U de universo, I de infinito



La noche del veintitrés de octubre del pasado año será recordada durante mucho tiempo como la noche de la Gran Tormenta, el meteoro más impresionante ocurrido en la zona durante los últimos cuarenta años. Esta referencia previa podrá dar cabal idea del estado de ánimo que me embargaba al dirigirme, desafiando la desatada furia de los elementos, a la residencia y al mismo tiempo laboratorio de Arturo Collado.

Mucha gente habrá oído hablar de él, pero muy pocos alcanzaron a conocerlo aun de forma somera... Y todos sin la menor excepción se alejaron rápidamente de él como si de la mismísima peste se tratara. Bien, en realidad hubo una única excepción: yo. Puedo vanagloriarme, sin riesgo de incurrir en error, de ser la única persona que logró mantener relaciones amistosas con tan huraño personaje, y créanme si les digo que esto fue un verdadero hito.

Todo el mundo tiene en mente el manoseado tópico del sabio distraído hasta la saciedad que vive en su propio mundo ajeno por completo a la realidad en la que se ve inmerso; pues bien, si hay un arquetipo que defina fielmente a Arturo Collado, es precisamente éste. Pero ésta hubiera sido una definición bastante burda, por superficial y aproximada, de mi singular amigo. Es verdad que respondía, y muy bien por cierto, a estas premisas, pero existía además un factor de peso: todas ellas se le quedaban cortas, ya que Arturo en su singular personalidad alcanzaba los límites más inauditos y sus extravagancias dejaban en mantillas a los personajes más insólitos de toda la historia humana.

Porque además estaba su rotundo y visceral desprecio a la totalidad del género humano y a cuanto aquello comportaba; como consecuencia lógica, su voluntario aislamiento habría hecho palidecer de envidia a cualquier eremita de los tiempos heroicos del cristianismo. Por supuesto vivía solo, en un enorme y tétrico caserón colgado cual nido de águilas en el borde de un siniestro acantilado. Ignoro las ocultas razones que le movieron a fijar su residencia en tan insólito lugar digno refugio de cualquier habitante del averno, aunque según él el supersticioso temor que instintivamente inspiraba su sórdida residencia resultaba ser la protección más eficaz contra las intromisiones molestas... Y no le faltaba razón en el fondo.

Resulta curioso constatar cómo fueron precisamente sus manías las razones que me hicieron confiarle mi amistad; porque a pesar de todas sus extravagancias, yo le apreciaba. No niego que mi relativa misantropía favoreciera un tanto el contacto entre nosotros, pero esto por sí solo no lo justificaría en modo alguno ya que, a pesar de mis particulares manías, me tengo por una persona relativamente normal; no, la verdadera razón hay que buscarla en un plano mucho más sutil. Si hay una cosa que detesto por encima de todo es la vulgaridad, y por lo tanto resulta lógico que premie con mi simpatía a todo aquél que, de una u otra manera, lucha por sobresalir de la anodina masa gris que es la humanidad; y éste era precisamente el caso de Collado, al cual conocí gracias a una casualidad trabando rápidamente amistad con él.

No se puede decir que nuestra amistad fuera precisamente convencional. Collado era un científico autodidacta en el más amplio sentido de la palabra y además nada ortodoxo, por cierto. Sus colegas le rechazaban considerándolo algo así como un charlatán hinchado de vanidad y egolatría y él los despreciaba tachándolos de vulgares, con lo cual ambas partes quedaban razonablemente conformes. Lo cierto es que objetivamente hablando Collado poseía uno de los más brillantes cerebros de todo el país, lo cual le permitía mantener su arrogante actitud ayudado, eso sí, por un considerable patrimonio personal que le permitía dedicarse libremente a sus investigaciones sin estar sometido a la dura esclavitud de un trabajo fijo.

Nunca había conseguido saber, ni aun de forma somera, la naturaleza de los trabajos de mi extravagante amigo, labor en la que había consumido ya buena parte de su vida. Cuando picado por la curiosidad intentaba sonsacarle información sobre su labor de investigación, su respuesta era indefectiblemente la misma: “Ya lo sabrás cuando lo haya conseguido; todavía no ha llegado el momento”. Que se trataba de algún tipo de experimentación física resultaba evidente dada su formación académica, pero lo cierto es que jamás consintió en revelar a nadie, ni siquiera a mí, sus avances científicos.

Pero volvamos al presente. Había agotado ya toda mi provisión de maldiciones e improperios, repartidos equitativamente entre mi chiflado amigo y el furioso vendaval, entonces en su punto álgido, cuando conseguí alcanzar casi milagrosamente su refugio, más tétrico que nunca bajo la restallante luz de los relámpagos. Apenas una hora antes había recibido una imperiosa llamada suya instándome a reunirme con él lo antes posible, y a pesar de mis encendidas protestas por lo inoportuno de la cita su enconada insistencia logró convencerme haciéndome poner inmediatamente en camino. Una razón muy poderosa debía de existir para excitar de tal manera al normalmente flemático Collado, el cual no me hubiera molestado, y menos en una noche como esa, de no tener algún buen motivo para hacerlo.

