La respuesta final



Durante toda su vida, a Ángel P. no le había preocupado en absoluto lo que pudiera ocurrirle después de la muerte. Tal como cabe suponer él no era nada ni remotamente parecido a un creyente, pero tampoco podría ser tildado de ateo ni, tan siquiera, de agnóstico; en realidad, tan sólo le cabía el calificativo de indiferente o, recurriendo al lenguaje coloquial, el de pasota. En la práctica, su filosofía vital se había reducido a la práctica diaria del conocido aforismo de “a vivir que son dos días”, sin importarle lo más mínimo cualquier cosa que pudiera ocurrirle después... o no ocurrirle, que para el caso venía a ser lo mismo.

Por esta razón, asumió sin sobresaltos su tránsito a la otra vida, -a decir verdad el infarto fulminante que le arrebató de ésta no le dejó demasiado tiempo para pensarlo- y tampoco le abrumó demasiado -y esto sí tenía su mérito- descubrir que, efectivamente, existía un Más Allá al que debía enfrentarse en su nueva y recién estrenada existencia.

Bien pensado, fue una verdadera lástima que Ángel P. mostrara tan olímpico desprecio por las cuestiones de ultratumba puesto que, de haber sentido una mínima curiosidad por ellas, sin duda le habría sorprendido comprobar que todas las presuntas descripciones del tránsito post-mortem, populares gracias a los activos grupos de aficionados a las ciencias ocultas, habían resultado ser esencialmente ciertas, incluyendo el famoso túnel negro, la luz misteriosa que brillaba en su fondo y la bondadosa voz que acogía al alma del finado. Así pues, todo ello resultó ser para él una novedad absoluta que afrontó impertérrito con la flema que había sido habitual en él a lo largo de toda su vida, enfrentándose a su misterioso interlocutor tratándolo de tú a tú sin ningún tipo de complejo.

-Bienvenido, hijo mío. -fue la convencional frase con la que fue recibido.

A la cual contestó con todo desparpajo:

-Seas quien seas, te agradecería que me dijeras en qué puñetero lugar me encuentro. Mira que si a pesar de todo resulta que hay cielo... o infierno. -se corrigió, consciente del más que probable balance negativo de su poco edificante vida.

El ente tardó algún tiempo en responder, si es que tal magnitud física tenía algún sentido allí, lo que hubiera podido tomarse por un muestra de su perplejidad ante una respuesta no prevista... salvo que él no era humano y, por lo tanto, carecía de cualquier tipo de concomitancias con la idiosincrasia humana. Al cabo, respondió:

-Éste es el lugar que tú desees que sea, en el cual vas a tener la suerte de residir por toda la eternidad.

-¡Vaya, si encima va a resultar un cielo a la carta! -se burló irreverente- Pues no sé qué quieres que te diga; el cielo clásico no me acaba de convencer, ya que se me antoja muy aburrido; pero el infierno tiene tan mala fama...

-Olvídate de todas esas elucubraciones infantiles. -la Voz estaba encauzando la conversación hacia el terreno que le interesaba- Esto no tiene nada que ver con ello, y por supuesto te resultará infinitamente más gratificante. Y te aseguro -remachó con solemnidad- que has alcanzado un privilegio que a la mayoría de tus congéneres les está vedado.

-Luego esto es el cielo... -insistió tozudo.

-Si prefieres llamarlo así... Aunque insisto en que no tiene nada que ver con lo imaginado por ninguna de las religiones de tu planeta. De hecho, ni tan siquiera existe nada que pueda considerarse Dios.

-Es un alivio. -respondió con sorna- Y dime, ¿en qué consiste este chiringuito? ¿Quién eres tú?

-No soy; somos. Todos en uno, y uno en todos.

-Pues qué quieres que te diga, la verdad es que eso me suena a la Santísima Trinidad...

-Sería muy complicado explicártelo ahora. -de no ser por lo improbable de la hipótesis diríase que, por su tono, la Voz mostraba cierto fastidio- Y por supuesto, lamentaría infinito que tu comprensión resultara intoxicada por erróneos conceptos teológicos de cualquier tipo. Olvídate de ellos. Ni somos dioses, ni somos tres, sino tan sólo unos seres que en lo único que nos diferenciamos de vosotros es en nuestro diferente grado de evolución.

Por fortuna para él, Ángel P. había sido, en su vida mortal, un empedernido lector de relatos de ciencia ficción, lo que sin duda le ayudó bastante a comprender cuando recordó el familiar tópico de los Grandes Galácticos, tan frecuente en la literatura de este género.

-¿Sois mentes... puras? -preguntó, por vez primera impresionado.

