En la ciudad
I
Sintiendo cómo una indefinible sensación de inquietud le recorría todo el cuerpo, Félix MBane abandonó el protegido refugio aventurándose en el hostil medio exterior que ante él se extendía. Como cabe suponer iba convenientemente equipado con todo el material reglamentario: mascarilla antipolución complementada con un pequeño equipo de respiración autónoma previsto para casos de emergencia, traje protector contra las radiaciones ultravioletas y, por último, el sistema de refrigeración individual necesario para moverse en el tórrido ambiente causado por el efecto invernadero. Además de todo esto, Félix se había provisto asimismo de guantes impermeables (la lluvia ácida le producía lesiones en la piel descubierta), de un emisor de ultrasonidos que le permitía detectar obstáculos situados a una distancia de varios centenares de metros y, por último, de un largo y elástico bastón terminado en una afilada punta metálica que, llegado el caso, le podría servir de arma defensiva.
La amplia avenida se encontraba prácticamente vacía tal como había esperado; la mayor parte de los transeúntes solía utilizar los transportes subterráneos, y sólo alguna que otra silueta aislada se dejaba entrever entre los jirones de la sucia y espesa niebla a modo de fantasmagóricas figuras que surgían brevemente de la nada antes de ser engullidas de nuevo por el informe telón de fondo que se extendía más allá del límite de su visión. Él podía haber optado también por realizar su viaje en metro, pero ciertamente no le seducía lo más mínimo la idea de viajar estrujado hasta límites inconcebibles amén de que, de acuerdo con las últimas estadísticas radiadas, el índice de atracados había ascendido hasta cerca del sesenta por ciento del número total de viajeros. En la superficie, cuanto menos, sería mucho más difícil encontrarse con un delincuente de cualquier tipo aunque sólo fuera a causa de lo inhóspito de la misma.
Lamentablemente, había demorado demasiado su salida: Era ya cerca del mediodía y los rayos de sol, en especial los dañinos ultravioleta, hacían sentir su desagradable efecto a pesar de la protección que le proporcionaba el traje y del filtro de la opaca y enrarecida atmósfera. Por si fuera poco, constató con desagrado que el índice de contaminación estaba bastante más alto de lo habitual en esa época del año, lo que le obligó a regular al máximo el nivel de filtrado de su mascarilla al tiempo que enriquecía el empobrecido aire que llegaba a sus pulmones con una generosa ración del oxígeno de reserva que portaba en la botella de su espalda; definitivamente, no se trataba de un buen día.
Sin embargo, y quizá a modo de compensación, la visibilidad no era del todo mala, ya que según estimó debía de alcanzar los ochenta o quizá cien metros de distancia antes de que el sucio cendal pardusco de la niebla velara por completo todo lo situado más allá, lo que suponía unos quince o veinte metros suplementarios sobre lo habitual. Por tal motivo renunció a utilizar el engorroso equipo de ultrasonidos, prefiriendo orientarse por sus propios medios.
Caminando pausadamente por el interior de la acera (no se apreciaba bien dónde acababa ésta y dónde empezaba la calzada, y los grandes transportes de superficie podían resultar peligrosos), Félix se dirigió directamente hacia el extrarradio de la gran urbe en busca de los espacios abiertos de los que ésta carecía... Aunque ignoraba si el cambio podría llegar a ser apreciable en mitad de una niebla tan densa.
Ninguno de los escasos viandantes que se cruzaron en su camino se molestó en dirigirle ni tan siquiera una fugaz mirada; aunque la verdad era que no resultaba nada agradable pararse a conversar con una temperatura exterior que rondaba los cincuenta grados centígrados, amén de que las mascarillas impedían cualquier intento de conversación que hubiera sido interrumpida además por el continuo fragor del tráfico rodado... Claro está que siempre quedaba el recurso de comunicarse por radio, protegidos como estaban sus oídos por los preceptivos auriculares, pero podía resultar bastante inoportuno desconectarse del canal informativo de la policía metereológica aunque sólo fuera por algunos minutos; las erupciones solares no solían avisar con demasiada antelación, y los peligros imprevistos eran todavía más repentinos.
