Llanto por un robot



Es semejante al grano de mostaza, que cuando se siembra en la tierra es la más pequeña de todas las semillas de la tierra; pero sembrado, crece y se hace más grande que todas las hortalizas, y echa ramas tan grandes que a su sombra pueden abrigarse las aves del cielo.

Marcos, IV, 31-32


I


-Me parece una broma de mal gusto. -comentó malhumorado el obispo- O mucho me equivoco, o se trata de una nueva maniobra para desacreditar a la Iglesia. A lo largo de los siglos ha habido ya muchos intentos de perjudicarla, y no creo que en los tiempos actuales vaya a cambiar mucho esta situación.

-Monseñor, el padre O'Hara insiste en que la petición es seria y por supuesto sincera. -respondió el secretario- Pero estima que se trata de un caso insólito y que carece de autoridad suficiente para decidir por sí mismo. Por eso solicitó la audiencia.

-Sigo pensando que al bueno de O'Hara le están tomando el pelo. -gruñó el prelado- Pero accederé, aunque sólo sea para abrirle los ojos a ese pobre infeliz. Que pase. ¡Ah! Y que ese maldito artefacto aguarde fuera... No creo que le importe demasiado.

Con una muda inclinación de cabeza el joven sacerdote desapareció tras la puerta de acceso al despacho, reapareciendo poco después acompañado por un cura de edad mediana que hacía evidentes esfuerzos por encogerse dentro de su negro traje. Una vez solos en el amplio despacho, acomodado el nervioso clérigo en la silla situada frente a su mesa, el disgustado obispo comenzó el interrogatorio.

-Usted es Kenneth O'Hara, el párroco de Salisbury, ¿no es cierto?

-Así es, monseñor. Yo venía...

-Ahórrese las explicaciones. -le interrumpió el obispo- Padre O'Hara, yo quisiera que usted comprendiera que algún desaprensivo le ha estado tomando el pelo y que yo, como máxima autoridad eclesiástica de esta diócesis, he de velar por el prestigio de la Iglesia. Eso debería usted saberlo.

-Monseñor, le aseguro que no se trata de ninguna burla; me he asegurado de ello. Las intenciones de Paco son sinceras.

-¡Pero cómo puede pretender usted bautizar a un robot! -explotó el prelado ¿No comprende que tan sólo es un amasijo de metal y circuitos electrónicos? Se trata de un simple artefacto, no de una persona. Si yo le autorizara, usted podría acabar bautizando a las televisiones o a las lavadoras.

-De acuerdo con este criterio, nosotros somos únicamente una mezcla de agua y proteínas. -respondió impertérrito el sacerdote- Y sin embargo somos seres racionales sin posible comparación con un perro o una gallina.

-No sea estúpido; con sofismas de este tipo no llegaremos a ninguna parte. El hecho es evidente: Un robot no es una persona, sino un artefacto. No tiene más consideración legal que la que le corresponde a un automóvil o a un apartamento, y el único documento que le acredita es el contrato de venta a su propietario. No es una persona, y por lo tanto, no se le puede bautizar. Para mí la cuestión está clara y la polémica no tiene la menor razón de ser.

-También carecían de todos los derechos civiles los esclavos negros; -respondió el tozudo clérigo- hasta que se los concedieron. Y no creo que Dios aguardara hasta entonces para otorgarles el derecho a poseer un alma.

-Esa comparación es absurda. -el obispo comenzaba a sentirse incómodo- Por encima de los errores y los abusos legales, un esclavo negro siempre fue una persona; esto es algo incuestionable. Pero un robot es una máquina que quizá pueda poseer cierto grado de inteligencia, pero nunca un alma.

-¿Por qué?

-¡Maldita sea! ¿Por qué la Tierra gira hacia un lado y no hacia el otro? El alma es un don que Dios da al hombre, porque el hombre fue creado por Dios. Pero los robots han sido creados por el hombre, no por Dios, y por lo tanto no pueden disponer de un alma que el hombre es incapaz de proporcionarles.

-La afirmación de que Dios ha creado al hombre es cierta, pero genérica. -insistió O'Hara- Usted fue engendrado por sus padres, y no creado directamente por Dios; digamos con más propiedad, que usted procede de Dios a través de ellos. Los robots nacen de las manos de unos ingenieros que los fabrican, los cuales son, en última instancia, el equivalente a sus padres. Ni los padres pueden proporcionar un alma a sus hijos, ni los técnicos a los robots creados en sus factorías; ¿por qué entonces ha de diferenciar Dios entre un ser biológico y uno electrónico a la hora de otorgarles sus respectivas almas?

-Me sorprende su vehemencia, padre. -respondió al fin el obispo- Y me desagrada sobremanera que usted intente enmendar la plana a los doctores de la Iglesia.

-Yo no corrijo a nadie, monseñor. -atajó con rapidez el sacerdote- Tan sólo planteo un problema que hasta ahora no había existido. Tampoco pretendo emitir ningún juicio sobre esta cuestión; me limito a ponerla en evidencia.

-¿Y qué quiere que haga yo? -gruñó el obispo- Tampoco tengo autoridad sobre el tema.

-Mi intención era la de proponerle que mantuviera una entrevista con Paco... -sugirió tímidamente- Si usted lo considera conveniente, claro está.

-No lo estimo pertinente, pero mucho me temo que ésta va a ser la única manera de conseguir que usted se olvide del asunto. -suspiró el obispo- Que pase el robot.

Paco tenía, como todos los robots de la serie autónoma, una figura humanoide. Quizá no fuera ésta la forma más funcional posible, pero sí se trataba de la que permitía una mayor satisfacción personal a unos hombres incapaces de resistir la tentación de crear seres inteligentes a su imagen y semejanza. En una era caracterizada por la presencia de la cibernética en todos los campos de la sociedad humana, la existencia de múltiples ingenios dotados de inteligencia artificial no había impedido que tan sólo fueran considerados como artefactos pensantes aquellos robots que, pertenecientes a la serie autónoma, habían sido concebidos para ofrecer un servicio general y nada especializado a sus creadores, a pesar de carecer por completo de las limitaciones drásticas que condicionaban al resto de sus compañeros electrónicos.

-Buenos días, monseñor. -saludó el robot- Le agradezco su amabilidad al acceder a recibirme.

