Eutanasia, S.A.
La puerta no tenía nada especial y estaba pintada en un tono marrón claro que armonizaba con los colores también claros de la pared del pasillo. Sobre ella aparecía una placa dorada de forma rectangular en la cual, escrita con letras negras, podía leerse el siguiente rótulo:
FERNANDO ALSASUA OLIVENZA. ASESOR TÉCNICO
Solamente unos pocos metros le separaban ya del objetivo final de su meditado plan, pero por vez primera en varios meses su voluntad flaqueó. Durante unos interminables segundos dudó entre seguir adelante o volverse sobre sus pasos, y quizá hubiera optado por esta última posibilidad de no haberse abierto de pronto la puerta del despacho.
Sintiendo que le daba un vuelco el corazón, el anciano observó cómo el ocupante del despacho, un hombre de mediana edad pulcramente vestido con un traje de tono gris claro, le cortaba toda posible retirada al dirigirse a él en un tono afectuoso pero firme.
-¿Don Francisco Ubanel?
-Sí, soy yo -titubeó el aludido-. ¿El señor Alsasua?
-En efecto -sonrió su interlocutor-. Pase. Le estaba esperando.
Juntos penetraron en el despacho, una amplia y diáfana estancia adornada con media docena de cuadros que reflejaban bucólicos paisajes primaverales. En las esquinas, según pudo observar el recién llegado, crecían en grandes macetones unas frondosas plantas que no llegó a identificar pero que en todo caso no le agradaron; nunca le habían gustado especialmente las plantas de interior.
Atendiendo a la invitación de su anfitrión el anciano atravesó con torpes y cohibidos pasos la enmoquetada sala sentándose rígidamente en el mismo borde de la silla que le fue asignada; el asesor técnico, por su parte se retrepó cómodamente en su propia butaca, al otro lado de la ordenada mesa.
-Póngase cómodo, señor Ubanel; deseo que nuestra conversación sea distendida. ¿Un cigarrillo? -preguntó con amabilidad al tiempo que le ofrecía abierta una artística tabaquera.
-No, gracias; hace mucho tiempo que dejé de... Pero supongo que nada de esto importa ya -musitó con amargura al tiempo que cogía un cigarrillo.
-No quisiera que usted intentara dar este paso sin tener antes la absoluta certeza de que desea hacerlo -comentó el ejecutivo al tiempo que le encendía el cigarro-. Quiero que comprenda que este punto es fundamental ya que, aunque cambiara usted de opinión, el paso dado sería irreversible.
Por segunda vez en pocos minutos Francisco Ubanel volvió a dudar. Sus gastados ojos repararon en el amplio ventanal que se abría frente a él a espaldas de su anfitrión. El sol, cercano ya a su ocaso, teñía con tintes cárdenos el dorado follaje otoñal del amplio y cuidado jardín que se extendía ante su vista. Moría un día y moría también un año; y él, que nunca había prestado demasiada atención a los símbolos, se sintió repentinamente indefenso. Pero recordó, recordó que nacería un nuevo día, que volvería una nueva primavera. Y ya no dudó; nunca más lo haría.
-Estoy decidido -respondió con firme, aunque temblorosa voz-. Sigamos adelante.
-Bien, si es así nada tengo que objetar -musitó el asesor adoptando una actitud condescendiente hija de su larga experiencia-. Permítame que le informe de las distintas opciones que ofrece nuestra compañía.
Repentinamente tranquilizado, el anciano se sentó más cómodamente en su silla al tiempo que observaba cómo su interlocutor sacaba un folleto lujosamente ilustrado del interior de uno de los cajones de su escritorio; en realidad, nada le importaba ya.
-Discúlpeme, pero me temo que he olvidado las gafas -mintió-. ¿Le importaría explicármelo?
-En absoluto -respondió sin inmutarse el ejecutivo-. Bien, disponemos en primer lugar del método habitual: una inyección letal indolora y prácticamente instantánea, acompañada por supuesto de todas las atenciones clínicas necesarias. Pero si lo prefiere podemos ofrecerle otras opciones; en esto nos diferenciamos de la Seguridad Social y de las compañías de la competencia.
-¿Cuáles son las otras... opciones? -preguntó morbosamente el anciano.
