Rufina
Rufina García López no debía su nombre a ninguna casualidad, sino a la bien prosaica circunstancia de haber venido a este mundo un 19 de julio de hacía ya bastantes años; sus padres, respetando la tradición secular que imperaba en su tierra, habían decidido bautizarla con el nombre de una de las dos santas patronas de Sevilla cuya onomástica se celebraba precisamente en aquella fecha. Cierto que había nombres peores; al fin y al cabo, ella había podido recurrir al socorrido diminutivo familiar de Rufi, al menos mientras su horizonte tuvo por todo límite la cercana alameda que separaba -en todos los sentidos- su pueblo de la vecina localidad que se encontraba tras ella.
Cosa distinta había sido cuando, a sus veinte años recién cumplidos, Rufina decidió repentinamente cambiar de aires. La vida en el pueblo era realmente frustrante incluso para alguien que, como ella, jamás se había aventurado algunos kilómetros más allá del caserío; y es que, aunque Rufi nunca llegó a demostrar unas inquietudes superiores a las requeridas para ser una aceptable ama de casa en un perdido poblachón de la mitad meridional de España, no por ello dejó de apreciar claramente que los mozos que partían del pueblo para cumplir el servicio militar, o bien no volvían ya salvo de visita o, si lo hacían, llegaban tan cambiados que poco o nada podía hacer la ingenua y casadera Rufina por atraerlos con sus limitadas y pueblerinas mañas.
Por si fuera poco, su situación familiar distaba mucho de ser halagüeña: Fallecido su padre dos años atrás y siendo ella la tercera de siete hermanos (la segunda chica y la primera soltera), poco podía hacer no ya por contribuir al sostenimiento de la frágil economía familiar, sino siquiera a su propia subsistencia. Así pues, cuando su hermano mayor volvió licenciado del servicio militar contando maravillas de la capital, esa capital que Rufina jamás había llegado a visitar, ésta le preguntó acerca de la posibilidad de colocarse a servir en la casa de alguna familia necesitada de lo que entonces todavía se llamaba criada.
Su hermano tenía contactos con antiguos compañeros de cuartel, algunos de los cuales (¿quién dijo que el Ejército era clasista?) provenían de familias de clase acomodada. Recurriendo a ellos antes de que el tiempo se encargara de enfriar estas efímeras amistades, ambos hermanos pudieron llegar al fin a un acuerdo con los padres de un tal Joaquinito Rubio, un chico muy listo que había sido cabo furriel en la compañía del hermano de Rufi y que ahora, retornado a la vida civil, estudiaba en Madrid para ser abogado como su padre. Casualmente su criada se había despedido hacía apenas un mes para casarse con un viajante de comercio, y desde entonces sus padres habían estado buscando una sustituta. Sí, cierto que había muchas donde escoger... Pero ellos querían alguien de confianza. Con Rufi no había problema; Joaquinito conocía bien a su hermano y medió ante sus padres hasta conseguir que fuera precisamente ella la elegida.
Hay circunstancias que suponen un cambio transcendental en la vida de las personas, y esto fue precisamente lo que le ocurrió a Rufi. Años más tarde recordaría nítidamente la escena con una mezcla de compasión y nostalgia: La vieja maleta repleta con sus escasos enseres, su familia despidiéndola -principalmente su madre- con lágrimas en los ojos, su hermano acompañándola en éste su primer viaje digno de tal nombre, el Tío Colás sentado pacientemente en el pescante de su destartalado carro, único vehículo disponible en el pueblo para llegar hasta la más cercana -cuarenta kilómetros- estación de ferrocarril...
Y luego el tren, un traqueteante y lento correo que habría de parecerle a la ingenua Rufi -que viajaba, por supuesto, en tercera- el súmmum de la modernidad. Ella, que hasta entonces sólo había montado en borrica y, excepcionalmente, en el carro del Tío Colás, se sentía ahora transportada en las rápidas alas -bastante duras, eso era cierto- del mismo viento.
La llegada a la capital, una pequeña población enquistada en pretéritas centurias y que, como tal, gozaba de casi todos los vicios y carecía de la práctica totalidad de las presuntas virtudes que siempre se les han supuesto a las cabeceras provinciales, supuso no obstante para la intrépida viajera la más excitante de las experiencias jamás disfrutadas a lo largo de su hasta entonces anodina vida. Todo era nuevo para ella: Los automóviles -escasos, pero existentes- el bullicio relativo de las calles, los modestos escaparates de las tiendas... Todo, en suma, aunque sin duda su mayor impresión vino dada por el viaje en coche -el primero de toda su vida- con que le obsequiaron sus nuevos señores que, gentilmente, habían ido a recogerlos a la estación.
