agua bendita sugiriéndoles que lo dejaran en el interior de la habitación para ahuyentar, eso dijo, a los posibles espíritus. Y así lo hicieron, lo cual colmó mi indignación. ¡Tratarme a mí, un cristiano viejo aunque, lo reconozco, últimamente un tanto descreído, como si fuera un demonio o un ente maligno! ¿Pero qué se habían creído? Tan sólo faltaba que hubieran llamado a un exorcista.

Vuelvo a hacer un inciso para insistir en que los fantasmas nada tenemos que ver con ninguna religión, con independencia de la que profesáramos en vida, ni por supuesto somos angélicos o demoníacos, sino seres normales dentro de lo que cabe. De hecho, entre los que nos encontramos a la espera de poder franquear el Umbral hay miembros de todas las confesiones que han existido sobre la Tierra, desde creyentes fervorosos a indiferentes recalcitrantes, así como idólatras, animistas, ateos, agnósticos, escépticos y cualquier otra categoría metafísica o teológica que se les pueda ocurrir. Así pues, tal comportamiento me resultó profundamente irritante. Tanto, que de manera involuntaria y sin saber cómo -¿a mí que me importaba ese agua, aunque estuviera bendecida?- la energía que liberé, equivalente a un berrinche de los de ustedes, enturbió el agua probablemente al obrar como catalizador de una reacción química entre sus moléculas y las sales que llevaba disueltas, incluyendo el hipoclorito de sodio añadido como desinfectante. En resumen no hubo nada de sobrenatural en este proceso, al menos desde mi punto de vista, pero sirvió para que, de forma involuntaria, lograra llamar su atención sobre mi existencia.

Lo cual, a la postre, tampoco sirvió de mucho. Sorprendidos por lo ocurrido, lo único que se les ocurrió fue llenar la habitación de absurdos amuletos y objetos presuntamente milagrosos comprados en una tienda esotérica, como si yo fuera susceptible de ser sometido a un ritual chamánico o a una ceremonia vudú. Evidentemente podría haber recurrido a mis recién descubiertos poderes telekinésicos para hacer alguna trastada a los ridículos objetos con que abarrotaron la habitación, pero de sobra sabía que era perder el tiempo. Hora era, pues, de reconocer mi fracaso.

Abandoné no sólo la habitación y la vivienda, sino también el edificio e incluso la ciudad. Me sentía tan humillado, que hasta mis amigos se sorprendieron por mi mal humor; pero como dicen ustedes el tiempo es algo que todo lo cura, y éste no me faltaba. Así pues, me cargué de paciencia esperando que pasara la crisis. Y por supuesto, mandé las apariciones a hacer gárgaras.

Ya más calmado, decidí abordar el problema cambiando de estrategia. Porque, huelga decirlo en el tiempo transcurrido los problemas de acceso al Más Allá no sólo no mejoraron sino que habían ido a peor, con los atascos en continuo aumento. Pero no quería fracasar de nuevo. Así pues, opté por olvidarme de la fantasmología clásica y apoyarme en las nuevas tecnologías, más concretamente en internet y las redes sociales.

Supongo que les sorprenderá que yo, en vida mortal un humilde ganapán analfabeto que malvivió poco más de tres décadas en plena Edad Media, hable con soltura de algo que no existió hasta casi siete siglos después de mi época; pero si consideramos que durante el tiempo que llevo existiendo como fantasma he tenido tiempo de sobra para interesarme por todo lo acontecido desde entonces, no era cuestión de aburrirme mientras aguardaba a que se me permitiera franquear el Umbral, Por ello, no es de extrañar que yo acabara adquiriendo una formación, aunque autodidacta, superior a la que muchos de los mortales con más recursos logran alcanzar a lo largo de su vida.

