El caso del crimen perfecto



Era una gris y lluviosa tarde de invierno. Tanto Holmes como yo, encerrados en nuestras habitaciones de Baker Street, nos encontrábamos sumidos en nuestras propias cavilaciones ajenos por completo a todo lo que acontecía fuera de nuestro reducido entorno. Holmes revisaba en silencio un grueso y polvoriento legajo testigo de pasados casos mientras que yo permanecía enfrascado en la lectura de los periódicos del día acurrucado en mi asiento. Afuera, la lluvia entonaba su monocorde canción al tiempo que velaba con su espeso manto las cercanas fachadas de la acera opuesta.

A pesar de que mi lectura no pasaba de ser un somero repaso de los principales titulares del día, mi vista se fijó en una pequeña y discreta nota necrológica que daba fe del fallecimiento de uno de los más honorables miembros de la aristocracia londinense... Holmes me ha prohibido terminantemente revelar su nombre y yo me veo obligado a respetar su deseo como amigo y biógrafo suyo que soy; pero estoy convencido de no violar mi promesa si afirmo que se trataba de un conocido noble lejanamente emparentado con la propia casa real. Realmente comprendo sus reservas puesto que, de hacerse público el nombre del finado estallaría un escándalo de dimensiones imprevisibles y que, por lo tanto, conviene de todo punto evitar.

Pero volvamos al grano. Puesto que no pude evitar la tentación mostré a mi amigo el diario llamándole la atención sobre la nota al presumir que debía conocer a tan ilustre fallecido. No me equivoqué; Holmes leyó con interés, casi con fruición la necrológica al tiempo que su rostro perdía la habitual expresión de indiferencia pasando a mostrar un lánguido relajamiento que, en todos los años que llevábamos conviviendo, era la primera vez que veía.

-La justicia divina se ha cobrado al fin su tributo. -suspiró al cabo devolviéndome el periódico- Y a buen seguro que el veredicto será muy duro con este pobre desgraciado.

-¿Por qué dice usted esto? -le pregunté extrañado- Lord .... era uno de los más honorables personajes de toda Inglaterra.

-Sí, efectivamente lo era. -respondió al fin dando una serie de rápidas chupadas a su pipa- Pero tenía una faceta oculta que sólo yo alcancé a conocer... Y que más me hubiera valido no haber llegado a saber nunca por cuanto que me supuso la mayor frustración de mi larga carrera.

-¿Cometió algún delito?

-Bastante más que eso; ha sido el criminal más perfecto de toda la historia de la humanidad.

-Me sorprende usted, y mucho -respondí incrédulo.

-También me sorprendí yo el día en que él mismo me lo reveló; tanto es así que juré guardar silencio mientras viviera. Usted es la primera persona a la que hago esta confesión, y probablemente será también la última. Y, por supuesto, de no haber mediado la muerte de nuestro personaje jamás hubiera oído esta historia de mis labios.

-¡Holmes! Eso que dice usted es muy serio.

-Lo es. -admitió taciturno- Pero en el fondo nada más deseo en este momento que liberar mi espíritu de una de las más pesadas losas que jamás han gravitado sobre mi conciencia. Por tal motivo, mi querido Watson, le ruego que oficie al menos por una vez de confidente y confesor de un alma atribulada que lleva ya muchos años arrastrando una dura responsabilidad capaz de abrumar el ánimo más templado.

-Soy todo oídos -concedí anonadado; nunca había visto tan contrito a mi flemático amigo, y la experiencia me resultaba incómoda y, casi casi, dolorosa.

-Ocurrió hace ya muchos años, bastante antes de que le conociera a usted. -tras exhalar un hondo suspiro a modo de desahogo, Holmes se había retrepado en su butaca al tiempo que comenzaba su insólito relato- Por aquel entonces yo era todavía un principiante, pero ya comenzaba a ser conocido en los círculos policiales. Un buen día, en el club, se acercó a mí lord .... y me dijo con gran secreto que quería hablar conmigo acerca de un importante asunto. Quedamos citados para dos días más tarde en un pequeño pabellón de caza de su propiedad que estaba situado a las afueras de Londres, en un paraje montaraz alejado varias millas del núcleo de población más cercano. Debía acudir completamente solo en un coche de alquiler y despedir al cochero una vez llegado a mi destino.