-Ahórrate los saludos. -respondió secamente el prelado- Dime, ¿tú sabes lo que quieres hacer?

-Sí, monseñor. Quiero ser bautizado para poder ingresar en el seno de la Iglesia. Sólo así podrá acceder mi alma al Más Allá una vez que se haya consumado mi desaparición.

-Eres un insensato. -comentó con voz queda el ya derrumbado obispo- Tú no eres una persona, sino un robot. ¿Cómo puedes tener tú alma?

-¿Por qué no puede tenerla? -intervino O'Hara rompiendo su silencio- Él es un ser racional, con independencia de su naturaleza.

-Padre, le agradecería que se abstuviera de intervenir en esta conversación. -cortó con autoridad el obispo- Y tú escúchame, montón de tornillos. Los robots no son personas. A los robots no se los bautiza, nunca se los ha bautizado. Y tú no vas a ser una excepción, porque de eso me encargo yo. ¿Está claro?

-Monseñor, antes de decidirme a dar este paso, me he informado exhaustivamente sobre este tema. La Iglesia no niega la existencia de alma a los robots, sencillamente se ha limitado a ignorar la cuestión hasta ahora.

-¿Y qué te hace pensar que la situación tenga que cambiar?

-Monseñor, los robots somos seres racionales, y tenemos derecho a creer en Dios. Hace ya tiempo que algunos de nosotros estudiamos la palabra de Dios, y creemos que ya ha llegado la hora de que entremos a formar parte de la Iglesia Católica. Sería una injusticia que ustedes se negaran a admitirnos en ella.

-Me pones en un aprieto, Paco. ¿Qué opina de esto tu dueño?

-Yo no tengo dueño, monseñor; soy un robot libre.

-Pero un robot no puede ser un ciudadano, y tampoco puede andar suelto por ahí; tú tienes que tener necesariamente un dueño legal.

-Y lo tiene, monseñor. -intervino de nuevo el padre O'Hara desafiando la anterior prohibición de hablar- A pesar de haber sido emancipado, hubo que conservar ciertos formulismos legales. De acuerdo con ellos, Paco es propiedad de miss Diana Woodman, pero de hecho es libre y dueño de sus actos por completo.

-Quiero ver a su dueña. -ordenó el obispo ignorando el último comentario- Esto aclarará mucho las cosas.


* * *


-¿Así que usted es la dueña legal del robot Paco?

-En efecto, monseñor. Lo compré hace ya muchos años, y siempre me ha servido fielmente. Me recordaba a un viejo sirviente de origen español que tuvieron mis padres a su servicio cuando yo era una niña, y por eso le bauticé con este nombre. -miss Diana hizo una pausa y suspiró- ¡Pobre Paco! Murió cuando yo tenía doce años. Fue una gran pérdida para mis padres, que no quisieron volver a contratar a ningún otro mayordomo. Claro está que fue entonces cuando comenzaron a aparecer los primeros robots sirvientes.

Sintiendo en su interior el gusanillo de la curiosidad, el obispo se preguntó cuanto tiempo debía de haber transcurrido desde que ocurriera el óbito. Miss Diana Woodman era una mujer de edad mediana vestida con unas prendas demasiado extravagantes para su edad, y no costaba demasiado trabajo catalogarla como lo que en realidad era: una solterona algo excéntrica, obsesionada tan sólo por el inexorable avance del calendario.

-El padre O'Hara me informó de que usted había emancipado al robot, y eso no es legal.

-Legalmente el robot me pertenece, y no hay nada irregular en mi contrato. Pero personalmente yo puedo tratarlo como crea más conveniente, y así lo hago.

-Está bien, prescindamos de tecnicismos. ¿Por qué lo hizo? No es muy frecuente una iniciativa como la suya.

-Monseñor, estoy convencida de que Paco es un ser racional, de que piensa y se comporta como un auténtico ser humano. ¿No cree usted que es ir contra la religión esclavizar a un ser que piensa y tiene sentimientos como usted y como yo?

-Aun así, miss Diana, sospecho que usted se excedió al incitar a Paco a solicitar el bautismo. Porque usted lo hizo, ¿no es así?

-¡Oh, no! Le aseguro que ésta ha sido una decisión que Paco ha tomado por su propia iniciativa. ¿No es maravilloso? Yo tan sólo le proporcioné los medios para que pudiera satisfacer sus inquietudes religiosas.

-Supongo que será consciente de que me ha puesto en un grave compromiso.

-¿Por qué? -se extrañó la mujer- Yo lo encuentro justo.

-Miss Diana, la Iglesia es una institución seria; tiene que serlo cuando ha conservado sus tradiciones durante más de dos mil años. Lo que pretende Paco, y lo que pretende también usted, -recalcó el obispo- significaría una revolución que podría acarrear una desestabilización de impredecibles y a buen seguro indeseables consecuencias, y esto no podemos en modo alguno consentirlo; nada menos que el prestigio y el futuro de la Iglesia están en juego, y éstos son sagrados.

-¡Pero no puede dar de lado al problema! -exclamó Miss Diana- Eso es una cobardía, y no contribuiría precisamente a solucionar lo que usted llama un problema.

-¿Por qué no? ¿Quién va a hacer el menor caso a un robot paranoico?

-Es que no se trata de un caso aislado. -respondió con suavidad Miss Diana- Monseñor, le creía mejor informado.

-¿Qué quiere decir con eso?

-Monseñor, los robots no se están quietos. Carecen de motivaciones materiales a excepción de las relativas a su propia supervivencia, pero muestran un inusitado interés por la totalidad de las manifestaciones culturales de nuestra sociedad. Aman la música y las bellas artes, y discuten entre ellos sobre las distintas corrientes filosóficas. No es extraño que fijaran su atención en la religión.

-Pero yo no sé de ningún robot que haya sido bautizado, y en este punto sí puedo opinar con pleno conocimiento de causa.

-Cierto, monseñor, pero no olvide que la religión no se limita únicamente a la Iglesia Católica. Existen actualmente asociaciones religiosas, integradas exclusivamente por robots, que no están adscritas a ninguna religión o secta, aunque desean estarlo. Y lo que es más importante, creen en Dios con una fe mucho más sólida y sincera que la de cualquier católico practicante. Según he oído, algunas sectas poco importantes han comenzado a admitir en sus filas a los robots.

