La postrer sorpresa



Una juerga nocturna, unas copitas de más, una carretera ondulante, un camión de frente... Así había acabado, treinta y seis años después de su inicio, la trayectoria vital de Miguel de la Olmeda, soltero, técnico informático y residente en una capital de provincia de la mitad norte peninsular. Exceso de velocidad y conducción temeraria, dictaminó la Guardia Civil de carreteras; fractura de cráneo, hundimiento torácico y lesiones diversas en ambas extremidades, añadió el forense. Miguel de la Olmeda era ya un número más a añadir a las frías estadísticas a la par que una breve gacetilla en la sección de sucesos del periódico local. Carecía de familia salvo unos primos lejanos -en el parentesco y en la relación- que se apresuraron a hacerse cargo del entierro y de la herencia y tuvieron el buen gusto de no llorarle demasiado una vez concluida la ceremonia fúnebre; para sorpresa del finado, si es que éste hubiera podido comprobarlo, el mundo no se paró y continuó girando inmutablemente sobre su eje como si nada hubiera pasado.

De esta manera tan poco brillante había concluido la etapa mortal de Miguel de la Olmeda, pero simultáneamente comenzó la otra... Que esta vez no iba a tener fin. Hay que aclarar que nuestro personaje, aunque agnóstico convencido e indiferente de hecho ante la práctica de la religión de sus mayores -“a mí no me preguntaron si quería ser bautizado”, solía decir medio en broma medio en serio-, no por ello se conformaba con suponer que la muerte era simplemente una disolución en la nada, un retorno al no-ser del que había surgido a raíz de su nacimiento... No era, pues, un ateo al menos en cuanto a lo que por concepto de Dios y de vida eterna se entiende comúnmente; él era en realidad un heterodoxo peculiar y a decir verdad en el fondo esperaba que hubiera “algo” quizá sólo como compensación y consuelo ante lo mediocre que le resultaba la vida.

Y había “algo”, aunque le resultara totalmente imposible saber el qué. De que estaba muerto no le cabía la menor duda, ya que él era plenamente consciente de que su mente -o su alma- estaba liberada por completo de las ligaduras corporales que durante tantos años la mantuvieran prisionera. Su nivel de clarividencia, por otro lado, era infinitamente mayor que cualquiera del que jamás hubiera alcanzado en vida y, de hecho, sentía como si sus antiguos y toscos sentidos hubieran sido sustituidos por una percepción directa y precisa que ampliaba hasta límites inconcebibles la interrelación entre su liberada mente y el espacio que ahora le rodeaba, ambos tan íntimamente entremezclados que parecían ser tan sólo uno hasta parecerle que su ser se extendía por la totalidad del universo.

¿El universo? -dudó- ¿Qué podía ser aquella negrura absoluta, intangible y eterna que se extendía hasta el infinito en todas las direcciones sin que el más fugaz destello de luz osara siquiera rasgarla? No era la Tierra, por supuesto, ni tampoco podía ser el cosmos conocido por los hombres, tachonado de estrellas y teselado por los reflejos de las remotas galaxias... No era, en definitiva, nada que él pudiera no ya recordar, sino ni tan siquiera imaginar, y sin embargo no resultaba ser en modo alguno ni hostil ni ajeno; era, por el contrario, cálido y acogedor como un seno materno, y el ser que anteriormente fuera Miguel de la Olmeda tuvo que concluir reconociéndose a sí mismo que se trataba paradójicamente del lugar más agradable que nunca hubiera conocido.

¿Era la nada? No, no podía serlo; él pensaba -y por cierto mejor que nunca- lo que, de acuerdo con el célebre aforismo, conducía necesariamente a una nítida conclusión: existía... Pero ciertamente de una manera completamente distinta a todo aquello que jamás hubiera sospechado. Y, aunque carecía por completo de cualquier tipo de referencia o de estímulo que pudiera servirle de tal, experimentaba una sensación de placidez suprema capaz de hacerle sentirse feliz, inmensamente feliz y satisfecho de su existencia.

-Bienvenido.

