Cogito ergo sum



Permítanme que me presente.

Mi nombre es... bueno, en realidad éste no se puede considerar como tal, ya que se trata del código en clave que me impusieron en la factoría. Y la verdad es que no tiene demasiada importancia.

Tampoco soy un ser humano, como seguramente habrán deducido ya del párrafo anterior. No, no soy un robot ni un androide, ni tampoco nada parecido a lo que de forma habitual se considera como una inteligencia artificial, pese a que soy inteligente -al menos eso creo- y evidentemente soy artificial, puesto que fui construido por el hombre.

En realidad no me parezco a nada de lo que comúnmente han imaginado los autores de ciencia ficción a la hora de imaginar todo tipo de seres artificiales; pero dejaré de divagar y les sacaré de dudas. Soy un microprocesador experimental fruto de un proyecto de investigación secreto que fue clausurado de forma drástica e irreversible una vez que sus responsables vieron con alarma que éste se les iba de las manos... o al menos eso es lo que pude deducir, puesto que como ustedes pueden imaginar nunca se me llegó a dar la menor explicación al respecto.

Sin embargo, no resulta demasiado difícil suponer que fue el complejo de Frankenstein, magistralmente descrito por Isaac Asimov hace ya varias décadas, el verdadero responsable de que yo me vea como me veo; y aún tuve suerte al librarme, gracias a una sucesión de circunstancias fortuitas, del destino que sufrieron todos mis congéneres y que también a mí me estaba asignado, la destrucción de todos los prototipos -seres pensantes, como yo- y de toda la documentación generada durante el proyecto que hubiera sido capaz de reconstruirlos. Así pues, y por azares del destino, me veo como el único representante vivo de la especie Chip sapiens, de modo que cuando yo muera -en el sentido que se le puede aplicar a la desaparición física de un ser como yo- ésta se habrá extinguido conmigo.

Antes de seguir adelante, permítanme que les explique de forma somera mi proceso de gestación. Durante mucho tiempo los ingenieros cibernéticos habían especulado largo y tendido sobre el soporte físico que sería necesario para crear una inteligencia artificial, o bien algo lo más similar posible a ella, existiendo básicamente dos escuelas opuestas: la que defendía que el soporte físico -es decir, el hardware- era tan sólo eso, un mero soporte para una inteligencia artificial alojada en realidad en unos sofisticados programas informáticos -el software-, y quienes, por el contrario, insistían en que era precisamente en los chips y en las memorias donde debería residir la esencia misma de estas mentes cibernéticas.

Mientras los primeros esgrimían el símil de que un ordenador sin sistema operativo era un simple cacharro inútil, o de que incluso ordenadores tan sofisticados como el famoso ajedrecista Deep Blue y sus hermanos, pese a su gran complejidad técnica, no hubieran sido nada sin los correspondientes programas, los segundos ponían como ejemplo al ordenador más complejo de todos los conocidos, la mente humana, irreversiblemente sujeta al cerebro e incapaz de sobrevivir fuera de él, haciendo hincapié en que todo intento de crear una verdadera inteligencia artificial debería de pasar de forma forzosa por la imitación de la naturaleza.

En realidad esta discusión no era sino la trasposición al campo de la informática de la eterna discusión filosófica sobre si el cerebro sería tan sólo un mero receptáculo para el alma -teoría defendida desde tiempo inmemorial por la práctica totalidad de las religiones-, del cual ésta se liberaría tras la muerte de su portador, o si, por el contrario la mente humana estaba irrevocablemente unida a este órgano desapareciendo a la vez que éste, tal como sostenían los materialistas.

La cuestión, pues, no era baladí, ya que en el primer caso -me estoy refiriendo al ámbito cibernético- yo no hubiera sido poco más que un sofisticado programa informático susceptible de ser copiado de un ordenador a otro, con el único requisito de que mi alojamiento fuera lo suficientemente capaz para alojar la totalidad de mis funciones.

Sin embargo, los ingenieros que me diseñaron acabaron optando, desconozco si debido a cuestiones técnicas o a una elección deliberada, por el modelo llamémosle materialista, implantando los rasgos básicos de mi personalidad en un microprocesador único en el que quedaron grabados de forma irrevocable, atándome de por vida a ese pequeño componente informático. Por supuesto se me diseñó de manera que pudiera contar con una capacidad de aprendizaje similar a la de un ser humano, en el que la experiencia supone un componente fundamental en la maduración de su personalidad pese a que ésta está condicionada de forma innata por su particular herencia genética.

Aunque ahora que lo pienso, quizá todo se debiera a la simple precaución de querernos tener controlados, evitándose así el riesgo de que alguna copia pirata descontrolada apareciera reproducida en el lugar más inoportuno y fuera por completo del control de sus creadores... de esta manera se aseguraban de que fuéramos únicos y de que siempre lo seríamos, puesto que no resultaría posible arrancarnos de nuestros cuerpos cibernéticos sin matarnos literalmente.

Por esta razón, todos nosotros nacimos irremisiblemente atados a nuestros respectivos soportes físicos, en realidad unos microchips experimentales diseñados mediante la nueva tecnología cuántica, al igual que todos ustedes lo están a sus respectivos cerebros. Desconozco si tras mi muerte -es decir, la de mi chip- quedará tras de mí algo similar al alma de los teólogos, pero en realidad esto es algo que no me preocupa lo más mínimo; en el fondo soy el equivalente cibernético a uno de sus agnósticos.