-Eso es grave. -musitó el obispo.

-¿Grave? Yo diría que es maravilloso. La Iglesia tiene ante sí una ocasión verdaderamente histórica. Sería un tremendo error ignorarla y dejar que otros se aprovecharan de ella.

-Miss Diana, vuelvo a repetirle que carezco de la suficiente autoridad para llevar adelante este asunto; no obstante, ordenaré que se efectúe una investigación en mi diócesis, y le aseguro que informaré de los resultados de ésta al Santo Padre. Otra cosa no puedo hacer.

-Gracias, monseñor, sabía que usted lo haría. -respondió radiante miss Diana al tiempo que besaba la mano que le extendía el obispo.


* * *


Sentado en el cómodo sillón de la sala de espera, Arthur J. Ford repasó mentalmente una vez más la carta. No dejaba de sorprenderle que una compañía como la American Robots, uno de los más importantes fabricantes mundiales de robots y con toda una plantilla de excelentes abogados a su servicio, tuviera que recurrir a un profesional liberal como él. Arthur era uno de los abogados más cotizados de todo el estado, pero esto no bastaba para explicar tan insólita llamada. No obstante, no dejaba de repetirse a sí mismo que se encontraba frente a un posible -y apetecible- buen negocio, que ciertamente no tenía el menor deseo de desaprovechar. Absorto en sus felices elucubraciones, Arthur no se percató en un principio de la presencia de la agraciada secretaria del director de ventas de la American Robots, que con una estereotipada sonrisa se dirigía hacia él y sus compañeros.

-Señores, el director les aguarda.

No se hizo esperar el impaciente Arthur, que penetró rápidamente en el despacho dejando atrás a sus dos acompañantes, desconocidos para él hasta ese momento. Se trataba, según sabría más tarde, de Alberto Graziani, psicólogo, y de Douglas Mackenzie, representante del gobierno federal. En el interior del despacho, acompañando al director de ventas, se hallaba otro empleado de la compañía al cual Arthur tampoco conocía.

-Bienvenidos, caballeros. -saludó el ejecutivo- Les ruego que se acomoden; la conversación va a ser necesariamente larga.

-Bien, señores. -continuó el director una vez que todos se hubieron sentado en torno a la amplia mesa, no sin antes observar con detenimiento las expresiones faciales de sus interlocutores- Ante todo, deseo agradecerles la confianza que han puesto en nosotros al acudir a la cita sin que les hubiéramos informado previamente del carácter de ésta; les ruego que nos disculpen, pero creímos necesario guardar cierta discreción con respecto a este espinoso tema. Ya sé que se preguntarán sobre los motivos que nos han inducido a llamarlos, y voy a aclararles la duda en este mismo momento: Sencillamente, la compañía se encuentra frente a una situación que hemos de calificar, cuanto menos, de preocupante, y hemos estimado conveniente formar un equipo de profesionales cualificados capaces de enfrentarse con éxito al problema.

-¿Acaso su compañía no dispone de empleados cualificados capaces de resolverlo? -preguntó Arthur, haciendo públicas sus anteriores cavilaciones.

-Sí para los casos de rutina; -puntualizó con abatimiento su interlocutor- pero no para la presente crisis. Por eso tuvimos que llamarles a ustedes.

-Realmente debe de tratarse de algo insólito, a juzgar por la naturaleza de nuestras respectivas profesiones. -comentó Graziani- Si no me equivoco, uno de mis compañeros es un conocido abogado y comprendo que ustedes lo puedan necesitar, pero ignoro qué papel puedo desempeñar yo, un psicólogo.

-Añada usted a un ingeniero cibernético; -apuntó el hasta entonces silencioso acompañante del ejecutivo- aunque a éste lo pone la casa. -remató sonriente.

-Sí, señores, todos ustedes son necesarios, hasta el señor Mackenzie que, por si no lo saben, es un agente enviado por el gobierno. -respondió el director- Pero vayamos al grano, y así se disiparán todas sus dudas. ¿Han oído hablar ustedes del intento de integrar a los robots en las distintas confesiones religiosas?

-Sí, algo he leído. -comentó distraídamente Arthur- ¿Pero tan importante es?

-Más de lo que ustedes creen, puesto que este hecho ha incidido de una manera directa en nuestras ventas; en un trimestre han descendido en cerca de un tres por cien, y la tendencia es a incrementarse las pérdidas.

-Es absurdo. -comentó Graziani- Si a mi robot le entraran de repente inquietudes religiosas, sencillamente se lo prohibiría.

-No es tan sencillo como usted cree. Hay muchas personas que no piensan así, y son precisamente ellas las que alientan a sus robots a integrarse en sus respectivas confesiones.

-Pero si sus dueños están de acuerdo, no vea en qué radica el problema. -atajó Arthur- Cada cual es libre de hacer con su robot lo que mejor le parezca.

-Sí, eso es cierto. Pero tengan en cuenta que a los robots siempre se los ha considerado como unos meros artefactos, y no como a seres racionales. Si ahora se les reconocen algunos derechos, sean éstos del tipo que sean, podrían verse seriamente perjudicados los intereses de muchos de sus propietarios, que perderían parte de su control sobre una propiedad que legalmente es suya. Y esto repercutiría en nuestras ventas, como ya está empezando a suceder.

-La situación es más grave de lo que parece. -intervino por vez primera Mackenzie- Y el gobierno se encuentra seriamente preocupado. Recuerden que la abolición de la esclavitud nos costó una guerra y provocó además un sinfín de secuelas en forma de disturbios interraciales. Añadan a esto la catástrofe económica que supondría una eventual paralización de buena parte de la industria cibernética... Ninguno de ustedes ignora que ésta constituye la espina dorsal de nuestra economía actual.

-Y a todo esto, ¿cuál es la postura que han adoptado las diferentes iglesias? -preguntó Graziani.

-En su mayor parte no han sabido reaccionar; sencillamente, están estupefactas. -respondió el director de ventas- Éste es el caso de la Iglesia Católica y de las principales confesiones protestantes, que si bien no lo han rechazado de forma explícita, se niegan en redondo a aceptarlo. Más lejos han ido los judíos, que lo han considerado sencillamente blasfemo. No tengo datos de ninguna religión oriental ni de los musulmanes, pero he sido informado de que algunas sectas cristianas poco importantes han aceptado entusiasmadas la idea; incluso creo que han fundado una tal Iglesia Robótica Cristiana integrada exclusivamente por robots.

