De los nombres de Dios
Por última vez, encima de ellos, en la paz de las alturas, las estrellas se apagaban una a una...
Arthur C. Clarke.
-¿Sabes? Lo que más me gusta de escritores como Clarke o Asimov es que, independientemente de los bodrios que escribieron... O al menos firmaron -corregí- durante la decadencia de sus carreras, son los que mejor se aproximaron a mi propio concepto de la ciencia ficción.
-¿Y cuál es ese concepto, si puede saberse? -me preguntó mi amigo Juan con un cierto tono burlón en su voz- Porque desde que la ciencia ficción existe como género literario, mucho me temo que se han debido de postular tantas definiciones distintas como casi aficionados hay...
-Es sencillo. -respondí con suavidad mientras me retrepaba perezosamente en el sillón; la combinación de la música de Rachmaninov con la copa de Cardenal Mendoza, dos de mis pequeñas debilidades, me hacía sentirme relajado- A diferencia de la fantasía, que elabora mundos propios sin ningún tipo de límite, la ciencia ficción es la especulación sobre lo posible.
-Te estás refiriendo a la ciencia ficción hard.
-En absoluto. -respondí molesto, no tanto por la confusión como por el desagradable barbarismo- En realidad a mí me atrae muy poco la ciencia ficción dura -he de confesar que no tengo claro cuál de los dos adjetivos era peor-, a la que quizá sería más correcto denominar como ciencia ficción plúmbea.
-Pues explícate. -replicó mi amigo al tiempo que se echaba al coleto un buen trago de su vaso. Nunca he logrado entender que haya quienes prefieran esos brebajes escoceses, que ni tan siquiera son de malta, a un buen brandy de Jerez; pero como dijo el torero, hay gente pa tó.
-Es sencillo. -insistí de nuevo, sin darme cuenta de la repetición de la expresión utilizada- La ciencia ficción dura no es especulativa en modo alguno, simplemente se limita a extrapolar los conocimientos científicos actuales a un presunto futuro que tiene muy poco de original y sí mucho de encorsetado; en realidad, es poco más que una divulgación científica mejor o peor novelada. Y claro está, incurre en la misma estrechez mental que la de aquellos escritores victorianos que imaginaban un siglo XXI plagado de maravillosos inventos... Movidos todos ellos por el vapor.
-Pero...
-No hay peros que valgan. -le interrumpí, exaltado por el inicio del vibrante Allegro molto de la segunda sinfonía de Rachmaninov, una obra que siempre me ha entusiasmado- Imagínate un escritor hard de hace ciento y pico años; especularía sin duda con la electricidad, los automóviles, los aviones, los submarinos... Podría quizá llegar a imaginar la radio y la televisión, incluso puede que los viajes espaciales; pero ni por asomo osaría hablar siquiera de los ordenadores, de los trasplantes, de internet... Simplemente, porque para la tecnología de su época eran algo imposible, y él se vería obligado a respetarla a ultranza.
-Sospecho que te estás contradiciendo...
-Nada de eso. -respondí con vehemencia tras dar otro pequeño sorbo a mi copa; realmente resulta excelente contar con amigos tan generosos a la hora de compartir sus bebidas contigo- Hay que ser riguroso, por supuesto, a la par que respetuoso con las evidencias. Pero salvado esto, es preciso especular libremente dentro del margen de maniobra de que dispongamos.
Y viendo la cara de extrañeza de Juan continué:
-A estas alturas, resultaría completamente absurdo ambientar una novela de ciencia ficción en un Venus tropical repleto de dinosaurios, o en un Marte moribundo surcado por canales construidos por una raza agonizante; y todo ello, porque sabemos con certeza que ambos tópicos no son posibles. Pero nada nos impide inventarnos una astronave capaz de volar a mayor velocidad que la luz.
-Hombre, Einstein tendría algo que objetar al respecto...
-¡Al cuerno con Einstein y con toda la caterva de papanatas que le reverencian como si fuera Dios, que son todavía peores que los que amargaron la vida al pobre de Galileo! -exploté- Estoy harto de soportar a todos los que van diciendo que esto no puede ser porque las leyes físicas lo prohíben. ¿Qué leyes físicas? ¿Las del siglo V antes de Cristo? ¿Las del Renacimiento? ¿Las de hace cien años? Absurdo. ¿Acaso no hubo quien llegó a demostrar matemáticamente -recalqué la palabra- que los aviones no podían volar? ¿O que los trenes no podrían viajar a más de treinta kilómetros por hora porque la presión del aire mataría a los viajeros? ¡Valientes estúpidos quienes se atreven a predecir lo que nunca podrá ser!