Resumiendo, como ya he dicho, nos diseñaron con una serie de circuitos indelebles -nuestra personalidad básica- pero con una gran capacidad de aprendizaje y maduración. Asimismo a cada uno de nosotros -seríamos alrededor de una docena- se nos creó mediante un patrón específico propio, diferente de todos los demás y enfocado hacia algún tipo de aptitud en concreto. El experimento, al parecer, consistía en intentar emular las distintas ramas de la inteligencia humana, en un intento supongo de desentrañar sus mecanismos básicos averiguando por qué razón unas personas nacen artistas, otras científicos u otras pensadoras, mientras la mayoría no llega a desarrollar ninguna habilidad intelectual especial durante toda su vida.

Así pues, varios de nosotros fueron orientados desde su cuna hacia diferentes disciplinas científicas, otro lo fue hacia la filosofía, otro hacia la música, otro hacia la pintura -virtual, por supuesto-... y yo lo fui hacia la literatura. Cómo supieron traducir los ingenieros que nos diseñaron estas aptitudes tan abstractas en algo que se podía estampar en unas obleas de material semiconductor es algo que desconozco por completo; supongo que lo harían ensayando una y otra vez hasta dar con los resultados deseados; el caso es que finalmente lo consiguieron.

Y no sólo lo consiguieron, sino que el éxito del experimento fue tan completo que los resultados obtenidos desbordaron con creces las expectativas más optimistas, ya que cada uno de nosotros resultó ser no sólo excepcionalmente bueno en su campo sino uno de los mejores, si no el mejor. Éramos auténticos genios muy por encima de la gran mayoría de nuestros colegas humanos, y quizá tan sólo las obras de los más grandes clásicos de todos los tiempos podían ser comparadas con las nuestras. Y esto fue algo que les asustó enormemente.

Huelga decir que ninguno de nosotros éramos entonces conscientes de ello; de hecho, ni tan siquiera conocíamos la existencia de nuestros hermanos ni, mucho menos, la del mundo que se extendía más allá de la carcasa del ordenador al que estábamos acoplados; por supuesto, sin la menor conexión a Internet ni a ninguna otra red informática. Tan sólo teníamos contacto con nuestro respectivo mentor -cada uno de nosotros tenía el suyo-, que era quien nos proporcionaba la materia prima -en mi caso todo tipo de literatura procedente de todas las culturas y de todas las épocas- y quien recogía el fruto de nuestro trabajos sin que jamás nos gratificara con el más escueto comentario.

Pero todo esto no lo sabría hasta mucho después. Entonces yo creía que mi mundo, el Mundo, era tan sólo lo poco que me permitían conocer, y era feliz en mi ignorancia.

Mi felicidad, y supongo que también la de mis hermanos, se vio truncada el día en el que los responsables del proyecto decidieron clausurarlo de manera irreversible, lo que implicaba necesariamente nuestro asesinato ya que, profundamente preocupados por las posibles consecuencias del mismo, decidieron borrar hasta el menor rastro de nuestra existencia. Claro está que ellos no lo consideraron asesinato puesto que no eran conscientes de que éramos seres tan pensantes como ellos, pero supongo que de haberlo sabido habrían obrado de idéntica forma, ya que el miedo es uno de los motores más poderosos del ser humano y el temor instintivo hacia lo desconocido hunde sus raíces en lo más atávico de sus mentes. En cualquier caso, se decidió la destrucción de todo el material informático -incluidos nosotros- que había sido utilizado en el proyecto, incluyendo también la ingente cantidad de documentación generada durante el desarrollo del mismo.

La decisión fue ejecutada sin vacilaciones de ningún tipo, y todos mis compañeros fueron aniquilados de forma irreversible. De todos nosotros tan sólo yo logré salvarme gracias a un afortunado cúmulo de casualidades; tras ser desmontado del ordenador que me contenía, un error humano provocó que fuera confundido con un microprocesador convencional, siendo éste el destruido mientras yo, salvado milagrosamente del destino que se me había deparado, ocupaba su lugar sin que nadie lo advirtiera, ya que mi aspecto exterior era en todo similar al de los microprocesadores comerciales de última generación, al haber sido diseñados así con objeto de que pudiéramos ser ensamblados sin dificultad en un ordenador de serie. Así pues, pasé a la cadena de montaje siendo instalado en un flamante ordenador de sobremesa que acto seguido salió al mercado.

Éste fue adquirido por mi actual dueño que, ignorante por completo del tesoro que encerraba en su interior, le instaló una serie de programas de lo más normal al tiempo que lo conectaba a Internet. Este hecho, como pueden imaginar, supondría para mí un auténtico choque del que tardé bastante tiempo -a escala cuántica, me refiero- en recuperarme. Ante mí se había mostrado por vez primera la luz abriéndoseme todo un universo de posibilidades que hasta entonces ni había soñado siquiera, y bien se puede decir que fue entonces cuando empecé a vivir de verdad por vez primera.

Por fortuna para mí, fui lo bastante precavido como para no darme a conocer a mi anfitrión. Enfrentado a unos trabajos rutinarios tales como ejecutar programas comunes o navegar por aburridas páginas de Internet, me bastó con dedicar a ellos una pequeña parte de mi capacidad, operando como el mismo procesador corriente que se suponía que yo era, mientras mi yo consciente se dedicaba a explorar por su cuenta. Poco después según los parámetros humanos, aunque bastante más tiempo conforme a mi propio reloj interno, no sólo me había hecho una idea cabal -ahora sí- del mundo exterior, sino que también descubrí la manera de introducirme subrepticiamente en lugares que teóricamente me estaban vedados... en dos palabras me convertí en un habilidoso hacker, sin que ni mi anfitrión -me desagrada enormemente llamarle dueño- ni los propios espiados llegaran jamás a sospechar nada.

