Rebelión en el cielo



I

Si había algún lugar especialmente tranquilo en todo el universo, éste no podía ser otro que el Cielo. Insufriblemente aburrido para unos y simplemente monótono para muchos otros, lo que nadie podía negarle en modo alguno -y nadie, de hecho, se lo negaba, era la absoluta placidez con la que allí se desarrollaba la vida, si es que podía denominarse de esta manera a una existencia que habría de durar, sin la menor alteración, durante toda una interminable eternidad.

Es por ello que Gabriel, el arcángel responsable de las relaciones públicas -no podía ser de otra manera, dada su larga experiencia en estos asuntos- se mostró sumamente sorprendido cuando una delegación que decía representar a numerosos santos solicitó una entrevista con el propio Dios para expresarle -dijeron- sus quejas respecto a la marginación que según ellos sufrían.

Gabriel, que era sobradamente ducho en el tema, se ofreció amable y rápidamente para atenderles en primera instancia antes de molestar innecesariamente al Señor ya que Éste, según afirmó el arcángel, se encontraba sumamente ocupado en ese preciso instante creando un nuevo mundo allá por la nebulosa de Andrómeda. Ahora bien, dado que contaba con amplias atribuciones a la hora de gobernar en el Cielo durante las frecuentes ausencias de su legítimo soberano -bueno, para ser más exactos él y sus dos colegas Rafael y Miguel, puntualizó- , ofrecía a los reclamantes toda la ayuda que éstos pudieran necesitar a la hora de estudiar la resolución del problema que les tenía tan preocupados.

No sin protestas acabaron los demandantes aceptando a regañadientes la componenda ya que, según decían una y otra vez, solamente el propio Dios era capaz de satisfacer cabalmente sus peticiones; mas rendidos finalmente ante el infranqueable muro en que se había convertido el contumaz arcángel, acabaron resignándose finalmente a su semifracaso optando por aceptar la única oferta válida de que disponían.

Tres eran los miembros que componían la comisión: san Pastor, uno de los Innumerables Mártires de Zaragoza y san Abundio, aunque todos ellos coincidían en afirmar que no eran sino los representantes electos de un elevado número de santos cuya problemática les era a todos común. Y los tres, reunidos al fin con san Gabriel en un lugar tranquilo y a salvo de miradas indiscretas de cualquier tipo -un bucle temporal de la quinta dimensión plegado sobre la séptima, para ser más exactos- comenzaron a dialogar con su interlocutor con la tranquilidad que les daba el hecho de saber que no se les iba a agotar el tiempo ni iban a llegar tarde a ningún sitio; así son las paradojas de la eternidad, las cuales les permitían sopesar cada frase durante el equivalente a varios siglos terrestres antes de emitir la respuesta, sin que nadie se llegara a impacientar por ello.

Ahora bien; dado que resultaría bastante incómodo para el lector seguir esta conversación en tiempo real, el redactor de esta crónica se ha tomado la libertad de adecuarla al ritmo temporal de los limitados mortales, en el convencimiento de que nada fundamental iba a quedar significativamente alterado por la de todo punto imprescindible transcripción. Imaginemos, pues, al arcángel y a los tres santos confortablemente sentados -es un decir, pero acéptese el símil- en una a modo de burbuja entre nubes -otro símil necesario, aunque forzosamente incorrecto- y charlando relajadamente, que es como se dialoga siempre en el Cielo.

-Vosotros diréis -les invitaba a hablar Gabriel-. Os escucho. ¿En qué consiste vuestro problema?

-Se trata de algo muy sencillo pero al mismo tiempo sumamente grave -respondió el Innumerable erigiéndose en portavoz de sus compañeros-. Nos sentimos marginados con respecto al resto de la nómina del santoral.

-¿Cómo podéis pensar eso? -se extrañó el arcángel-. Aquí todos somos completamente iguales, y no ha existido jamás la menor discriminación hacia nadie; practicamos el comunismo perfecto, en esto estaréis de acuerdo conmigo.

-Nunca hemos dicho que estemos marginados aquí, sino allá abajo -objetó el tímido Abundio, rompiendo su mutismo por vez primera al tiempo que señalaba con su mano (pedimos de nuevo disculpas por el imperfecto símil) el lugar del espacio en el que suponía debía de hallarse en esos momentos la Tierra.

-¿Abajo? ¿Queréis decir...?

-En la Tierra o, por hablar con más propiedad, en el orbe católico del que procedemos todos nosotros y en el cual deberíamos ser venerados todos por igual -le interrumpió Pastor, enfatizando la frase todos por igual.

-Ahora empiezo a entender el sentido de vuestras quejas: ¿Insinuáis, acaso, que os sentís agraviados por el culto que recibís en vuestro planeta por parte de los fieles católicos?

