Oposiciones malditas



-¿Qué tal te fue en las oposiciones? -pregunté a mi amigo al encontrármelo en la calle, aunque el rictus sombrío de su rostro era ya suficiente respuesta.

-Como siempre, mal -rezongó disgustado-. Volví a suspender de nuevo, y ya estoy completamente harto de esta lotería que nunca me toca.

-Realmente es muy difícil aprobarlas, por no decir improbable -condescendí al tiempo que le arrastraba hasta una terraza cercana, donde intenté consolarle con eso de que las penas con pan, o en su defecto con cerveza, son menos penas-; y no es cuestión de preparación, me consta que tú la tienes de sobra, sino de simple estadística. Porque sois tantos los candidatos, que por fuerza la mayoría tienen que quedarse fuera.

-Sí -concedió al tiempo que nos sentábamos-, pero se supone que después de tantos intentos debería llegarme el turno, sobre todo cuando muchos de los últimos aprobados son más jóvenes, y por supuesto mucho más inexpertos, que yo. Pero ya ves, aquí me tienes a dos velas. Y mi capacidad de aguante tiene un límite.

Interrumpimos nuestra conversación mientras nos atendía el camarero y, una vez hubo partido éste en busca de lo pedido -dos cañas de cerveza y algo para picar-, la reanudamos.

-No sé si te servirá de consuelo, me temo que no -insistí-, pero yo te veo sobradamente preparado para el cargo. Y te aseguro que no es por darte ánimos, sino porque estoy convencido de ello.

-Eso pienso yo -reconoció entre sorbo y sorbo-, pero de poco me sirve si las malditas oposiciones no están pensadas para seleccionar de forma objetiva a los más aptos, sino a quienes les interesan más a los de arriba. Y así nos va -concluyó, estando a punto de derramar el contenido del vaso, tal fue el ímpetu con el que lo depositó en la mesa.

Hizo una pausa mientras pinchaba una patata al ajillo y continuó fogoso:

-¿Tú crees que es normal que la mayoría de los temas se refieran a cuestiones que no tienen absolutamente nada que ver con las tareas a desempeñar en el cargo? Es como si fuéramos a presentarnos a uno de esos antiguos programas de televisión que buscaban empollones capaces de responder a cualquier pregunta que les soltaran.

Yo sabía que mi amigo no era demasiado aficionado a las actividades culturales y no andaba muy ducho en esas cuestiones, pero en ese contexto tenía toda la razón. No hacía falta ser un experto en química, en música barroca o en arte medieval para desempeñar un trabajo que no requería esos conocimientos. Pero dada la alta proporción de candidatos por plaza, era una manera descarada, pero efectiva, de cribarlos. Y se lo dije.

-Así es -suspiró-. Y eso que conseguí pasar el primer examen de conocimientos generales; por los pelos pero lo pasé.

Ante mi sorpresa, explicó:

-Tuve suerte, ya que me libré de los temas que más temía tales como la mecánica cuántica, la filosofía alemana del siglo XX o el constitucionalismo europeo comparado; entre los que salieron por sorteo pude elegir dos en los que me podía defender razonablemente bien, la historia de los campeonatos mundiales de fútbol y telerrealidad y prensa del corazón. Pero caí en el segundo.

-¿No se trataba ya de temas específicos para el puesto al que optabas? -pregunté extrañado.

-Sí, en teoría lo eran, y aquí iba mejor preparado; pero de poco sirvió. Me suspendieron en populismo y demagogia, prevaricación y clientelismo, estrategias electorales y grupos de presión y puertas giratorias. Sólo logré aprobar técnicas de ataque y defensa dialécticas y metodología de democracia interna, y no fue suficiente.

-Chico, vuelvo a repetir que lo siento; esto se ha puesto imposible.

-Y que lo digas. Desde que tuvieron la maldita idea de implantar las oposiciones para acceder a los organigramas de los partidos, todo se ha burocratizado hasta unos extremos inconcebibles. Antes era mucho más sencillo; bastaba con entrar como militante de base y empezar a escalar poco a poco a base de hacer méritos y arrimarte a alguien con futuro convirtiéndote en su hombre de confianza, hasta que una vez convenientemente asentado podías empezar a volar por ti solo. Si no hubiera tropezado con ellas a estas alturas podría ser como mínimo concejal de una ciudad importante, diputado autonómico e incluso, con suerte, tener un cargo ministerial de alto nivel; y en el peor de los casos al menos me habrían nombrado cargo de confianza de un alcalde, un diputado o quizá hasta de un subsecretario. Pero ya lo ves, aquí estoy comiéndome los mocos. Y encima tienen la desfachatez de decir que este sistema garantiza la democracia interna evitando las disputas entre las diferentes facciones de los partidos... me parto de risa.

-Al menos evita que lleguen a los cargos públicos candidatos presuntamente poco preparados... -opiné sin demasiada convicción al tiempo que alzaba la mano para llamar al camarero- aunque habría que precisar qué es lo que se entiende por poco preparado -añadí ante el gesto de contrariedad que comenzaba a esbozar mi amigo-. Quizá el problema no radique en el método, sino en los criterios de selección.

-Para el caso es lo mismo. Antes te curtías en la lucha interna, es lo que decía Churchill de que los laboristas eran sus rivales y los conservadores sus enemigos. Y si tenías la suerte de jugar bien las cartas tu carrera política iría sobre ruedas; incluso en el caso de que tu partido perdiera las elecciones, el percance no pasaba de ser algo pasajero y siempre te buscaban algo para que fueras tirando hasta las próximas elecciones. Al fin y al cabo se parecía a jugar una partida de póker, con las reglas claras para todos. Ahora, por el contrario, todo es diferente y tienes que pasar bajo las horcas caudinas de las oposiciones para poder optar a un cargo político que con suerte se traducirá en uno público, y eso si no pasas a engrosar durante años la bolsa de los aprobados pendientes de nombramiento o te destierran al ayuntamiento de un pueblo de mala muerte. Y mientras tanto, sin cobrar un céntimo. ¿De qué quieren que vivamos, cuando todavía está más difícil conseguir un trabajo de funcionario o incluso en la empresa privada?

La llegada del camarero con la cuenta volvió a interrumpir nuestra conversación. Pagué, nos levantamos y, dado que íbamos en direcciones contrarias, nos despedimos con la protocolaria promesa, que con toda probabilidad no cumpliríamos, de llamarnos dentro de unos días para quedar sin prisas.

Estuve no obstante parado durante unos segundos, observando como se alejaba con paso cansino, diríase que arrastrando su frustración. Lamentaba sinceramente su problema, pero poco era lo que podía hacer por él salvo consolarlo ya que mi actividad laboral no tenía nada que ver con la política.

-¡Pobre chico! -me dije antes de dar media vuelta y proseguir mi camino-. Sigue sin admitir que, haga lo que haga, nunca lo conseguirá. Por mucho que se empeñe, es evidente que no sirve para político.


Publicado el 9-8-2021