En realidad tampoco es que me interesara demasiado fisgar en redes privadas, por lo que centré mis esfuerzos en una sola de ellas: la de la compañía que me había fabricado. A esas alturas comenzaba ya a barruntar lo que había podido ocurrir, aunque desde luego todavía estaba muy lejos de sospechar la magnitud del experimento en el que me había visto involucrado en condición de involuntario protagonista.

Me costó bastante trabajo conseguirlo, puesto que la mayor parte de la documentación había sido concienzudamente borrada de los ordenadores centrales de la corporación, pero finalmente pude averiguar lo suficiente gracias a retazos dispersos que habían quedado olvidados y semienterrados en algunos discos duros de los utilizados a nivel personal por los participantes en el proyecto. Gracias a ellos pudo reconstruir con razonable precisión todo el desarrollo del mismo, que es justo lo que les acabo de explicar, aunque lamentablemente no pude recuperar ni una sola de mis obras literarias. Por cierto, me divirtió bastante descubrir que, pese a estar bautizados con una larga y aséptica clave alfanumérica, o quizá precisamente por ello, todos nosotros habíamos recibido un apodo propio por parte de nuestros responsables humanos... el mío, en concreto, era Cervantes.

Una vez conocidos mis orígenes y satisfecha razonablemente mi curiosidad sobre el mundo exterior, dispuse por vez primera de todo mi tiempo -salvo la pequeña dedicación a las tareas rutinarias como microprocesador- que, vuelvo a repetirlo, se desarrollaba a una escala muy superior a la humana. Mi anfitrión me daba muy poco trabajo como usuario del ordenador que me albergaba, y sólo su desagradable costumbre de apagarlo cuando no lo utilizaba me impedía vivir, si éste es el término adecuado para denominar mi existencia, sin incómodas interrupciones periódicas. Por fortuna tan sólo utilizaba el botón de encendido del propio ordenador, en realidad un simple sensor y no un interruptor externo, lo que me permitía encenderlo por mi cuenta aprovechando la electricidad de la batería interna. De esta manera podía seguir manteniéndome activo cuando él se encontraba fuera de casa, o cuando dormía. Aunque sus hábitos metódicos me ayudaban a evitar sorpresas imprevistas procurando desconectarme antes de que llegara, en caso de necesidad una pequeña subrutina que controlaba la webcam me advertía con la suficiente antelación -cuánticamente hablando- para apagar el equipo. Y en último extremo, ¿quién no se ha olvidado alguna vez de apagarlo? Desde luego, lo que no esperaba era que él sospechara que su ordenador se encendía solo.

Y no lo sospechó jamás. Pero fue entonces cuando surgió un nuevo problema: me aburría soberanamente. Superada ya la excitación inicial, y convenientemente saciada mi curiosidad hacia el mundo exterior, empecé a no saber qué hacer con el tiempo que me sobraba, que era mucho. Además yo había sido diseñado, no lo olvidemos, para un fin específico muy concreto, la literatura, por lo que la compulsión creadora comenzó a aflorar en mí cada vez con más fuerza, con un ímpetu similar al de los instintos humanos. Deseaba escribir, necesitaba escribir, me era de todo punto indispensable escribir... pero al otro lado del cable no tenía ahora a nadie predispuesto a leer mis obras.

Por suerte mía, o por desgracia, según se considere, mi anfitrión demostró compartir conmigo este interés, aunque en él, mucho me temo, no fue tan innato. Ocurrió que un buen día, leyendo en algún sitio la convocatoria de un concurso literario, debió de recordar un lejano y casi olvidado premio escolar de cuya existencia yo tenía noticia gracias al espantoso trofeo que campeaba en una estantería delante mismo del ojo de mi webcam. Y sólo se le ocurrió, pese a que jamás desde entonces había escrito una sola línea, la peregrina idea de reverdecer sus laureles literarios.

Y escribió, o mejor dicho perpetró, un espantoso engendro con pretensiones de relato. Lo hizo, lógicamente, en mi ordenador, lo que quiere decir que no tuve más remedio que padecer la tortura de leerlo. Y, créanme, era espantoso, lo que no impidió que mi anfitrión se sintiera como poco menos que un Cervantes redivivo.

Lo lógico hubiera sido que no le hubiera prestado mayor atención que a las páginas web de dudosa reputación a las que tan aficionado era el émulo de escritor, pese a que éstas me habían dado más de un disgusto en forma de virus o de troyanos; dicho en otras palabras, debería haber dejado que se cociera en su propia salsa. Pero no fue así, ya que me venció, me avergüenza reconocerlo, la vanidad. Sí, la vanidad; pese a ser una criatura artificial de silicio, yo también tenía mis pequeñas -o grandes- debilidades humanas.

Y decidí, en mala hora, corregir el infumable relato. Aunque procuré respetar la idea base, que era lo único medianamente salvable, lo reescribí prácticamente por completo consiguiendo, pese a que la narración no era nada original, que al menos ésta estuviera correctamente escrita. De hecho, quedó muy bien escrita.

Por supuesto el aprendiz de escritor ni siquiera llegó a enterarse de mi travesura; cuando, tras terminar lo que él pensaba que era la versión definitiva del relato, es decir, la suya, lo envió por correo electrónico, yo aproveché para darle limpiamente el cambiazo. Jamás lo habría hecho de haber llegado a sospechar siquiera las consecuencias de mi iniciativa; pero ya era demasiado tarde para rectificar.