»Se trataba de un lugar tranquilo y solitario en el que pudimos hablar él y yo sin ser molestados puesto que ambos éramos los únicos ocupantes del pabellón; él había despedido también a su cochero y, en lo que respecta a la servidumbre, ésta había desaparecido como si se la hubiera tragado la tierra. Tras los saludos de rigor mi ilustre anfitrión fue directamente al grano... Por cierto; -se interrumpió- usted sabrá sin duda que era un auténtico erudito en culturas y religiones antiguas.

-Cierto. -corroboré- Conozco un par de interesantes monografías suyas sobre los etruscos y la civilización minoica respectivamente.

-Efectivamente, ésas son las publicadas. -aprobó Holmes con una sonrisa- Pero existe además al menos media docena de obras inéditas a cada cual más interesante.

-Una lamentable pérdida, pues, la muerte de lord .... -remaché.

-Así es, Watson, así es. Pero volvamos a nuestro asunto. Lord .... era un auténtico experto en sabiduría antigua y, como tal, había tenido acceso a un cúmulo de conocimientos ancestrales borrados del recuerdo de la humanidad quizá desde hace milenios.

-¿No irá a decirme que...?

-¡Oh, no! Descarte sus temores. -me interrumpió mi amigo con un gesto de desagrado en su afilado rostro- No se trata de nada relacionado con magia, ocultismo o astrología... Eso -y juraría que pronunció el pronombre con repugnancia- no es científico; y yo siempre trabajo utilizando el método científico.

-Luego entonces...

Durante un momento Holmes me miró fijamente taladrándome con sus penetrantes ojos. Juro que no era mi conocido amigo sino otra persona muy distinta la que en estos momentos se dirigía a mí; por fin, concluyó esta interminable pausa continuando con su conversación como si hablara del tiempo. 

-Nuestro personaje había estudiado a conciencia todo lo que pudo encontrar, que realmente fue bastante, acerca de las religiones ancestrales y, en especial, sobre un curioso culto al Mal que floreció en nuestro planeta hace ya muchos milenios. De hecho, y de una manera platónica pero no por ello menos real, él era un adepto secreto del mismo, el último creyente por cierto de esta antiquísima y extinta religión.

-Me está usted hablando de un rito satánico...

-No, Watson, no es lo que usted está pensando. Nada de vudú ni de aquelarres, nada de rendir adoración al demonio; esto sí iba en serio.

-Le ruego que me lo explique con más claridad; no acabo de distinguir la diferencia que usted pretende establecer.

-Pues existe, y es fundamental. ¿Ha oído usted hablar de la secta musulmana de los asesinos?

-Sí, claro, supongo que se refiere a esos fanáticos persas que hicieron del asesinato poco menos que un arte.

-En efecto, a ellos me refería. Aquí tiene usted un ejemplo, no por trágico menos real, de cómo una actividad criminal puede ser convertida en algo ritual y, dentro de las normas de esa sociedad en particular, respetable. Pero los asesinos, con todo su virtuosismo homicida, nunca pasaron de practicar un mal con minúsculas; y, aunque sirvan como ejemplo, no dejan de ser un pálido reflejo del Mal con mayúsculas que practicaba fervorosamente nuestro finado.

-Nunca en mi vida he oído hablar de esta antirreligión.

-¿Y por qué anti? ¿No cree usted que el reverso de la moneda puede llegar a ser tan válido como el anverso? ¿Qué son el Bien y el Mal salvo convencionalismos culturales muchas veces impuestos por las castas gobernantes a despecho de la voluntad de los gobernados?

-Esto no contesta a mi pregunta. -respondí amoscado.

-Bien, tiene usted razón. -concedió- Vayamos al grano. En realidad, más que de una religión se trataba de una sociedad secreta cuyos miembros se entregaban a una especie de epicureismo del Mal. Eran, pues, unos virtuosos del pecado que entendían el culto al mal como el camino hacia una santidad opuesta a la que propugna la moral imperante. Como decían ellos no ser bueno es muy fácil, pero ser malvado de verdad es tan difícil como ser un santo... Y conforme a estas premisas se comportaban, siempre actuando dentro del más riguroso de los incógnitos.

-Pero lord .... llevaba una vida intachable, aquí sí que no puedo estar de acuerdo con usted; su vida pública era sobradamente conocida y nunca hubiera podido desarrollar estas actividades por muy en secreto que lo hubiera querido hacer sin que tarde o temprano se hubiera sabido.

-La llevaba, y esto no supone la menor contradicción; ocurre que nuestro amigo era fundamentalmente un teórico que jamás llevaba a la práctica sus convicciones religiosas; bueno, salvo en un único caso que es el que ha provocado nuestra disquisición.

