El mediocre



José Pérez López, Pepe para los amigos, era un modesto auxiliar administrativo que desempeñaba su labor en una delegación ministerial de provincias. Era un hombre normal, de gustos y comportamientos normales, que sólo tenía una ambición en su vida: Ser el primero. Entiéndase; no el primero en todo, que eso sería demasiado pedir, sino simplemente destacar en algo por nimio que fuera. En qué no le importaba; el caso era abandonar, siquiera fugazmente, la mediocridad en la que estaba sumida su vida. Sin embargo, y a pesar de todos sus esfuerzos, nada positivo había conseguido aún a sus cuarenta y tres años de vida.

Y no sería porque no lo hubiera intentado una y otra vez... Pero como si nada. Mediocre fue en el colegio sin ser nunca ni el primero ni el último, que es ésta otra manera de destacar; mediocre fue también en la mili, en la que nunca destacó ni para bien ni para mal; y no menos adocenado fue su noviazgo y posterior matrimonio con una gris candidata a maruja que pronto le dio dos niños -la parejita, por variar- los cuales dieron bien temprano sobradas muestras de querer seguir los poco originales pasos de sus honrados progenitores.

Resolvería su futuro nuestro personaje, que para eso no era tonto aunque tampoco fuera demasiado listo, aprobando unas oposiciones de auxiliar administrativo -le podrían engañar en el sueldo, pero no en el trabajo- justo con un aprobado pelado que le imposibilitó para pedir plaza en Madrid tal como era su deseo, viéndose condenado al destierro en una pequeña capital castellana de la que no había podido salir ya que, tras veinte años largos de servicio, continuaba siendo tan auxiliar administrativo como el primer día... ¡Qué se le iba a hacer! El pobre José no era precisamente un tipo brillante.

Pero su obsesión no cejaba. Durante algún tiempo escribió a todos y cada uno de los concursos y concursillos que constelaban las diferentes cadenas de televisión, desde los más serios, que alguno quedaba todavía, hasta los más democráticos -que eran los más- del tipo de los que bastaba con enviar una carta con dos códigos de barras de una salsa de tomate o de un gel de baño esperando tener la suerte de ser llamado por teléfono para decir un número del uno al nueve que le sirviera para ganarse un piquillo de unos cientos de miles de pesetas o un viaje a Disneylandia para dos personas, al tiempo que, y esto era mucho más importante, su nombre y su voz saltaban fugazmente a la fama ante una audiencia de varios millones de espectadores.

Ni por esas. Estaba claro que la suerte le era completamente esquiva tanto en su vertiente positiva como, afortunadamente, también en la negativa... Y, aunque esto último no fuera precisamente moco de pavo, el pobre llegó a sentir en ocasiones su pizquita de envidia -con gran espanto por su parte, dicho sea de paso- de aquéllos que por una u otra razón aparecían en las páginas de los periódicos aunque fuera en la sección de sucesos; porque hasta los atracados en plena vía pública o los fallecidos en accidentes de circulación tenían su momento de notoriedad siquiera fuera póstumo. Y eso era algo.

Por supuesto, de tocarle la lotería o la primitiva nada de nada, a excepción de alguna que otra pedrea o una de tres -que venía a ser lo mismo- siempre de pascuas a ramos y siempre indefectiblemente fundidas una semana más tarde... Vamos, que ni siquiera pillaba la aproximación de la porra que todos los años por navidad organizaban en el bar de enfrente de la oficina.

Estaba escrito que su destino era no destacar jamás en lo más mínimo... Porque de no tener nunca había tenido ni una aventurilla que le hubiera permitido pavonearse ante sus amigos o, cuanto menos, ser denunciado por acoso sexual o algo por el estilo. Así de gris era su vida, y así lo había de continuar siendo, hasta que un día...

Volvía a casa una vez terminada su jornada laboral -dos expedientes tramitados y otro devuelto, tres cafés y un anís del mono, un bocadillo de queso a media mañana y una agria discusión con Ramírez, el del negociado de fincas rústicas, acerca de un presunto penalti robado al Madrid- cuando observó cómo un coche -mejor que el suyo, por supuesto- le adelantaba bruscamente a la salida de un semáforo. José solía ser bastante prudente cada vez que cogía el volante, pero en esa ocasión la adrenalina le hubo de jugar, quizá por vez primera en su vida, una mala pasada.

Y es que, si conseguía adelantar al capullo ese, podría ser el primero en llegar al siguiente semáforo... Flaca ilusión, por supuesto, pero en aquel momento su ofuscada mente no estaba para demasiadas sutilezas. Lo único que le importaba en aquel momento era que podía ser el primero. EL PRIMERO. La palabra maldita se le incrustó en lo más recóndito de su cerebro y ya no lo pensó más; simplemente, actuó. Pisó a fondo el acelerador, se lanzó a más de cien kilómetros por hora por la desierta y adormecida calle, adelantó ágilmente a su rival... Y vino a estrellarse contra una farola que repentinamente se atravesó en su camino. Eso sí, al menos no sufrió: Su muerte fue instantánea por fractura de cráneo amén de otras lesiones diversas.

Pero el destino, que tan esquivo se le había mostrado a lo largo de toda su vida, quiso tener el sarcasmo de sonreírle en su muerte... Lástima que él ya no pudiera disfrutarlo.

Ocurrió que justo entonces tenía lugar la inauguración del nuevo cementerio jardín de la ciudad el cual, situado estratégicamente en una amplia pradera a orillas del río, tenía ya todo listo para ser usado a excepción de un único componente, fundamental por otro lado: Los muertos. Era evidente que alguno tenía que ser forzosamente el primero, y quiso el azar que le cupiera precisamente a él este raro privilegio del que muy pocos mortales pueden alcanzar a disfrutar.

Así pues, fue nuestro personaje quien estrenó el recién construido camposanto, aunque no precisamente por su voluntad... Claro está que el periódico local le dedicó un amplio reportaje -¡quién lo iba a decir!- que le hizo momentáneamente famoso por primera y última vez entre sus convecinos, al tiempo que gozaba también de la fortuna de ser agraciado por los promotores del complejo con una sepultura perpetua totalmente gratis, la cual se vio adornada además por un espléndido mausoleo obsequio de un importante centro comercial que tenía asimismo intereses económicos en el complejo funerario. La pena, la única pena, fue que este reconocimiento público no le hubiera llegado siquiera un poquito antes.


Publicado el 29-7-2015