La verdadera historia del Fin del Mundo
El Fin del Mundo llegó cuando menos se esperaba. Y por si fuera poco, no ocurrió conforme a ninguno de los escenarios previstos. Así, no cayó del cielo ningún asteroide o cometa; no hubo terremotos ni excepcionales erupciones volcánicas; ni el Sol se convirtió en nova ni dejó de irradiar el suficiente calor para seguir alentando la vida; no hubo ninguna alteración climática radical, no desapareció la capa de ozono y ni tan siquiera el tan cacareado calentamiento global tuvo nada que ver en ello. Tampoco se desató ninguna epidemia mortal, y en contra de lo pregonado por los más agoreros la humanidad no se aniquiló a sí misma mediante una guerra nuclear.
En realidad la causa del Fin del Mundo fue tan sencilla como insospechada. Simplemente, las plantas dejaron de sintetizar clorofila. O, dicho con mayor precisión, la molécula de clorofila cambió de estructura de modo que la nueva variante, bautizada por los bioquímicos como clorofila beta, resultó ser incapaz de realizar la función clorofílica, es decir, la síntesis de la glucosa, piedra angular del metabolismo vegetal, a partir de agua, CO2 y luz solar.
En consecuencia, la nueva clorofila no podía crear las sustancias biológicas que resultaban imprescindibles para la vida. Esto, que no hubiera pasado de ser una curiosidad científica de haberse tratado de un hecho singular, se convirtió en la sentencia de muerte de la totalidad de la vida del planeta, humanidad incluida, cuando se descubrió que la mutación afectaba a la totalidad de las especies vegetales autotróficas que tenían a la función clorofílica como la base de su metabolismo, desde las gigantescas secoyas hasta las microscópicas bacterias fotosintéticas, tanto en la tierra como en los océanos. Cierto era que algunos grupos de bacterias e incluso de invertebrados, como ocurría en los ecosistemas de las fuentes hidrotermales submarinas, eran capaces de medrar mediante procesos metabólicos que tenían su origen en fuentes de energía ajenas a la luz solar, pero a nivel global esto no dejaba de ser anecdótico y, lo más importante de todo, en ningún caso serviría para alimentar a la sentenciada humanidad. En cuanto a los hongos y demás organismos saprofitos, su supervivencia estaba ligada a los mismos parámetros que la de los animales, con independencia de que se alimentaran de materia viva o muerta: sin plantas de las que poder vivir, tarde o temprano se acabarían extinguiendo.
Conforme las plantas, y tras ellas los animales, fueron muriendo una tras otra, comenzó a cundir cada vez más el pánico en el seno de la humanidad. Los primeros en colapsar fueron, como era de esperar, los países pobres del Tercer Mundo, aunque no tardaron mucho en seguirles los del otrora próspero Occidente, conforme los alimentos almacenados fueron disminuyendo hasta desaparecer por completo.
En esta fase final de la historia de la humanidad afloró todo cuanto había de peor en ella, saltando en añicos la delgada capa de milenios de civilización ante en arrollador empuje de los instintos más atávicos y brutales de su estirpe animal. Y aunque se tenía la certeza absoluta de que la extinción sería total y que la supervivencia de los más afortunados tan sólo supondría una breve prórroga ante la hecatombe final, lejos de resignarse fueron legión quienes, a lo largo y ancho del planeta y amparados en la impunidad, cometieron todo tipo de tropelías que en otras circunstancias habrían avergonzado hasta al más abyecto criminal. Otros buscaron refugio en la religión o, en llamativa antítesis, en todo aquello que hasta entonces había estado prohibido, mientras la mayoría de la gente se resignó simplemente a morir.
Ni siquiera aquellos que lograron acaparar víveres pudieron mantenerse con vida mucho más. Unos fueron víctimas de las hordas desmandadas que, sin ningún tipo de trabas sociales ni éticas, vagaban sin rumbo en busca de poder sobrevivir siquiera un día más. Otros sucumbieron ante el abanico de enfermedades mortales, muchas de ellas ya olvidadas, que florecieron, al socaire del inmenso pudridero en que se había convertido el planeta, a modo de lúgubres teloneras del inmediato Apocalipsis. Y el resto, por último, acabaron suicidándose víctimas de la desesperación, o bien terminaron volviéndose completamente locos.
No mucho más tarde, cuando ni tan siquiera los carroñeros pudieron sobrevivir a la imparable putrefacción que se había entronizado como dueña absoluta del orbe, se abatió sobre la Tierra, por vez primera en los últimos cuatro mil millones de años de su existencia, el más ominoso de los posibles silencios.
-Bien, parece que esta vez el tratamiento sí ha dado resultado y hemos conseguido erradicar al fin la infección.
-Por fortuna; la verdad es que empezaba a estar desesperada.
-No es para menos; cuantas veces lo intentamos, tan sólo conseguimos reducirla al mínimo pero no exterminarla, con lo cual tarde o temprano acababa rebrotando. Y no será por falta de agresividad en los tratamientos.
-Dígamelo a mí, que tuve que padecer sus secuelas... para nada. Habría sido más fácil matarme que acabar con esta plaga. Y en ocasiones, no anduvimos demasiado lejos.
-De hecho, fue la propia plaga la que estuvo a punto de matarla, jamás había visto un caso tan virulento. Por fortuna el tratamiento fue en esta ocasión mucho menos dañino y, lo más importante, efectivo. Según los últimos análisis, está usted completamente curada. Tan sólo tendrá que esperar a que se depuren los detritus generados por los parásitos y los restos de los propios parásitos muertos; pero será leve comparado con todo lo que usted ha venido padeciendo. Reciba mi más cordial enhorabuena.
Publicado el 10-6-2015