-En efecto, eso somos. -respondió satisfecho su interlocutor- Y me alegra que seas capaz de entenderlo, ya que esto nos evita explicaciones complicadas.

-¿Y yo soy ahora como vosotros?

-Sí y no. Desde luego, te has liberado del lastre de tu cuerpo; discúlpame si no utilizo el término alma para definir tu actual estado, por las razones que te acabo de comentar. Pero no, no eres uno de nosotros, no podrías serlo aunque quisiéramos; aunque compartamos la carencia de soporte material y estemos constituidos únicamente por energía pura, nuestros grados de evolución son muy distintos, ya que tú procedes de un espécimen material -aquí le pareció captar a Ángel P. un leve deje de desagrado por parte del ente- mientras nosotros ya surgimos a la existencia en nuestro actual estado. De hecho, nuestra raza es mucho más antigua que la vuestra -explicó a modo de disculpa- y jamás se vio sometida a la servidumbre de la materia, por lo que se podría considerar que os llevamos adelanto.

-Ya. -Ángel P. recobró su habitual dosis de cinismo mientras pensaba que era una elegante manera de considerarle una mierda- Comprendo. Vosotros sois los investigadores, y yo el ratón de laboratorio... ¿Cuándo empezamos con los experimentos?

-¡Oh, no! -la Voz sonaba contrita- Nada de eso. Al contrario, lo que te ofrecemos es formar parte de nuestra comunidad, sin más limitaciones que las inherentes a tu propio -a Ángel el adjetivo le sonó más bien a primitivo- grado de evolución.

-Bueno, mejor ser monosabio que rata... -masculló, fingiendo una seguridad que estaba muy lejos de sentir.

-Lamentaría que te lo tomaras así, -porfió su interlocutor- y preferiría que te consideraras un ayudante nuestro.

-Asunto zanjado, pues. -el reciente difunto comenzaba a sentir impaciencia- Eso sí, para poder ser ayudante vuestro, supongo que habrá algo en lo que os sea precisa mi ayuda. ¿Serías, pues, tan amable de comunicarme, a ser posible sin rodeos, para qué demonios me necesitáis? -concluyó, al tiempo que exhibía -es un decir- la más beatífica de sus sonrisas.

-Te necesitamos... -la Voz pareció titubear- como intermediario entre nosotros y tus congéneres.

-Te refieres a los muertos, supongo...

-Claro está. -la respuesta fue cortante- Nosotros no tenemos ningún tipo de trato -y aquí su repugnancia era más que evidente- con nada que sea material.

-Bien, dejémoslo entonces en capataz de ánimas... -Ángel P. intentó mostrarse jovial- ¿con cuáles voy a tener que tratar, con las buenas o con las malas? No es que personalmente me importe demasiado acabar de auxiliar de diablo, pero comprende que la reputación es la reputación...

-¿Por qué te sigues empeñando en razonar en términos religiosos? -el feroz parpadeo de la Luz era clara muestra del reproche- Ya te he dicho que aquí no hay ni cielo ni infierno, no hay almas buenas y almas malas, ni existe nada parecido a un sistema de premios y castigos. Todos los entes -evitó repetir la palabra alma- que llegáis a este lugar sois tratados exactamente de la misma manera con independencia de cual pudiera haber sido vuestro comportamiento anterior, durante la etapa larvaria, conforme a vuestros particulares conceptos morales... algo que, por cierto, nos es completamente ajeno. Tan sólo hacemos una excepción con los individuos que decidimos seleccionar para auxiliares nuestros, tal como es tu caso.

-Está bien, sé entender una indirecta. Eso quiere decir, supongo, que gozaré de privilegios vedados al común de los mortales; perdón, de los muertos. -rió su propio chiste y, tomando por asentimiento tácito el silencio del Ser, continuó- Eso sí, tendréis que decirme lo que tengo que hacer, y no os preocupéis por mí; estoy convencido de que sabré cumplir con mis responsabilidades.

-Eso esperamos, porque si no... -era evidente que los Grandes Galácticos, o quienes quisiera que fuesen, no se andaban con rodeos- bueno, serías despojado de tu condición de ayudante y te reunirías con el resto de tus congéneres.

-Confío en no defraudaros. -pese a carecer de él, Ángel P. sintió cómo un escalofrío le recorría su inexistente cuerpo- Y por supuesto, me esforzaré cuanto pueda en satisfaceros.

-Será mejor así... -sonaba a velada amenaza- por el bien de todos.

Tras un incómodo silencio, y viendo que su interlocutor continuaba sumido en el mutismo, Ángel P. se atrevió a preguntar de nuevo:

-Bien, yo estoy dispuesto a empezar a trabajar ahora mismo; ¿qué es lo que tengo que hacer?

