Precariedad laboral



José G. nunca se había preocupado por los asuntos religiosos ni por lo que pudiera encontrarse en el Más Allá... si es que en tan nebuloso lugar existía realmente algo. No era creyente ni practicante, pero tampoco agnóstico o ateo. En realidad se le podría calificar como indiferente, no por una decisión intelectual premeditada sino porque, diciéndolo con sinceridad, su intelecto no daba para más. Con lo divertidos que eran el fútbol o los programas de entretenimiento de la televisión, ¿para qué complicarse la vida?

Pero la vida se le complicó muy a pesar suyo, nunca mejor dicho, el día que la parca decidió que le había llegado su hora. Y para su sorpresa, resultó que sí había un Más Allá al que ascendía su alma, recién liberada del yerto cuerpo, por una extraña escalera luminosa que se remontaba hasta el Cielo.

-¡Vaya, pues va a ser verdad lo que decían los curas! -se dijo mientras contemplaba arrobado el inmaterial paisaje que le rodeaba-. Y según parece voy camino del Cielo, puesto que el infierno siempre me han dicho que estaba abajo...

Sus conceptos teológicos no podían ser más simples, pero lo cierto es que acertó en lo del Cielo, por más que no fuera cierto lo del infierno. Una vez llegado a su destino, se encontró en algo que identificó como una sala de recepción, tan inmaterial como el resto de lo que le rodeaba, en la cual le abordó un personaje etéreo que se encontraba sentado tras algo con remota apariencia de mesa.

-Éste debe de ser san Pedro, que viene a recibirme -pensó.

Pero había algo que no cuadraba. De sus lejanos años escolares, y más concretamente de las olvidadas clases de religión, le había quedado grabada la imagen de un anciano de aspecto venerable y bondadoso con la que solían representar a los apóstoles los ilustradores religiosos, y aquel... individuo, si bien no se podía negar su ancianidad, poco tenía de venerable y bondadoso. Al contrario, su aspecto no podía ser más huraño y desaliñado, con una sucia melena y una larga y descuidada barba enmarcando un rostro de aspecto feroz. Y a diferencia de las suaves túnicas con las que acostumbraban a vestir -eso pensaba- los santos, su raído y sucio atavío se asemejaba más bien a un sudario.

Por si fuera poco, descubrió la presencia a su lado de un enorme perro de tres cabezas que, nada más verle, abrió todas sus bocas para ladrarle por triplicado; por fortuna estaba atado a una argolla que, pese a no apreciársele sujeción alguna, contenía los embates de la fiera, cuyas intenciones agresivas resultaban más que evidentes.

-Nombre y procedencia -le espetó el guardián al tiempo que le señalaba y/o amenazaba con un largo y esquelético dedo-. ¡Y tú! -gritó al demoníaco can-. O te callas, o te dejo encerrado en la perrera durante un siglo.

Calmada la sinfonía de ladridos, aunque no tanto la de sordos gruñidos, el espectro insistió en su requerimiento.

-¡Venga, rápido, nombre y procedencia! No dispongo de toda la eternidad para atenderte, ¿sabes cuántos llegáis aquí en un solo día terrestre? Y a todos os tengo que atender yo solito.

Tembloroso, José G. obedeció la orden añadiendo de su cosecha:

-Me alegra verle san Pedro.

-¿San Pedro? -exclamó su interlocutor al tiempo que soltaba una risotada que sonó lúgubre en su boca desdentada-. Ése vive muy bien sin tener que preocuparse de nada mientras un pringado ocupa su lugar. No, no soy san Pedro, sino Caronte.

Y viendo su gesto de extrañeza -la mitología nunca había sido el fuerte del finado- añadió malhumorado:

-Hace ya mucho que estos señoritos decidieron dejar de trabajar, así que subcontrataron el servicio de admisión y clasificación de almas a una empresa que recurrió a los antiguos personajes de las religiones desaparecidas, los cuales, como cabe suponer, llevábamos siglos o milenios en el paro. Y puesto que yo era el que me entendía con los muertos de la Grecia clásica, me asignaron la portería; pese a la responsabilidad de mi cargo gano una miseria de sueldo y estoy completamente explotado, pero si se me ocurriera protestar me pondrían de patas en la calle, ya que son muchos los que se ofrecerían encantados para cubrir mi puesto. ¡Y ni siquiera me dejan cobrar el tradicional óbolo a modo de propina!