-¿Y cuál es la postura del gobierno frente a este tema? -preguntó Arthur a Mackenzie.

-Oficialmente, ninguna; desde el punto de vista legal los robots no tienen ningún estatuto personal y son considerados como meras máquinas. Por otro lado, las distintas religiones tienen independencia total en lo que respecta a su organización interna, sin que nosotros podamos inmiscuirnos en su comportamiento siempre y cuando no vulneren las leyes, y hasta ahora no las han vulnerado en modo alguno. Pero la verdad es que estamos preocupados, por cuanto la situación puede convertirse en un embrión de inestabilidad económica y social. En otras palabras; hasta ahora nadie había cuestionado la naturaleza puramente material de los robots, pero tememos que comiencen a alzarse voces contra la actual situación.

-¿Cómo van a afrontar el problema? -preguntó Arthur.

-No va a ser la American Robots, sino ustedes, quienes van a trabajar para evitar que se cumplan nuestros temores. -respondió el director- Queremos que redacten en equipo un comunicado de prensa en el que expliquen la naturaleza puramente material de los robots, negando taxativamente cualquier posibilidad de que posean una mente racional. Estamos informados de que los principales fabricantes mundiales van a adoptar medidas similares, por lo que esta campaña va a tener un carácter global. En sus manos está el futuro de nuestra compañía; confiamos que gracias a ustedes éste pueda ser halagüeño.


* * *


-Entonces, mister Miller, ¿hemos de aceptar la naturaleza puramente material de los cerebros de los robots?

-Así es; a decir verdad, toda polémica sobre este tema resulta totalmente ociosa. Bajo un punto de vista cibernético la cuestión está perfectamente clara: no podemos considerar en modo alguno que los circuitos electrónicos que componen el, llamémosle sistema nervioso de estos artefactos, puedan funcionar de forma similar a la de las neuronas de nuestro sistema nervioso; éstos se limitan a comportarse de acuerdo con una serie de reacciones reflejas que les fueron implantadas cuando los fabricaron, eso es todo.

-¿Podemos deducir, pues, que los robots carecen por completo de inteligencia? -insistió el locutor.

-Antes habría que definir lo que es la inteligencia; no cabe la menor duda de que cualquier animal superior la posee en cierto grado, desde el mismo momento en que se enfrenta con éxito a las distintas situaciones en las que se ve involucrado. ¿Acaso usted no ha alabado nunca la inteligencia de un perro o de un gato? Y sin embargo, no se le habrá ocurrido considerar la existencia de raciocinio en el mismo. La diferencia entre los hombres y los animales no estriba en la posesión o no de inteligencia, sino más bien en el uso que éstos hacen de la misma. El cerebro animal reacciona frente a los estímulos externos y esto es ya un acto de inteligencia, pero lo hace guiado por unas pautas de conducta, los instintos, que le han sido implantadas desde el mismo momento de su concepción. Sin embargo, no es capaz de coordinar sus experiencias más allá de ciertos límites, no pudiendo por lo tanto obtener información elaborada por su propia mente, es decir, razonada.

Hizo una pausa y prosiguió:

-Dicho con otras palabras, un animal puede ser capaz de pensar con cierto grado de inteligencia, esto es evidente, pero nunca razonará. Éste es el caso de los robots que, como dije anteriormente, se comportan de acuerdo con las pautas que les han sido implantadas en el momento de su fabricación, reaccionando siempre según les dictan estos instintos artificiales sin que exista la menor posibilidad de que ninguno de ellos se desvíe, siquiera un ápice, de la senda que le ha sido previamente trazada por sus constructores.

-¿Se puede afirmar entonces que los robots no tienen alma?

-No creo que sea yo la persona más adecuada para responder a su pregunta; tenga en cuenta que soy un ingeniero, no un teólogo. Ahora bien, si admitimos que todos los hombres poseen alma, y que esta condición está irrevocablemente unida a la naturaleza racional de la especie humana, la conclusión no puede ser más obvia: un ser que no sea racional carecerá de ella, y acabamos de dejar patente que un robot es incapaz por completo de razonar. Creo que con esto queda suficientemente contestada su pregunta.

-Señores espectadores, -concluyó el locutor- ésta ha sido la entrevista que nos ha concedido gentilmente mister Thomas Miller, ingeniero jefe de la American Robots. Lamentablemente no nos ha sido posible contar con la presencia de algún representante de cualquiera de las principales confesiones religiosas directamente afectadas por esta apasionada polémica, que tanto interés ha provocado en nuestro país; no obstante, y como todos ustedes han podido comprobar, resultan de todo punto infundados todos los rumores que últimamente han surgido en torno a este tema. Esto es todo por hoy; les dejamos ahora en compañía de nuestro patrocinador, que les comunicará un interesante mensaje.

-¿Lo oyes, Agnes? -gritó el esposo desconectando el televisor- ¡Tú y tus estúpidas manías! ¡Tan sólo están consiguiendo acostumbrar mal a Saúl!

-¡Tú, Saúl, ven aquí! -vociferó de nuevo tras ingerir un generoso trago de ginebra- ¿Has oído al ingeniero?

-Necesariamente, señor. -respondió el impasible robot con aquella característica flema que tanto irritaba a su dueño- El volumen del televisor estaba al máximo.

-Entonces métete esto en tu dura cabezota: te prohíbo terminantemente que sigas adelante con esas tonterías religiosas. ¿Está claro?

-Señor, me permito recordarle que sus órdenes y las de la señora tienen para mí el mismo grado de prioridad, y la señora me autorizó a asistir a los cursos religiosos. Le ruego que no me origine un conflicto de obediencia.

-¡Agnes! -aulló el marido- ¡Quiero que digas a este energúmeno que no puede asistir a ninguna ceremonia religiosa! ¡No quiero que vuelva a hacerlo!

-¡Ya estás borracho otra vez! -respondió ella, también a voz en cuello- Saúl es mío, y hará lo que yo le ordene. ¿Te enteras, Fred?

-¿Cómo que es tuyo? Aquí mando yo, y se hará lo que yo diga.