El inesperado saludo había resonado directamente en su mente. Sorprendido por no encontrarse solo y por no haber podido ni tan siquiera sospechar la irrupción de un desconocido en lo más recóndito -y ahora lo único- de su ser, miró ansiosamente a su alrededor -o su equivalente, puesto que en realidad su nueva capacidad sensorial nada tenía que ver ya con sus antiguos y toscos sentidos- buscando infructuosamente el lugar del que procedía la emisión mental que su mente todavía se empeñaba en considerar como un en realidad inexistente sonido. Mas nada percibió salvo la infinita negrura que por todos los lados le envolvía y de la cual él mismo parecía formar parte inseparable al abarcar su nuevo ser la totalidad del universo perceptible por sus recién estrenados sentidos. El visitante, pues, no podía estar por este motivo fuera de él, por lo que debería estar obligatoriamente dentro; y si era así -y en ningún momento se paró a pensar en lo absurdo de su razonamiento, al menos conforme a sus antiguos parámetros mentales-, ¿por qué no lo percibía?

-Tranquilízate. -volvió a intervenir la voz- Acabas de llegar aquí y es lógico que te encuentres desorientado; pero te aseguro que no tienes por qué preocuparte. Ya te acostumbrarás a tu nuevo estado.

-¿Quién eres tú? -logró pensar el ser que había sido Miguel- ¿Dónde estás?

-Estoy... aquí. -fue la poco aclaratoria respuesta de su desconocido interlocutor- Y en cuanto a mi identidad, digamos que soy el encargado de recibirte.

Miguel de la Olmeda, el extinto ser mortal del que ahora él era su continuador, había sido una persona curiosa que se había interesado, siquiera a nivel superficial, en muchos y muy variados campos, incluyéndose entre ellos el escatológico; conocía, pues, los relatos, tan populares años atrás, que describían el tránsito de uno a otro mundo a través de la muerte. Y lo curioso del caso era que aquellas historias del ser celestial que salía a recibir al recién llegado, a las que el difunto Miguel no podía leer sino con escepticismo, resultaban ahora ser ciertas; aún cuando faltara el pequeño detalle del ser luminoso -su desconocido anfitrión era tan oscuro como la totalidad de su entorno-, era evidente que alguien había venido a recibirlo... Y allí estaba, junto a él, por mucho que no pudiera saber dónde.

-¿Eres Dios? -preguntó al fin.

-No. -la contestación fue tajante- O sí... Depende de cómo lo mires. En realidad, puedo ser cualquier cosa que tú te imagines.

-Eso es absurdo.

-En absoluto. Aquí las reglas de la lógica no funcionan en modo alguno como en tu antiguo mundo, por lo que no ha de sorprenderte que te encuentres ante lo que para ti todavía no son sino aparentes y flagrantes contradicciones; ten en cuenta que aún conservas buena parte de los esquemas mentales que te fueron impuestos por la estructura física de tu antiguo cerebro, lo que hace que te sientas incómodo y desconcertado. Pero insisto en decirte que no te preocupes; poco a poco te irás adaptando a tu nueva situación, y te aseguro que no añorarás lo más mínimo la estrecha e imperfecta vida que dejaste atrás.

-¿Y tú estás aquí para ayudarme? Sí, claro, ya me lo has dicho; bien, pues puedes empezar cuando quieras. Estoy ansioso por conocer esto.

-No te apresures tanto; tenemos a nuestra disposición todo el tiempo del mundo. -le interrumpió su interlocutor dado (o al menos así le pareció a él) un tono un tanto socarrón a la alusión temporal- Además, no es a mí a quien debes dirigirte, sino a ti mismo. Pregúntate, pues, y conocerás la respuesta.

-Pero... -comenzó a objetar; mas se interrumpió al comprobar (ventajas de su nuevo estado mental) que su compañero le había dicho algo que era totalmente cierto. Ahora sabía, con una certeza de la que nunca habría podido gozar en su limitada existencia mortal, que todas sus ideas, todas sus teorías y elucubraciones sobre la vida sobrenatural habían resultado ser pasmosamente ciertas; tan ciertas, que en ese mismo momento comenzó a sentirse completamente anonadado.

-Así es. -intervino afablemente su anfitrión- Acertaste plenamente al suponer que ibas a ser una parte del todo, una faceta más del infinito caleidoscopio en el que se funden todos los espíritus que atraviesan la barrera de la muerte. Eso vas a ser tú, puesto que la individualidad es aquí sinónimo de pluralidad y viceversa. Vas a ser, y de hecho ya has comenzado a serlo, todos y cada uno de quienes alguna vez alentaron en ese pequeño guijarro llamado Tierra o en cualquiera de los infinitos mundos que, invisibles a tus desaparecidos ojos, encendieron asimismo la llama de la inteligencia. Tú compartirás con ellos sus recuerdos, sus vivencias, sus inquietudes y sus emociones. Tú seguirás siendo tú, pero también serás todos ellos en la misma medida en que ellos formarán también parte de ti.