Antes de salir de su apartamento Félix había estudiado detalladamente el plano de la ciudad; no obstante, no le resultaba nada fácil orientarse visualmente, por lo que periódicamente se veía obligado a sintonizar brevemente el canal de información urbanística con objeto de conocer su situación en cada momento. El sistema de radiofaros distribuido por todas las calles podía parecer complicado a primera vista, y realmente lo hubiera sido de no ser por el microprocesador que traducía automáticamente los impulsos radioeléctricos en coordenadas inteligibles; pero bastaba un poco de práctica -y Félix la tenía- para poder deambular con soltura por cualquier zona de la ciudad.
Conforme se iba alejando de los núcleos habitados Félix pudo entrever cómo los altos edificios de apartamentos iban siendo sustituidos poco a poco por las achaparradas moles de las fábricas y los almacenes; no obstante las grandes factorías no se hallaban allí, sino al otro lado del río, aunque sus inmensas chimeneas destacaban en la lejanía, nítidamente perfiladas en la grisura que las rodeaba merced a los encendidos penachos que vomitaban por sus altas bocas.
Sin embargo, no era intención de Félix llegar tan lejos; aguas arriba de las fábricas el río describía un amplio recodo que le acercaba bastante más a los suburbios de la ciudad, y hacia allí se encaminó atravesando lugares que cada vez tenían menos de calles al irse convirtiendo poco a poco en ásperos e irregulares caminos.
La geografía urbana, a su vez, también se había ido trasformando de una manera lenta pero perfectamente perceptible: Tanto a su derecha como a su izquierda, Félix podía ver sin demasiada dificultad las masas informes de las viviendas bajas que ahora formaban el abigarrado paisaje urbano; un antiguo arrabal, sin duda, aunque nadie podría vivir ahora en esos destartalados edificios que ni tan siquiera poseían controles climáticos o atmosféricos... Y, en efecto, nadie residía ya en aquel barrio fantasma a excepción de las enormes ratas y de las revoloteantes gaviotas que, en un alarde de adaptación al hostil medio ambiente, pululaban por doquier sin que nadie les disputara sus dominios. Nadie sabía con exactitud de qué podían vivir ambas especies, pero a buen seguro no debían de ser muy exigentes en lo tocante a su alimentación; cuando Félix ensartó limpiamente con su bastón a una rata especialmente osada, sus hambrientas compañeras se abalanzaron sobre el palpitante cadáver con una avidez que daba bien claras muestras de la dureza de su lucha por la supervivencia.
Conteniendo un escalofrío, Félix siguió adelante intentando olvidar sus sombríos pensamientos: con tal abundancia de ratas y, aún, de gaviotas, no pudo evitar el temor de que su bastón pudiera ser insuficiente para defenderlo ante un ataque combinado. Se había arriesgado sin necesidad, ahora era consciente de ello, pero sin embargo no estaba dispuesto a volverse atrás; de hacerlo así lo más probable era que no se atreviese a iniciar su excursión de nuevo, y no era esto lo que le interesaba. Así que, haciendo ciertamente de tripas corazón, continuó su camino.
Por fortuna para él las nuevas ratas que seguían cruzándose en su camino parecían temer a su eficaz, aunque primitiva, arma defensiva; tan sólo en una ocasión se vio obligado a amenazar a un viejo macho que se le había acercado hasta una distancia menor de lo que Félix considerara prudente, consiguiendo no obstante que éste huyera sin tener necesidad de atacarlo.
Desde bastante antes del momento en el que la difusa luz reinante le permitiera vislumbrar la ribera, el nauseabundo olor que llegaba hasta su nariz a pesar del filtro le advirtió que su meta estaba ya próxima. Maldiciéndose por no haberse equipado con el filtro especial, Félix lo cerró por completo pasando a respirar exclusivamente de su propia reserva de aire; al menos su olfato no se resentiría, aunque esto limitaba también su autonomía de movimientos al reducir ostensiblemente la cantidad de aire de la que podía disponer. Al mismo tiempo, y como medida de precaución, procedió a conectar su detector de ultrasonidos; la visibilidad, dificultada por la bruma caliginosa que se levantaba del río, no llegaba más allá de unos cuantos metros, y además hacía ya tiempo que había rebasado la última línea de radiofaros, por lo que ahora se encontraba a merced por completo de sus propios medios.