Y de allí a la casa, un auténtico palacio para una atribulada Rufi que descubría, también por vez primera, lujos asiáticos tales como un cuarto de baño completo o, simplemente, una calefacción central. Por lo demás, los señores de Rubio resultaron ser tremendamente cariñosos y comprensivos esforzándose además en intentar romper un hielo que no existía más que en la obnubilada mente de la pobre Rufi. Su tarea, le explicaron, sería sencilla y descansada, pues el matrimonio vivía solo en la casa excepto cuando Joaquinito, hijo único por cierto, volvía de vacaciones a la casa paterna. En cuanto a sueldo y condiciones de trabajo, algo que a Rufi no se le hubiera ocurrido siquiera discutir, suponían ambos tal mejora con respecto a las míseras condiciones de vida del recién abandonado pueblo, que semejaban de hecho ser lo más parecido a Jauja para alguien acostumbrado a trabajar de sol a sol sin más remuneración -cuando la había- que una insuficiente pitanza.
Pasaron los meses y Rufi se fue acostumbrando poco a poco a su nueva vida con esa facilidad que proporcionan los tránsitos de peor a mejor. Acostumbrada a las rudas tareas del campo, sus obligaciones como criada no podían parecerle sino un descansado regalo; y, por lo demás, sus señores la trataban si no como a una hija -eso hubiera sido impensable para el rancio matrimonio- sí como a una allegada, lo cual revestía especial importancia para la pobre muchacha, habituada como estaba a unas relaciones humanas mucho menos sofisticadas y agradables.
Y al fin llegó el verano, y con él vino a la casa Joaquinito, el hijo de los señores, recién acabado con más pena que gloria el curso correspondiente a sus estudios de derecho; y, aunque Rufi ni siquiera lo sospechaba entonces, fue allí donde comenzó su calvario, un calvario precedido por una fugaz y a la postre amarga felicidad. Joaquinito era amable y simpático, y siempre bromeaba con ella tratándola con una familiaridad de la que jamás habían hecho gala sus padres. Rufi, por su parte, era joven e inexperta y... Bien, ocurrió lo que tantas veces se ha relatado de las relaciones entre el señorito y la criada. Lamentablemente, Rufi tuvo la mala suerte de quedar embarazada a los pocos meses de iniciado su secreto romance; lo que le sirvió para abrirle los ojos ante el mundo de una manera tan cruel como efectiva.
Joaquinito, tan dulce y cariñoso hasta entonces, se reveló como una persona completamente distinta a la que ella había conocido hasta ese mismo momento: Hosco hasta la desesperación, se negó a compartir con Rufi un problema que, según él, era exclusivamente suyo; además, él tenía que volver a Madrid para continuar con sus estudios de derecho, por lo que ni tan siquiera podía retrasar en unos días su marcha. Ella era mujer, y se suponía que las mujeres sabían cómo solucionar estas cosas; además, añadió por último para desesperación de la atribulada Rufi, ¿cómo podía saber él que el fruto del pecado era suyo y no de otro?
Peor aún fue la reacción de sus señores, los padres de Joaquinito; no tan brusca, quizá, como la de su malogrado amante, pero sin duda mucho más cruel incluso para una sensibilidad tan embotada por la falta de uso como era la de Rufi. A la inicial incredulidad dio paso un monumental soponcio de la señora continuado automáticamente por una explosión de ira fría por parte del señor. Ciertamente que Rufi apenas se enteró de buena parte de los sutiles conceptos que emplearon sus educados señores, pero la esencia del tema estaba clara: No sólo habían llegado a la conclusión de que Rufi mentía descaradamente (el felón de Joaquinito, huelga decirlo, había puesto a todos los santos por testigos de su inocencia al ser llamado a capítulo por sus severos padres), sino que también dedujeron en buena lógica que la moza, además de deshonesta, pretendía sacar partido de sus propias flaquezas a costa de un ingenuo y casto joven y de su intachable familia.
Estaba en juego, pues, algo tan importante como la propia e impoluta honra de la casa, lo más sagrado de entre todo el importante surtido de valores cristianos de que gozaba la misma. La cuestión era muy seria, tan seria que sólo disponía de una única solución: La marcha voluntaria de la pecadora a un lugar lo suficientemente alejado como para impedir la mancilla de la casa. Y, aunque a Rufi esto le sonaba a expulsión inmediata, no le cupo otra solución que la de acatar el veredicto puesto que, a cada protesta suya, se incrementaban proporcionalmente el disgusto de la señora y la gelidez de su esposo. Un sexto sentido le advertía de la conveniencia de guardar silencio y aceptar un castigo que ella estaba razonablemente segura de no merecer, por lo que a la postre capituló sin condiciones a la espera de algún gesto de magnanimidad por parte de sus jueces y censores.