-Entonces, tú...

-Yo soy todos, y al mismo tiempo todos somos yo. Estás hablando con un monje irlandés que vivió en el siglo undécimo, pero también con un filósofo neoplatónico de la corte del emperador Galieno, con el propio emperador Galieno, con un sacerdote babilónico, con un pintor de la Florencia renacentista, con un judío exterminado en el campo de concentración de Auschwitz...

-No sigas. -le interrumpió- No acabarías nunca.

-¿Nunca? -se burló- Ese concepto no tiene ningún significado aquí. Pero tienes razón. Te he abrumado innecesariamente cuando lo más conveniente era haber esperado a que la fusión sea completa. Es preferible tener algo de paciencia.

-¿Y por qué esta fusión no ha tenido lugar ya?

-Ya te lo he dicho: porque tu mente continúa estando condicionada en mayor o menor medida por los esquemas digamos mortales que todavía la dominan; y aquí está incluido, claro está, el factor temporal. Expresado de otra manera, cabe decir que el tiempo para mí no existe pero para ti todavía sí. Yo no tendré, pues, que esperar puesto que estoy libre de estas ligaduras, pero tú sí. Mientras tanto, te sugiero que sigamos conversando; la fusión llegará poco a poco y por sí sola, prácticamente sin que te percates de ello.

-Bien, tendré paciencia. -se resignó el neófito- Pero dime, ¿cómo es que he tenido la suerte de acertar absolutamente en todas mis predicciones? Todos los grandes pensadores religiosos, todos los fieles de las distintas creencias, todos los filósofos, todos los ateos en suma... ¿Estaban equivocados al tiempo que yo era prácticamente el único capaz de descubrir la verdad absoluta? Ciertamente, me parece increíble.

-Y lo es. En realidad todos ellos, más aún, la completa totalidad los seres que han vivido y muerto en el universo siendo capaces de plantearse la cuestión de qué podía haber detrás de la vida y detrás de la muerte, absolutamente todos ellos, recuérdalo bien, al abandonar su vida mortal y pasar por el mismo trance que ahora estás pasando tú me hicieron la misma pregunta; y todos, sin la menor excepción, recibieron la misma respuesta Acertaron plenamente al encontrarse con todo aquello en lo que habían creído.

-No puede ser; se trata de conceptos mutuamente excluyentes.

-No aquí; vuelvo a repetirte que las leyes de la lógica humana no tienen la menor vigencia en este lugar. Tú nos ves como un agregado de mentes interdependientes aunque mutuamente diferenciadas, y así es en realidad. Pero simultáneamente hay quien ahora mismo está gozando en el Walhalla, fundido en el nirvana o retozando con las huríes; sin olvidarnos de los cristianos que forman parte de los coros celestiales o de los ateos que, al morir, se limitaron simplemente a desaparecer extinguiéndose para siempre. En esto consiste la grandeza de este lugar: todos y cada uno de los que aquí llegan se encuentran justo con aquello que más deseaban... Y, por supuesto, para siempre.

-Es increíble; claro está que, bien pensado, quién podría imaginar un Cielo mejor...

-Te equivocas una vez más. -le rectificó su interlocutor- No estamos en el Cielo, como tú crees, sino el en infierno.

La llegada de la esperada fusión, quizá acelerada por la sorpresa quizá misericordiosa con el anonadamiento del pobre espíritu recién arrojado a los insondables abismos del conocimiento, obró a modo de piadosa mortaja sobre los últimos restos del intelecto mortal que al fin se desintegraba para dar paso a una entidad distinta que ya no temía, en su infinita comprensión, a las eternas revelaciones. Fundido así con todos aquéllos que le habían precedido en su tránsito, el nuevo ser conoció sin necesidad de ninguna explicación la más profunda y trascendente verdad del universo: Acceder a la totalidad absoluta de los conocimientos, ser consciente de la realidad más rotunda de tus deseos, tus anhelos y tus esperanzas, lejos de constituir un premio resulta ser, muy al contrario, el más atroz, cruel y definitivo de todos los imaginables castigos.


Publicado en 2006 en el número 2 de Miasma
Actualizado el 4-6-2011