Infierno terrenal



Era un día como cualquier otro, con las mismas noticias buenas y malas de costumbre. Aparentemente nada iba a tener de especial con respecto a los anteriores cuando, de forma repentina y simultánea en todo el planeta, aconteció lo que nadie esperaba ni mucho menos había previsto: surgiendo de la nada, aparecieron millones y millones de personas desconocidas a lo largo y ancho de toda la superficie sólida de la Tierra, desde los continentes hasta la más minúscula isla oceánica.

Eran muchos, muchísimos: según estimaciones de su número, ya que resultaba imposible contarlos, alrededor de unos cien mil millones, más de diez veces la población total de la Tierra. Y ocupaban mucho espacio, pese a estar repartidos de forma homogénea tanto por los lugares habitados como por otros tan inhóspitos como los territorios polares incluida la Antártida, los desiertos más inclementes, los macizos montañosos más inaccesibles o las selvas vírgenes más impenetrables. Ni siquiera las laderas de los volcanes activos se vieron libres de su presencia.

Para mayor sorpresa todos iban completamente desnudos sin que al parecer les importara lo más mínimo ni les afectaran las inclemencias climáticas. Y, un detalle sorprendente más, constituían una mezcolanza de sexos, edades -aunque todos eran adultos- y razas, incluyendo aquéllas que no se correspondían con los rasgos anatómicos de los humanos actuales. Complicando todavía más las cosas, resultaron hablar en una infinidad de lenguas muchas de ellas desconocidas, lo que complicó y no poco la comunicación con ellos.

Aunque en realidad poco era lo que tenían que decir que pudiera ayudar a desvelar el enigma. Gracias a los que se expresaban en idiomas inteligibles se pudieron saber dos cosas: que procedían de diferentes épocas y lugares del pasado y que lo último que recordaban era el momento de su muerte, aunque con independencia de las circunstancias de ésta sus cuerpos se encontraban enteros y según todas las evidencias inverosímilmente sanos, conservando la apariencia que tuvieran en vida sin las enfermedades ni las mutilaciones -incluyendo aquéllos devorados por las fieras o por los propios humanos- que según ellos acabaron con su existencia mortal.

Otros dos descubrimientos contribuyeron a ahondar todavía más el enigma. Poco a poco se fue comprobando que los idiomas desconocidos de muchos de ellos correspondían a lenguas muertas habladas en tiempos pretéritos, cuando no remotos. Asimismo, los antropólogos remacharon la cuestión al descubrir que la procedencia de los recién llegados no se limitaba a épocas históricas, incluso las más remotas, sino hasta el mismo origen del Homo sapiens entre 200.000 y 165.000 años atrás, fechas que otros investigadores retrasaban aún más.

Todavía más sorprendente resultó constatar que estos aparecidos no sólo no experimentaban la menor molestia con independencia de que se encontraran en la Antártida o en mitad del desierto del Sahara, sino que tampoco estaban sujetos a la menor necesidad fisiológica, ni siquiera a las más fundamentales: no comían, no respiraban, no excretaban... pese a lo cual su vitalidad era la misma que cabía esperar de cualquier humano “normal”. Y también resultaban inmunes a todas las enfermedades, desde las triviales a las más peligrosas.

El colmo de la sorpresa llegó cuando se supo que aquéllos que sufrían algún accidente potencialmente mortal -o asesinato, que de todo hubo- se levantaban tranquilamente como si no les hubiera ocurrido nada, e incluso cuando su cuerpo quedaba destrozado éste se regeneraba en cuestión de minutos al estilo de los dibujos animados, recuperando su aspecto original ante los atónitos testigos.

Nadie era capaz de explicar lo que ocurría, y aunque los recién llegados eran por lo general pacíficos y no interferían, o intentaban no interferir con sus forzados anfitriones, el peso de su número y su continuo vagar sin objetivos de un sitio a otro, incluso descontando a los que ocupaban regiones inhóspitas o deshabitadas, provocaba inevitablemente trastornos y molestias de todo tipo ya que ocupaban prácticamente todo el espacio posible, lo cual se tradujo en un entorpecimiento primero y en la paralización después del complejo funcionamiento de los engranajes de la sociedad. En realidad no hacían nada malo ni consumían recursos; simplemente, estorbaban.