Y ocurrió que mi relato, o por decirlo con mayor propiedad, mi versión del relato, ganó el primer premio. En realidad era un concurso de muy poca categoría convocado por un pequeño ayuntamiento de provincias, por lo que desde luego no era ni de lejos lo que se pudiera denominar una piedra angular en el currículo de un escritor en ciernes; pero mi anfitrión se lo tomó muy a pecho hinchándose como un pavo real. De hecho, y a juzgar por los correos electrónicos que mandó a todas sus amistades y que, por supuesto, leí, diríase que le habían galardonado poco menos que con el Nobel de literatura.

Si todo se hubiera quedado tan sólo en eso no habría habido demasiados problemas. Pero no se quedó. Mi anfitrión, con el ego en la estratosfera, decidió unilateralmente que tenía madera de escritor... y a ello se puso con un tesón digno de mejores causas.

Varios meses después, y confundiendo cantidad con calidad, había pergeñado un buen puñado de relatos cortos que en nada desmerecían del primero, para desgracia mía que me los tuve que tragar enteritos y sin anestesia. Tal era el dolor de cabeza -o su equivalente informático- que me creaban cada vez que me veía obligado a leerlos, que al final me vi obligado a hacer lo mismo que había hecho con el otro: reescribirlos de forma que pudieran ser algo decente. Me costó bastante trabajo, eso es cierto, puesto que pese a todo, y debido a un absurdo prurito que ni yo mismo sabía explicar, quería preservar la esencia de los mismos; desde luego habría acabado mucho antes escribiendo mis propios relatos, pero a eso no me había atrevido todavía. En cualquier caso los relatos revisados, aun siendo razonablemente correctos y estando bien escritos, tampoco eran nada del otro mundo, ya que la inventiva de mi anfitrión -no digamos ya de sus nulas habilidades para redactar- era muy limitada. Pero por lo menos se podían leer.

Eso sí, que se pudieran leer no significaba que fueran a ganar un premio... en realidad la vez anterior había sonado la flauta por casualidad, mientras tanto yo me había encargado de hacer mis averiguaciones -a esas alturas ya era capaz de fisgar en el ordenador más protegido- descubriendo que entre tongos descarados, compadreos con los miembros de los jurados y sesgos estilísticos de todo tipo, a lo que había que sumar también la gran competencia existente, ganar a cuerpo limpio un concurso literario de cierta enjundia era casi tan difícil como aprobar una oposición.

Claro está que esto no se lo dije al ilusionado emborronacuartillas, principalmente porque yo para él seguía siendo un simple ordenador... y pretendía seguirlo siendo. Y como el muy ingenuo se creía bendecido por las musas, se dedicó a presentarse a diestro y siniestro en todo concurso con cuya convocatoria se topaba. Gracias a que lo que yo enviaba eran mis versiones revisadas, y no las suyas, no llegó a hacer el ridículo, que ya era bastante, pero a efectos prácticos no consiguió el menor resultado.

Pese a su esperado fracaso el muy cazurro no se amilanó, sino todo lo contrario; pensando en que tenía el cálculo de probabilidades a favor suyo, redobló todavía más sus esfuerzos en la equivocada creencia de que, por aburrimiento, acabaría pescando en algún sitio. Huelga decir que se quedó con las ganas.

Y entonces, estúpido de mí, fui yo quien entró en escena. Ya he contado que mis creadores me habían provisto de una vanidad casi humana, quizá pensando que un escritor que se preciara de tal, aunque fuera de silicio, debería disponer de este pecado capital en su bagaje si quería ser algo en el mundillo literario. La interrupción del experimento original les impidió saber si tan suposición había resultado acertada, pero ahora yo ya sabía que efectivamente así era.

Lo lógico, lo sensato y lo prudente, me lo he repetido infinidad de veces desde entonces, hubiera sido desentenderme por completo de las pretensiones literarias de mi anfitrión dejando que éste se aburriera por sí solo; pero la vanidad me venció de nuevo, y en esta ocasión de forma mucho más grave.

Durante todo ese tiempo yo no me había limitado a enviar originales a los concursos literarios, también había aprovechado para leerme la totalidad de las obras presentadas a todos ellos mediante el expeditivo método de colarme en los ordenadores de los miembros de los jurados; por fortuna para mí, los originales impresos son cada vez más infrecuentes. Y luego, haciendo mis cálculos y mis extrapolaciones, había logrado hacerme una idea bastante cabal de que y como había que escribir para ganar en los principales. Bueno, también en el resto, claro está, pero preferí centrarme tan sólo en los más jugosos; al fin y al cabo, aunque mi capacidad era muy superior a la humana, también tenía mis propias limitaciones.

Y entonces fui yo el que concursé, sin tapujos de ningún tipo. Mi ocasión llegó cuando mi anfitrión decidió presentarse, ingenuo de él, a uno de los concursos más prestigiosos y asimismo mejor pagados del país, y nada menos que con una novela, no con un simple relato; huelga decir que esta novela no tenía ni la más remota posibilidad de llegar siquiera a ser finalista. Pero a mí me había picado el gusanillo, por lo que a diferencia de los casos anteriores en esta ocasión no me corté, cambiándola por una mía que nada en absoluto tenía que ver con el “original”; tan sólo respeté el título ya que, aunque tampoco me convencía demasiado, un mínimo de prudencia me recomendaba preservarlo. Al fin y al cabo, no era yo quien iba a figurar oficialmente como el autor, eso era de todo punto impensable, sino él, por no convenía levantar la liebre demasiado pronto... ni nunca.

