El valor de lo único
Andrés P. se sentía muy orgulloso de su apellido paterno. No era un apellido noble ni contaba con antiguos y rancios oropeles; de hecho, ni tan siquiera aparecía en los manuales de heráldica más completos, capaces de atribuir un presunto y lustroso escudo de armas al linaje más plebeyo. Y, hasta donde él sabía, sus ascendientes más directos habían sido modestos menestrales y campesinos, siendo él el primer universitario de la familia.
Pero su apellido era único. Literalmente único. Por un peculiar guiño del azar, había heredado de sus antepasados uno de los apellidos más infrecuentes de España. Tan infrecuente, que ni siquiera aparecía en los listados del Instituto Nacional de Estadística, que por motivos de secreto informático no informaban sobre aquellos que estaban registrados en número inferior a cinco. De hecho jamás había localizado a ninguna otra persona que lo compartiera, y solía divertirle que sus rotundas cinco sílabas causaran perplejidad a todos sus interlocutores cada vez que se lo preguntaban.
Andrés P. era heredero de una larga tradición familiar que había velado con celo por la preservación de tan inmaterial y preciado bien y, por lo que sabía, era ya el único que lo ostentaba tras la muerte de su padre y el prematuro fallecimiento de su hermano víctima de un accidente de tráfico. Así pues, y ante la inexistencia de ramas familiares laterales que pudieran servirle de alternativa, recaía sobre él la grave responsabilidad de perpetuarlo transmitiéndoselo a sus hijos... algo que, dicho sea de paso, no parecía urgirle demasiado dada su bien ganada fama de solterón, ya entrado como estaba en la cuarentena. Pero todavía tenía tiempo de sobra, se decía, por lo que no le corría ninguna prisa.
Fue por casualidad, gracias a una búsqueda por Internet, como alcanzó a saber que, en contra de lo que siempre había creído, sí había en España otra persona que se apellidaba igual que él con la cual, además, no guardaba el menor parentesco. Además su homónimo residía en el otro extremo de España, en una región en la que, hasta donde había podido averiguar, nunca habían vivido sus antepasados.
Picado por la curiosidad buscó la manera de ponerse en contacto con él, y finalmente lo consiguió. Y, como éste mostró la misma curiosidad, ambos convinieron en conocerse personalmente tras haber mantenido una correspondencia previa vía correo electrónico. La reunión tuvo lugar en Madrid por estar la capital casi a mitad de camino de sus respectivas ciudades, y ésta no pudo ser más cordial. Julio P., que así se llamaba su tocayo, resultó ser otro soltero de edad similar a la suya y, asimismo, con las mismas pocas ganas de perpetuar la estirpe, lo que motivó que de forma jocosa ambos establecieran una informal apuesta acerca de cual de ellos sería el último P. de la historia.
Tras relatarse sus respectivas crónicas familiares, ambos retornaron a sus respectivos lugares de residencia para retomar sus prosaicas actividades cotidianas, no sin antes prometerse mutuamente que mantendrían viva la recién surgida amistad. Y así lo hicieron, vía correo electrónico y telefónico, gracias a las facilidades que otorgaban las nuevas tecnologías.
Hasta que, algunos meses después, el cadáver de Julio P. apareció en su casa con evidentes signos de violencia. Puesto que vivía solo el cuerpo no fue encontrado hasta varios días después de ocurrida la muerte, y el hecho de que en su casa no faltara ningún objeto de valor hizo que la policía descartara de inmediato el móvil del robo.
Pero si no había sido ni un robo ni un atraco, ¿quién había asesinado a Julio P., y por qué? El fallecido apenas tenía amigos, pero tampoco enemigos, y trabajaba como autónomo en su propia casa. Aseguran los expertos que el crimen más difícil de resolver es aquél en el que aparentemente no existe motivo alguno, puesto que los investigadores se encuentran privados de pistas a las que poder seguir. Pero la Policía no se arredró y optó por lo lógico, rastrear en el ordenador del difunto todos los contactos, en su mayor parte profesionales, que éste había mantenido en los últimos meses.
Y, claro está, localizaron a Andrés P. Éste les explicó la manera en que se habían conocido, se explayó sobre la rareza de su apellido común y aseguró que desde un par de semanas antes del asesinato no había sabido nada de él debido a que éste estaba pasando por una etapa de mucho trabajo y no podía distraerse demasiado, razón por la que le había pedido que interrumpieran sus contactos periódicos durante algún tiempo hasta que él pudiera relajarse. Por esta razón no le había extrañado su silencio, hasta que se enteró por la policía de lo que había ocurrido. Mostró su pesar por la trágica muerte de su amigo y se ofreció para gestionar los trámites del entierro, dado que Julio P. carecía de parientes.
Aunque en un principio los inspectores que investigaban el caso dieron aparentemente por bueno su testimonio, poco a poco fueron estrechando el cerco en torno al que ya consideraban como el principal sospechoso. Y, pese a que Andrés P. esgrimió una coartada, la tenacidad de los sabuesos policiales acabó por arrinconarle hasta que, derrumbado, confesó el crimen.