-Bueno, hombre, no te lo tomes así. -me calmó- Yo creo que en el caso de la Teoría de la Relatividad es diferente, ya que se ha demostrado de forma experimental que funciona.
-También funcionaban perfectamente los epiciclos de Ptolomeo, hasta que dejaron de funcionar y hubo quienes siguieron empeñados en negar la evidencia, amenazando con la hoguera a todo aquél que osara contradecirlos. Bien, lo único que yo quiero decir, es que la Teoría de la Relatividad es la herramienta menos mala de que disponemos hasta ahora, lo cual no implica que tenga que ser perfecta o tan siquiera acertada... Y esto nos deja un resquicio que podemos aprovechar sin que nadie tenga por qué rasgarse las vestiduras.
-Pues sigo sin entenderte.
-Pues no es tan difícil. -le remedé- Digamos que el conjunto de todas las realidades posibles puede ser dividido en tres grupos. El primero de ellos comprendería todos los hechos demostrados: La electricidad enciende una bombilla, el uranio desprende energía, el agua está compuesta por oxígeno e hidrógeno. El segundo, abarcaría todo lo que se sabe que resulta imposible: La Tierra no es plana, los elefantes no vuelan, las cosas no caen hacia arriba, en Venus no existen dinosaurios. Y el último, que en realidad sería intermedio entre los dos anteriores, agruparía a todos aquellos fenómenos que no se ha podido demostrar que sean ciertos, pero que tampoco se tiene la certeza de que resulten falsos. La ciencia ficción hard acepta únicamente lo que pertenece al primer grupo, rechazando los dos restantes. Yo, por el contrario, en caso de duda me quedo también con el tercero. Y desde luego, mientras nadie pueda demostrar experimentalmente que no se puede viajar a mayor velocidad de la luz, y supongo que pasará mucho tiempo antes de que puedan hacerlo, no pienso admitir que me impidan utilizar naves con velocidades hiperlumínicas en mis relatos. ¡Faltaría más!
-Vale. -gruñó- No vamos a discutir por ello. Por cierto, ¿quieres otra copa? -añadió conciliador, mientras se servía otro generoso lingotazo.
-No, gracias; todavía tengo. En cualquier caso, -respondí intentando, asimismo, quitar hierro al asunto- no es cuestión de discutir sobre un punto concreto, sino de fijar un criterio general. Lo único que reivindico, es que todo lo que no esté explícitamente prohibido, ha de estar permitido. Ésta es la única manera que conozco de no estrangular la imaginación.
-Bueno, en eso sí que estoy de acuerdo. -admitió Juan- Aunque lo difícil será ponerle el cascabel al gato...
-Por supuesto. Es por ello por lo que la buena ciencia ficción tan sólo puede estar al alcance de unos pocos autores. Un buen escritor de ciencia ficción no tiene por qué ser necesariamente un científico, pero necesita poseer una sólida base científica unida a una gran amplitud de criterios. Hay autores que sí cuentan con esta formación científica, pero lo estropean todo por culpa de su dogmatismo, de su negativa a admitir que nuestros conocimientos y nuestra tecnología pueden quedar tan desfasados en un futuro, que los grandes dogmas de fe científicos se vendrán abajo como castillos de naipes.
-Sí, en eso no te falta razón... -concedió- Así pues, ¿defiendes a Clarke y a Asimov?
-Junto con bastantes otros, por supuesto; no son los únicos, gracias a Dios, que cumplen estas premisas, pero sí son los más conocidos y de los pocos cuyos nombres han trascendido al gran público. Y sí, pueden ser dos excelentes ejemplos de lo que yo defiendo.
-Tendrías que matizarlo...
-Sí, ya sé por dónde vas. -sonreí- Por cierto, ahora sí acepto tu ofrecimiento. -añadí, al tiempo que miraba compungido la copa vacía- Este Cardenal Mendoza es realmente excelente. ¡Vale! Es suficiente con esto. Efectivamente, -continué, retomando el hilo de la conversación- la obra de estos dos autores es muy larga y compleja... E irregular, para qué vamos a negarlo, sobre todo cuando optaron por aceptar la colaboración de otros autores. Vamos, que le echaron un morro que se lo pisaban cuando empezaron a firmar textos escritos por negros. Pero aunque haya que hacer una pira con todos sus últimos libros, e incluso con bastantes de los primeros, después de la purga siempre seguirá quedado un conjunto de obras verdaderamente notable.
