Sic transit



Despertó bruscamente, sin la menor transición entre el sueño y la vigilia, y sin poder recordar dónde se hallaba. Estaba tumbado de espaldas y desde la posición en la que se encontraba tan sólo podía ver un cielo gris y uniforme carente del menor matiz que pudiera diferenciarlo en todo el campo visual que era capaz de percibir sin mover la cabeza.

Intentó parpadear de una manera instintiva sin poder lograrlo a pesar de sus esfuerzos; parecía como si tuviera pegados de alguna forma los párpados impidiéndole cerrar los ojos. Molesto por la situación se incorporó hasta quedar sentado; esta vez consiguió su propósito sin ningún problema, pero a costa de escuchar un chirriante sonido, procedente al parecer de sus propias articulaciones, similar en todo al de una carraca.

Decididamente algo extraño estaba pasando, puesto que no recordaba que nunca sus huesos hubieran sonado de tan desagradable manera; algo que tuvo ocasión de constatar en cuanto pudo observar a su propio cuerpo desde su nueva postura... Un cuerpo reducido a un limpio esqueleto.

Completamente aterrado volvió a fijar su mirada en aquella negación de la racionalidad: El hueco armazón de las costillas, la vacía pelvis, los largos huesos de las piernas rematados por la filigrana ósea de ambos pies... Y cuando alzó los brazos pudo comprobar también que de los mismos tan sólo quedaban los huesos descarnados, desde el húmero hasta las últimas falanges.

No podía ser; tenía que tratarse de una pesadilla. ¿Cómo iba a poder estar viviendo -y sintiendo- siendo tan sólo un amasijo de huesos? Aquella situación, por lo grotesco de la misma, desafiaba frontalmente a la lógica más elemental. Daba, pues, por hecho que despertaría en cualquier instante recordando vagamente tan macabra ensoñación.

Pero no despertaba. Con un gesto de irritación alzó la garra en la que se había convertido su mano y la llevó hasta el lugar en el que debería haberse encontrado la cara; un seco choque de huesos, tal como si de unas macabras maracas se tratara, fue todo cuanto pudo percibir. No sólo veía sino que también oía... Y palpaba, puesto que incongruentemente también contaba con el sentido del tacto, un tacto extraño que le informaba de que estaba tocando un duro hueso con la ¿mano? al tiempo que sentía un roce frío y seco en la ¿mejilla?

A falta tan sólo de constatar la persistencia del gusto -acababa de percibir que en el ambiente que le rodeaba flotaba un tenue olor dulzón- descubrió con perplejidad que seguía sintiendo sus sensaciones de forma tan normal como siempre... Lo cual acababa, por supuesto, de redondear el absurdo.

Imbuido en el convencimiento de que debía de tratarse de un extraño sueño, procedió a realizar una sencilla comprobación. Primero con cuidado y posteriormente con determinación, se llevó un dedo a uno de los dos ojos, encontrándose tan sólo con la órbita vacía. Podía palparla, podía seguir sin el menor inconveniente el borde curvo de la misma, pudo incluso introducir totalmente el dedo en su interior; luego, como ya sospechara, no tenía ojos sino tan sólo dos cuencas vacías: Su cabeza era tan sólo una calavera.

-Un momento. -se dijo- Si no tengo ojos, ¿cómo puedo ver? Y, si a pesar de ello, sigo manteniendo todas mis capacidades sensoriales, ¿cómo puede ser que no note que me estoy metiendo el dedo en el ojo?

En realidad, sentirlo sí lo sentía. Para empezar había perdido la visión del ojo investigado, sustituida por un emborronamiento traslúcido, mientras sentía también en el mismo una extraña sensación similar a si le estuvieran hurgando en su interior... Que era justo lo que estaba haciendo.

Cada vez más confuso se sacó el dedo del ojo desapareciendo inmediatamente el hormigueo que le invadía, al tiempo que comprobaba con alivio cómo recobraba la visión momentáneamente perdida. Cambiando de táctica se llevó la mano al pecho introduciendo sin dificultad los dedos entre las descarnadas costillas... En esta ocasión la impresión fue similar: Notaba cómo sus dedos tocaban huesos vacíos y, simultáneamente, descubría una extraña opresión allí donde debieran haber estado los pulmones.