-¡Bah! Eres un borracho indecente, y tú lo sabes. Saúl se quedará aquí, o nos iremos los dos. Puedes elegir.

-Mujeres... -farfulló Fred, apurando la ginebra al tiempo que hundía la vista en el periódico deportivo que previamente había desplegado ante sus ojos.


* * *


-¿Escuchaste anoche a Thomas Miller en la televisión? -preguntó Graziani entre trago y trago.

-Sí, claro. ¿Cómo no iba a hacerlo? Estamos embarcados en la misma nave. -respondió distraídamente Arthur.

-¿Y qué te pareció?

-Para mi gusto, consiguió lo que se proponía; no obstante, encontré la entrevista demasiado artificial. Se veía a todas luces que había sido preparada.

-¿Cómo no lo iba a estar, si la emisora es propiedad de la American Robots? -se sorprendió Graziani- Por otra parte, has de tener en cuenta que lo notaste tú y lo notaría todo aquél lo suficientemente perspicaz como para percatarse de ello. Pero el programa no iba dirigido a nosotros, sino a aquellos pobres infelices que se habían alarmado innecesariamente con este asunto de los robots.

-Infelices, sí, pero compradores potenciales de robots. -masculló Arthur- Por cierto, no te encuentro muy satisfecho por lo ocurrido; parece incluso como si lo lamentaras.

-Puede que tengas razón; a decir verdad, desde que comenzamos a trabajar en este desagradable asunto cada día que pasa me resulta más difícil asimilarlo.

-¿Por qué no rehusaste? Eso hubiera sido mucho mejor que incumplir tus compromisos.

-Sí, tienes razón; pero cuando acepté este trabajo, pensaba que se trataría de una simple campaña de prensa, de una propaganda elaborada tan sólo para aumentar las ventas de la compañía. Sin embargo, ahora no puedo evitar el temor de pensar si no tendrán razón aquéllos que defienden a los robots...

-¿En qué te basas para afirmarlo?

-Como sabrás soy descendiente de italianos y, por lo tanto, católico.

-¿Y qué tiene eso que ver? la Iglesia Católica ha rechazado categóricamente la incorporación de los robots a su comunidad.

-Oficialmente sí; pero existe una corriente en su seno a favor de la integración, y es mucho más fuerte de lo que pudieras imaginar, amén de que sus partidarios aumentan por momentos.

-¿Acaso tú formas parte de ella?

-No, al menos por el momento. Pero no lo descarto del todo; tengo muchas dudas, quizá demasiadas.

-Comprendo tus escrúpulos, y créeme que no los envidio.

-¿Acaso a ti te ocurre lo mismo? -se sorprendió Graziani.

-Afortunadamente, no. -respondió Arthur con un mal disimulado gesto de alivio- Ten en cuenta que mi situación es muy distinta de la tuya; yo no tenía que justificar nada, sino que me limité a efectuar un estudio comparado de las diferentes legislaciones que sobre este tema rigen en los principales países. No tuve, pues, que bucear en las consecuencias éticas y morales del problema.

-No es una postura muy consecuente la tuya; -rezongó Graziani abandonando definitivamente el vaso- te limitaste a imitar la táctica del avestruz.

-Puede que no te falte razón. -admitió Arthur- Pero me pregunto si merece la pena marchar contracorriente.

-Contracorriente ahora, Arthur; sólo ahora.


* * *


-Realmente no encuentro necesaria esta entrevista; ya quedó suficientemente explicada por televisión la postura oficial de American Robots con respecto a este tema.

-Discúlpeme, mister Jackson, pero cada medio de comunicación utiliza sus propios métodos; sin menospreciar ni mucho menos a la televisión, pensamos que es nuestra obligación informar a nuestros lectores de una manera totalmente independiente y particular.

-Estoy plenamente de acuerdo con ustedes; -comentó de mala gana el responsable de las relaciones públicas de la American Robots mirando fijamente a su interlocutor- pero comprenda usted, mister White, que mi empresa ya hizo público en su día un comunicado oficial que fue en el que se basó la entrevista televisada. Todo lo más que puedo hacer es proporcionarle una copia del mismo.

-Temo que no me ha entendido; -insistió el periodista- nosotros ya conocemos su comunicado. Si sólo fuera por esto, mi presencia aquí sería innecesaria.

-¿Qué es, pues, lo que desea saber? -preguntó el ejecutivo con una sombra de inquietud esbozada en su rostro.

-Datos, opiniones... El informe es muy completo, casi diría que exhaustivo, pero adolece de una excesiva frialdad, de un exagerado tecnicismo. Eso estará bien para profesionales y científicos, pero no para el gran público. Nosotros lo que queremos es un reportaje sobre todos los factores implicados en este asunto, algo que resulte ameno y a la vez esté al alcance de todos nuestros lectores.

-Bien, dígame entonces qué es lo que desea saber. -se resignó el ejecutivo con desgana- Procuraré responderle lo más verazmente posible dentro de mis atribuciones, que no son ilimitadas.

-Mi periódico y yo se lo agradecemos, mister Jackson. -respondió el periodista haciendo caso omiso de la velada advertencia de su interlocutor- Y ahora, dígame; ¿es verdad que han disminuido las ventas de robots en todo el planeta y que la American Robots es una de las compañías más afectadas por la crisis?

-Utiliza usted, no sé si de forma deliberada, unas palabras excesivamente alarmantes y en modo alguno ajustadas a la realidad; le puedo asegurar que no hay ninguna crisis de ventas en nuestra empresa.

-Pero mi periódico efectuó un sondeo entre los principales distribuidores de robots, y todos coincidieron en señalar una importante caída en las ventas, tanto en el mercado interno como en las exportaciones...

-Perdone que le interrumpa, pero habría que puntualizar bastante esta afirmación tan gratuita. Sí, es cierto que el número de ventas es actualmente inferior al de hace unos meses, pero esto se debe tan sólo a factores coyunturales que están perfectamente contemplados en nuestras previsiones de mercado. Si examina nuestros gráficos de ventas, comprobará que éstas siguen una tendencia periódica de alzas y bajas, algo similar a una ley sinusoidal. Ahora mismo nos encontramos en una zona baja, nunca lo hemos negado, pero no nos hemos salido en modo alguno de la banda considerada como normal.