-Quiero títulos.
-De Asimov, la trilogía de Fundación, la original por supuesto; los relatos, no las novelas, de robots; El fin de la eternidad, Los propios dioses... ¡Ah, y por supuesto, muchos de sus relatos cortos escritos en los años cuarenta y cincuenta. Eso sí, desde mi punto de vista particular, Asimov era mucho mejor escritor de cuentos que de novelas.
-¿Y de Clarke?
-2001, sin ninguna de sus penosas continuaciones; Cita con Rama, también sin sus espantosas secuelas; La ciudad y las estrellas... Bueno, la verdad es que los cuentos de Clarke, por lo general, me suelen gustar menos que los de Asimov, pero tiene algunos especialmente encantadores, como por ejemplo el de Los nueve mil millones de nombres de Dios.
-¡Ahí te he pillado! -exclamó triunfalmente Juan, estando a punto de derramar el contenido de su vaso- ¡Te he pillado! -insistió.
-¿Por qué? -pregunté perplejo, al tiempo que comprobaba con preocupación que mi precioso brandy no se hubiera derramado a su vez de la copa. Por fortuna, no había sido así.
-Pues porque ese cuento será muy bonito y poético, no te lo discuto, pero carece del menor rigor científico... Que es precisamente lo que tú criticabas.
-Hombre, hay que tener en cuenta que aborda un tema religioso, y eso siempre es delicado... Pero tienes razón, puede que éste no fuera precisamente el mejor ejemplo posible.
-No vayas tan deprisa, hermoso. -Juan había hecho una buena presa, y no iba a soltarla con facilidad- Yo también conozco ese cuento, y ciertamente me gusta bastante... Tanto, que preferiría que lo analizáramos más profundamente.
-Como quieras. -me resigné; hubiera resultado inútil cualquier intento de eludir el tema.
-Lo que yo critico no es el argumento religioso de los monjes tibetanos que compran un ordenador... Bueno, entonces todavía los llamaban computadoras -se corrigió-, para escribir todos los posibles nombres de Dios. Ni tampoco cuestiono que, una vez terminada su labor, llegara el Fin del Mundo o, por hablar con mayor propiedad, el Fin del Universo.
-¿Entonces? -intenté agarrarme desesperadamente a un clavo ardiendo.
-Con lo que yo no estoy en modo alguno de acuerdo, -concluyó- es con la descripción que hace Clarke del Fin del Mundo. Sí, ya sé que es muy poético eso de que las estrellas se vayan apagando una a una; pero para que pudiera suceder, el Fin del Universo tendría que haber empezado hace millones, o miles de millones, de años, de forma que pudiéramos contemplar de forma simultánea la extinción de la totalidad de las estrellas independientemente de la distancia que nos separara de ellas... Porque la luz, te lo recuerdo, tarda bastante tiempo en viajar de una estrella a otra. Eso, claro está, sin contar además -añadió, interrumpiendo mi conato de protesta- con la alusión implícita a que la Tierra fuera el centro del universo, tal como parece desprenderse del hecho de que el Sol fuera la última estrella en morir. Convendrás conmigo en que, desde un punto de vista, estrictamente científico, no se puede decir que Clarke estuviera aquí precisamente acertado.
-Por supuesto que lo sé. -gruñí- ¡Faltaría más...! -la sola sospecha sobre mi presunta ignorancia astronómica me irritaba profundamente- Y sí, estoy de acuerdo contigo en que este relato no es el mejor ejemplo que se me podía haber ocurrido para mi comentario... Aunque no sólo por la incongruencia científica de las estrellas apagándose de forma simultánea, sino principalmente porque cualquier referencia literaria al Fin del Mundo habrá de carecer lógicamente del menor rigor racional. Así pues, retiro mi ejemplo.
-¡De eso nada! -exclamó vivamente Juan- De aquí no se escabulle nadie. ¡Qué te creías!
-¡Pero si me he rendido! -gemí lastimeramente, entre molesto y jocoso- Prefiero centrarme en otros relatos más ajustados a mis postulados.
-Pues no, hermoso. -fue la divertida respuesta de mi amigo mientras se paseaba de un lado a otro de la habitación- No te dejo. ¿Qué creías? ¿Que te ibas a ir de rositas después de sacar a relucir este tema? A estas alturas me importa un pimiento tu definición de la ciencia ficción, me divierte mucho más hablar sobre este cuento en concreto, independientemente de su evidentemente incoherencia.
