Somnium
Como todas las mañanas entré en la estación, atravesé apresuradamente el paso subterráneo y me zambullí en el tren que en ese momento estaba parado en el andén.
Como todas las mañanas me atrincheré en el asiento más solitario que encontré y sacando el libro del bolso -por variar era el único en el vagón que no estaba obnubilado con los móviles- me dispuse a leer aun a sabiendas de que no aguantaría demasiado.
Y efectivamente, así ocurrió. Apenas pasada la estación de Torrejón el sueño pudo conmigo y, como casi todas las mañanas, guardé el libro del que apenas me había dado tiempo a leer unas páginas disponiéndome a echar una cabezada hasta llegar a mi destino.
Debió de ser algo más que una cabezada, puesto que perdí la conciencia de donde me encontraba hasta que una sacudida del vagón me despertó. Adormilado todavía abrí los ojos revisando con gesto desvaído mi espacio personal; todo parecía en orden y, al ir el tren medio vacío, nadie se había sentado al lado o enfrente.
Pero al mismo tiempo tuve la sensación de que algo no acababa de encajar. Me bastó dirigir la mirada a la ventanilla para comprobarlo: el tren atravesaba un largo túnel.
Esto fue algo que me alarmó. ¿Tanto tiempo me había pasado durmiendo que no me había dado cuenta de que había rebasado Atocha? Yo iba dos paradas más allá, hasta Nuevos Ministerios, por lo que el riesgo de pasarme de largo era remoto, pero era la primera vez que me ocurría algo parecido; nada menos que ocho estaciones mientras reposaba placenteramente en brazos de Morfeo.
Mi sorpresa fue aún mayor cuando, tras mirar maquinalmente el reloj, comprobé que sólo habían pasado escasamente veinte minutos desde que el tren saliera de Alcalá, por lo que ahora tendría que estar llegando a San Fernando o Coslada; como mucho, a Vicálvaro. Pero entre Alcalá y Atocha no existe ningún túnel, y sólo allí empieza el que enlaza con Chamartín.
Cada vez más perplejo, descubrí una incoherencia más. El vagón no mostraba nada de particular, e incluso al otro lado del pasillo el patán de costumbre tenía los pies puestos en el asiento de enfrente. Pero los rótulos informativos...
El luminoso de encima de la puerta mostraba sus habituales mensajes deslizantes, pero éstos resultaban completamente ininteligibles. Últimamente no eran raros estos fallos en un servicio público cada vez peor atendido, pero lo que aprecié nada tenía que ver con los habituales textos medio borrados; al contrario, las letras o lo que fuesen aparecían nítidas... sin parecerse en nada a la familiar grafía del alfabeto latino.
Por chocante que resultara no fue esto lo que me alarmó, sino comprobar que con los anuncios pegados en las paredes interiores ocurría lo mismo. Lo más sorprendente era que tanto el diseño como las ilustraciones eran los de habituales, de hecho frente a mí tenía uno sobradamente conocido del familiar Tren de Cervantes; pero los textos aparecían escritos con los mismos extraños caracteres que el luminoso. Mis conocimientos de otros alfabetos no pasan de identificar las letras griegas o distinguir algo escrito con caracteres cirílicos, árabes o chinos, pero lo que tenía ante mí no se parecía lo más mínimo a ninguno de ellos ni a nada con lo que estuviera mínimamente familiarizado. Cierto es que existen muchos alfabetos que no conozco, pero fuera cual fuera su origen era evidente que nada pintaban allí.
Fue entonces cuando el tren abandonó el túnel provocándome un nuevo sobresalto. ¿Estábamos llegando ya a Chamartín? En la extraña situación anímica en la que me encontraba no me habría sorprendido nada.
Pero no era la playa de vías de la estación de Chamartín lo que se atisbaba por la ventanilla, sino un paisaje periurbano que, con edificaciones aisladas y amplios terrenos libres, en nada se parecía al abigarrado barrio madrileño en el que se enclavaba esta estación.