Y el gesto llegó. Claro que éstos no podían volverse atrás en su veredicto, eso tenía que comprenderlo, pero dado que una de las más preciadas virtudes cristianas era la del arrepentimiento y Rufi había dado evidentes muestras de contrición, harían todo lo posible por suavizar la precaria situación económica en que quedaba su antigua criada no tanto por ella sino por el inocente fruto del pecado que habría de nacer meses después. Eso sí, con la ineludible condición de que Rufi jurara solemnemente no volver a poner los pies en aquella casa ni intentara molestar a ninguno de sus habitantes, en especial al pobre Joaquinito que bastante tenía ya con sus dificultosos estudios.
Así fue como Rufi se vio de pronto de patitas en la calle sin mas bagaje que su modesto equipaje, una regular cantidad de dinero en el banco y una nueva vida pugnando por crecer en su vientre. Podía ser ingenua e inexperta, pero en modo alguno cabía tacharla de cobarde; así que, afrontando con entereza la penosa cuesta arriba en la que repentinamente se había transformado su vida, decidió dejarse llevar por el más fuerte de todos los instintos heredados por la humanidad de sus antepasados animales: el de supervivencia.
Sin embargo, no todo iba a ser tan fácil como pensaba. La ciudad era pequeña, y los círculos de amistades en los que se había movido (fundamentalmente criadas como ella) eran un hervidero de cotilleos en los que se despellejaba inmisericordemente, y no por cierto de una manera puramente metafórica, a todo aquél que tenía la mala suerte de caer en desgracia. Huelga decir que la pobre Rufi fue elegida rápidamente como víctima propiciatoria por parte de sus antiguas amigas, hasta el punto que se vio obligada a huir de aquellas arpías que hubieran gozado probablemente de haber podido arrancarle los ojos.
No le quedaba, pues, otro remedio que volver a su pueblo, y hacia allí encaminó sus pasos para encontrarse tan sólo con una nueva decepción: Las dos únicas personas que hubieran podido ayudarle a superar su difícil trance no estaban ya en disposición de hacerlo. Con su madre postrada en cama aguardando pacientemente la muerte y su hermano mayor recién emigrado a Europa, Rufi vio cómo sus últimas esperanzas se derrumbaban sin remedio mientras que el resto de los miembros de su numerosa familia, hermanos incluidos, la miraban no ya como a una intrusa sino como a una cualquiera.
Humillada como nunca creyó que pudiera llegar a estarlo, Rufi huyó de aquel pueblo maldito buscando, si no la salvación si al menos el descanso del olvido, en el único lugar que le parecía maravilloso aún cuando sólo lo conocía por referencias vagas e indirectas: Madrid, la mítica capital de España que a ella se le antojaba en aquel momento como el súmmum de la prosperidad. Y, cuando se apeó de un vagón de tercera en la para ella inmensa estación de Atocha, ignoraba por completo que no hacía sino seguir los pasos de todas aquellas infortunadas chicas de provincias que, deseando rehacer sus vidas o simplemente encarrilarlas en pos de un futuro mejor, tan sólo habían conseguido hundirse en la vorágine devoradora de la gran e inhumana metrópoli. Aunque aún lo desconocía, su calvario, lejos de concluir, no había hecho sino comenzar.
Esta etapa de su vida habría de ser tan convencional, aunque ella entonces no lo sabía, que bastaría con unas breves pinceladas para reflejarla. Alojada en una mísera -pero barata- pensión situada no demasiado lejos de la estación de Atocha, Rufina se preparó para afrontar los dos problemas que le acuciaban en aquel momento: La búsqueda de un trabajo con el que ganarse la vida, y la preparación para un parto que cada vez se presentaba más próximo. Ninguna de las dos cosas se presentaban como fáciles: Rufina no sabía sino servir, y su ya evidente embarazo no le facilitaba precisamente las cosas en una ciudad que, aunque grande, continuaba siendo extremadamente puritana al menos en los círculos sociales en los que se podía encontrar una colocación de este tipo.
Pasados varios meses la situación comenzó a agravarse preocupantemente. Sus ahorros, aún sumados al dinero proporcionado por sus antiguos señores, no alcanzarían a durar demasiado máxime teniendo en cuenta el gasto adicional que le producirían tanto el parto como la posterior crianza de su hijo. Y lo peor de todo, era que cada vez veía más claramente la dificultad de encontrar trabajo en sus circunstancias particulares. Maldijo a su seductor, y maldijo también al fruto que llevaba en sus entrañas; pero esto no le solucionó su problema.