Desgraciadamente el infernal viajecito resultó ser capaz de apagar cualquier entusiasmo por fuerte que éste fuera. Cuando una vez apeado del coche me refugié precipitadamente en el zaguán, en un rincón del cual estaba aguardándome la escuálida figura de mi amigo, mis instintos homicidas alcanzaron cotas realmente peligrosas. Afortunadamente mi rígido autocontrol contuvo eficazmente mis tendencias criminales dándome por satisfecho con una explosiva demostración de mis conocimientos lingüísticos acerca de todo tipo de palabras malsonantes.

De repente me di cuenta de un hecho insólito y de todo punto inesperado. Increíblemente, puede incluso que por vez primera en su vida, Collado sonreía. Esto era algo cuanto menos desconcertante, y a buen seguro anuncio de muy importantes noticias.

-¿Ya has terminado? -preguntó divertido una vez me hube callado, más por agotamiento que por haber concluido con la demostración de mi enfado-. De manera que durante años me has estado molestando con tu curiosidad, y ahora que por fin he conseguido lo que buscaba te irritas porque me apresuro a comunicártelo.

-¿Y no podías haber esperado hasta mañana? -pregunté quejumbroso-. He estado a punto de romperme la crisma en media docena de ocasiones por culpa de la maldita tormenta.

-Discúlpame -se excusó-; no había caído en ello. Pensé que estarías impaciente por saberlo.

Así era mi amigo; ingenuo como una criatura y despistado hasta extremos insospechables.

-¡Y lo estoy, maldita sea! Pero después de estar tantos años esperando, bien hubiera podido soportar unas cuantas horas más.

-Lo siento -volvió a repetir turbado-. Pero ya que estás aquí, será mejor que pasemos adentro para hablar cómodamente.

-De acuerdo -bufé-; sólo faltaría que cogiera una pulmonía.

Así lo hicimos, atravesando varias estancias abandonadas hasta llegar a un salón míseramente alumbrado por el tembloroso fuego que ardía en una gran chimenea. Al fondo de la estancia un inmenso y desproporcionado ventanal se abría sobre el acantilado. Me dirigí hacia él y durante un rato permanecí absorto contemplando la salvaje belleza de las olas rompiendo contra los riscos dantescamente iluminados por los fulgores de la gran tormenta. Finalmente me volví encarándome con Collado, el cual con media cara iluminada de escorzo por las cambiantes llamas parecía una encarnación del mismísimo averno.

-¿Y bien? -inquirí al ver que éste no rompía el silencio.

Tras haber aguardado pacientemente durante mi fugaz distracción, mi pregunta le pilló de improviso. Visiblemente azorado, tardó varios segundos en responder.

-Como ya te dije, te he llamado para comunicarte los resultados definitivos de mis experimentos -tartamudeó-. ¿Qué piensas de los universos paralelos? -preguntó a bocajarro sin la menor interrupción.

Su inesperada pregunta tuvo la virtud de dejarme momentáneamente perplejo.

-Bien -contesté una vez repuesto de la sorpresa-. ¿Estás hablando de la cuarta dimensión, del tiempo? -tanteé.

-¡Oh, no! No seas ingenuo. La teoría de la relatividad no es más que un artificio matemático penosamente montado con objeto de justificar una serie de desviaciones locales en las leyes físicas de nuestro universo. Lo que yo he estudiado es algo mucho más fundamental, algo que afecta a la esencia misma del cosmos.

-Francamente, no comprendo a dónde quieres llegar.

-Es muy fácil. Te lo explicaré con un ejemplo sencillo. Imagínate un libro. Cada una de sus hojas tiene tres dimensiones: longitud, anchura y espesor. Este último es mucho menor que cualquiera de las otras dos magnitudes, pero resulta evidente que existe; la prueba está en la existencia del lomo del libro, que es precisamente la suma del grosor de todas las páginas.

»Ahora bien, piensa en hojas que sean de hecho planos matemáticos, es decir, de espesor nulo. Nuestro hipotético libro... ¡No tendría grosor! Fuera cual fuera el número de sus hojas, siempre sería un libro bidimensional. Dicho de otro modo, en un volumen nulo (el resultado de multiplicar las otras dos magnitudes finitas por cero) podríamos tener encerrados infinitos universos bidimensionales, es decir, planos. ¡Infinitos universos perfectamente juntos y a la vez perfectamente diferenciados! -enfatizó.

-Mucho me temo que eso ya lo contó Borges en uno de sus relatos -gruñí.