¿Qué estaba pasando? En cualquier caso, lo que quedaba claro era que el tren no discurría por su camino habitual y, con toda probabilidad, no se dirigía a la estación de Nuevos Ministerios. Evidentemente no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo, pero lo que me preocupaba en ese momento era salir de allí lo antes posible y volver a algún lugar conocido... porque desde luego éste no lo era.
Me levanté impulsivamente dirigiéndome a la puerta más cercana, aunque poco podía hacer mientras el tren no se detuviera. Por fortuna, puesto que cada vez me estaba poniendo más nervioso, éste comenzó a frenar parándose poco después en una estación cuyo aspecto me resultaba completamente desconocido. Y por supuesto, fui incapaz de leer su nombre en el rótulo.
No importaba. Sin vacilar pulsé el botón de apertura y salté al andén cual alma que lleva el diablo, sintiendo como varios pares de ojos me miraban con gestos que oscilaban entre el asombro y la irritación. Sin prestarles atención me zambullí en el vestíbulo, lo crucé de dos zancadas -era una estación pequeña-, pasé la tarjeta del abono de transportes por el lector... y las puertas no se abrieron, por lo que en mi precipitación casi choqué con ellas.
Tras repetir el intento con idéntico resultado, esperé impacientemente a que los escasos viajeros que se habían apeado conmigo dejaran libres los torniquetes vecinos. Probé entonces uno tras otro en todos ellos, sin conseguir que ninguno me franqueara el paso.
Desorientado giré la vista alrededor buscando algún punto familiar en el que apoyarme. La estación no tenía nada de particular, era como todas las secundarias de la red de cercanías salvo en que aquí los rótulos estaban escritos por variar en esa indescifrable jerga... y en algo más de lo que hasta entonces no me había apercibido: los planos que representaban al conjunto de la red tampoco se parecían lo más mínimo a los habituales no por el diseño gráfico, que era similar al de éstos, sino por el trazado de las líneas.
Lo único que recuerdo es que me tambaleé y de pronto surgió ante mí un vigilante al que no había visto acercarse, el cual me sujetó por el brazo para evitar que me cayera al tiempo que se dirigía a mí si que entendiera una sola palabra. Aunque su intención de ayudarme era clara y su ademán amistoso, en mi turbación temí que viniera a increparme por intentar salir sin billete, por lo cual le tendí torpemente la tarjeta del abono para demostrarle que no era así.
Tras recuperarse de su sorpresa, y asegurándose de que era capaz de sostenerme por mí mismo, la cogió examinándola por ambos lados para, con un gesto de extrañeza, devolvérmela mascullando unas frases tan ininteligibles como las anteriores, al tiempo que me arrastraba con suavidad hasta una puerta que abrió con su llavero.
Ésta daba paso a un pequeño cuarto que sin duda oficiaba de sala de reposo para los empleados. Constaba de una mesa, un par de sillas, unas taquillas y un pequeño sillón que podría servir de cama improvisada en caso de necesidad. Me sentó en este último y tras tranquilizarme -al menos así lo interpreté-, abandonó el cuarto. Volvió al poco tiempo -yo no me había movido- con un compañero y un vaso humeante en la mano que me ofreció con ademán amistoso. No era café ni tampoco parecía ser té, sino una infusión que no logré identificar de sabor anisado y toques complejos de otras plantas aromáticas; y sin duda debía contener también tila o algo similar, puesto que tras beberla me tranquilizó bastante.
A diferencia del primer vigilante, de rasgos claramente españoles por más que su lenguaje no lo fuera, el recién llegado parecía proceder de algún país del este de Europa. Éste se dirigió a mí en un idioma diferente del anterior, pero asimismo imposible de entender. Cambió entonces a otros dos o tres, con idénticos resultados. Intentado poner algo de mi parte chapurreé unas toscas frases en francés e inglés -ya lo había intentado previamente en español- pero el resultado fue el mismo que si hubiera hablado en tibetano. La barrera lingüística era al parecer insalvable en ambos sentidos.