Por una ironía del destino el parto coincidió con la desaparición de sus últimos ahorros. Y, cuando volvió a la pensión que era su único hogar con su hijo recién nacido como único patrimonio, se encontró con un nuevo dilema, el de pagar comida y alojamiento con un dinero del que carecía por completo. El dueño del establecimiento se mostró comprensivo, pero al mismo tiempo inflexible: Sí, comprendía perfectamente su problema y le gustaría ayudarla, pero había que tener en cuenta que su negocio apenas le daba para vivir y que no podía permitirse el lujo de regalar cama y comida siquiera a una sola persona. Claro que, bien pensado, si ella quisiera quizá podrían llegar a un acuerdo satisfactorio para ambas partes.
Aun con toda su repugnancia, Rufina aceptó. ¿Qué otro remedio le quedaba? Al fin y al cabo, el dueño de la pensión no era muy exigente y se conformaba con poco; y ella, por su parte, tenía así garantizados tanto el alojamiento como la manutención. Tarde o temprano conseguiría un trabajo y podría acabar con esta humillación no por necesaria menos desagradable.
Pero pasaron los meses y Rufina siguió sin encontrar el tan deseado trabajo. Un buen día, su patrono le sugirió que le hiciera un favorcillo a un amigo suyo que se encontraba muy alicaído; la recompensa era substanciosa y en metálico, y Rufina acabó aceptando no por ella, como se repetía una y otra vez, sino por su hijo, que arrastraba desde hacía tiempo una infección para la que los médicos le recetaban un caro antibiótico.
Semanas después fue otro amigo el que requirió sus servicios previo pago también en metálico. Y, aunque su hijo ya había sido curado con el antibiótico, Rufina no pudo decir que no; era tan poco lo que le pedían, y tanta la recompensa...
Pasados algunos años, Rufina no se planteaba ya el menor escrúpulo a la hora de ganarse la vida. Al fin y al cabo había encontrado trabajo, un trabajo que le rendía mucho más dinero del que jamás hubiera podido ganar sirviendo de criada en una casa cualquiera de Madrid y, ciertamente, de una manera mucho más cómoda una vez que se prescindía de los aspectos morales. Su hijo vivía aceptablemente bien gracias al mismo y, por encima de todo, esto era lo más importante.
No, no se puede decir que Rufina tuviera el menor interés en cambiar de vida, aunque sí que se planteó seriamente el mejorarla. No había tardado mucho en descubrir que dentro de ese opaco mundo había muchos niveles y ella, que se había visto forzada a comenzar por el escalón más bajo, intentó desde el mismo momento en que pudo subir todos los peldaños posibles. Así, su primera decisión en este sentido fue la de emanciparse de su primer chulo, el dueño de la pensión, cosa que realizó al tiempo que buscaba otro alojamiento más acorde con su nuevo estado social. Inteligencia no le faltaba a la buena de Rufi y belleza corporal tampoco, por lo que no le fue demasiado difícil comenzar a escoger a sus clientes a partir de clases sociales más selectas que aquéllas a las que pertenecían los pobres miserables que habían marcado sus primeros pasos dentro de su ya definitiva profesión.
Quien la hubiera conocido en sus años de moza casadera en el pueblo, quien la hubiera tratado más tarde durante su etapa de criada provinciana, no la asociaría sin duda con la refinada profesional en que se había convertido Rufi (su diminutivo familiar, ahora convertido en nombre de guerra) en el plazo de tan sólo unos años. Y, ciertamente, tan sólo el inconveniente de carecer de todo tipo de estudios le había impedido ascender a lo más alto de la cúpula de su profesión; dicen que todas las personas nacemos con un conjunto de aptitudes personales que sólo en algunos casos pueden llegar a verse cristalizadas y reflejadas en forma de éxito social o simplemente profesional; y, aunque quede mal decirlo, era evidente que Rufi había nacido para ello.
Únicamente una cosa, ciertamente importante, había venido a perturbar su vida: la muerte de su hijo, apenas a los tres años de edad, víctima de una tuberculosis que los médicos no supieron atajar a tiempo. Irónicamente, el obstáculo que le había impedido retornar a su anodino trabajo de criada había desaparecido en un momento en el que Rufi tenía completamente claro que jamás volvería a ser criada de nadie... Pero así eran las cosas, y así había que tomarlas.