Armándose de valor introdujo violentamente el puño cerrado por debajo del desnudo esternón; nada nuevo ocurrió en lo que se refería a su mano, pero un vivo dolor de estómago -¿cuál estómago?- le hizo desistir rápidamente de su experiencia.

Bien, todo parecía estar bastante claro dentro de su evidente falta de sentido: Todo era normal cuando tocaba -había hueso donde la vista le decía que debía haberlo- pero no cuando era tocado, ya que entonces su cuerpo -extraña palabra en estas circunstancias- se empeñaba en seguir recordando la perdida fisonomía.

De repente se le ocurrió una nueva idea: Alzando la mano hasta la altura de su vista comenzó a flexionarla de distintas maneras. El delicado encaje de sus falanges se movía con toda facilidad y respondía a sus deseos exactamente igual que una mano normal; sólo que ésta no tenía ni músculos que pudieran accionar las articulaciones ni piel que los cubriera, sino sólo huesos, pareciéndole como si estuviera contemplando su mano a través de una pantalla de rayos X.

Pero si no había nada que los sujetara, ¿cómo era que los huesos permanecían ligados entre sí? -pensó de pronto- Pero también aquí era fácil salir de dudas. Con su otra mano asió uno de los dedos -de nuevo volvió a tocar hueso- y tiró de él, viendo perplejo cómo se lo arrancaba con toda facilidad sin tener que vencer más que una pequeña resistencia inicial. Preocupado repentinamente por su mutilación volvió a colocar de un modo bastante torpe el miembro amputado en su sitio, viendo con alivio cómo éste se acoplaba con toda naturalidad en la posición que le correspondía a pesar, incluso, de la desviación con la que él lo había situado.

-¡Vaya! -se dijo con sarcasmo- Algo es algo; al menos sé que si tropiezo y me desbarato podré ser capaz de armarme de nuevo sin necesidad de ayuda.

Pensando con resignación que mientras la pesadilla durase -y tenía todo el aspecto de querer durar bastante- lo mejor que podía hacer era disfrutar en lo posible de ella, se encogió de hombros o, por hablar con una mayor propiedad, de clavículas, dando por terminada la inspección anatómica al tiempo se que dedicaba, por vez primera, a estudiar su más inmediato entorno.

En realidad no había demasiado que ver. Todo era gris, gris uniforme: El cielo, como ya había tenido ocasión de comprobar -y no eran nubes de ningún tipo, era un firmamento completamente diáfano carente, por cierto de sol y de cualquier otro astro-, y también la tierra, una tierra reseca y granujienta similar en todo a la ceniza, la cual se extendía sin grandes accidentes orográficos -tan sólo algunas pequeñas lomas- en todas direcciones hasta alcanzar el impoluto horizonte.

Aunque en un primer momento le había parecido que todo este paisaje estaba completamente desierto, una inspección más detenida del mismo -su vista, según pudo comprobar, era ahora mucho más aguda de lo que había sido nunca- le reveló la existencia de unos pequeños bultos que se movían cansinamente en la lejanía. Sin saber cómo descubrió que su visión era también telescópica, encontrándose sin más que deseándolo con un primer plano de los otrora lejanos objetos.

Eran esqueletos en todo similares a él mismo, y todos ellos acarreaban unos bultos oscuros y oblongos que no sin trabajo pudo identificar como ataúdes. Todos llevaban uno, aunque el medio de transporte variaba bastante de unos a otros: Algunos había que los llevaban a hombros, aparentemente sin demasiados esfuerzos; otros los arrastraban, otros por último los empujaban penosamente sin lograr desplazarlos sino unos escasos metros... Había quienes lo hacían con evidente facilidad mientras que otros, por el contrario, parecían encontrar sumamente trabajosa su tarea a juzgar por lo torpe y lento de su avance. Pero todos, absolutamente todos, parecían estar animados de un frenesí que, independientemente de sus dispares ritmos, les impedía detenerse siquiera un solo instante.