-Como quieras. -me resigné- Pero quede claro que se trata de algo completamente distinto a lo que estábamos discutiendo hasta ahora.
-Me consta. -respondió burlón al tiempo que, triunfante, se sentaba de nuevo en el sillón- Me consta...
Concluido el vibrante final de la Segunda Sinfonía, el equipo de música comenzó a reproducir las ominosas notas de La Isla de los Muertos, el inquietante poema sinfónico compuesto asimismo por Rachmaninov, lo cual no contribuía precisamente a enervarme los nervios, sino antes bien a todo lo contrario. Apuré la copa, dejándola encima de la mesa, y esbozando la más inocente de mis sonrisas me enfrenté dócilmente a mi destino.
-Insisto en ello; el valor de este cuento es puramente poético. De hecho, más que de ciencia ficción habría que considerarlo fantástico. Al fin y al cabo, entra en el mismo saco que cualquier otro relato de argumento inverosímil.
-Todo lo que quieras, pero esto no anula en modo alguno mis planteamientos. -Juan estaba jugando conmigo al ratón y al gato- ¿Cómo se puede explicar que el Fin del Universo tenga, a los ojos de los habitantes de cualquier planeta, el aspecto descrito por Clarke?
-Eso sería imposible. -protesté- Si Dios existiera y decidiera, por la razón que fuese, aniquilar el universo, lo lógico es que lo hiciera de golpe sin mayores complicaciones de vida. Cierto es que la última luz emitida por las estrellas antes de apagarse tardaría tiempo en llegar hasta nosotros y no lo haría simultáneamente, sino de forma gradual... Pero esto poco nos habría de importar, puesto que ya no estaríamos vivos para poderlo comprobar con nuestros propios ojos. Una vez extinguidos, nos daría exactamente igual cualquier cosa que pudiera venir a continuación.
-Ésta es, evidentemente, la interpretación que pudiéramos calificar de... científica. Por cierto, ¿qué quieres que ponga ahora? -preguntó, levantándose de nuevo, al comprobar que el disco se había acabado.
-No sé, lo que quieras, menos música dodecafónica o similar cualquier cosa... Bueno, ya puestos, ¿por qué no Los planetas? Eso encaja bastante bien con el tema de nuestra conversación.
A pesar de mi evidente tono sarcástico, Juan me hizo caso en introdujo en la bandeja la obra de Holst. Mientras Marte, el primero de sus fragmentos, nos inundaba con sus excitantes notas, retomó la momentáneamente interrumpida conversación.
-Como te iba diciendo, si hablamos de Dios y de sus milagros no tenemos por qué encorsetarnos en disquisiciones científicas, antes bien debemos evitarlas ya que sus actos son, por definición, inefables. Así pues, ¿por qué no podemos imaginar que hubiera dispuesto una extinción gradual del universo, de forma que pudiéramos disfrutar de la totalidad de su contemplación de forma simultánea?
-Pero estás presuponiendo que Dios pueda tener hábitos humanos. -protesté con vehemencia; ya que Juan me había llevado a su terreno, estaba dispuesto a luchar como gato panza arriba- Y eso es algo absurdo. ¿Qué te hace pensar que pudiéramos ser tan importantes para él? Siendo amo y señor de todo el universo, habiendo creado, y por lo tanto teniendo en su mano destruir, a miles de millones de galaxias, ¿qué te mueve a pensar que pudiera preocuparse tanto por los habitantes de un mísero planeta? El día que se hartara de su obra la borraría de un plumazo y santas pascuas, sin preocuparse en absoluto de que la extinción de la humanidad fuera precedida de tan espectaculares fuegos artificiales. Se acabaría, y punto.
-Me temo que no es precisamente eso lo que dice la Biblia...
-¿Y qué va a decir, habiendo sido escrita por humanos? El hombre siempre ha pecado de antropocentrismo, y si no, que se lo digan al pobre de Galileo. Además de pretender que Dios nos diera un trato especial, que ya es bastante pedir, hay que tener en cuenta también que un fenómeno tal como el descrito por Clarke implicaría necesariamente la asunción de que la Tierra es el centro del universo... Y desde los tiempos de Copérnico hasta ahora, creo yo, ha llovido bastante.
-El centro geométrico no, por supuesto. Eso sería absurdo. Pero el centro de atención de Dios...