-Pues sí que lo siento... -balbuceó José G.

-Puerta cinco -respondió desabrido el ex barquero, aparentemente arrepentido de su espontáneo desahogo, tras consultar algo parecido a una tableta electrónica-. Allí te conducirán a tu destino; esto es muy grande y no lo encontrarías sin ayuda.

-¿Me va a atender un ángel? -preguntó ingenuamente.

-¿Un ángel? Tú deliras. Los despidieron a todos porque decían que les salían muy caros. Los receptores-clasificadores son contratados como yo, y te aseguro que nada tienen de angélicos -rió de nuevo-. Al contrario, al lado de la mayoría de ellos me encontrarías hasta guapo y simpático. ¡Pero venga, no te quedes ahí pasmado, tengo que atender a otras 47.695 almas recién llegadas antes de que acabe mi turno!

Desconcertado José G. salió por donde se le indicaba, encontrándose en un amplio pasillo con puertas numeradas a ambos lados. Buscó la número cinco -por suerte no le había tocado un número alto- y llamó educadamente; o mejor dicho, intentó hacerlo dado que su puño intangible se empeñaba en atravesar la asimismo intangible madera o de lo que estuviera hecha la puerta, por lo que se quedó inmóvil frente al umbral sin saber qué hacer.

-¡Deja de hacer el tonto y entra atravesando la puerta! -bramó una voz de chirriante tono procedente del otro lado-. ¡Mira que le tengo dicho a ese viejo imbécil que os lo advierta, se cree que él es el único que está agobiado de trabajo!

Así lo hizo el interpelado, encontrándose en una pequeña habitación cuyo único mobiliario consistía en una mesa similar a la de Caronte y la silla en la que se sentaba su ocupante.

Y no, no era en absoluto un ángel de delicado rostro, blonda cabellera, túnica resplandeciente y dos bellas alas emplumadas, sino un ser deforme de repulsivo rostro -todavía más puesto que pese a su extremada fealdad mostraba rasgos femeninos- y, lo más espantoso de todo, con su larga cabellera formada por una maraña de irritadas serpientes. Unas gafas de cristales oscuros cubriéndole los ojos ponían lun nota estrambótica en el engendro.

-Nombre y procedencia -repitió la fórmula ya conocida.

El interpelado, que como ya ha quedado dicho no era ducho en mitología, pese a haber sido advertido por Caronte le espetó:

-No eres un ángel...

-¿Qué pensabas que podría ser con esta melena reptilesca? -rezongó desabrida la ocupante del cubículo-. ¿Acaso no has oído hablar de Medusa?

-Sí, son esos bichos que aparecen en las playas y pican a los bañistas...

-¡Serás patán! -bufó la gorgona-. Fui en su día uno de los seres más temidos por los mortales. Imagínate que sólo con mirar a cualquiera lo petrificaba, tanto es así que me he tenido que poner estas gafas opacas ya que hasta a las propias almas soy capaz, si no de petrificar como inmateriales que son, sí de gelificar... bueno no es exactamente así, pero te aseguro que no te resultaría nada agradable que me las quitara delante de ti. ¡Y todo esto por una mierda de sueldo, cuando hasta vendiendo lotería ganaría probablemente más! Pero bueno, tú no tienes la culpa y tampoco me puedo entretener mucho contigo.

Cogió otra tableta electrónica y, tras rasgar con las garras la pantalla -José G. supuso que ésta estaría reforzada-, le dijo:

-El ordenador te ha asignado el sector 37A5#XX9. Puesto que no tienes ni idea de como ir, te llevará allí un mensajero. ¿Tienes algún tipo de fobia los dragones? Porque andamos muy escasos de personal y no dispongo de nadie de aspecto más presentable. Una vez allí ya te dirán lo que tienes que hacer. Y si quieres un consejo, olvídate de todas esas imágenes idealizadas sobre el Cielo que os metieron en la cabeza allá abajo.

Cuando volvió al corredor, vio que un aparentemente fiero dragón le aguardaba.

-Si esto es así -pensó-, ¿cómo será en el infierno?


Publicado el 8-6-2021