Por lo demás, Rufi fue labrándose poco a poco un nombre en el difícil y subterráneo mundo por el que había acabado moviéndose, todo hay que reconocerlo, como un pez en el agua. Sin llegar a la sofisticación exquisita que sólo quedaba al alcance de unas cuantas elegidas, Rufi hacía mucho que había abandonado el sórdido mundo de las esquinas y los chulos patibularios para alcanzar un cómodo estatus en el que su clientela, procedente fundamentalmente de la clase media o media acomodada, nunca llegaba a faltarle ni nunca le abrumaba a causa de lo elevado de su número. En definitiva: Prescindiendo de prejuicios hipócritas que hacía mucho que ella había abandonado, Rufi vivía francamente bien.
Allá por la segunda mitad de los años setenta, justo después del fallecimiento de Franco, la apertura moral y de costumbres que acompañó a la llamada transición política tendría lugar un cambio radical en la vida de la buena de Rufina. Tímidamente al principio y de una manera más decidida después, comenzaron a aparecer los primeros productos de una industria erótica que era por primera vez legal en España después de varias décadas de rigurosa (e hipócrita) censura. Rufi, que había alcanzado ya esa edad que los hombres califican de madurita y que comenzaba a sufrir seriamente la competencia de sus colegas más jóvenes, vio rápidamente cómo esta nueva puerta que se le abría podría llegar a suponer una nueva etapa de jugosos y cómodos ingresos sin, como quien dice, tener que mover un solo dedo; así que, imbuida por la audacia de los precursores, no se lo pensó dos veces y se fue a entrevistar con el director de una publicación entonces recién fundada.
Fue aceptada, y muy pronto su cuerpo desnudo y sensual dejó de ser privilegio de unos pocos para pasar a ser gozado, siquiera visualmente, por decenas, quizá centenares de miles de españoles. Su éxito fue rotundo, lo que sumado al auge que experimentaba un sector desbordado completamente por el hambre de sexo que embargaba entonces a nuestro país, convirtió rápidamente a la sagaz Rufi en una estrella del naciente erotismo español. Revistas y películas, aún las más osadas, dieron cobijo en sus páginas y en sus fotogramas a una desinhibida Rufina para la que tan sólo existía un límite que aplicaba a rajatabla: El buen gusto, ese concepto tan resbaladizo y sutil que no obstante marca nítidamente la frontera que separa al arte de la burda grosería.
Pero, como suele ocurrir en casi todos los casos, pasados algunos años le comenzó a resultar extremadamente difícil continuar manteniéndose en la cresta de la ola. ¿Las razones? En primer lugar, el sarampión erótico comenzó a remitir tras los primeros años de euforia; muchas revistas comenzaron a cerrar y otras, las más, se pasaron con armas y bagajes a la pornografía más soez buscando desesperadamente a su público entre las capas más vulgares de la población masculina. Las revistas de calidad, por último, eran en su mayor parte propiedad de cadenas multinacionales e importaban directamente el material gráfico de sus casas matrices radicadas en otros países; y en cuanto al cine, la situación era aún peor.
Si a todo esto sumamos el hecho de que los gustos de la gente digamos, corriente, se enfocaron a su vez bien hacia la morbosa contemplación de actrices y cantantes famosas (aunque sesentonas y celulíticas la mayor parte de ellas, bien hacia jovencitas lozanas de dieciocho o veinte primaveras (con las cuales, hay que reconocerlo, a su edad le era ya casi imposible competir), no será muy difícil llegar a la conclusión de que a la pobre Rufina le urgía, una vez más, replantearse de nuevo su actividad profesional.
Su salvación estuvo en esa ocasión en el mundo del espectáculo, mucho menos sacudido por los vaivenes de la moda que el errático mercado del cine o las publicaciones gráficas. Aunque cuarentona estaba todavía de buen ver, y no era lo mismo posar para una revista (eso lo hacía cualquiera con un mínimo de encantos físicos) que actuar en directo delante del público; ciertamente, esto último no estaba al alcance de cualquiera, lo que le suponía un respiro importante.
No le resultó nada difícil ser contratada por el empresario de un pequeño teatro especializado en espectáculos picantes; aunque para este trabajo no se requerían unas especiales dotes dramáticas, sí era necesaria una cierta dosis de tablas, requisito que Rufi cumplía a la perfección; además hasta cantaba, ni mejor ni peor que tantas y tantas aspirantes a estrellas del disco que pululaban por ahí con tantas ínfulas como desvergüenza... Rufi, al menos, cobraba un precio razonable, sabía desenvolverse aceptablemente en el escenario y, lo que era más importante, era perfectamente capaz de encandilar a los espectadores. Pasadas brillantemente las pruebas a las que fue sometida, la veterana cortesana comenzó un nuevo capítulo de su carrera esta vez como actriz de espectáculos eróticos.