-Ya te lo dije, deseamos que actúes como intermediario entre los espíritus de tus congéneres y nosotros; su número es demasiado elevado para que podamos atenderlos personalmente tal como yo estoy haciendo contigo; además, tenemos otros menesteres a los que dedicarnos. Tu misión será recibirlos a su llegada y enviarlos a los lugares que les hayan sido asignados; eso es todo, ya que una vez allí serán otros los que se encarguen de ellos.

-Pero yo necesito saber...

-No te preocupes, te será implementado un módulo de memoria de forma que puedas tener acceso a toda la información necesaria para el desempeño de tu trabajo. Será mucho más rápido y sencillo que si te lo explicara yo, y a mí me librará de esta engorrosa tarea. Adiós.

Y desapareció, dejándole a solas con la oscuridad absoluta que le rodeaba. Pero inmediatamente después sintió como una nueva presencia se fusionaba con él. No era una inteligencia sino simples conocimientos, aunque extremadamente complejos; sin duda, se trataba de la información prometida. Y entonces lo supo todo.

Su misión, más que de intermediario, podría calificársela de pastor... en la acepción literal de guardián del ganado, no en la simbólica de ministro religioso. Porque eso eran las almas de los muertos para los Grandes Galácticos: simple ganado que utilizaban como alimento o, por decirlo con mayor propiedad, el equivalente a las delicatessen de los sibaritas humanos.

Como seres inmateriales que eran los Grandes Galácticos se alimentaban exclusivamente de diversos tipos de energía, de los cuales disponían en abundancia; pero al igual que ocurría con cualquier gourmet, les encantaban los sabores sofisticados y exóticos y, a ser posible, al alcance tan sólo de unos pocos privilegiados... porque incluso entre ellos existía el equivalente a las diferencias sociales, aunque la naturaleza de éstas resultara incomprensible para los humanos.

Por tal motivo, hacía ya mucho tiempo -miles de millones de años según la insignificante escala humana- habían decidido crear granjas que les pudieran suministrar sus alimentos preferidos, para lo cual alentaron la aparición de la vida en numerosos sistemas estelares a lo largo y ancho de sus vastos dominios galácticos... una vida material y en un principio privada de componente espiritual alguno -los vegetales y los animales, al menos los inferiores, carecían evidentemente de alma-, pero que serviría de fértil abono del que acabarían brotando los frutos deseados. La espera hubo de ser necesariamente larga, pero eso no les importó demasiado; muy al contrario, revalorizaba todavía más su delicada cosecha. Del estiércol surgió el grano, y la maduración de éste dio paso a los preciados manjares. Y así, cuando el primer homínido -o su equivalente en algún remoto planeta- fue consciente por vez primera de su existencia alzando sus ojos al rutilante cielo estrellado, los Grandes Galácticos supieron que la hora de la recolección había llegado.

¡Quién les iba a decir a todos los fundadores de las grandes creencias religiosas, así como a los millones de fervientes seguidores suyos, que los seres a los que ellos consideraban divinos tan sólo pretendían devorarlos por simple placer! De haberlo sabido, todas las religiones se habrían venido abajo; esto no preocupaba a sus creadores dado que el sabor de los alimentos procedentes de un planeta era el mismo tanto si se trataba de Hitler como de un santo varón, aunque ciertamente la aparición espontánea de las religiones les había beneficiado al facilitarles la recogida de la cosecha.

La brutal sinceridad de sus anfitriones -o, por hablar con mayor propiedad, de sus amos-, que no habían mostrado el menor empacho en ocultarle la realidad por dura que ésta resultase, dejó anonadado a Ángel P. ya que, por mucho que pudiera ser su desinterés por los temas escatológicos, poco podía agradarle descubrir de repente que la única razón de su vida había sido la de convertirse en un suculento bocado post-mortem.

Pero Ángel P. era alguien esencialmente pragmático, razón por la que no titubeó un solo instante a la hora de tomar una decisión, aquélla que le garantizaba sus intereses: entre ser devorado o ayudar a que lo fueran otros, no le cupo la menor duda. Desde entonces, y mientras sus amos no dispongan lo contrario, cumple su labor con toda diligencia, encaminando hacia el matadero a las cándidas almas recién llegadas que creen ingenuamente que allí les aguarda el Paraíso...

No por ello ha sentido en ningún momento el menor remordimiento de conciencia; no cuando nunca los tuvo en su vida terrenal, y menos todavía cuando está en juego nada menos que su propia existencia. Además, ¿qué le puede importar a él lo que les ocurra a los demás? Aunque en realidad, en el fondo no deja de tener miedo. Mucho miedo.


Publicado el 24-10-2005 en Alfa Erídani