-Bien, hay quien prefiere otros métodos... Venenos clásicos o sobredosis de medicamentos, los cuales podemos suministrar tanto en nuestras clínicas como en el propio domicilio del cliente; y también, previo pago de un pequeño suplemento, estamos dispuestos a ofrecer prácticamente cualquier tipo de servicio especial siempre que no esté expresamente prohibido por la ley. Hay quien prefiere un tiro fulminante en el corazón o bien una estocada; le aseguro que contamos con los mejores especialistas en cada campo. Y si lo que desea es una muerte dramática, podemos gestionarle el lanzamiento desde el edificio más alto de la ciudad o el acotamiento de una zona reservada para que usted pueda arrojarse al tren sin que le moleste la presencia de curiosos. Además, estamos abiertos a cualquier otro deseo personal.
-Déjelo -interrumpió el jubilado-. Creo que lo mejor será una inyección.
-Como usted desee -concedió el agente al tiempo que recogía el folleto-. ¿Ha traído usted la póliza?
-Sí, aquí la tengo -respondió mientras sacaba del bolsillo interior de su chaqueta un papel cuidadosamente doblado-. Téngala.
-Veamos. Ocho años de cotización... Sí, le corresponde un servicio de clase C... Tarifa básica sin suplemento, por supuesto, pero usted no lo ha solicitado. Bien, señor Ubanel, la póliza está en orden. ¿Ha gestionado usted ya el resto de los documentos?
-Creo que sí. Tengo aquí los permisos judiciales, los certificados médicos y psiquiátricos, la copia del testamento y la declaración autógrafa autentificada por el departamento grafológico judicial.
-Parece que no falta nada -concluyó el asesor al tiempo que depositaba cuidadosamente los documentos sobre la mesa-. Muchas personas vienen aquí creyendo que nuestro trabajo se realiza a la buena de Dios... Pero estos trámites son necesarios por muy engorrosos que resulten. Una última pregunta -continuó-. ¿Qué motivos aduce para dar este paso? ¿Médicos? ¿O simplemente sociales?
-La edad, simplemente la edad -sonrió tristemente el anciano-. Tengo setenta y cinco años, arteriosclerosis progresiva y un principio de cataratas, sin contar con la guerra que de vez en cuando suelen darme los riñones. Mi esposa falleció hace cinco años y mis hijos están empeñados en meterme en un asilo. ¿Le parecen suficientes motivos?
-Nosotros nunca opinamos sobre las motivaciones de nuestros clientes -respondió diplomáticamente su interlocutor-. Simplemente las respetamos. Pero sí deseo informarle que, en el caso de que haya herederos directos, existen una serie de exigencias legales a la hora de disponer de sus bienes.
-¡Oh, no se preocupe por ello! Hace ya bastante tiempo que mis hijos son los dueños de mi dinero y de mi piso; se hicieron con ellos con subterfugios y chantajes. Pierda cuidado; en estos momentos tan sólo me pertenece legalmente la ropa que llevo puesta.
-Bien, si es así no habrá ningún problema. Pero aún nos queda una cuestión más. ¿Se va a hacer cargo alguien de su cuerpo?
-Nadie de mi familia sabe que estoy aquí, y no tengo la menor intención de comunicárselo. Pero tengo entendido que mi póliza me da derecho a una asistencia post-mortem.
-Sí, así es en el caso de que no existan familiares o que éstos no deseen hacerse cargo del cuerpo... Pero necesitará un anexo de la póliza.
-Ya está rellenado -interrumpió Ubanel-. En él expreso mi deseo de que mi cuerpo sea incinerado y mis cenizas aventadas; no quiero lloros hipócritas en el día de los difuntos.
-Veo que ha venido usted preparado. Tan sólo me queda hacerle una última pregunta: ¿para cuándo desea que le apliquemos nuestros servicios?
-Por mi parte estoy preparado; lo antes posible.
-Si usted está dispuesto podemos atenderle incluso ahora mismo; nuestro servicio es permanente durante las veinticuatro horas del día.
-Adelante pues -respondió lacónicamente el anciano.
-Le ruego que espere un momento; he de avisar al servicio de guardia -le explicó su interlocutor al tiempo que pulsaba un botón de su intercomunicador.
Apenas cinco minutos después un robusto enfermero se presentaba a la puerta del despacho; había llegado la hora de la verdad. Tranquilo y sereno Francisco Ubanel se levantó de su asiento rechazando la solícita ayuda que se le ofrecía; quería llegar por si mismo hasta el final. En el pasillo le esperaba una inmaculada silla de ruedas; intentó protestar aduciendo que no la necesitaba, pero le dijeron que esas eran las normas del centro. Instantes después se perdía de vista al final del pasillo; afuera caía la noche.
Publicado el 9-3-2016