Cambiaron entonces de táctica. Tras intercambiar una breve conversación, el primero se quedó conmigo mientras el segundo se marchaba en busca, según deduje posteriormente, de ayuda sanitaria. Al parecer, y con toda lógica, pensaron que yo debía padecer un trastorno que me habría provocado amnesia, y éste podría ser grave. Mientras esperábamos, mi custodio abrió una de las taquillas y sacó de ella un bocadillo que me ofreció amistosamente, oferta que rechacé -lo último que tenía en aquel momento eran ganas de comer- con la mejor sonrisa que fui capaz de esbozar. Además ése sería probablemente su único sustento para una larga jornada de trabajo, por lo que tampoco era justo que se privara de él.
Al cabo de aproximadamente un cuarto de hora llegó su compañero acompañado por unos sanitarios. Éstos tenían un aspecto totalmente normal, y de no ser por el idioma habrían pasado desapercibidos para mí, Pero no fue así, puesto que la comunicación oral seguía siendo imposible. No obstante eran profesionales, y tras dialogar con los vigilantes me invitaron a acompañarlos.
Acepté con docilidad, ¿qué iba a hacer? Salimos de la estación y allí, en una pequeña plaza, había aparcada una ambulancia. Me introdujeron en su interior y, tras tumbarme en una camilla articulada, me ofrecieron una píldora que, según interpreté por sus gestos, era un tranquilizante... que falta me hacía. La tomé con un poco de agua, echando de menos la infusión que me habían dado antes. Pero no estaba la cosa para exigir nada, y tampoco habría sabido como hacerlo. La ambulancia era en realidad una UVI móvil, por lo que sin más preámbulos procedieron a realizarme las pruebas habituales en el protocolo de primeros auxilios, incluyendo un electrocardiograma.
Según me indicaron, por señas evidentemente, los resultados fueron normales; pero dada mi desorientación decidieron llevarme consigo. Acompañado por uno de ellos mientras los otros dos se subían a la cabina, noté como la ambulancia arrancaba con la parafernalia de lunes y sonidos de rigor. El viaje no fue largo, y cuando llegó a su destino y me sacaron por la puerta trasera descubrí que me hallaba en un aparcamiento subterráneo, con toda probabilidad en el sótano de un hospital o un centro de salud.
Bajé por mi propio pie, aunque escoltado por un celoso enfermero que vino a nuestro encuentro. Entramos en un ascensor y, tras subir un par de plantas -las cifras de los botones también me resultaron ilegibles-, desembocamos en un dédalo de pasillos que recorrimos hasta llegar a una sala de consulta que, según supuse dadas las circunstancias, debía corresponder a la sección de psiquiatría. Evidentemente yo no estaba loco, pero ¿a dónde me iban a llevar si no? Por fortuna la píldora había hecho efecto, por lo que me encontraba bastante más tranquilo.
Allí me recibió un médico que, tras soltarme una parrafada tranquilizadora de la que no entendí absolutamente nada, me invitó a sentarme frente a él guardando silencio mientras leía el informe de los sanitarios que me habían atendido. Acto seguido, explicándome por señas, o al menos así lo entendí, que todo estaba correcto desde un punto de vista clínico, extendió la mano en un gesto que interpreté como una petición para que le enseñara mi documentación. Obedecí, entregándole atropelladamente el carnet de identidad, el abono de transportes y, tras dudarlo unos instantes, el carnet de conducir.
Él los revisó cuidadosamente y, a juzgar por su fruncimiento de ceño, con una evidente sorpresa. Tras depositarlos sobre la mesa tomó su cartera, sacó sus propios documentos, los emparejó cuidadosamente con los míos y me los enseñó.
Los tres eran idénticos en todos los detalles excepto, una vez más, en los indescifrables textos. Pensativo, mi interlocutor recogió los suyos y me devolvió los míos, tras lo cual se levantó e, invitándome a seguirle, me condujo a una puerta lateral que abrió introduciéndome en el despacho contiguo. Tras acomodarnos en torno a una mesa redonda, hurgó en un bolso parecido al mío sacando de él un folleto que me ofreció sonriente.