-No lo insinuamos, sino que lo afirmamos y lo denunciamos -volvió a explicar Pastor-. Y podemos demostrarte que efectivamente ocurre como nosotros decimos. Yo, por ejemplo, estoy completamente eclipsado por mi hermano Justo a pesar de ser el mayor de los dos cuando nos martirizaron.

-No es cierto -objetó Gabriel-. La Iglesia os reconoce a los dos como mártires, y a los dos os venera por igual.

-Sí, pero es a él a quien ponen siempre el primero, y ya estoy más que harto de comprobar cómo todas las iglesias que nos están consagradas, que son bastantes, por cierto, son conocidas simplemente como de San Justo... ¡Podría llamarse, siquiera alguna de ellas, de San Pastor, digo yo!

-Hombre, al ir los dos juntos siempre tenía uno que ser el primero, y la tradición secular...

-Ya. Eso en lo que a mí respecta. Pero, ¿qué me dices del pobre Abundio, tan olvidado de todos que nadie sería capaz de distinguirlo entre sus siete tocayos? ¿Acaso tú mismo sabrías decirnos de cuál de los ocho que tenéis en nómina se trata?

-Hombre, sí... -vaciló Gabriel agitando pensativamente la punta de las alas-. Me basta con hacer un poco de memoria; sois tantos que ya no es tan fácil recordar a todos de un primer golpe de vista. ¡Ya está! -exclamó ufano-. Tú eres el Abundio que martirizaron en Úbeda durante el reinado del emperador Marco Aurelio.

-Lo siento -respondió tímidamente el interpelado-. Soy el presbítero que degollaron junto a Abundaso.

-Yo te lo voy a poner aún más fácil -terció irónicamente el Innumerable aprovechándose de la confusión del arcángel-. Como iba en lote, ni tan siquiera os molestasteis en darme un trato diferenciado cuando llegué aquí; de hecho, habéis conseguido que hasta yo haya olvidado mi antiguo nombre.

-Hombre, tampoco creo que sea para tanto...

-¿Por qué no les pides su opinión a otros de nuestros compañeros? -remachó Pastor, consciente de que el muro comenzaba a agrietarse-. Santiago el Menor, todo un apóstol, está hasta la coronilla de ser eclipsado por su homónimo. No quiero decirte nada de un buen puñado de Juanes de los que nadie se acuerda, de san Fermín el otro, el obispo de Ucez en la Galia Narbonense ¿le recuerdas ahora?, de todos los segundones como yo tales como santa Rufina, san Damián o san Crispiniano, y luego también están aquéllos a los que se ha olvidado hace ya mucho allá abajo. ¿Y qué te parecería a ti si te recordaran tan sólo por prestar tu nombre a un edificio? Dentro de lo malo, san Baudelio tuvo la suerte de dar nombre a una ermita medieval, pero al pobre san Mamés se le llevan los demonios -con perdón- cada vez que se le asocia con el dichoso fútbol.

-Añade también que muchos de los más antiguos hemos sido injustamente arrinconados por todos los recién llegados -apuntó el prudente Abundio-. ¿Por qué todos los santos que está canonizando a diestro y siniestro el actual papa tienen que venir a quitarnos el poco hueco que aún nos queda en las iglesias, cuando ninguno de ellos ha tenido una vida, y mucho menos una muerte, tan heroica como la nuestra? ¿A cuál de todos ellos han perseguido, degollado, asado, empalado, echado a los leones, descuartizado o desollado? Y sin embargo, ellos gozan del fervor de los creyentes mientras que nosotros nos vemos reducidos a una simple referencia anual en los calendarios, y ni tan siquiera en todos.

-Un momento -interrumpió Gabriel el torrente dialéctico recuperando, al menos aparentemente, la calma-. No digo que no os falte razón, pero si queremos ser serios debemos considerar todas las facetas y no sólo algunas.

-¿Qué quieres decir? -preguntaron con inquietud, y casi al unísono, los tres reclamantes.

-Algo tan sencillo como que, si bien vosotros tenéis argumentos a vuestro favor, aquéllos a los que consideráis rivales también cuentan con los suyos.

-¿Como cuáles?

-Vosotros les echáis en cara, al menos a los recientes, la falta de heroicidad en sus vidas y en sus muertes; sin embargo, su canonización ha sido un proceso lento y minucioso que ha permitido sopesar convenientemente su expediente. Con vosotros, en cambio, se hizo bastante manga ancha...

-¿Qué quieres insinuar con eso? -estalló el Innumerable en un insólito arranque de ira-. ¿Que nuestro martirio fue puro cuento?