Sí, había sido él quien mató a Julio P. sin auxilio de ningún cómplice -algo que ya había comprobado la Policía- y amparándose en la confianza de su reciente amigo. Su confesión, unida a la existencia de pruebas incriminatorias descubiertas por la Policía Científica, sirvió para dar por cerrado el caso, quedando Andrés P. en prisión preventiva a la espera del juicio y su correspondiente condena. En principio todo había terminado, pero el comisario que había dirigido la investigación se sentía intrigado por lo aparentemente absurdo del asesinato, máxime considerando que el convicto había sido hasta entonces una persona completamente normal y más bien gris en la que no cabía esperar la existencia de tendencias criminales. Así pues, ¿por qué lo había hecho?
Con la autorización del juez, y acompañado por el psicólogo del centro penitenciario, procedió a preguntárselo al propio interesado, algo que éste parecía haber estado esperando ansiosamente a juzgar por la presteza y la vehemencia con las que le respondió. Pero no lo hizo con el relato escueto de los hechos, sino mediante una anécdota histórica a la que recurrió a modo de metáfora.
-No sé si será usted -le explicó al policía- aficionado a coleccionar sellos; yo lo fui en mi juventud hasta que me cansé, pero gracias a ellos aprendí bastantes cosas de historia y geografía, e incluso un buen puñado de anécdotas curiosas. La que le voy a relatar es una de ellas, ignoro si real o apócrifa, pero en cualquier caso muy conocida dentro del mundillo filatélico.
Y viendo que sus dos interlocutores le manifestaban su desconocimiento, continuó:
-El sello más caro del mundo es, desde hace mucho, el famoso magenta de un centavo emitido en 1856 en la Guayana Británica. No voy a entrar en detalles sobre las circunstancias que hicieron que alcanzara esta singularidad entre tantísimas emisiones de todos los países y territorios del mundo, pero lo cierto es que en 1922 se subastó por la astronómica cifra de 37.000 dólares, siendo adquirido por Arthur Hind, un rico coleccionista norteamericano.
»Tampoco nos importan los distintos avatares por los que pasó el sello tras la muerte en 1933 de este coleccionista, sino lo que ocurrió en ese mismo año de 1922 poco después de que éste lo adquiriera. De manera fortuita un segundo sello similar al anterior cayó en manos de un marinero y éste, que poseía ciertos conocimientos filatélicos y conocía su valor, se lo ofreció Hind. El coleccionista, tras examinarlo con detenimiento comprobando que no se trataba de una falsificación, compró el sello por una elevada cantidad y, ante la mirada atónita del marinero, procedió a quemarlo, argumentando que así quedaba él como propietario del único ejemplar existente en todo el mundo.
-Discúlpeme, señor P. -objetó el comisario-, pero no alcanzo a entender qué relación puede tener esta historia con sus motivos para asesinar a Julio P.
-Está claro -respondió satisfecho el reo-. El hecho de que algo sea único incrementa enormemente su valor, tanto da que sea un sello o cualquier otra cosa... incluida una persona. Durante muchos años viví convencido de que era el único que ostentaba mi apellido hasta que un día, en mala hora, descubrí la existencia de mi rival. Así pues, no me quedó otro remedio que matarlo. ¿Lo entiende usted? Ahora sí estoy seguro de que no hay nadie en toda España ni, probablemente, en todo el mundo que me haga sombra. Así de sencillo.
El policía lo único que entendía era que se encontraba frente a un loco que había sacrificado una vida humana en aras de un absurdo delirio mental, aunque se cuidó mucho de decírselo. Al fin y al cabo, ya tenía la respuesta a su pregunta. Se despidió, pues, del recluso y acompañado por el psicólogo, que se había mantenido discretamente en silencio durante toda la entrevista, abandonó el locutorio.
-¿Qué le parece? -le preguntó a éste una vez hubieron abandonado el recinto-. Hay que estar como una regadera para matar a una persona simplemente por su apellido.
-Tiene usted razón -respondió su interlocutor-, se trata de un crimen absurdo. Este pobre desgraciado se obsesionó tanto con la singularidad de su apellido, que no estaba dispuesto a consentir que nadie le hiciera la competencia. Es triste que llegara a estos extremos por algo tan irrelevante; más valía que se hubiera llamado García, Pérez o López.
-Hombre -concedió el agente-, reconozco que puede ser normal, si ostentas un apellido poco frecuente, sentir un cierto prurito, llamémosle de superioridad, frente a quienes los tienen comunes; pero esto no deja de ser algo irrelevante, o al menos así me lo parece a mí.
-No es eso lo que más me preocupa -masculló el psicólogo-. Sabemos el motivo por el que Andrés P. asesinó a Julio P., y evidentemente no podemos interrogar a este último. Pero, a la vista de hasta donde hemos podido reconstruir de su perfil psicológico, me pregunto si Andrés no se limitó a adelantarse a su víctima.
Un sombrío silencio acompañó a sus palabras.
Publicado el 3-11-2015