Sorteando cuidadosamente los numerosos montones de escombros que jalonaban el terreno existente entre los últimos edificios y la propia orilla del río, Félix alcanzó por fin su destino: Ante él se extendía la anchurosa corriente de agua putrefacta que bañaba a la ciudad y que servía asimismo de colector para todos sus vertidos.
Como era de suponer, ningún ser vivo era capaz de sobrevivir en tan inhóspito lugar; de hecho, ni tan siquiera las más resistentes bacterias podían medrar en el seno de unas emponzoñadas aguas incapaces ya de la menor regeneración. A pesar de todo Félix no pudo evitar un estremecimiento al imaginar toda una suerte de monstruosas formas habitantes de las hondas negruras que se adivinaban bajo la turbia superficie de las aguas... Era un pensamiento infantil y totalmente absurdo, por supuesto; pero si las ratas, las gaviotas y determinados invertebrados habían sido capaces de adaptarse a la vida en un medio tan sumamente hostil, ¿no podía acabar sucediendo lo mismo con los seres acuáticos que antaño poblaran el río?
No, por supuesto que no; la contaminación de las aguas era muy superior a la del aire y las posibilidades de aclimatación de la fauna acuática a unas condiciones tan extremas resultaban ser virtualmente nulas. No, no existían quimeras de ningún tipo bajo las aguas y los peligros reales del río eran otros muy distintos pero no por ello menos preocupantes, ya que las mefíticas emanaciones capaces de atravesar los mejores filtros podían llegar a ser sumamente tóxicas e, incluso, mortales en ocasiones.
Conteniendo un suspiro, Félix se volvió sobre sus pasos en dirección a la lejana ciudad. Alcanzado su objetivo no tenía ya el menor sentido que prolongara aún más la excursión, amén de que la menguada reserva de oxígeno no le permitiría continuar mucho tiempo más sin tener que recurrir al corrompido aire exterior.
Repentinamente, sintió cómo su pie tropezaba con un saliente oxidado que, oculto entre los densos jirones de niebla, le había pasado desapercibido hasta entonces. Entorpecido por el peso del equipo e incapaz de recuperar el perdido equilibrio, Félix no pudo mantener el equilibrio cayendo de bruces sobre el irregular pavimento al tiempo que un lacerante dolor le desgarraba la pierna.
Me he roto el traje. Pensó con horror al tiempo que se palpaba torpemente la extremidad lesionada. Su posición le impedía constatar directamente la magnitud del accidente, pero la mano tinta en sangre que retiró de su pierna herida le permitió comprobar la gravedad de la situación. Era evidente que se encontraba totalmente incapacitado para caminar por sus propios medios, pero el peligro más inminente venía determinado por la posibilidad real de intoxicación ahora que el traje no le protegía ya de los venenosos vapores procedentes del cercano río los cuales -y esto era todavía más peligroso- habían entrado en contacto directo con la sangrante herida.
La solución consistía en lanzar por radio una llamada de socorro, pero para ello debía pulsar uno de los botones situados en su costado derecho, sobre el cual estaba apoyado en el suelo. Tenía, pues, que girar el cuerpo para dejar libre ese lado, pero esta tarea se mostró muy difícil dado que la pierna comenzó a dolerle terriblemente en el mismo momento en el que intentó hacerlo. Además, los primeros vapores del ponzoñoso aire exterior comenzaban a hacerle sentir su efecto en forma de una dificultad respiratoria que se acrecentaba por momentos debilitándolo cada vez más. Instantes después, perdía definitivamente el conocimiento sin haber podido alcanzar el botón salvador.
II
-La situación es bastante grave, señores.