Fueron muchas las hipótesis que se plantearon para intentar explicar este inusitado fenómeno, todas las cuales acabaron siendo descartadas excepto una avalada por el sorprendente -si es que a esas alturas podía sorprender algo- descubrimiento de que entre ellos se encontraban personajes históricos todos los cuales tenían en común la circunstancia de que sus vidas no habían sido precisamente ejemplares: Calígula, Atila, Gengis Jan, Tamerlán, Iván el Terrible, Enrique VIII e Isabel I de Inglaterra, Fernando VII de España, Leopoldo II de Bélgica, Hitler, Stalin, Mao Tse Tung, Idi Amin, Pol Pot y muchos otros, mientras no se logró encontrar a nadie cuya biografía pudiera considerarse ejemplar. Ciertamente eran pocos los identificados, bien por razones meramente estadísticas -la inmensa mayoría de los aparecidos era gente anónima-, bien porque los más significados procuraban ocultarse y a los pertenecientes a épocas antiguas resultaba difícil descubrir; pero según todos los indicios entre ellos tan sólo se encontraban los malos -digámoslo así en aras de la simplicidad- o los no suficientemente buenos.

Hasta que alguien recordó una frase del mordaz escritor Charles Bukowski: “Dante, colega, el infierno está aquí, ahora”, postulando que la Tierra se había convertido en el infierno real, si ya no lo era antes, sobre cuyos castigos advertían muchas de las religiones más importantes, añadiendo incluso que las trompetas del Juicio Final ya habían sonado sin que nos hubiéramos llegado a enterar.

A esto replicaban los escépticos, esgrimiendo sus mismas armas dialécticas, que era difícil creer que los ocho mil millones de humanos vivos -obviamente excluían de esta categoría a todos los visitantes- estuvieran condenados al castigo eterno antes incluso de morir, lo que violaría la doctrina del libre albedrío. Esta discrepancia originó un encendido debate teológico entre unos y otros sin que, como cabía esperar, lograran ponerse de acuerdo.

Mientras tanto eran muchos los que, ajenos a esta polémica, seguían intentando encontrar una explicación racional, pero pese a que contaron con la ayuda de algunos destacados resurrectos -llamémosles así- incluyendo al mismísimo Isaac Newton, tampoco lograron el menor éxito. Hasta que...

Fueron otros dos nuevos enigmas los que vinieron a corroborar, de manera irrebatible, la teoría del infierno en la Tierra. Como era de suponer, los humanos normales siguieron viviendo, envejeciendo y falleciendo o bien fallecieron prematuramente por accidente o enfermedad; y si bien una parte de ellos fueron enterrados o incinerados, según las costumbres funerarias de sus respectivas culturas, sin la menor variación respecto a los viejos tiempos y por supuesto sin retornar del Más Allá, otros -en la práctica la mayoría-, por el contrario, resucitaban inmediatamente después de su muerte pasando a formar parte del ingente colectivo de los recién llegados y comportándose como ellos.

Por si fuera poco, una especie de epidemia por denominarla de alguna manera, ya que los científicos tampoco fueron capaces de explicar su naturaleza, provocó un colapso absoluto de la natalidad. Y si bien las mujeres embarazadas en el momento del tránsito siguieron adelante con el embarazo y dieron a luz en la fecha prevista, a partir de entonces tanto la totalidad de los hombres como de las mujeres dejaron de ser fértiles perdiendo la capacidad de engendrar nuevos seres. En consecuencia, nueve meses después de la llegada de los visitantes ni un solo niño volvió a nacer en todo el planeta, situación que pronto se reveló como irreversible para exasperación del colectivo médico.

En consecuencia, todos habrían de acabar forzados a admitir que la realidad respondía a la desdeñosa frase de Bukowski: La Tierra se había convertido no en un infierno sino en el Infierno, y sus habitantes, excepto aquellos supervivientes que a su muerte consiguieran salvar el filtro del juicio de sus actos, estarían condenados a permanecer en ella por toda la eternidad.


Publicado el 20-9-2023