Éste reproducía un plano de la red de cercanías. Lo desdobló con cuidado y, antes de entregármelo, marcó en él el punto correspondiente a la estación en la que me había bajado. Huelga decir que esto no me decía nada en absoluto, puesto que el plano era esquemático y las diferentes líneas dibujadas en él no se correspondían en absoluto con las que me resultaban familiares, amén de que tampoco entendía los nombres de las estaciones. Presa de una repentina idea abrí el bolso y saqué de él el plano de cercanías que solía llevar conmigo, pese a que normalmente no lo necesitaba. Lo desplegué y, tras comprobar que éste era el bueno, se lo mostré triunfante para demostrar que, pese a todas las evidencias, seguía estando cuerdo.
El médico lo cogió con interés y se puso a compararlo con el suyo, llegando aparentemente a la misma conclusión que yo de que la situación en la que nos encontrábamos no tenía el menor sentido; pero profesional como era, a diferencia mía supo camuflar sus emociones o al menos lo intentó.
Tras plegar los dos planos y devolverme el mío, me hizo pasar a otra mesa en la que había un ordenador y, acercando otra silla, nos acomodamos los dos frente a la pantalla. Lo encendió y pude comprobar, aunque mi capacidad de sorpresa había alcanzado de sobra la saturación, que la pantalla del buscador era similar en todo a la de Google excepto, una vez más, en las seis letras, sustituidas por otros cinco caracteres también de colores pero que nada significaban para mí.
Pronto adiviné lo que pretendía. Cargó Google Maps, seleccionó la opción de vista de satélite y, tras ajustar la escala y centrar la sección deseada, me invitó a echar un vistazo. Salvo en el tema de las etiquetas, ininteligibles por completo, esta versión de Google Maps era idéntica a la que yo estaba acostumbrado a manejar. Así pues, no me costó trabajo, jugando a mi vez con la escala y los cursores de desplazamiento, identificar unos accidentes geográficos conocidos: los ríos Henares y Jarama, el Manzanares más al oeste y al sur el Tajo, junto con el inconfundible perfil de la sierra al norte.
Pero ahí acababan las coincidencias, porque si bien la geografía física no presentaba diferencias significativas con lo que yo conocía, no ocurría lo mismo con los elementos fruto de la actividad humana: ciudades, carreteras, ferrocarriles y similares. Ampliando la escala busqué como referencia el característico perfil de los meandros que el Henares, festoneado por los cerros de su margen izquierda, describe a su paso por Alcalá, encontrándolos sin problemas. Pero para sorpresa mía, si bien encontré un núcleo urbano aproximadamente en el mismo lugar que ésta, su contorno aparentaba ser diferente por completo.
Ante la mirada atenta de mi anfitrión reduje la escala buscando otras poblaciones cercanas: Madrid no aparecía, aunque en su amplio perímetro se alzaban dispersos algunos pequeños núcleos de población. Tampoco pude ver a Torrejón, Coslada o San Fernando, ni se apreciaba el denso cinturón formado por los grandes núcleos del sur de Madrid. En contrapartida, descubrí algunos cascos urbanos de considerable tamaño en lugares en los que no debería haber nada. Más allá, al otro lado de la sierra, creí reconocer Segovia, mientras al sur, a orillas del Tajo, Toledo aparentaba ser mucho mayor de lo que yo recordaba.
Sonriendo, el médico cogió el ratón señalando con él una de estas últimas ciudades fantasma, indicándome que era allí donde nos encontrábamos. Mirando con atención comprobé que correspondía a algún lugar situado aproximadamente entre Arganda y Chinchón, sin poder precisar su ubicación exacta ni su posible correspondencia con algún pueblo conocido, lo que no impedía que fuera bastante grande.