En contra de lo que pudiera pensarse, Rufi desempeñó brillantemente su cometido combinando sabiamente el atrevimiento con el buen gusto, mezcla poco habitual en estos ambientes y en la que volvió a estribar, de nuevo, su fulgurante éxito. Apenas unos meses después, pudo permitirse el lujo de rescindir el contrato que le ligaba a la sala de espectáculos merced a la tentadora oferta que le hicieron los responsables de un local mucho más importante y encopetado. La fortuna le sonreía una vez más, pero Rufi sabía que la azarosa profesión que en día ya lejano se había visto obligada a aceptar nunca le podría garantizar una vejez tranquila y sin sobresaltos; tenía, pues, que considerar que el futuro, tarde o temprano, vendría a negarle todo lo que ahora generosamente le ofrecía. Cierto que tenía ahorros razonablemente bien invertidos, pero quién sabía lo que podría acontecerle el día de mañana.
Y aconteció. Poco a poco, no de una manera brusca sino en forma de suave declive, pero llegó. Al fin y al cabo Rufi no era de ayer, y la sombra de los cincuenta comenzó a planear amenazadoramente sobre ella. Cierto que se conservaba magníficamente para su edad, pero la lozanía de los veinte y aun la madurez de los treinta, quedaban ya muy, pero que muy lejos del horizonte de Rufi. Sí, contaba con toda su experiencia y con todo su buen hacer, pero llegó al fin un momento, al cabo de varios años, en el que en su balanza particular el debe rebasó por primera vez al haber.
Fue entonces cuando comenzó su lento, pero ya irreversible declive. Un buen día, le comunicaron que no podían renovarle el contrato... Tenía que hacerse cargo; el espectáculo iba a menos, el empresario a duras penas conseguía enjugar los gastos y... Deseaba una renovación, para lo cual había contratado a una pareja de jovencitos (ambos varones, cuanto menos genéticamente) que prometían ser la sensación del año. Él lo sentía mucho, estaba muy satisfecho de su relación profesional a lo largo de todos estos años, pero le gustaría que se diera cuenta de que...
Rufi se vio en la calle, pero no por mucho tiempo aunque, eso sí, tuvo que aceptar el descenso de unos peldaños en su hasta entonces impoluta carrera profesional. Su nuevo teatro no era tan elegante, ni los asistentes al mismo tan exquisitos, pero era un trabajo al fin y al cabo y eso era lo único que importaba en estos momentos de declive. Sus ganancias eran sustancialmente menores y su orgullo herido le escocía como si estuviera en carne viva, pero al fin y al cabo significaba comida aunque sus habituales exigencias relativas al buen gusto se vieron forzadas a una drástica limitación.
¡Qué se le iba a hacer! Así tiró algún tiempo hasta que, de nuevo, vio aparecer ante ella el fantasma del rechazo. Las palabras fueron distintas, más burdas en esta ocasión, pero no por ello muy diferentes en sentido de las anteriores: Tenía que irse dado que ya no interesaba al público... Y se fue.
En esta ocasión se tomó algún tiempo de descanso, principalmente buscando evaluar las posibilidades que le brindaba el futuro. Sus ahorros le podían permitir un retiro digno, pero apurado; y ella, ciertamente, no se sentía tan vieja, amén de que se había acostumbrado a un nivel de vida al que no deseaba en modo alguno renunciar. Tenía que continuar, siquiera durante algunos años... Y continuó, si bien a costa de rebajar aún más sus exigencias hasta recalar en un infecto cafetucho de un barrio de no muy buena reputación; pero algo era mejor que nada, y esto le permitiría si no ahorrar (el dinero que la ofrecieron no daba para tanto), sí no gastar sus ahorros reservándolos para su inevitable jubilación.
Cierto que sus pretensiones artísticas se habían ido definitivamente al garete; su nuevo público era de trama gruesa y exigía de ella cosas que, si bien no la sonrojaban (sólo faltaba eso a estas alturas), sí que le desagradaban profundamente. Qué se le iba a hacer. Lo importante, por encima de todo, era comer; y aún podía darse por contenta si se comparaba con otras compañeras de profesión de su edad que no habían conseguido pasar jamás de la etapa callejera y que ahora arrastraban sus ajadas carnes por los más sórdidos barrios de la ciudad. Ella podía darse aún por privilegiada, y era plenamente consciente de ello; pero, no obstante, le resultaba enormemente difícil aceptar su declive cuando no mucho antes se había visto alzada en la cresta de la ola.