De pronto logró identificar el olor que tanto le había intrigado y que parecía inundar todo el ambiente: Era el hedor de la putrefacción y de la muerte. Eran muchas, sin duda, las preguntas que se agolpaban en esos instantes en su mente, pero no había tenido tiempo siquiera para planteárselas cuando una voz a sus espaldas le hizo volverse tan rápidamente que a punto estuvo de descoyuntarse el cuello tirando por tierra su descarnado, aunque todavía válido, cráneo.

-Bienvenido a casa, hijo mío. -había dicho la voz.

Aunque su intención original había sido la de interrogar al inesperado visitante acerca de su identidad, le bastó una somera mirada para descubrir lo innecesario de su pregunta: Sabía de sobra de quien se trataba y a que había venido este esqueleto revestido de holgada mortaja y con el cráneo enfundado en un amplio capuchón, esqueleto que completaba su conocido atavío con la guadaña que asía con una descarnada mano y la doble ampolla de vidrio de un reloj de arena que soportaba en la otra... Y se rió, aunque sólo fuera por lo absurdo de la situación y también porque repentinamente había dado en imaginárselo, erguido en una tumba abandonada, tocando con un violín las ásperas notas de la Danza Macabra de Saint-Säens mientras él bailaba frenéticamente en torno suyo usando como xilófono sus propias costillas y como baquetas los huesos de sus brazos.

-Celebro que te tomes este trance con tan buen humor, hijo. -insistió la macabra aparición al tiempo que esbozaba una horrible mueca que, de haber estado cubiertas de carne sus mandíbulas, quizá hubiera podido ser interpretada como una sonrisa.

-¿Dónde estoy? -pudo balbucear al fin sorprendiéndose en su fuero interno de poder articular palabras a pesar de que, y de eso estaba completamente seguro, carecía también de cuerdas vocales y de lengua.

-¿Dónde vas a estar? -simuló extrañarse la Parca- Donde te mereces, por supuesto.

-¿Acaso estamos en el...? -se interrumpió, incapaz de terminar su pregunta.

-¿En el infierno? Bueno, supongo que podríamos denominarlo así, aunque quizá sería más correcto corregir el artículo: Éste es tan sólo un infierno, uno de tantos existentes, aunque he de confesarte que nunca me ha gustado demasiado esta palabra; yo prefiero llamarlo casa. Es más... digamos familiar.

-Pero yo... ¿Estoy condenado? -ciertamente nunca había sido nada religioso, pero precisamente por ello ahora se sentía ahora mucho más confundido e indefenso; amén de que no recordaba en modo alguno haber fallecido, por lo que no podía entender qué era lo que hacía allí.

-Me temo que sí. -fue la divertida respuesta de Ella- Es evidente que estás aquí, y los de Arriba no suelen equivocarse en sus decisiones.

-No puede ser; yo no he muerto todavía.

-Eso es lo que decís todos; pero resulta evidente que aquí nunca llega nadie vivo. -se burló con crueldad- Así pues, intenta sacar tus propias conclusiones.

-¡Pero si no lo recuerdo! -gimió con desesperación.

-No te esfuerces en comprenderlo; -se compadeció la Muerte adoptando un tono de voz algo más conciliador- ninguno de los que estáis aquí podréis jamás recordar vuestro pasado.

Era cierto. Olvidándose de su poco halagüeño presente intentó centrar su atención en su pretérito, en su vida normal antes de encontrarse en tan horrible lugar; mas sus esfuerzos fueron completamente baldíos a pesar de lo denodado de los mismos. No recordaba absolutamente nada anterior a su reciente despertar, era como si su memoria hubiera sido borrada en su totalidad desde su nacimiento hasta el instante mismo de su -y se estremeció al pensarlo- indiscutible muerte.

-¿Lo ves? -se burló de nuevo la de la guadaña adivinándole los pensamientos- Todos reaccionáis exactamente igual, y a todos vosotros os tengo que insistir una y otra vez en que abandonéis toda esperanza... Esto es para siempre -concluyó con voz cavernosa.

-No es justo... -porfió con obstinación aferrándose desesperadamente a lo que le pareció una débil esperanza- ¿Cómo puedo purgar unos pecados que desconozco? ¿Cómo sé, siquiera, si los he cometido?