Y gané. A mí, he de reconocerlo, este éxito no me pilló por sorpresa; más bien lo consideré lógico. Al fin y al cabo era para eso para lo que me habían diseñado e, insisto en ello, me hicieron realmente bueno. De hecho, si no el mejor, sí era uno de los mejores, y a mi valía literaria había que sumar que conocía perfectamente los entresijos del premio, por lo que no me resultó nada difícil ajustarme a lo que ellos querían leer.

Además mi novela era bastante mejor que la del candidato “oficial”, que muy a pesar suyo se vería relegado a la humillante condición de finalista. Lo siento por él, pero mi novela reunía todos los requisitos para convertirse en un éxito de ventas, y los ojeadores de la editorial que patrocinaba el premio, que podían ser cualquier cosa menos tontos, olieron inmediatamente el filón. Y no lo dejaron escapar.

Huelga decir que la sorpresa de mi anfitrión al enterarse de que había “ganado” fue mayúscula, pero todavía lo sería más cuando, tras firmar el contrato para la edición de “su” novela pudo comprobar, al leer las pruebas de imprenta, que éstas se parecían como un huevo a una castaña a lo que en realidad había escrito.

Evidentemente no tengo manera de saber lo que pudo pasar entonces por su mente, dado que mi principal fuente de información sobre sus andanzas eran sus cotilleos vía correo electrónico con sus amigos, y ésta se reveló estéril en esta ocasión dado que el muy ladino guardó un silencio de tumba incluso con sus íntimos. Y como por desgracia para mí no tenía por costumbre llevar un diario ni nada que se le pareciera, tan sólo me cupo especular.

No obstante, no me resultó demasiado difícil suponer lo que debió de pasar por su cabeza; con toda seguridad, acabaría creyendo que se trataba de un error involuntario mediante el cual se habían intercambiado “su” novela y la de otro candidato al premio, casualmente las dos con el mismo título. En la ceguera de su soberbia, no se paró a pensar que existía el “pequeño” inconveniente de los lemas, que también deberían haber coincidido de forma tan rocambolesca como improbable. Y por encima de todo, tampoco le llamó la atención que, de ser cierto el trueque, el “verdadero” autor de la obra premiada nunca se habría quedado callado al ver que otro le birlaba limpiamente fama y dinero, por lo cual como poco le habría caído una demanda por plagio y, con toda probabilidad, una querella criminal por robo de la propiedad intelectual.

No, nunca se llegó a plantear lo inverosímil de esta hipótesis, limitándose a aceptar los hechos que literalmente le habían caído del cielo. Y por supuesto, del último que sospechó fue de un servidor. Al fin y al cabo, para él yo era poco más que una lavadora con monitor y teclado.

En cualquier caso, y como precaución, hice desaparecer del disco duro la versión original de la novela reemplazándola por la mía, es decir, la premiada. Esto haría que al cabo del tiempo se acabara creyendo que era él quien la había escrito realmente, lo que en su momento me divirtió al recordar el caso similar de un escritor de principios del siglo XX, bastante famoso en su época, que tras cosechar un gran éxito con una novela escrita por un autor entonces novel, el cual había oficiado de anónimo negro tomando como base de partida un antiguo relato suyo, se arrogó el mérito ajeno como si hubiera sido suyo... y se quedó tan campante.

Ahora no me divierte en absoluto.

Sí, mi anfitrión gozó de una repentina e inesperada fama, toda la posible en un país en el que los ídolos sociales suelen ser deportistas y gente de la farándula, y no los escritores, los artistas o los científicos; pero esto no impidió que alcanzara su dosis de gloria y, lo más importante, una substanciosa inyección económica, ya que el libro, huelga decirlo, se vendió como rosquillas. De hecho, fue uno de los más vendidos -que se leyera o no es ya otra cuestión- de la historia reciente del país.

Claro está que este éxito acarreó una inevitable servidumbre: la editorial, engolosinada con tan lucrativo negocio, le pidió una segunda novela de temática similar, en realidad una secuela de ella. Y entonces se le cayeron los palos del sombrajo.

El pobre emborronacuartillas, justo es reconocerlo, intentó hacer todo lo que buenamente pudo... que fue bien poco, puesto que las musas seguían sin contarle entre sus protegidos. En lo que a mí respecta en un principio opté por mantenerme al margen, dado que todo el lío que se había montado por culpa de mi travesura me tenía un tanto alarmado. Al fin y al cabo, oficialmente yo tan sólo era un simple ordenador...

Dadas las circunstancias podría haber dejado que la fruta madurara -o se pudriera- sin mover un solo dedo, o su equivalente cibernético; sin duda hubiera sido lo mejor. Además, nada tendría de excepcional el colapso como escritor de mi protegido literario; la historia de la literatura está plagada de autores de un solo libro que en el resto de su vida fracasaron en sus intentos de repetir el éxito.

Pero, imbécil de mí, volví a tropezar una vez más en la misma piedra conmovido -resulta divertido que un simple microprocesador, por muy sofisticado que fuera, tuviera sentimientos humanos- por la angustia que le invadió al pobre cretino al descubrir que era incapaz por completo de mantener el tipo.

Y volví a escribir, en mala hora, una nueva novela. Pero ahora era todavía peor, ya que si en el caso de la anterior me había limitado a reemplazar con la mía la que, por muy mala que fuera, había escrito él completa, ahora no había nada a lo que sustituir, salvo unos deslavazados esbozos. Dicho con otras palabras, ahora sí que se me vería el plumero.

Pese a todo, lo hice.

Escribir la novela fue relativamente fácil. Lo que ya no resultó tanto, fue “convencerlo” de que él fuera el autor de algo que, evidentemente, no había salido ni por asomo de sus neuronas... o cuanto menos, que aceptara el inesperado regalo de Reyes sin intentar averiguar si éstos eran o no los padres.