Sin embargo, lo peor de todo era la incapacidad real que tenía de satisfacer a sus groseros espectadores; cierto que sabía perfectamente lo que estos pedían; al fin y al cabo, era lo mismo que le andaba machacando todos los días el pelmazo del empresario. Y no es que le importara lo más mínimo desde el punto de vista del pudor; hacía muchos años que lo había perdido. Pero le sublevaba tener que renunciar a su sofisticado arte en beneficio de unas zafias exhibiciones que tenían mucho más de alarde anatómico que de elegante erotismo. Además, llegaba un momento en el que ya no sabía realmente qué hacer; ya no le quedaba nada más que enseñar, salvo que se diera la vuelta como un guante para mostrar sus propios entresijos al modo de las holoturias, esos parientes sin brazos de las estrellas de mar que cuando se sienten atacados expulsan los intestinos por la boca para librarse de sus enemigos.
Su trabajo se fue convirtiendo poco a poco en un verdadero infierno. Humillada por las exigencias cada vez más absurdas que le planteaban y asqueada por la abyección de todos los que la rodeaban, Rufi estuvo varias veces al borde mismo de la depresión nerviosa y, al menos en una ocasión, llegó a pensar muy seriamente en el suicidio. No lo soportaba, era algo superior a sus fuerzas; pero no tenía más remedio que aguantar siquiera durante algunos años si no quería verse obligada a arrastrarse por las calles a la busca desesperada de un bilioso viejo verde o de un jovencito desplumado en busca de su primera machada.
Pero las exigencias eran cada vez mayores y, y esto era lo peor, más imposibles de cumplir por mucho que se esforzara por arrinconar en lo más recóndito de su alma todos sus escrúpulos por nimios que éstos fueran. Amenazada de despido desde hacía ya algún tiempo, veía cómo su mundo (ya bastante erosionado, por cierto), comenzaba a derrumbarse a pasos agigantados sin que ella pudiera siquiera apuntalarlo; y ya no había más escalones por debajo, como muy bien sabía. Era su última carta, la última de una baraja en la que se habían hecho ya todos los descartes posibles.
Sin embargo aún había una solución, o al menos así le pareció a ella cuando el empresario le llegó con el enésimo ultimátum: todo era cuestión de buscar un espectáculo más atrevido y llamativo que todo lo que había estado haciendo hasta entonces, que todo también que lo que se hacía en otros lugares. Era una tarea realmente difícil puesto que, al menos aparentemente, ya se había hecho todo; pero era algo lo que todavía quedaba, algo que le podía permitir retirarse sirviendo al tiempo de apoteosis y de canto de cisne; porque, lo que estaba meridianamente claro era que esa actuación habría de ser necesariamente la última: el esfuerzo era tal, que nunca podría volver a repetirla. Pero se marcharía, eso sí, con la cabeza bien alta y la convicción íntima de haber pasado a la pequeña historia del erotismo por méritos propios. Sí, merecía la pena a pesar del importante sacrificio que requería.
Habló con el irritante empresario. No le contó ni mucho menos la totalidad de su plan; tenía que ser una sorpresa para todos si quería obtener el efecto deseado. Sí que le dijo, no obstante, que su espectáculo de despedida iba a ser algo nunca visto y que haría muy bien en promocionarlo como tal.
El fulano era duro de mollera, pero en modo alguno se le podía tachar de tonto; y, aunque insistió una y otra vez en su deseo de conocer los detalles, al final acabó plegando velas convencido por la vehemente Rufi de que algo gordo se estaba realmente cociendo. Y así, entre promesas de echar el resto en la promoción del simpar espectáculo y lamentos por la retirada definitiva de su mejor estrella (al parecer ya no se acordaba de sus reiteradas amenazas de despido), el avispado gerente se dispuso a organizar lo que olfateaba que sería el mejor negocio de toda su vida.
La fecha quedó fijada a un mes vista, período de tiempo que se tomó Rufi para preparar convenientemente la escenografía. Encerrada en su casa a cal y canto, nadie salvo ella supo lo que se cocía entre esas cuatro paredes mientras todos los medios de comunicación afines siquiera tangencialmente al mundillo del erotismo se hacían eco de una singular campaña de prensa hábilmente organizada por el dueño del teatro en el que iba a tener lugar la tan esperada representación.
Y llegó el día. El pequeño teatro estaba abarrotado como no la había estado nunca a pesar de los altos precios a los que se habían cobrado las entradas; al menos desde este punto de vista, la iniciativa había sido un éxito. Al otro lado del todavía bajado telón, una Rufi ataviada de plumas y lentejuelas esperaba pacientemente al momento. Ya era demasiado tarde para echarse atrás, hecho que le infundía un valor que estaba muy, pero que muy lejos de sentir.