-¿Por qué? Eso supondría tener que aceptar la hipótesis de que la humanidad fuera la única especie inteligente de todo el universo, lo cual resulta todavía más presuntuoso. ¡Menudo despilfarro, molestarse en crear todas estas galaxias con el único fin de que la inteligencia floreciera exclusivamente en nuestro mísero planeta! Porque, de existir otras civilizaciones, ¿sería su destino extinguirse en un holocausto cósmico tan sólo para adornar nuestros últimos momentos?
-No necesariamente. -masculló incómodo; al menos por el momento, yo llevaba las de ganar- Es lógico suponer la existencia de muchas otras civilizaciones repartidas por todo lo largo y ancho del universo, prácticamente nadie cuestiona esto.
-Y, claro está, el destino de todas ellas no sería otro que el de inmolarse en un homenaje póstumo dedicado exclusivamente a nosotros... ¡Ridículo! -remaché triunfante- Si eso no es antropocentrismo galopante, que venga Dios -reí mi involuntario juego de palabras- y lo vea.
-Pero...
-¡No hay peros que valgan! -había cogido la sartén por el mango, y mi excitación iba en aumento conforme venteaba la victoria- Cada vez que los astrónomos detectan la explosión de una nova o de una supernova, ¿quién sabe si detrás de ella no se ocultará la tragedia de la extinción de una raza inteligente, que por supuesto no habrá gozado de tan bonito epílogo a su existencia ya que el universo continúa estando exactamente igual que antes, sólo que con una estrella menos? Por cierto, -añadí maliciosamente- creo que Clarke también escribió un relato abordando este tema.
-Lo conozco. -gruñó- Su argumento postula que la famosa estrella de Belén fue en realidad el estallido de una nova que aniquiló a la civilización cuyo planeta orbitaba en torno a esa estrella.
-Entonces... -¡qué dulce era el sabor de la victoria!- Te pongas como te pongas, suponiendo que el fin de nuestro planeta viniera dado por un cataclismo cósmico, la extinción de la humanidad no supondría para nuestros vecinos sino un momentáneo guiño del Sol que nos alumbra. Nosotros habríamos desaparecido, pero el universo seguiría existiendo. Nada más que eso, por lo que ya podemos irnos olvidando de tan espectaculares coreografías funerarias.
Juan, de sobra lo sabía puesto que nuestra amistad se había iniciado hacía ya muchos años, era tenaz como él solo. O si se prefiere, terco como una mula. Por supuesto nuestras disputas dialécticas no pasaban de ser un simple ejercicio intelectual que ambos practicábamos a modo de juego, tal como otros hacen con el ajedrez o el tenis. Pero lo cierto era que, cuando iniciábamos una partida -permítaseme utilizar este símil- no la concluíamos hasta que uno de los dos acababa completamente agotado... Y el vencedor, poco menos. Y desde luego, la discusión actual prometía ser de las buenas.
-Bien, ahora elijo yo. -exclamó al tiempo que se levantaba para cambiar el disco, esta vez sin consultarme.
Lucía de Lammermoor. Éste había sido un golpe bajo, ya que él sabía perfectamente que yo aborrecía el bel canto en todas sus posibles variantes... Y además me había interrumpido Júpiter. Bien, si quería guerra psicológica, la iba a tener.
-Me temo que no has respondido todavía a mi pregunta... -objeté melosamente- ¿Acaso no puedes?
-No resulta nada difícil hacerlo. Aquí no estamos considerando el conjunto de la obra de Clarke, ni por supuesto las posibles incoherencias internas de la misma que, dicho sea de paso, existen en absolutamente todos los autores. Tan sólo nos interesa hablar de este relato en concreto.
-Eso es salirse por la tangente...
-En absoluto. Eso es centrarse en el tema que nos ocupa.
-Como quieras. -concedí a regañadientes- Pero sigues sin rebatir mi argumento principal: Por muchas razones diferentes, el Fin del Universo tal como fue descrito por Clarke nunca podría ser real.
-¿Por qué no? Estás partiendo de la base de que Dios tenga que estar sometido al dictado de las leyes físicas igual que cualquier hijo de vecino... Lo cual es completamente absurdo. Si tiene poder para crear el universo, si tiene poder asimismo para cargárselo en el momento que le apetezca, digo yo que se podrá poner por montera las leyes de la gravitación universal, la teoría de la relatividad, la velocidad de la luz y la Biblia en verso... Porque por algo es Dios. ¿Qué te hace pensar que aniquilar la totalidad del universo pudiera suponer para él mayor dificultad que la de hacernos ver una extinción simultánea de todas las estrellas, aunque esto no tuviera lugar en sentido estricto según un desarrollo lineal del tiempo?