-Los cometiste. -zanjó lúgubremente su verdugo- Y por ser culpable de ellos es por lo que estás aquí; te aseguro que no hubo la menor posibilidad de error en tu sentencia. Y en cuanto al desconocimiento de tu pasado, esta circunstancia no sólo no te exime de tus culpas sino que supone un castigo más, quizá el más cruel de todos; pues saberte culpable y pagar por ello sin que nunca puedas recordar por qué, es sin duda la peor penitencia con la que puede cargar alma alguna.

-Me niego a aceptarlo -su defensa era cada vez más débil.

-Tendrás que hacerlo, te guste o no. Y me vas a disculpar si no te dedico más tiempo, pero no eres tú el único recién llegado al que tengo que atender, por lo que me gustaría abreviar el procedimiento.

-¿Qué procedimiento?

-Muy sencillo. ¿Ves esto en lo que estoy sentado?

-Y él se fijó, por vez primera, en que el improvisado asiento de la Parca era un destartalado ataúd.

-Sí, es el tuyo; -le respondió adivinando su muda pregunta- Y aquí están encerrados todos tus pecados... Es una especie de caja de Pandora que nunca podrás abrir, pero a la que estás condenado a cargar durante toda la eternidad.

Entonces comprendió la razón por la que todos aquellos esqueletos acarreaban un ataúd, unos más desahogadamente que los otros; porque ni todos los pecados eran similares, ni todos habían sido igual de pecadores en sus respectivas vidas. Allí estaban los príncipes y los mendigos, los ricos y los pobres, los viejos y los jóvenes... Todos aquéllos cuyas vidas habían tenido un balance negativo, confundidos en la absoluta igualdad de sus esqueletos, acarreando sin pausa el fruto de sus pecados. Y él era ya uno de ellos.

-Abreviaré. -le interrumpió la Muerte- Tienes completa libertad para deambular a tu antojo por este mundo, aunque lo cierto es que no tiene demasiado que ver. Eso sí, deberás cargar siempre con tu penitencia, es decir, con tu ataúd, sin que te esté permitido descansar un solo momento. También te está prohibido reunirte con los otros pecadores, con los que no podrás cruzar ninguna palabra. Éste es tu castigo: Trabajo, soledad y silencio.

-¿Y si me niego?

-Inténtalo siquiera; nunca lograrás liberarte de tu destino. Nunca. Y éste es el de errar con tu castigo a cuestas por toda la eternidad. Pero ya me he demorado bastante; hasta nunca.

Y desapareció. Inmediatamente sintió como una fuerza irresistible le impelía a cargar con su ataúd -por fortuna el peso era relativamente soportable- y a emprender una marcha que sabía no le habría de conducir a ninguna parte. Pero sabía, también, que nunca podría detenerse, que nunca podría descansar, que nunca podría, ni tan siquiera, morir.

Ha pasado el tiempo. ¿Cuánto? Nunca lo podrá saber, puesto que en la Eternidad tal concepto no existe. Tal como hiciera desde el primer día continúa acarreando su ataúd, que es lo mismo que decir sus pecados, por los caminos sin final que surcan el desolado y anónimo planeta gris; un planeta que nunca sabrá cuantas veces ha recorrido ya, puesto que la falta total y absoluta de la más mínima referencia es un castigo más a sumar para sus desgraciados moradores. Ahora sabe que son muchos sus compañeros de infortunio, pero sabe también que tiene completamente prohibido acercarse a ellos -tan prohibido como detenerse a descansar siquiera un instante, tan prohibido como abandonar su pesada carga- en lo que constituye la soledad más absoluta. Tan sólo se ha de limitar a verlos pasar en la lejanía, hermanados como están en el completo anonimato de sus descarnadas osamentas, pero eso no le importa demasiado cuando ni tan siquiera sabe quien fue él, cuando ignora incluso la naturaleza de los pecados que carga a su espalda, guardados como están en el interior del hermético ataúd...

No, no lo sabe, ni por supuesto lo podrá saber jamás; pero lo que no ignora es que el castigo, fuera por lo que fuese castigado, es para siempre... Para siempre.


Publicado el 18-12-2000 en Qliphoth y el 15-7-2009 en NGC 3660