-¡Oh, no, ni mucho menos! -concilió el arcángel-. Pero de sobra sabéis que vuestros expedientes fueron tramitados por vía de urgencia, cosa que no es de extrañar teniendo en cuenta que entonces esto estaba todavía muy vacío... Y no me negaréis que no se coló más de uno sin justificar convenientemente su situación, en especial los procedentes de las tierras recién cristianizadas y a los que se admitió sin reservas a pesar de que tan sólo contaban con la más que discutible veneración popular. Los nuevos, sin embargo, han tenido que pasar un examen rigurosísimo que les ha costado siglos, incluso, y que ha dejado fuera a muchos de ellos.

-Sí, como aquélla que se ganó el cielo gracias exclusivamente a haber sido violada y asesinada -ironizó Pastor-. Menos mal que no se ha hecho lo mismo con todas las violaciones y todos los asesinatos que se comenten un día sí y otro también, porque si no, ya no cabríamos aquí de apretados que íbamos a estar.

-Bueno, esa fue una excepción -se sonrojó el representante divino al tiempo que agitaba involuntariamente las alas-. Y como tal excepción, no debe ser considerada. Fijaos en el resto de los casos y veréis como no es así.

-Casos que nos han robado el fervor popular -intervino de nuevo Abundio-. Y esto es lo único que importa.

-Bien, ¿y qué queréis que hagamos por evitarlo?

-Algo tan sencillo como sugerir a los creyentes que nos veneren de nuevo -respondió el Innumerable-. Con eso bastaría para darnos por satisfechos.

-Pero eso no puede ser.

-¿Por qué?

-Porque vosotros sabéis de sobra que el Señor siempre ha respetado escrupulosamente el libre albedrío de sus fieles. Ahora bien -añadió al ver el aspecto entre contrito y huraño de sus interlocutores-; creo que algo sí que se podrá hacer en beneficio de vuestra reclamación. Eso sí, deberéis esperar a que retorne Dios y pueda exponerle vuestro caso; tened por seguro que abogaré por vosotros.


II

No había pasado mucho tiempo desde la entrevista -medido conforme a los parámetros de la Eternidad, se sobreentiende- cuando los tres representantes del autodenominado sector marginado recibieron por conducto oficial la respuesta a su reclamación. Arropada por un farragoso e hiperbólico lenguaje -y es que la burocracia es la misma en todos los lados-, había una única conclusión: Las altas jerarquías celestiales no podían, o no querían, hacer nada por primar el favor de ningún santo determinado frente al resto de sus compañeros. Dicho de una manera gráfica, cada cual tendría que buscarse la vida -en sentido figurado, claro- única y exclusivamente por sus propios medios. Eso sí, dado el creciente nivel de ateísmo e indiferencia religiosa de la humanidad actual, el Señor había decidido programar una ambiciosa campaña de promoción que incluiría un generoso lote de milagros y actos sobrenaturales de todo tipo. Puesto que para ello precisaba de la colaboración de la totalidad de los santos residentes en el Cielo, aprovechaba la ocasión para invitar a todos ellos a un despliegue de sus mejores dotes de convicción que, a buen seguro, se traducirían en un espectacular aumento de la veneración de los mismos por parte de los católicos del mundo entero.

En resumen: Se daba el pistoletazo para la gran carrera en la que habrían de triunfar únicamente aquéllos que supieran dominar las técnicas publicitarias más sofisticadas. Huelga decir que, a raíz de este decreto, la desbandada fue total y que cada santo por separado, fuera éste antiguo o moderno, marginado o popular, se buscó las mañas de forma que pudiera conseguir un éxito allá donde sus compañeros fracasaban. El libre mercado se imponía hasta en un lugar tan tradicional como era el Cielo, y sólo unos pocos serían los vencedores... Pero, ¿cuáles?

En realidad ninguno, lo que hay que achacar al enorme pragmatismo de unos humanos que vieron en los milagros que comenzaron a proliferar por doquier tan sólo el lógico culmen a su progreso técnico y científico por más que muchos de estos portentos fueran de todo punto inexplicables. Y, si con anterioridad a la fallida campaña de promoción su éxito había sido escaso, una vez concluida ésta los resultados llegaron a ser virtualmente nulos. Los pobres santos, desesperados por su falta de éxito y hermanados en la desgracia común, tuvieron que acabar resignándose a su triste sino de jubilados que, olvidados por todos excepto por ellos mismos, sufrían en sus propias carnes las siempre crueles garras del capitalismo salvaje, aunque éste no fuera económico sino simplemente religioso. Y así, la igualdad volvió a implantarse en los Cielos, aunque esta igualdad no fuese otra que la de los marginados.

Y por supuesto, huelga decirlo, los humanos siguieron disfrutando alegremente de los milagros que de modo tan gentil les habían caído literalmente del cielo, milagros además que resultaron ser completamente gratis y libres por completo de cargas y gravámenes de cualquier tipo... Ver para creer, que hubiera dicho más de uno; pero por desgracia, de éstos no quedaba ya nadie para contarlo.


Publicado el 10-2-2016