-No encuentro el motivo. -respondió el hombre gordo rebulléndose en su estrecho asiento- El estado físico de Félix MBane no reviste la menor gravedad, y ha renunciado además por escrito a cualquier tipo de reclamación asumiendo toda la responsabilidad en el accidente.
-Al fin y al cabo, él violó las normas de seguridad. -exclamó el tercer ocupante del despacho, un individuo pequeño y delgado que no hacía sino mirar nerviosamente a uno y otro lado- Nosotros hemos cumplido escrupulosamente con todas nuestras obligaciones, y la inspección técnica lo ha demostrado así.
-La nuestra, pero no la oficial. -objetó el primero.
-Es lo mismo. -insistió el gordo enjugándose el sudor que le empapaba la frente a pesar de que la temperatura ambiental no rebasaba los veinte grados- Lógicamente, tendrán que llegar a los mismos resultados que nosotros; no hay otra posibilidad.
-Tienen ustedes razón en lo que respecta a la vertiente técnica del problema, pero olvidan la parte política del mismo; y saben, como yo, que hay un sector de la opinión pública que se opone de plano a nuestras actividades y que lleva mucho tiempo presionando para que la empresa sea cerrada. Y nos pese o no, mucho me temo que al fin han encontrado una magnífica excusa.
-No dejará de ser una excusa, al fin y al cabo. -gruñó el delgado al tiempo que medía la habitación con grandes zancadas- Tenemos la ley a nuestro favor, y esto es lo único que importa.
-Yo no sería tan optimista; la excusa ha sido efectiva, queramos o no reconocerlo, y de hecho ya nos está causando problemas. Y por favor, señor Almonte, deje de dar vueltas a la habitación; me está poniendo nervioso.
-¿Y cómo cree que estamos nosotros? -saltó el gordo- Lo que tenemos que hacer es volver a repasar los hechos con tranquilidad huyendo de histerismos inútiles. Estamos a salvo de toda responsabilidad civil, evidentemente, y la inspección oficial no encontrará nada punible, de eso podemos estar bien seguros. Como usted bien apuntaba hace un momento, nuestro único peligro puede venir del lado de la vertiente política del problema.
-Usted lo ha dicho, Strauss. Los anticonservacionistas han adquirido mucho poder últimamente, y no sería nada descabellado suponer que puedan llegar a forzar, incluso, un cambio en la legislación. Y ante esta circunstancia, señores, no nos quedaría la menor defensa.
-Es una hipótesis cierta, pero bastante aventurada. -objetó Almonte, inmóvil ya pero todavía de pie- Nosotros tenemos también nuestros valedores.
-¡Y una magnífica baza a nuestro favor -añadió el obeso Strauss- Nuestras cifras de visitantes no han hecho sino crecer ininterrumpidamente desde hace varios años. Tenga también esto en cuenta, señor Montelli.
-Amigos míos, si la cuestión política se envenena como me temo, y todos los indicios parecen probarlo así, tengan por seguro que nuestra posición puede llegar a ser muy precaria; -respondió el aludido- y entonces, de nada nos valdrán nuestras bazas. Amén de que, insisto en recordarlo, los inconvenientes han comenzado ya.
-¿Se refiere a la clausura cautelar de las instalaciones? Ésta tendrá que ser levantada una vez que el informe oficial sea hecho público.
-No sea ingenuo. -sonrió desmayadamente Montelli- Una política de pasillos llevada con habilidad puede conseguir un retraso muy considerable en la tramitación del expediente; y tengo motivos sobrados para sospechar que esta va a ser la táctica que van a seguir nuestros enemigos. Esto sin olvidar que la mera suspensión temporal ya nos está creando graves problemas. ¿No es así, Almonte?
-Bien, quizá sea todavía temprano para sacar conclusiones definitivas, pero lo cierto es que hemos empezado a tener algunos trastornos.
-¿Económicos? Creía que la solvencia de la compañía era a prueba de casi todo.