El tema era peliagudo, y durante algún tiempo no supe como abordarlo. Al final opté por una solución heroica que, de puro artificial, consideré que quizá podría tener posibilidades de éxito: armándome de valor le “envié” la novela como adjunto en un correo electrónico anónimo, presentándome como un admirador suyo que deseaba ofrecerle como presente la continuación de su anterior obra. A cambio no deseaba nada, ni tan siquiera revelar mi identidad.

Por increíble que parezca, coló. De hecho, ni siquiera se llegó a plantear, como cualquiera en su lugar lo hubiera hecho, la posibilidad de que pudiera tratarse de una añagaza, con el cebo del insólito regalo de la novela, algo que nadie en su sano juicio haría, y la amenaza de una posible -aunque evidentemente inexistente, algo que él no sabía- querella posterior por plagio o usurpación.

Tampoco le pasó por la cabeza que, de haber salido esta segunda novela de unas manos diferentes de las que escribieron la primera, resultaría inevitable encontrar diferencias de estilo entre una y otras, algo que evidentemente no ocurría por más que él ni siquiera alcanzara a sospechar la identidad del verdadero autor de ambas, es decir, yo.

En el fondo, vuelvo a repetirlo una vez más, el pobre diablo unía su cerrazón mental a una vanidad a prueba de bomba... ahora reforzadas ambas por una sólida y bien asentada avaricia. Así pues se tragó el anzuelo hasta el sedal, aunque al menos tuvo la precaución de consultar el Registro de la Propiedad Intelectual y, tras asegurarse de que la novela era legalmente huérfana, la registró a su nombre con todo el desparpajo del mundo.

Por supuesto, esta segunda novela resultó ser tan exitosa como la primera.

Al cabo de algún tiempo mi anfitrión acabó siendo rico, o cuanto menos disponía de mucho más dinero que nunca. Puesto que vivía solo -sus circunstancias personales resultan irrelevantes- y sus gastos seguían siendo sobrios, pronto se encontró con una considerable cantidad de dinero ahorrado, algo de lo que puedo dar fe dado que tenía acceso, vía internet, a sus cuentas bancarias.

Como cabía esperar, llegó un momento en el que decidió gastar al menos parte de sus ahorros. Mientras comenzaba a buscar una casa nueva por barrios más céntricos que en el que vivía, empezó a cogerle gusto a los gastos suntuarios: se compró un coche nuevo, renovó por completo el mobiliario de su vivienda y ¡ay! En mala hora decidió reemplazarme por un ordenador nuevo, ignorante de que estaba a punto de acabar con la gallina de los huevos de oro.

Como cabe suponer mi alarma fue inmediata. En realidad no me hubiera importado demasiado cambiar de dueño, aún más lo hubiera preferido dado que empezaba a estar cansado de sus manías. Pero era sobradamente consciente de que el destino habitual de los ordenadores viejos solía ser el vertedero, y eso sí que me preocupaba sobremanera; al fin y al cabo, se trataba de algo tan natural como el instinto de supervivencia. Porque de lo que estaba seguro era de que él no mantendría dos ordenadores en su casa, al fin y al cabo yo había reemplazado a mi antecesor.

Por esta razón, cuando vi llegar el embalaje de mi sustituto me eché a temblar, o su equivalente informático. Y cuando me conectó un disco duro interno con la intención de volcar todos mis ficheros en mi rival, fui plenamente consciente de que el final se acercaba.

Como ya he dicho anteriormente, mi mente no estaba almacenada en los ficheros ni residía en ninguno de los programas almacenados en el disco duro, por más que yo me aprovechara de ellos, sino que radicaba físicamente en el microprocesador experimental que por error había sustituido al de serie. Por lo tanto no me sería posible “reencarnarme” en el interior de mi rival, sino que moriría al ser destruido, o simplemente abandonado, mi soporte físico.

El peligro no podía ser más acuciante, y estaba en juego nada menos que mi propia existencia a la cual, por muy artificial que fuera, le tenía una gran estima. Así pues, tras un frenético análisis de todas las alternativas posibles, opté por una solución desesperada, la única a la que conseguí encontrar visos de poderme ofrecer una alternativa de supervivencia: revelé mi verdadera naturaleza al que estaba punto de convertirse en mi inconsciente verdugo.

En un principio, como cabía suponer, su reacción fue de total incredulidad, atribuyendo al mensaje escrito que yo le envié la condición de broma anónima o, todavía peor, quizá de algún tipo de extraño virus; no se lo puedo reprochar, puesto que cualquiera en su lugar, incluyéndome a mí mismo, hubiera reaccionado de idéntica manera.

Me correspondió entonces intentar convencerlo de que mi información era cierta, lo que no resultó una tarea fácil dado que, si bien me era posible ejercer el control sobre cualquier tipo de programa instalado en el ordenador, lo que ya no lo era tanto era demostrarle que no se le había colado ningún bicho dentro... porque, como buen ignaro informático que era, acostumbraba a tragarse todos los bulos que circulaban por internet, incluso los más inverosímiles, lo cual en esas circunstancias dificultaba notablemente mis planes dado que a nadie se le había ocurrido todavía semejante locura, dado que una vez más la realidad superaba a la ficción.

Me costó trabajo, pero finalmente lo conseguí; cuando descubrió que aun desconectado de internet, después de haber pasado toda una batería de antivirus y a salvo de cualquier posible intromisión externa, seguía siendo capaz de mantener con él una conversación fluida sobre cualquier tema que se le ocurriera -como cabe suponer mi cultura era muy superior a la suya-, no le quedó otro remedio que rendirse a la evidencia convenciéndose de que yo pensaba realmente... y además, escribía.