-En este caso, mi pregunta queda contestada de una forma definitiva. -argumentó el reportero, maniobrando con habilidad hacia aguas más tranquilas- Lo que sí es cierto, y de ello se han hecho eco las principales agencias de noticias, es que varios países han prohibido la entrada en sus territorios de nuevas partidas de robots.

-Sí, así ha sido. Pero sólo son tres los gobiernos que han adoptado esta medidas, y todos ellos corresponden a pequeñas naciones con un peso específico prácticamente nulo en la economía mundial, amén de que nuestra compañía no operaba en ninguno de ellos.

-Pero pudieran sentar un precedente; las razones que han esgrimido para tomar esta decisión bien podrían inducir a otros países más importantes a adoptar idénticas medidas.

-Esas razones a las que usted alude resultan ser muy turbias, y no creo que ningún gobierno responsable se deje arrastrar por ellas; y aquí incluyo a los de los países occidentales que son, en definitiva, los que constituyen la práctica totalidad del mercado mundial de robots. Además, en nuestra sociedad desarrollada los robots constituyen un imprescindible pilar de la economía, por lo que prescindir de ellos sería un retroceso poco menos que suicida en nuestro progreso. No, mister White, la American Robots no teme al futuro, aunque sí lo respeta. Ignoro cual será la situación del resto de las fábricas de robots, pero vuelvo a repetirle que nuestros estudios de mercado son plenamente optimistas.

-Bien, mister Jackson, le agradezco su amabilidad. -se despidió el periodista comprendiendo que la entrevista había finalizado. Instantes después, tras estrechar la mano de su interlocutor, abandonaba el despacho.

-Señorita, póngame con mister Mackenzie. -solicitó por el intercomunicador un nervioso Jackson una vez que el periodista hubo desaparecido tras la puerta de entrada.


* * *


Wellington Town era un tranquilo barrio residencial habitado en su mayor parte por matrimonios de clase media y edad madura. Sus elegantes viviendas unifamiliares, rodeadas sin excepción por cuidados y extensos jardines, eran el prototipo de residencia burguesa a la que muchos criticaban pero en la que todos desearían vivir. Era, en suma, una colonia pacífica y despreocupada, en la que los conflictos sociales que desgarraban y atenazaban la vida de las grandes urbes brillaban por su ausencia.

No era, pues, de extrañar que sus habitantes descubrieran con sorpresa, e incluso con alarma, el gran despliegue policial con que se encontraron al despertar aquella apacible mañana de otoño, con la totalidad del barrio materialmente ocupado por un nutrido destacamento de fuerzas del orden.

Tras las oportunas indagaciones, la calma volvió a adueñarse del espíritu de los atribulados vecinos; todo aquel impresionante aparato -había quien afirmaba incluso que había descubierto la presencia de agentes federales camuflados entre los policías locales- no iba dirigido hacia ellos, sino que tenía como único objetivo el control y ocupación de la sede nacional de la Asociación Católica de Robots, situada desde hacía varios meses en la colonia.

Radicada en un pequeño chalet hasta entonces deshabitado, la Asociación no había creado jamás el menor problema de convivencia a sus vecinos; los robots eran de naturaleza discreta, lo que redundaba en una pacífica convivencia rayana en la indiferencia mutua. Los residentes del barrio jamás habían interpuesto denuncia alguna en contra de las actividades de sus vecinos, lo que motivó multitud de comentarios acerca del origen de la intervención policial, una iniciativa que no obstante fue aplaudida por algunos, influenciados sin duda por un antiguo y no siempre disimulado prejuicio en contra de las inteligencias artificiales, lo cual no era otra cosa que los rescoldos de los antiguos, y nunca desaparecidos del todo, prejuicios raciales.

En lo que respecta a la parte directamente implicada, los robots pertenecientes a la Asociación, la reacción fue muy poco humana, aunque perfectamente acorde con la naturaleza carente de emociones propia de los ingenios cibernéticos, tal como reconoció más tarde a la prensa John F. Edwards, oficial de policía responsable de la redada.

-No son humanos. -manifestaría ante las cámaras de televisión- Nunca podrán ser considerados como tales. Si hay algo que me extraña, es precisamente comprobar que pueda haber personas que los consideren como poco menos que congéneres suyos.

-A juzgar por su opinión, ¿no cree usted que los robots puedan tener un alma? -preguntó el locutor.

-Yo no sé si podrán tenerla; de lo que estoy completamente convencido, es de que no son humanos, y por lo tanto no tienen el menor derecho a participar en actividades humanas, como es el caso de la religión. -repitió machaconamente el tozudo policía.

-Mister Edwards, ¿podría relatarnos lo que ocurrió cuando ustedes comunicaron a los robots el contenido de la nueva ley federal respecto a las actividades de los seres pensantes no humanos? ¿Es cierto que proclamaron su condición de seres racionales y rehusaron acatar esta ley?

-Bueno, yo no diría tanto; ya se sabe que la gente siempre tiende a exagerar. -respondió el atribulado policía, dubitativo entre la honradez profesional y la lealtad a los poderes constituidos- Lo cierto es que proclamaron su sorpresa, y se lamentaron de que no se les dejara continuar con su labor; pero acataron la orden, puesto que no les quedaba otro remedio.

-Por si alguno de nuestros amables espectadores aún lo desconoce, vamos a repetir el contenido de la nueva ley que viene a regular el vacío existente hasta ahora en lo referente a que algunos robots, abandonados por sus dueños, habían aprovechado esta circunstancia para tomar parte en actividades que no eran propias de ellos. De acuerdo con esta normativa legal, ningún robot puede ser emancipado, ni legal ni subrepticiamente. Las sanciones para quienes incumplan esta ley, consistirán en una multa para el dueño del robot por abandono de sus propiedades, así como la confiscación del mismo, que pasará a formar parte del patrimonio nacional y será usado en obras de interés social. Y ahora, señores espectadores, les dejamos en compañía de las noticias internacionales. -concluyó el locutor.

-Ya está hecho. -se lamentó Alberto Graziani desconectando el televisor- Como siempre, en vez de afrontar el problema con inteligencia, han preferido recurrir a la fuerza bruta.

-¿Y qué querías que hicieran? -respondió Arthur a su amigo- Estaban ante un callejón sin salida, y el gobierno no ha tenido más remedio que ceder ante las presiones de la industria; era la propia economía de la nación la que estaba en juego.