Touché. Pero no me iba a rendir tan fácilmente.
-Sí, ya sé por dónde vas, pero volvemos a lo mismo. Aniquilar a todo un universo para regalarnos un final apoteósico... No, no nos merecíamos tanto. Además, ¿qué pasaría con el resto de las razas existentes en el universo? ¿También entrarían, en calidad de actores, en la traca final?
-Bueno, cabe suponer que ellos también tendrían su propio Juicio Final similar al nuestro; evidentemente, no tendríamos por qué ser unos privilegiados.
-¿Todos a la vez? -mi tono de burla era más que evidente.
-¿Por qué no? Vuelvo a insistir en lo mismo. ¿Por qué razón tendría Dios que someterse a la tiranía del tiempo? Evidentemente, nuestro Fin del Mundo no coincidiría con los del resto de las razas conforme a un desarrollo lineal del tiempo, pero es que nuestra línea temporal no tendría por qué coincidir, desde nuestro punto de vista como observadores, con la de ellos, incluso considerando el factor de la velocidad de la luz y la consiguiente tardanza en llegar ésta desde las otras estrellas hasta nosotros. Dicho con otras palabras: Dios podría manipular a su antojo el tiempo cósmico, digámoslo así, retorciéndolo de forma que las extinciones de todas las razas inteligentes del universo, que todos los posibles Juicios Finales, parecieran tener lugar de forma simultánea... Aunque en realidad esto no ocurriera así. ¿Me explico?
-Pues más bien no. -mi afirmación era sólo parcialmente verdadera, pero los dichosos gorgoritos de la soprano me tenían cada vez más irritado- ¿Y no podrías poner otra cosa?
-Es fácil de entender. -explicó al tiempo que se levantaba a cambiar el disco- Imagina un planeta que llamaremos A, situado a N años luz de distancia de nosotros. El planeta A está habitado por una raza inteligente, y tiene su armagedón particular cuando la estrella que lo alumbra se convierte en nova. N años después la luz de la explosión llega hasta nosotros, y los únicos que se enteran de ello son los astrónomos, mientras la vida en la Tierra continúa exactamente igual. Siglos más tarde es nuestro Sol el que a su vez estalla, y N años después la luz de su nova llega hasta la región del espacio en la que orbitaba A. Y por supuesto, el resto del universo permanece inmutable excepto por el hecho trivial de que cuenta con dos estrellas menos.
-Pero los habitantes de A no podrán ver la explosión de nuestro Sol, puesto que previamente habían desaparecido. -objeté escamado, al tiempo que los altavoces comenzaban a desgranar los primeros compases del Poema del Éxtasis, otro golpe bajo de Juan empeñado, al parecer, en recrear ahora un ambiente místico adecuado para sus planes; bien, al menos algo había ganado, ya que esta música sí me gustaba.
-Eso sería cierto, efectivamente, asumiendo un desarrollo lineal del tiempo, tal como propugnan las leyes físicas y tal como nosotros somos capaces de percibir. Ahora bien, es aquí donde intervienen los poderes divinos.
-¿A dónde quieres llegar?
-Sencillamente, a postular como hipótesis de partida que a Dios le resultaría sumamente fácil alterar ambas líneas temporales, la nuestra y la del planeta A, de modo que desde un punto de vista subjetivo, llamémosle así, sendos holocaustos se desarrollaran de forma aparentemente simultánea ante los ojos de los habitantes de ambos planetas, por más que esta simultaneidad no fuera cronológicamente real... Vamos, que veríamos extinguirse el sol de A justo antes de que el nuestro hiciera lo propio, y viceversa. Y el razonamiento que he hecho para los dos astros, podría ser extrapolado a la totalidad de las estrellas visibles en el firmamento.
-¡Un momento, que te columpias! -exclamé, súbitamente inspirado- En primer lugar, Clarke habla de que las estrellas se apagaban una a una, mientras tú recurres a las novas para explicar su extinción... Que es justo lo contrario.
-Si es sólo eso... -se burló- Evidentemente se trata de una mera licencia poética, pero el fondo es exactamente el mismo: La humanidad, no la nuestra, sino cualquier humanidad existente en el cosmos, vería extinguirse el universo justo antes de que la Tierra, o su planeta, siguieran el mismo camino. ¿Qué importan los detalles?
-Importan exactamente aquello que queramos que importen... Que puede ser mucho o poco. Pero ésta no es mi principal objeción. -respondí, sacando los ases de la manga; las maniobras de distracción habían terminado, ahora se imponía un ataque frontal- Porque hay algo mucho peor.