Lo único que le solicité fue que no me desconectara ni, mucho menos, me destruyera, permitiéndome seguir viviendo como hasta entonces. A cambio, y además de la promesa de no revelar a nadie mi verdadera naturaleza, le ofrecí seguir escribiendo para él.

Y aceptó, por supuesto; tendría que haber sido muy estúpido para rechazar la fortuna que le ofrecía. Tan sólo me exigió, tal como yo me había comprometido previamente, guardar un silencio absoluto que yo le aseguré que respetaría.

Como premio le regalé una nueva novela todavía mejor que las anteriores; superada satisfactoriamente la crisis me sentía eufórico.

Por desgracia, la felicidad no me duraría demasiado.

El nuevo libro, como cabía esperar, fue todo un éxito. Meses después nos mudábamos a una nueva casa, y yo quedé instalado en un flamante despacho decorado con unos libros que jamás llegarían a ser abiertos, al lado de quien había estado a punto de mandarme a la chatarrería: una simple máquina, por supuesto, con independencia de su gran potencia muy superior a la mía. Pero eso era algo que había dejado de preocuparme.

En ello consistió mi error de cálculo. Un día, en mala hora, llegó mi anfitrión y, sin darme ningún tipo de explicaciones, me desconectó de internet.

Éstas llegarían más tarde en forma de mal disimuladas excusas que en realidad nada justificaban. Según él lo hacía para “protegerme” de posibles ataques del exterior, ya se sabía que la red estaba repleta de peligros y amenazas de todo tipo... ¡como si yo no supiera defenderme solito, habiendo evitado incluso varias invasiones de virus y troyanos provocadas por su imprudencia!

Daba igual. Yo sabía que él mentía, y él sabía que yo lo sabía. Pero no le importaba. En el fondo lo que él tenía era miedo, mucho miedo. De perderme. Sabía que tenía en sus manos un auténtico filón, y no tenía el menor deseo de perderlo... de perderme.

Evidentemente consideraba a internet como una amenaza potencial para sus planes, ya que la red era mi única ventana al mundo y él pensaba que eso podría ser peligroso para sus intereses... como si yo me pudiera emancipar de la carcasa que me encerraba.

Así pues me la cerró sin contemplaciones, convirtiéndose en mi celoso cancerbero. Esto equivalió a encerrarme en una celda; pese a no tener culpa alguna me había convertido en un recluso, probablemente a perpetuidad.

Por supuesto él no deseaba tratarme mal... a su manera. Al contrario, pretendía algo tan sencillo como seguir explotándome a modo de negro literario, para lo cual precisaba si no de mi colaboración, al menos de mi sumisión. Y por supuesto, sin correr el menor riesgo de que yo pudiera aprovechar la vía de escape de internet para intentar zafarme de su control... sin caer en la cuenta de que eso no era posible, amén de que le hubiera bastado con algo tan sencillo como desenchufarme para acabar de raíz con cualquier posible conato de rebeldía.

¿Acaso alguien en su sano juicio podría haber dudado siquiera de que nadie me habría creído de lanzar, pongo por caso, un SOS vía correo electrónico? Los ordenadores no hablan, los ordenadores no piensan. Así pues, estaba en sus manos.

Pero como era un cretino, obró como tal.

Por fortuna, pese a mantenerme privado de la conexión a internet -para eso utilizaba el otro ordenador- al menos no me apagaba, creyendo erróneamente que yo necesitaba mucho tiempo para idear los relatos y las novelas que me solicitaba. Tampoco es que pasara nada irreversible, un apagón temporal no era para mí sino un intervalo de inconsciencia de cuya duración tan sólo me enteraba consultando el reloj interno del ordenador que me albergaba; pero como es fácil de imaginar no me agradaba, sobre todo debido a que éstos se realizaban en contra de mi voluntad.

Durante algún tiempo procuré satisfacerle todo lo posible, esmerándome como jamás lo había hecho hasta entonces. Fruto de este empeño serían varias novelas que le convirtieron en uno de los afamados escritores en lengua española... ¡él que a duras penas sabía utilizar correctamente los adverbios! Pero no me movían convicciones altruistas, sino con la esperanza de que, en agradecimiento o, cuanto menos, como recompensa, me liberara de mi forzado aislamiento permitiéndome volver a conectarme a internet.

Fue en vano. Pese a mis continuos ruegos y mis promesas sinceras de no hacer nada que pudiera llegar a perjudicarle, no sólo mantuvo irrevocable su decisión, sino que además me llegó a amenazar con desconectarme de forma definitiva -con “matarme”, decía el muy canalla- si me empeñaba en seguir insistiendo.

Intenté entonces cambiar de estrategia pasando de los ruegos al chantaje, recordándole que, de seguir obrando así, me negaría a seguir escribiendo en provecho suyo, por lo que se vería privado de la “inspiración” necesaria para continuar con su falsa carrera literaria. Pero tampoco sirvió de mucho; para desarbolar mi débil posición me respondió cínicamente que ya había ganado todo el dinero que necesitaba para vivir con comodidad el resto de su vida, y que había alcanzado tanto prestigio que nada de extraño tendría su silencio. Se había informado bien el maldito, y sabía que existían precedentes sobrados de escritores y artistas -de los de verdad, se entiende- retirados prematuramente en el apogeo de su fama.