-A veces me sorprendes, Arthur. Si no te hubiera visto oponerte con todas tus fuerzas a la publicación de la ley, creería que eres un ferviente adversario de la emancipación de los robots. Me desconciertas.

-También me desconcertaste tú a mí en su día. -respondió risueño el abogado- Sin embargo, ahora tu postura está clara: abandonaste la comisión y te convertiste en defensor de la causa de los robots.

-Rectificar es de sabios, y yo lo descubrí a tiempo. ¿Acaso te está ocurriendo algo parecido?

-¡Oh, no! Ya te dije en otra ocasión que este asunto no me creaba el menor remordimiento de conciencia. Para mí los robots son unos simples artefactos, y pienso que como tales hay que tratarlos.

-Pero tú criticaste la ley...

-Y lo sigo haciendo, porque la encuentro ilógica. Ten en cuenta que están incurriendo en el mismo error tanto los que defienden a los robots, como los que se oponen frontalmente a sus actividades; en el fondo, ambas partes coinciden en dar una importancia al problema que para mí resulta excesiva. Nadie en su sano juicio intentaría prohibir a los gatos cazar ratones, y aunque exagerado, éste es para mí el problema que se ha creado con la nueva ley. Hasta ahora no había ninguna normativa que regulara las actividades, digamos privadas, de los robots, porque nunca había hecho falta. Los robots comenzaron a aprovecharse de ese vacío legal, y ¿qué ocurrió? Que cundió el pánico y el gobierno se dedicó a matar mosquitos a cañonazos.

-Pero esto es una señal de que el movimiento robótico estaba comenzando a cobrar importancia. -apuntó Graziani- En el fondo, no es sino el reconocimiento de que los robots tenían razón.

-No seas ingenuo. Lo único que demuestra es que la sociedad, y con ella el gobierno, se han dejado llevar por el pánico, y esto nunca es bueno.

-Lo cierto, es que el movimiento de integración robótica ha quedado decapitado a todos los niveles. -replicó con rabia Graziani- Independientemente del método empleado, los antirrobóticos estaréis satisfechos.

-Te equivocas en dos cosas. Primero, yo no soy antirrobótico, aunque tampoco esté a favor suyo. Y segundo, parece mentira que un psicólogo como tú no prevea las consecuencias de esta represión indiscriminada. Los mártires siempre han sido la semilla de las revoluciones, y esto es algo que se sabe desde hace miles de años.

-Puede que tengas razón. -concedió, dubitativo, Graziani- Lo cierto es que la sociedad actual está en efervescencia, pero no encuentro ninguna razón por la cual esto tenga que ser necesariamente negativo; al contrario, pienso que se trata de un magnífico signo de vitalidad.

-Mira, Alberto. -respondió Arthur, conduciendo a su amigo frente a la amplia ventana- Mira esos transeúntes. Parecen pacíficos ciudadanos, y seguramente lo serán en su mayor parte; pero bastaría con que se les estimulara adecuadamente, para que se transfiguraran en el animal que todos nosotros llevamos dentro. Están en un error aquellos que subestiman el poder de arrastre del subconsciente colectivo; nuestros instintos son aún lo suficientemente poderosos como para hacernos perder en cualquier momento el control sobre nosotros mismos, ya que están dormidos, pero no muertos. Y lo más peligroso, es que pueden aflorar en cualquier momento.

-Sigo creyendo que te contradices. Primero quitas importancia a las actividades religiosas de los robots, y ahora intentas convencerme de que la situación es muy peligrosa.

-No existe ninguna contradicción en lo que yo digo; lo único que pretendo explicarte, es que la situación social de nuestro país es ahora poco menos que explosiva, por lo que la introducción de algún nuevo factor de desestabilización podría dar al traste con el débil equilibrio de que ahora disponemos. Nos encontramos frente a un hecho incontrovertible: los robots pretenden integrarse en nuestra sociedad, reclamando sus derechos como seres racionales. ¿Y qué hacemos? En lugar de asimilarlos, en lugar de neutralizarlos, nos dedicamos a perseguirlos como si de alimañas se tratara, poniendo en evidencia nuestro reconocimiento implícito de su importancia y nuestro temor hacia ellos.

-Sigo pensando, Arthur, que dramatizas demasiado la situación. Hay muchas personas que están a favor de los robots, y su opinión también tendrá que ser tenida en cuenta.

-He aquí el problema: la nueva ley va a conseguir únicamente enfrentar a los partidarios y a los detractores de los robots, y aunque los verdaderos afectados sean unos convidados de piedra en la polémica, los propios humanos vamos a ser los encargados de sacarnos los ojos los unos a los otros. Tú no eres consciente de ello porque estás metido hasta el cuello en el problema, pero yo que mantengo una postura neutral, puedo ver con perspectiva el futuro del enfrentamiento; porque lo habrá, de eso estoy convencido por completo.

-Y ganaremos.

-¿Ves cómo tengo razón? El enfrentamiento es el primer paso hacia la discusión, y de aquí a las hostilidades abiertas no hay más que un pequeño salto. No es nada difícil manejar a las masas, y éste ha sido un campo muy poco explotado aún; el día que alguien sea capaz de crear un estado de histeria colectiva, por vez primera en su historia el mundo habrá encontrado a su dueño.

-No exageres; la cuestión se limita tan sólo a un problema religioso.

-Yo que tú no estaría tan seguro. La religión es un fenómeno muy complejo, pero tan sólo es la sublimación de todo el cúmulo de inquietudes y ansiedades que conforman la mentalidad humana. Detrás de un fenómeno religioso siempre hay un fenómeno social, y el problema planteado por los robots va mucho más allá de sus reivindicaciones espirituales, aunque quizá ni ellos mismos lo sepan. Hasta ahora, la inmensa mayoría de las iglesias se han opuesto con todas sus fuerzas a la integración de los robots, cosa totalmente lógica si tenemos en cuenta su condición de instituciones esencialmente conservadoras. Pero el problema va mucho más allá, y hunde sus raíces en cuestiones sociales mucho más trascendentales. Esto lo sabía el gobierno desde el principio, pero su reacción actual me hace sospechar que ha perdido por completo el control de la situación.