-¿El qué? -su fruncimiento de ceño era tan evidente que me hizo sonreír.
-Pues muy sencillo, y conste que estoy utilizando exactamente tus mismas palabras. -recalqué- Supongamos que el planeta A se extingue antes que la Tierra en un tiempo... Digamos real. ¿De acuerdo? -ante su asentimiento tácito continué- Bien, N años después los astrónomos registran de forma rutinaria su nova, cosa que por cierto vienen haciendo sistemáticamente desde hace siglos. ¿Vale? -su mutismo no hacía presagiar nada bueno, pero yo ya estaba lanzado a tumba abierta- Y luego resulta que, coincidiendo con la extinción de la Tierra, vemos aniquilarse de nuevo a su sol... Por segunda vez, aunque en esta ocasión dentro del marco de una impresionante apoteosis final de dimensiones cósmicas. Es decir, hemos visto dos veces lo mismo... ¿Cómo explicas esto?
-Se explica, se explica... -en realidad su titubeo hacía sospechar más bien lo contrario- Sólo hay que considerar la existencia de un modo singular de relatividad temporal... No, no pienses en Einstein, se trata de algo completamente diferente. Pero en el fondo...
Bien, había conseguido acorralarlo, y su respuesta me recordaba vivamente a la de un escolar cuando el profesor le pillaba sin saberse la lección. Iba a rematar de forma triunfal la faena, cuando el Poema del Éxtasis concluyó siendo sustituido por los lúgubres compases de la Danza Macabra. Buen salto éste de Scriabin a Saint Säens, pero tremendamente inoportuno al romper bruscamente una atmósfera favorable para mis fines.
-¡Qué disco más raro! -gruñí disgustado, al ver que Juan no había hecho el menor movimiento para cambiarlo- ¿Dónde lo has comprado?
-No lo he comprado, lo he grabado. -respondió, al tiempo que se servía otro generoso lingotazo- ¿Quieres tú? -y ante mi muda negativa continuó- He entresacado fragmentos de diferentes discos, y los he grabado todos juntos en un disco virgen, agrupándolos a mi gusto. ¿Qué te parece?
-Yo también tendría que hacer lo mismo. -mascullé; bien podía decir que le había salvado la campana- Pero volvamos al tema. Te he hecho una pregunta que todavía no has contestado.
-Sí. -suspiró, retrepándose en el sillón a la vez que tomaba aliento- Todavía no la he contestado.
Dio un largo trago del vaso que sostenía en la mano derecha y continuó:
-¿Sabes cuál es la ventaja de meter a Dios por medio? Pues que así puedes recurrir sin problemas de ningún tipo a cualquier explicación sobrenatural que te apetezca.
-Eso está muy bien, pero lamento decirte que no me sirve como respuesta. Creo entender que hasta los propios teólogos limitan la omnipotencia de Dios excluyendo los casos metafísicamente imposibles, como por ejemplo que alguien nazca después de haber fallecido...
-Claro, claro... Pero también la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica plantean postulados que aparentemente atentan contra la lógica... Y sin embargo, funcionan.
-Bueno, éste es un tema de discusión diferente, y no quiero que nos desviemos de lo que estamos hablando ahora. -conocía de sobra sus marrullerías dialécticas, y en modo alguno estaba dispuesto a permitir que se me escurriera como una anguila- Yo, lo único que había planteado, sin entrar todavía en el tema de esa aparente sincronización temporal, -evidentemente no estaba dispuesto a desperdiciar ni un solo cartucho- es la imposibilidad lógica de que pudiéramos observar dos veces la misma extinción del sol del planeta A.
-¿Por qué no? -objetó con nuevos bríos- Tú puedes observar dos, e incluso más veces, un mismo fenómeno; basta con que te desplaces más rápido que éste... Y ni siquiera eso, como ocurre por ejemplo con el eco.
-¡Déjate de marrullerías de una puñetera vez! -exploté irritado- Todo eso no es más que un sofisma hueco. No nos estamos desplazando a mayor velocidad que la luz, ni ellos ni nosotros, así que tu presunta explicación se cae por su propio peso. Además de eso, -añadí- no existe la menor simetría cronológica. Según tu modelo nosotros veríamos la primera explosión de A antes de que se extinguiera nuestro Sol, mientras ellos lo verían al contrario... Y luego ambos a la vez. ¡Vaya galimatías estúpido!