Recuperé el ratón volviendo a Alcalá o a lo que estuviera ocupando su lugar, indicándole por señas que yo procedía de allí; hubiera resultado inútil marcar los Nuevos Ministerios, puesto que esa zona aparecía completamente despejada de edificaciones salvo lo que parecían ser pequeños pueblos.
Él me entendió perfectamente y, abriendo una nueva ventana, cargó en ella lo que resultó ser un plano de esa Alcalá que no era en modo alguno Alcalá, como pude comprobar tras echarle un rápido vistazo. Sí, la ciudad parecía grande y aparentaba ocupar una superficie similar a la de ésta, pero ahí acababan todas las similitudes. Para empezar su centro urbano -el casco antiguo se diferenciaba claramente de los barrios periféricos más modernos- estaba desplazado unos dos kilómetros al suroeste, y la que según todos los indicios era la plaza principal se alzaba aproximadamente sobre el yacimiento romano de Complutum. A partir de allí las calles se extendían en todas direcciones excepto por la parte del río y los inmediatos cerros, llegando por un lado hasta la desembocadura del Torote, por el otro hasta el inexistente casco antiguo que yo conocía y por el norte hasta aproximadamente la carretera de Daganzo.
Asimismo su trama urbana era distinta por completo; se trataba, en definitiva, de una ciudad diferente de Alcalá que, por la razón que fuera, ocupaba su mismo solar o, por hablar con más propiedad, el solar de la desaparecida ciudad romana, sin que tuviera modo alguno de saber a qué se debían estas discrepancias.
Picado por la curiosidad presté atención a las vías de comunicación. Había una autovía que discurría en dirección norte-sur, y jugando con los cursores descubrí que cruzaba la sierra por el puerto de Somosierra dirigiéndose a Segovia -o como quiera que se llamase- mientras por el otro extremo conducía a Toledo. Una circunvalación evitaba su paso por Alcalá, y de ésta arrancaba una segunda autovía que remontaba el valle del Henares en dirección a Guadalajara. Puesto que no existía Madrid, hacia el oeste tan sólo se apreciaban varias carreteras secundarias.
Con el ferrocarril sucedía algo similar, con una línea norte-sur paralela a la autovía aunque ésta si cruzaba Alcalá aparentemente por un túnel, estando ubicada la estación en el centro de la misma. En ella confluían otras vías procedentes del valle del Henares, posiblemente -no me molesté en comprobarlo- en dirección a Zaragoza.
¿Qué estaba ocurriendo? Yo siempre me había jactado de tener una mente lógica y sólo admitía las explicaciones racionales, pero esto era algo que desbordaba mi capacidad de entendimiento... y a juzgar por su excitación a mi interlocutor le debía estar ocurriendo lo mismo. Era frustrante que no pudiéramos comunicarnos, porque quizá podríamos haber despejado muchas dudas de haber podido hacerlo.
Pero era lo que había. Además yo empezaba a acusar no el cansancio, al fin y al cabo apenas habían transcurrido unas horas, sino el desgaste producido por la tensión. Él lo debió de adivinar, puesto que me apartó del ordenador conduciéndome de nuevo a la consulta. Allí, recurriendo a la mímica y a unos pictogramas que dibujó con bastante habilidad, consiguió comunicarme la necesidad de que descansara, para lo cual me habilitarían una habitación. Más adelante buscarían la manera de salvar la barrera del idioma.
Accedí a todo, primero porque mi cuerpo lo reclamaba y segundo porque no tenía donde ir; como había podido comprobar en el ordenador mi casa, situada en un barrio del norte de Alcalá, no existía allí, y mi trabajo tampoco. No tenía la menor idea de qué podía estar pasando, pero en esos momentos no estaba en disposición de afrontarlo. Mañana sería otro día.