-Era sólo un ejemplo -refunfuñó amoscado mi amigo-. Borges se limitó a escribirlo, yo lo he llevado a la práctica.

-¿El libro de arena? -me burlé.

-¿Podrías dejar de reírte de mí siquiera durante unos minutos? -su tono de voz tuvo la virtud de recordarme que el sentido del humor no era precisamente el fuerte del bueno de Arturo.

-Discúlpame -mascullé avergonzado-. Tan sólo bromeaba.

-Está bien -concedió-; sigamos con el ejemplo. ¿Qué ocurriría si ahora extrapolamos a una dimensión más? Nada, puesto que el razonamiento es perfectamente válido para un número cualquiera de dimensiones. Por lo tanto, ¿cuántos universos tridimensionales, es decir, similares al nuestro, cabrían dentro de un hiperespacio tetradimensional? -preguntó victorioso.

-Evidentemente, infinitos -mascullé.

-Exacto. Infinitos universos paralelos, cada uno con sus soles y sus galaxias. Y con sus respectivos moradores, ignorantes de la pluralidad sin fin en la que se ven envueltos.

La emoción le hacía temblar mientras revelaba sus inquietantes descubrimientos.

-Todo esto está muy bien -respondí-. ¿Pero qué conclusiones prácticas se pueden sacar de ello? Tal como me lo cuentas se trata tan sólo de una teoría física más, y creo recordar que los matemáticos desarrollaron hace ya mucho los universos multidimensionales.

-De modo que te acabo de revelar la esencia misma del universo, y a ti sólo se te ocurre preguntar que para qué sirve eso -me recriminó apesadumbrado-. Hombre de poca fe, ¿de qué te sirve la imaginación? Tienes infinitas posibilidades de respuesta.

-Con eso no respondes a mi pregunta -insistí con tozudez.

-Te responderé, aunque he de advertirte que he conseguido llegar mucho más lejos que los matemáticos a los que has hecho alusión ya que, lejos de limitarme a postular la existencia de estos universos paralelos, he descubierto la manera de husmear en ellos -hizo una pausa teatral y prosiguió-. Y en cuanto a sus aplicaciones... Algo que siempre me ha fascinado es el curso de la historia, el devenir de los acontecimientos. Fíjate en la vida de un personaje cualquiera por insulsa que ésta sea. A lo largo de su existencia, en todos y cada uno de los instantes de su vida, se encuentra indefectiblemente frente a una disyuntiva, una encrucijada que reúne un numero mayor o menor de posibles opciones de entre las cuales deberá optar por una. Se trata en esencia de utilizar la facultad del libre albedrío que unos, los menos, saben aprovechar positivamente mientras la mayoría no. El camino trazado en la historia por cada ser humano no es sino una errática senda que atraviesa con mayor o menor fortuna el laberinto de la vida.

»Pero de ese gran número de posibilidades existentes para cada hecho concreto una y sólo una es utilizada. Ahora bien, ¿qué hubiera pasado de haberse elegido otra? ¿Nunca te has preguntado qué habría ocurrido si Aníbal hubiera conquistado Roma o si Hitler hubiera vencido a los aliados?

-Estás en lo cierto, pero así no llegamos a ninguna parte -me defendí-. Es absurdo tratar de reconstruir la historia en base a hipótesis que nunca llegaron a ser realidad; no acabaríamos nunca. Además la historia está ahí y no puede ser modificada, por lo que tales argumentos son completamente inútiles.

-Te equivocas -me rebatió-. Estoy completamente de acuerdo en que no puede haber tal variación en la historia de nuestro universo -recalcó-, pero esto no implica que no pudiera ser realidad en otro mundo paralelo, un mundo en el que Napoleón derrotó a Wellington en Waterloo, un mundo que no conoció a Atila. Un mundo, en suma, con una historia paralela a la nuestra pero distinta. El panorama es, cuanto menos, fascinante.

-Me parece muy bien toda esta sarta de disquisiciones filosóficas, pero no encuentro en ellas el menor viso de realidad -apunté-. Son meras hipótesis muy ingeniosas pero sin ninguna base científica, o al menos así lo creo yo.

-Te equivocas, y te lo puedo demostrar. Por muchas situaciones distintas que puedas imaginar, por extravagantes e irreales que sean éstas, nunca alcanzarás a concebir más que un número necesariamente finito de ellas por muy elevado que éste sea.

»Ahora bien, en realidad tienes un número infinito, recuérdalo bien, infinito, de universos entre los que elegir... Y necesariamente tendrá que haber al menos uno que cumpla cualquier condición que tú impongas, ya que tienes cubiertas absolutamente todas las posibilidades. ¡Tiene que haberlo! Las matemáticas así lo exigen. Por incongruente que te parezca, podrás encontrar un lugar en el que Supermán, Blancanieves y los siete enanitos o el pato Donald sean una tangible realidad; ¡tienes infinitas posibilidades distintas!