-Un crimen, supongo.

-Efectivamente. Lord ...., que como usted sabe murió soltero, tuvo unos amoríos en su juventud que se saldaron de una manera más bien desagradable; uno de sus mejores amigos, el conde de ...., le robó la novia y poco después se casó con ella. Nuestro personaje nunca se lo perdonó a ninguno de los dos; pero, lejos de precipitarse, prefirió reservar su venganza para más adelante, cuando llegara el momento preciso.

-Espere un momento. -le interrumpí- Creo recordar que el conde de .... y su esposa fallecieron años más tarde en circunstancias trágicas.

-Siete años después; casi ocho para ser más exactos. -puntualizó Holmes- Era el día de Año Nuevo cuando la doncella descubrió los cuerpos bárbaramente mutilados de los esposos. La prensa habló del caso durante meses, pero nadie supo nunca qué fue lo que ocurrió aquella nochevieja; nadie, ni tan siquiera la policía que al final tuvo que archivar el caso al no haber podido encontrar la menor pista que pudiera conducir hasta el culpable, un asesino que vio cómo su crimen quedaba impune.

-¿Lord .... un asesino?

-En efecto, mi querido Watson. El despecho le empujó a llevar a la práctica unos conocimientos de los que hasta entonces se había limitado a disfrutar intelectualmente. Cometió un crimen perfecto para vengar su antigua afrenta, un crimen que nadie supo que había realizado hasta que él mismo me lo confesó.

-¿Por qué lo hizo? ¿Estaba arrepentido de su acción?

-¿Arrepentido? -se sorprendió Holmes- ¡Oh, no, al contrario! Se sentía orgulloso de su maestría.

-Pues entonces no lo entiendo. -mascullé desconcertado.

-Elemental, mi querido amigo. Lord .... había hecho del delito un arte, y gozaba con su creación como lo hace cualquier artista. Pero... ¿Quién había para reconocer su maestría? Al transcurrir el tiempo desde que tuvo lugar el asesinato su orgullo de criminal comenzó a escocerle.

-Pero eso ocurriría siempre que uno de estos adeptos cometiera un acto criminal... Usted ha dicho que actuaban como una sociedad secreta.

-Sí, así era mientras que esta iglesia funcionó como tal; era la propia secta la única que conocía las actividades de sus miembros, la única que los felicitaba por sus hazañas y la única también que reconocía sus méritos... Lo que bastaba a los adeptos. Pero lord .... estaba solo, era el último de esta casta; y no tenía a nadie que pudiera reconocer sus pretendidos méritos.

-Pudo haberse entregado a la policía.

-No. Según sus particulares dogmas esto hubiera supuesto una deshonra. A decir verdad, se trataba de una situación que jamás se había planteado antes, por lo que no estaba recogida en los textos sagrados de la secta. Lord .... se vio obligado a decidir sobre la marcha y acabó autodelatándose no ante la policía sino ante mí, ya que vio en mí -y al decir esto los ojos de Holmes brillaban como carbones al rojo- al mejor investigador de toda Inglaterra.

»Me propuso que, partiendo de su confesión, yo buscara alguna prueba que permitiera demostrar fehacientemente su culpabilidad; de no ser así, yo habría incurrido en el más absoluto de los descréditos al acusar de un crimen atroz a uno de los más honorables miembros de la nobleza británica; sería en definitiva una partida de ajedrez entre dos de las mentes más preclaras de la isla, él y yo. Así, tanto si triunfaba como si fracasaba su orgullo de criminal quedaría incólume.

-¿Aceptó usted?

-Dudé mucho. Por un lado era todo un reto para mí, el broche de oro de mi carrera; por otro, mi conciencia no podía admitir que colaborase de esa manera con un criminal.

-Y rehusó.

-En efecto. -respondió mi amigo con expresión ausente- ¿Sabe usted? Después de mucho meditar llegué a la conclusión de que, dadas las circunstancias, el mayor castigo para lord .... no sería la detención, sino el silencio. Decidí callar y hacer que nunca se supiera que él había cometido ese crimen, que no pudiera en definitiva presumir de su capacidad de hacer el mal; ésta sería su mejor condena terrena, y por lo que yo sé se llevó el secreto a su tumba. En cuanto a la justicia divina... -suspiró- Bien, lo que tuviera que ser ya habrá sido.

Había terminado el relato de mi amigo, y yo comprendí que era mejor respetar su silencio. Afuera, continuaba lloviendo.


Publicado el 29-7-2015