-No, Strauss, no es el aspecto económico el que me preocupa; como muy bien ha dicho usted, la compañía es lo bastante sólida como para poder soportar una paralización incluso durante algunos años. Pero, ¿qué me dice del prestigio? Lo ocurrido puede suponer un duro golpe para nuestras campañas publicitarias. La gente no prestará atención al accidente, pero sí a la suspensión, y esto nos puede hacer mucho daño. Además, -prosiguió- tenemos que contar con el deterioro de las instalaciones al no estar en funcionamiento. Miller me ha comunicado esta misma mañana que se ha visto obligado a sacrificar la mayor parte de las ratas y las gaviotas, y Rostrov ha tenido serios problemas a la hora de cerrar el circuito del río y apagar los generadores de contaminación y las lámparas de infrarrojo y ultravioleta. Como sabe, estos sistemas están diseñados para trabajar en continuo y no es nada fácil interrumpir el ciclo. En el mejor de los casos, calculo que tardaremos entres tres meses y medio año en volver a estar en condiciones de funcionamiento una vez que se nos autorice para ello.
-¡Y todo por culpa de ese imbécil! -gruñó Strauss.
-No le culpe a él. -apaciguó Montelli- Esto era algo que tarde o temprano tenía que ocurrir. El principal atractivo de nuestra oferta radica precisamente en el realismo de la misma y en el riesgo que comporta, y aunque todo el mundo sepa que éste es en su mayor parte ficticio o, cuanto menos, perfectamente soslayable en una situación de emergencia, no por ello disminuye la morbosidad del público. Era, pues, inevitable que alguien incumpliera las normas de seguridad y acabara sufriendo un percance; se trata de una pura cuestión de estadística, o de probabilidad si así lo prefieren. Es por ello por lo que MBane, asesorado probablemente por su abogado, ha optado por renunciar a cualquier tipo de reclamación en contra nuestra.
-Flaco consuelo. -se lamentó Almonte- No por ello se ha conseguido paralizar la clausura temporal de las instalaciones.
-Señores, mucho me temo que nada vamos a conseguir lamentándonos una y otra vez como estamos haciendo. Hay que actuar, hay que planear una estrategia útil y viable que sirva no tanto para conseguir el levantamiento de la clausura, sino antes bien para impedir una hipotética prohibición definitiva, que es precisamente lo que yo más temo. Es por ello por lo que, personalmente, propongo olvidarnos del factor turístico intentando por el contrario jugar la baza del interés científico. ¿Se han dado ustedes cuenta de que nuestra cúpula es un auténtico parque natural en el sentido que en el pasado se daba a esta palabra, y de que es el único que como tal queda en todo el mundo?
-No creo que esto sirva de mucho. -gruñó Strauss- Todo el mundo sabe que se trata de un negocio lucrativo y no de un centro de investigación.
-Pero sí tenemos convenios firmados con varias universidades e institutos científicos, amén de las visitas escolares que recibimos continuamente, y esto es también de dominio público.
-Continúo sin verlo claro. -terció Almonte sin mucho convencimiento- Pero lo cierto es que no nos queda otra solución fuera de la que usted apunta. Al fin y al cabo, Madrid es la única muestra que se conserva intacta en todo el planeta de entre todas las ciudades de la antigua época, por muy artificial que resulte su mantenimiento. Y esto sí que tienen que comprenderlo los políticos.
-Esperémoslo. -musitó su interlocutor al tiempo que su mirada vagaba ensoñadora a través del diáfano ventanal de la sala- Esperémoslo.
Afuera, los dorados rayos del sol cabrilleaban juguetones por la verde extensión, suavemente ondulada, que a cada poco se veía salpicada por los dispersos y pequeños edificios que constituían la nueva ciudad de Madrid sin que ninguno de ellos osara ni por asomo violentar la armonía de su entorno; tan sólo la enorme y oscura cúpula que se alzaba varios centenares de metros hacia el límpido y terso cielo servía para recordar a los felices habitantes del planeta la existencia de un pasado que no había sido tan halagüeño como el presente actual. Era todo un símbolo, pensó Montelli con amargura; pero, en ocasiones, los símbolos pueden resultar también molestos.
Publicado el 1-1-2003 en Alfa Erídani