Fin de la Danza Macabra y principio de la Marcha fúnebre de Sigfrido. Ahora llegaba el turno de Wagner, pero el espíritu musical seguía siendo exactamente el mismo. ¿Casualidad? Conociendo a Juan, lo dudaba.
-Calma. -irónicamente, ahora era Juan el que tenía la sartén por el mango- Lo que tienes que hacer, es intentar comprender el planteamiento.
-¡Y un cuerno! -evidentemente, no me había calmado- Si Dios puede hacer cualquier cosa, excepto las metafísicamente imposibles, dime tú cómo se las podría apañar con este asunto.
-¡Pero es que todo esto no resulta más absurdo que la teoría de la relatividad! -insistió en tono conciliador- Sólo que se trata de una relatividad distinta, no sujeta a los dictados de las leyes físicas.
Ahora era yo el que daba vueltas nerviosamente por toda la habitación. Tras percatarme de que estaba perdiendo definitivamente los papeles, me recriminé mentalmente obligándome a sentarme. Mientras tanto, una nueva pieza se derramaba por los altavoces. Esa música... La conocía, pero no conseguía identificarla, algo que siempre me había fastidiado sobremanera. ¡Ah, sí! Era el Adagio de Barber. Bien, seguíamos con temas melancólicos, cuando no directamente fúnebres. Pero el hecho de haber adivinado el título había aliviado, siquiera en parte, mi malestar anterior.
Ante mi mutismo, Juan continuó.
-Te pongas como te pongas, saltarnos a la torera las leyes físicas no conduce necesariamente a ninguna imposibilidad metafísica.
-¿Y el principio de causalidad? ¿Cómo puede preceder el efecto a la causa?
-Es que no la precede. Imagínate al tiempo no como una línea continua que engloba todo, sino como una madeja de hilos finos, cada uno de ellos con su propia longitud y su propio recorrido, coincidiendo todos ellos tan sólo en el origen y en el final. Cada uno de estos hilos sería la línea temporal de una civilización, todas ellas diferentes del resto; nosotros podríamos ver desde fuera los caminos de nuestros vecinos, pero los veríamos según nuestros propios parámetros, no los suyos. Sin embargo, todos llegaríamos de forma simultánea al final, donde convergerían todas nuestras líneas temporales independientemente de que hubiéramos podido vislumbrar con anterioridad algunas extinciones particulares, previas a la nuestra según los parámetros particulares de nuestra propia línea temporal, pero coincidentes en la realidad al final de los tiempos.
El Aleluya de El Mesías... Tenía que tratarse de una coincidencia, pero sumamente inoportuna. O muy oportuna, según se mirara. Bien, yo me jactaba de ser un buen jugador, y sabía encajar las derrotas; y era evidente que había perdido la partida, no porque Juan me hubiera convencido, sino porque era incapaz de encontrar nuevos argumentos con los que rebatir los suyos. Así pues, me rendí caballerosamente y me despedí de él, emplazándolo para una nueva reunión, esta vez en mi casa, el próximo fin de semana... Y esta vez pensaba sacarme la espina.
Caminaba por la calle -nuestras respectivas viviendas estaban tan próximas que siempre iba andando- cuando me planteé lo irónico que resultaba hablar de estrellas que se apagaban viviendo en una gran ciudad, ya que sus habitantes habíamos perdido prácticamente por completo el excitante placer de contemplar el firmamento estrellado. Suspirando con nostalgia levanté de forma involuntaria los ojos al cielo; frente a mí se alzaba, majestuosa como siempre, la impresionante constelación de Orión, flanqueada a un lado por la brillante Sirio y al otro por la inconfundible Aldebarán, mientras el resto de las estrellas, incluyendo a las invisibles Pléyades, quedaban veladas por la contaminación luminosa de la gran urbe.
Pero algo no encajaba. Miré con detenimiento, observando con sorpresa la ausencia de la brillante Rigel. Sí, allí estaba el resto de las estrellas principales de la constelación: Betelgeuse, Bellatrix, el trío que dibujaba la línea del cinturón... Pero faltaba Rigel.
Perplejo, bajé la vista hasta encontrarme en mi campo de visión con las familiares y tranquilizadoras farolas. No podía ser... Tendría que haber alguna pequeña nube tapando a la estrella, ésta era la única explicación racional que se me ocurría. Pero en el resto del trayecto hasta mi casa, no me atreví a alzar de nuevo la vista al cielo.
Publicado el 10-6-2011 en en Libro Andrómeda