-Un momento, acabo de encontrarte un punto débil -interrumpí-. Vamos a aceptar la existencia real en un universo paralelo del pato Donald, por poner tu mismo ejemplo. Vamos a suponer que yo puedo bucear en todos los universos existentes. Vamos a suponer que quiero hacerlo, que quiero buscar el mundo donde habita nuestro gruñón amigo. Teóricamente podríamos hacerlo, pero la existencia de infinitas posibilidades implica necesariamente la utilización de un tiempo infinito para encontrar a nuestro pato. Y nosotros no somos inmortales, recuérdalo. Así pues, las matemáticas se vuelven en contra tuya.

-Mi querido amigo -sonrió condescendientemente-; ¿me crees tan inepto como para consumir treinta años de mi vida en la obtención de tan parco resultado? Esto no fue desde un principio más que una hipótesis de partida, un mero postulado sobre el que desarrollar toda mi teoría. ¿Qué crees que he hecho durante todo este tiempo, sino buscar la fórmula que me permitiera encontrar, en un tiempo finito y lo suficientemente corto, la solución idónea a mi problema dentro de un conjunto de infinitas posibilidades? El mérito está precisamente en haberlo conseguido. Y lo que es todavía mejor, no sólo soy capaz de seleccionar el universo que desee, sino que también he descubierto el modo de viajar a él.

-¿Y qué vas a hacer ahora? -indagué mientras sentía a mi cuerpo recorrido por una extraña sensación mezcla de ansiedad y de miedo-. ¿Quizá...?

-¿Ponerla a disposición de la humanidad? -explotó-. ¿Inclinar la cabeza ante aquéllos a quienes aborrezco? Parece mentira que me conozcas. Sería lo último que hiciera. Éste es el fruto de mi vida y sólo a mí me pertenece. Morirá conmigo, te lo aseguro.

-En este caso, no veo la utilidad de tu labor.

-Ya ha dado sus frutos, puedes estar seguro. Por fin me he realizado, he conseguido alcanzar todos mis objetivos. Pero no es eso todo lo que puedo conseguir. Entre las infinitas posibilidades que tengo al alcance de mi mano, ¿no habrá al menos una que satisfaga todas mis inquietudes?

-¿Estás hablando de desplazarte a otro universo, de abandonar éste?

-Tú lo has dicho. Ahora puedo realizar mi sueño de encontrar un marco adecuado a mi personalidad, hecho a mi medida. Y podré conseguir la felicidad que me ha sido sistemáticamente negada en éste, mi mundo nativo del que tan alejado estoy.

-No eres justo -objeté-. Tu descubrimiento significaría sin duda la solución definitiva a los graves problemas que tiene planteados la humanidad. No te dejes llevar por el rencor y reconoce que la responsabilidad se te ha escapado de las manos. Tu labor pertenece al patrimonio de la humanidad. No es ético que le niegues aquello que le pueda beneficiar. Además, esto no mermaría en un ápice tus legítimas pretensiones. Podrías perfectamente lograr tus objetivos y al mismo tiempo quedar en paz con tu conciencia. ¡No puedes ser tan inmoral!

-Te equivocas de nuevo. La única manera de beneficiar a la humanidad es precisamente ocultándole este inmenso poder. ¿Pondrías un arma en manos de un niño?

-Pero...

-No hay otra solución, por dura e inhumana que ésta te parezca. He meditado mucho, créelo, y he llegado a esta conclusión. Lejos de beneficiarla, esta llave maestra del universo trastornaría a la humanidad hasta límites insospechados. Es mejor dejarlo todo tal como está hasta que el hombre sea lo suficientemente maduro como para aceptar el legado. Hasta entonces sería un error de incalculables consecuencias ponerla en sus manos.

Al llegar a este punto nos vimos envueltos en una enconada discusión defendiendo cada uno su respectivo punto de vista. Como suele suceder, la partida terminó en tablas. Con la mano en el corazón he de reconocer que la razón apoyaba a mi amigo.

Puesto que nada me quedaba ya por hacer allí, me despedí de él y retorné a casa aprovechando una disminución en el furor del temporal que había azotado durante toda la noche la zona. Lejos estaba yo de sospechar que era la última vez que lo veía. Quince días más tarde una gran explosión destruía por completo el edificio que por tantos años fuera su refugio. Por más que buscaron entre las calcinadas ruinas no apareció el menor vestigio de su cadáver, hecho éste que no impidió el carpetazo con el que la policía concluyó su investigación, no muy minuciosa por cierto.

Un accidente de laboratorio ha acabado con la vida de este viejo chiflado” -pensaron-. Pero yo estaba seguro de que no había muerto y que desde algún remoto universo sonreía.


Publicado el 29-10-2015