Llegaron los avisos y, tras ellos, se alzó el telón: comenzaba el espectáculo. Rufi empezó tal y como lo había hecho siempre; en su estrategia particular había dividido su actuación en dos partes perfectamente diferenciadas, la primera de las cuales no podía ser más convencional: Esperaba, de hecho, impacientar a la gente buscando así un mayor interés al epílogo -porque epílogo era- de su a pesar de todo inusual espectáculo. Así que, todo era cuestión de echarle paciencia e, incluso, morosidad; la inquietud humana haría por sí sola el resto.
Fue justo cuando se despojó de su última prenda, quedando completamente desnuda a los ojos del público, cuando comenzaron a oírse los primeros silbidos. No les faltaba razón en su protesta; ellos habían pagado por ver algo más... Y no les defraudaría. En un rincón del escenario, habitualmente desnudo durante sus actuaciones, se alzaba un pequeño atril forrado en telas de vivos colores que escondía, oculto a todos, el secreto de última actuación. Absolutamente nadie, ni tan siquiera los propios empleados del teatro, sabía qué era lo que se escondía detrás del decorado objeto; solamente Rufi conocía su exacta naturaleza, puesto que ella misma lo había depositado en ese lugar justo antes de levantarse el telón. Sorpresa absoluta, pues, aunque sólo ya por unos pocos segundos. El momento definitivo había llegado al fin.
Dando un ágil y estudiado salto, Rufi se colocó junto al atril. Un instante después, su mano derecha empuñaba el objeto oculto hasta entonces: un enorme y afilado machete al que las chillonas luces de colores que iluminaban el escenario arrancaban destellos sanguinolentos en su bruñida superficie. En un instante los gritos soeces, los silbidos y los pateos que hasta ese mismo momento habían atronado en el ambiente desaparecieron como por ensalmo, sustituidos fulminantemente por un silencio sepulcral en el que se mascaba el drama. Algunos espectadores de las últimas filas, repentinamente inquietos, intentaron alcanzar las puertas de la sala; tarea inútil, puesto que Rufi había sobornado previamente a los porteros consiguiendo que éstas, contraviniendo la normativa legal, permanecieran cerradas a cal y canto. Del acceso al escenario desde los camerinos se había encargado ella misma.
Sin embargo, la mayor parte del público continuó sentado en sus butacas contemplando hipnotizado la escena que ahora se desarrollaba vertiginosamente ante sus ojos: Tras unas efectistas fintas, una Rufi que parecía transfigurada en una mitológica diosa guerrera asió con la mano libre el extremo de su larga y suelta cabellera, la cual cortó de un rápido y fiero tajo a ras mismo del cuero cabelludo.
El rugido mitad de horror mitad de admiración que brotó del fascinado público hubiera servido por sí solo para satisfacer plenamente sus ansias de triunfo; sin embargo, la actuación no había hecho sino empezar. Arrojando al suelo con desprecio su trofeo, Rufi acometió con decisión suicida el siguiente paso de su apoteosis final cercenando limpiamente sus dos orejas con sendos certeros mandobles.
La sala era ahora un animal enjaulado que rugía rabioso en el paroxismo de la excitación. Algunos aporreaban febrilmente las puertas en un estéril intento de abandonar el recinto; otros, los más osados, intentaron saltar al escenario siendo inmediatamente detenidos por la amenazante arma de la rabiosa Rufi. Los más permanecían sentados en sus asientos y no faltaba quien, doblado en un rincón, vomitaba silenciosamente ignorado por sus vecinos más próximos.
Rufi sabía que a partir de entonces el tiempo era oro por lo que, apenas consiguió ver despejado el escenario, segó con toda limpieza sus dos pechos arrojando los sanguinolentos despojos, cual si de una Águeda pagana se tratara, a los aterrorizados ocupantes de las primeras filas. Un nuevo golpe y sus genitales, protagonistas de tantas y tantas historias, siguieron el mismo camino.
El final se aproximaba. La pérdida de sangre por un lado y la alarma que con toda seguridad había corrido por el exterior del teatro por otro, hacían que sólo le quedaran unos segundos para consumar su plan; los suficientes para que, con un último esfuerzo, se abriera de arriba a abajo el vientre y, soltando por vez primera el ensangrentado machete, sacara con ambas manos sus propios intestinos en una triunfal manifestación de victoria.
Cuando poco después los esfuerzos mancomunados de la policía desde el exterior y de los aterrados espectadores desde el interior consiguieron derribar al fin las puertas, Rufi era sólo un mutilado cadáver que se desangraba lentamente en el escenario. Empero, su desfigurado rostro exhibía una extraña mueca de satisfacción que tuvo la virtud de sorprender tanto a propios como a extraños.
Publicado el 1-11-2011 en NM