Minutos después una enfermera me conducía a una típica habitación de hospital. Despidiéndose con una sonrisa, se marchó dejándome con mis pensamientos. ¿Qué sería de mí a partir de ahora? Por muy bien que me trataran los médicos, era evidente que no podría estar allí mucho tiempo, y también cabía suponer que tarde o temprano, ante la imposibilidad de identificarme y de comunicarse conmigo, acabarían poniéndome en manos de la policía, corriendo el riesgo de ser considerado un inmigrante clandestino o quizá incluso algo peor. La perspectiva, pues, distaba de ser halagüeña.
Pero en ese momento mi prioridad era otra, Tan sólo era media mañana, pero me sentía tan derrengado que me tumbé vestido sobre la cama quitándome tan sólo los zapatos. No tardé mucho en quedarme dormido.
-Disculpe, señor...
Más que la voz, lo que me despertó fueron los suaves toques en el hombro. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que me hablaban en español, y todavía más en reaccionar abriendo los ojos.
-¿Qué pasa? -pregunté sobresaltado.
-Nada importante, señor; sólo que usted se quedó dormido y el tren ha llegado al final del trayecto. Tendría que apearse.
Al fin conseguí enfocar la mirada, descubriendo que quien me hablaba era un vigilante. Estaba en el vagón, en el mismo asiento en el que recordaba haberme sentado al montar en él. Y, tal como me indicaba el vigilante, éste estaba vacío y el tren detenido.
-Mascullando una disculpa me levanté, cogí el bolso y me apresuré a bajar al andén. Me encontraba en la estación de Chamartín, lo que quería decir que había viajado profundamente dormido durante la mayor parte del trayecto... y me había pasado de estación.
Abochornado, busqué en el panel indicador el próximo tren con destino Atocha; me servía cualquier línea con independencia de cual de los dos túneles, puesto que por ambos caminos pararía en Nuevos Ministerios. El primero en hacerlo tenía anunciada la salida en tan sólo un par de minutos. Crucé apresuradamente por el paso subterráneo los dos andenes que me separaban de mi destino llegando con tiempo suficiente para montar en él y sentarme tranquilamente, que falta me hacía, para desandar el corto recorrido hasta Nuevos Ministerios. Por fortuna, comprobé mirando el reloj, el retraso no sería excesivo.
Una vez tranquilizado, recapitulé con asombro que no sólo me había quedado profundamente dormido entre Torrejón y Chamartín, sino que además había tenido ese extraño sueño que, sorprendentemente, recordaba con total nitidez. Se daba la circunstancia, sonreí para mis adentros, de que el libro que estaba leyendo era precisamente una novela de ciencia ficción que abordaba el tema de los universos paralelos, razón que explicaba la naturaleza del sueño. Era una lástima que no supiera escribir, porque de ser así podría haber pergeñado un interesante relato.
El tren arrancó enfilando el túnel -en esta ocasión correctamente ubicado- y yo, pese a que tan sólo serían unos minutos de viaje, abrí el bolso para sacar el libro; me tenía intrigado la posible correlación entre el argumento de la novela y mi propio sueño.
Antes de llegar a cogerlo mi mano tropezó con un papel que saqué sorprendido, esbozando una sonrisa al ver de qué se trataba; era el plano de las líneas de cercanías, aunque me extrañó que estuviera encima del libro dado que lo solía guardar en un bolsillo lateral.
La sonrisa se me heló cuando, al ver que estaba mal doblado, lo desdoblé para colocarlo bien, descubriendo con espanto que en él estaba representada no la red real, sino la que había soñado. Aparentemente, y contra toda lógica, cuando el médico me lo devolvió tras cotejarlo con el suyo debió de confundirlos, dándome el que no era.
¿Pero cómo pudo ocurrir esto si se trataba tan sólo de un sueño? Y aún más, si aparentemente yo me traje el suyo de allí, ¿conservaría ese médico imaginario el mío?
Sintiendo un escalofrío recorrerme todo el cuerpo, me apresuré a enterrar el plano en el rincón más recóndito del bolso. Por fortuna, en ese momento el tren entraba al fin en la estación de Nuevos Ministerios.
Publicado el 3-10-2022