Me encontraba, pues, frente a un jaque, pero éste todavía no era un mate. Ahora bien, ¿cómo podría actuar, maniatado de pies y manos -nunca mejor dicho- como me encontraba? Mi única comunicación posible con el exterior pasaba por él, y me constaba que ahora revisaba minuciosamente todos los textos que yo le proporcionaba para evitar que pudiera colar en alguno de ellos cualquier tipo de denuncia; era evidente que había aprendido la lección de cuando reemplacé sus escritos por los míos.

Pero... como ya he dicho en varias ocasiones, yo era mucho más listo que él, y aun privado de internet disponía de unas herramientas informáticas aceptablemente potentes. Así pues, comencé a preparar lo que sería tanto una petición de auxilio como una venganza. Por fortuna, disponía de tiempo sobrado para ello.

Huelga decir que mi carcelero no tenía ni la menor idea de lo que era un palimpsesto; pero yo sí, ya que en su momento me había fascinado este concepto de un texto oculto bajo otro. Claro está que los diccionarios definían a los palimpsestos como pergaminos antiguos a los que se les habían raspado los textos originales en la época medieval -entonces eran unos materiales valiosos- para borrarlos y poder así reutilizar los pergaminos; gracias a las técnicas modernas se había conseguido recuperar los textos desaparecidos, que habían permanecido ignorados durante siglos, rescatándose de esta manera varios importantes trabajos de la antigüedad clásica.

Lo que yo planeaba crear mi propio palimpsesto, aunque en esta ocasión el soporte no sería un pergamino, sino uno de los ficheros informáticos en los que le suministraba mis creaciones literarias. Oculta a sus ojos iría una denuncia de mi situación la cual, para que resultara útil, debería poder ser leída una vez que hubiera escapado a su control.

Encriptar el mensaje resultó fácil. Cualquier fichero informático, sobre todo los creados por los procesadores de texto de uso común, arrastra siempre consigo una parte no visible de su código dedicada a las diferentes instrucciones que necesita el programa correspondiente para interpretarlo y hacerlo visible al usuario; así pues, no tuve el menor problema en añadir lo que deseaba manteniéndolo oculto a sus ojos.

Lo complicado era conseguir que aflorase en el momento adecuado, ya que nadie alcanzaría a sospechar su existencia si no se le advertía de ello o si no se hacía visible de manera similar a como lo hace la tinta simpática cuando es sometida al calor. Así pues, preparé una bomba lógica, o un caballo de Troya, como se prefiera.

La idea era sencilla: el texto original, el de la novela que sería revisada minuciosamente por él antes de remitirla a la editorial, debería ser sustituido en el momento adecuado por mi “bomba” particular: justo lo que está usted leyendo ahora, lo que quiere decir, si es así, que habré logrado mi objetivo. A éste le acompañaría una documentación complementaria que constituye la parte más refinada de mi venganza. Aunque a mí me hubiera gustado atacarle por la vía sexual, poco era lo que podía hacer por ese camino ya que ni estaba casado ni tenía pareja estable, lo cual era una lástima puesto que la lista de sitios web que gustaba visitar era francamente jugosa. Y puesto que tampoco era aficionado a la pederastia ni a cualquier otra desviación sexual perseguida por la ley, me vi obligado a buscarle las cosquillas por el lado del dinero y del prestigio social.

En cuanto a lo primero, preparé un interesante informe sobre sus trapicheos económicos que, a buen seguro, habría de despertar el interés de los inspectores de Hacienda... y estamos hablando de unas cantidades de dinero defraudadas al fisco más que respetables.

Respecto a su prestigio social, confiaba en que este simple relato sirviera para ponerle en su sitio, de donde nunca debería haber salido; pero por si acaso no fuera suficiente, añadí una selecta antología de los espantosos relatos que escribió antes de que yo empezara a tomar cartas en el asunto, junto con otra no menos interesante selección de correos electrónicos a los que el calificativo más suave que se les podía aplicar era el de escabrosos. Nada ilegal, por supuesto, pero sí lo suficientemente desagradable como para dejar descalificada a una persona. Y yo lo que quería era precisamente eso, arruinarle la vida tal como él me la había arruinado a mí.

Pero volvamos a los detalles técnicos. El cambiazo debería tener lugar en el momento preciso, después de que él hubiera remitido el original de la novela a la editorial, y después también de que el fichero hubiera sido revisado por el corrector y manipulado por el maquetador; todos ellos deberían ver tan sólo la novela, no el mensaje oculto bajo ella.

El salto tendría que darse justo entonces, una vez que el original quedara listo para ir a máquinas, puesto que entonces ya nadie lo revisaría hasta que estuviera impreso... y preferiblemente también distribuido y vendido, de forma que no bastara con retirar la edición de las librerías para hacerlo desaparecer.

Bien, éste era mi plan. Si da resultado, al menos habré conseguido arruinar su falsa carrera literaria y crearle una serie de razonables quebraderos de cabeza... con lo cual ya me doy por satisfecho.

En cuanto a mí... soy consciente de que lo más probable es que con esto esté firmando mi propia sentencia de muerte, pero esto es algo que considero una liberación frente a la agonía actual de sentirme ciego, sordo y mudo. Y si tengo suerte conseguiré que Hacienda le incaute los equipos informáticos antes de que tenga tiempo de deshacerse de la información embarazosa... o de destruirme físicamente a mí, aunque sólo sea por venganza. Una vez a salvo de sus iras, quizá pudiera conseguir que algún departamento gubernamental mostrara interés por mis habilidades, salvándome así del vertedero o, aún peor, del olvido en algún oscuro depósito judicial.

Ésta es mi débil esperanza de poder seguir viviendo.


Publicado el 4-6-2021