Huelga decir que no soy el único en esta situación, por más que nos superen con creces aquéllos que, lejos de aprovechar esta oportunidad, llevan una vida post mortem, disculpen el contrasentido, tan anodina y vacía como la que tuvieron con anterioridad a su óbito, cosa por otro lado fácil de esperar cuando la incultura no les llegó impuesta por las circunstancias, como fue en mi caso, sino que fue voluntariamente elegida por ellos. Pero ésta es otra historia y allá cada cual con sus gustos e intereses.

Hecha esta aclaración, quizás se pregunten ustedes cómo alguien inmaterial podría ser capaz de utilizar internet aunque conociera la manera de hacerlo; no desde luego a través de un teclado, un ratón o una pantalla táctil. Aunque como creo haber comentado los fantasmas poseemos cierta capacidad telekinética, ésta no va más allá de mover un objeto de no demasiado peso o sostenerlo brevemente en el aire. Al fin y al cabo, por muy inmateriales que seamos nos siguen afectando las leyes de la física por más que sea de un modo diferente al de ustedes. Por lo tanto, pese a resultarnos posible pulsar una tecla o mover un ratón, jamás podría haber escrito un texto tan largo como el que están leyendo en un tiempo razonablemente corto, y además habría quedado completamente exhausto.

Pero si por un lado tenemos limitaciones, por otro gozamos de ciertas ventajas precisamente a causa de nuestra incorporeidad. Huyendo de explicaciones prolijas que yo tampoco entendería bien, la respuesta breve es que somos capaces de colarnos en las redes informáticas al estilo de lo que ocurre en las novelas de temática ciberpunk o en la serie cinematográfica Matrix, a modo de inteligencia artificial, virus informático o como prefieran llamarlo. Y no, no me atribuyan ningún mérito por ello: si lo conseguí fue simplemente a base de ensayo y error y mucha paciencia para repetirlo una y otra vez al estilo de los famosos monos que, puestos delante de una máquina de escribir, disponiendo de suficiente tiempo acabarían escribiendo el Quijote. A mí, justo es decirlo, no me llevó tanto, aunque sí bastante.

A partir de entonces todo resultó relativamente sencillo; me bastó dar con el servidor adecuado y hacer lo necesario -algún estropicio involuntario causé, pero no fue grave- para poder dirigirme a ustedes en los términos en los que lo estoy haciendo ahora.

Así pues, les ruego encarecidamente que divulguen este mensaje: Existe una vida después de la muerte y existe un lugar al que migramos las almas desencarnadas, pero por culpa de la ineptitud burocrática y el desinterés político somos cientos, quizás miles de millones, los que estamos esperando, en ocasiones desde hace siglos, a que nos llegue el turno. Esto no es propaganda de ninguna religión ya que no sabemos lo que ocurrirá una vez hayamos franqueado el Umbral del Más Allá, pero les puedo asegurar con total certeza que en nuestro fantasmagórico mundo no existe el menor vestigio de ninguna de ellas.

Soy consciente de que ninguno de ustedes podría por separado, aun recurriendo a su mejor intención, revertir esta situación tan injusta y desagradable, pero si la verdad se difunde lo suficiente es probable que los políticos que están detrás de esta trapisonda se preocuparían por resolverlo aunque sólo fuera por preservar su imagen, al tiempo que podría servir también de acicate para que mis renuentes compañeros comenzaran a meter bulla de alguna manera, incluyendo el método tradicional de las apariciones.

Así pues, por favor, pásenlo y les doy las gracias por haberme prestado una atención que quizás no me mereciera, al tiempo que les pido disculpas una vez más por haber invadido la intimidad de su ordenador interfiriendo la tarea que estaban realizando. Si desean contactar conmigo, no lo duden; bastará con enviarme un correo electrónico a la dirección molinero@fantasmail.fant o bien visitando mi página personal https://alonsoelmolinero.fant. Prometo responder a todos los mensajes que me lleguen, aunque si son demasiados podría tardar algún tiempo.

Saludos cordiales desde el Más Acá.

Alonso (a) el Molinero.


Publicado el 18-4-2023