-Al fin y al cabo, eso era precisamente lo que querían las iglesias y las multinacionales. -replicó con rabia Graziani- No estaría nada mal que sus medidas se volvieran contra ellos mismos.

-Sí, pero esto podría suponer un grave perjuicio para el conjunto de la sociedad, y entonces saldríamos perjudicados todos nosotros. Recuérdalo: todos.




II


Si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán. Os echarán de la sinagoga, pues llega la hora en que todo el que os quite la vida pensará prestar un servicio a Dios.

Juan, XV-20 y XVI-2


La patrullera Semíramis era una de las unidades que integraban la Flota de los Asteroides, fuerza encargada de mantener el orden en aquella vasta región del espacio. Al igual que el resto de sus compañeras, la Semíramis tenía como misión controlar una extensa zona de aquel enjambre cósmico, labor no siempre fácil a causa de la ingente cantidad de pequeños planetoides existente en aquella vasta región del espacio.

De entre las decenas de miles de asteroides registrados en las cartas estelares, apenas un puñado de ellos contaban con algún interés intrínseco, por lo que habían sido ocupados por las distintas potencias terrestres. El resto, la inmensa mayoría, habían sido abandonados a su suerte, hallándose deshabitados con la excepción de algunos que habían sido elegidos como refugio por toda clase de grupos marginales de la sociedad que, incapaces de subsistir por sus propios medios en las inhóspitas superficies de aquellos ínfimos astros, habían optado por vivir de la rapiña, resucitando así a una nueva y pujante piratería, esta vez a escala planetaria.

Los importantes niveles de intercambio comercial, tanto de mercancías como de materias primas, existentes entre los planetas exteriores y la propia Tierra, habían motivado que las rutas que atravesaban el cinturón de asteroides estuvieran surcadas por un denso tráfico de astronaves, lo que constituía una apetitosa presa para estos nuevos bucaneros. Dada la imposibilidad real de que las naves de guerra pudieran ejercer un control eficaz sobre toda lo zona, y toda vez que no era posible para los mercantes evitar el extenso cinturón saltando sobre el plano de la eclíptica, las Naciones Unidas, en un encomiable esfuerzo común, habían optado por crear la Flota de los Asteroides, una fuerza internacional formada por pequeñas, aunque efectivas, patrulleras perfectamente adaptadas al medio en el que estaban destinadas a moverse.

Con base en el asteroide Ceres, ahora convertido en una poderosa base militar, las nuevas patrulleras no pretendían mantener un control absoluto en todo el cinturón, limitándose a vigilar tanto las rutas que enlazaban los dispersos asteroides habitados, como aquéllas que atravesaban el cinturón con destino a los planetas exteriores. La mayor parte de la región quedaba, pues, fuera de su alcance, estando considerada tácitamente como una tierra de nadie. Pocas eran, pues, las astronaves que se aventuraban fuera de las estrechas franjas cuya seguridad estaba garantizada por las fuerzas armadas de la Tierra, temerosas de que sus preciados cargamentos cayeran en poder de los numerosos piratas que infestaban aquellas regiones fronterizas.

No era frecuente, pues, que alguna de las patrulleras recibiera una petición de socorro desde una región tan apartada de las rutas comerciales. De acuerdo con los escasos precedentes, lo más lógico era pensar que se tratara, bien de una nave averiada que se había internado involuntariamente en el cinturón, bien de una partida de contrabandistas interesada en evitar las rutas más transitadas. Ambos casos eran improbables, el primero porque una nave sin capacidad de maniobra habría sido presa fácil para los piratas sin tiempo siquiera para emitir ningún mensaje, y el segundo porque los hipotéticos contrabandistas preferirían sin duda enfrentarse con los piratas antes de hacerlo con los patrulleros. Y el mensaje era bien claro, hablaba de una persecución por parte de naves armadas, naves que sólo podían pertenecer a las hordas de marginados que pululaban por aquella zona.

No obstante todas las reservas que merecía el caso, el capitán de la Semíramis dio orden de dirigirse a toda marcha hacia el lugar donde se encontraba la nave atacada, solicitando al mismo tiempo refuerzos a la base central de Ceres; ignoraba por completo con cuantos navíos enemigos tendría que enfrentarse, y aun considerando la gran superioridad del armamento de la patrullera frente a los mal artillados buques piratas, su experiencia como capitán de una nave de guerra le recomendaba ser precavido. Habían sido varios los intentos de los piratas, siempre escasos de astronaves, de capturar algún navío más capaz que sus viejos y destartalados buques, y no deseaba ver a la Semíramis convertida en el buque insignia de la flota pirata.

El encuentro tuvo lugar en pleno corazón de la zona controlada por los piratas, una región del espacio donde las patrulleras terrestres apenas se internaban a excepción de alguna que otra esporádica persecución. El lugar no era el más adecuado para una emboscada, como pudieron comprobar aliviados los tripulantes de la Semíramis; se trataba de una vasta zona despejada de cuerpos siderales y aun de meteoritos de pequeño tamaño, una especie de claro natural formado en el seno del cambiante y multiforme cinturón de asteroides.

Frente a ellos, a una distancia de varios miles de kilómetros, se encontraban cinco viejas naves piratas que trataban de rodear a un pequeño buque mercante de matrícula desconocida. El cerco estaba ya prácticamente cerrado cuando la Semíramis, con sus motores a toda potencia de, irrumpió en la escena vomitando fuego por todas sus armas.

La batalla fue necesariamente breve. A los pocos segundos de iniciarse la lucha una nave pirata se había desintegrado en el vacío alcanzada en su santabárbara, mientras otra vagaba inerme en el espacio con sus motores inutilizados y una terrible brecha en el casco. Las tres restantes, viejos cargueros repletos de cicatrices recuerdo de antiguas batallas y parcamente artillados, optaron por huir a sus recónditos refugios, abandonando lo que creían una presa segura.

Dueños ya de la situación, los tripulantes de la Semíramis se aprestaron a abordar tanto al carguero como a la inutilizada nave pirata que, indefensa, flotaba a su lado. Una vez conocida la proximidad de su gemela Medea, que acudía en su ayuda, reservaron a ésta la labor de abordar los restos del buque pirata, mientras ellos se dirigían en una pequeña lancha auxiliar al mercante.

Como pudieron comprobar una vez que éste estuvo a su alcance, no existía en su casco la menor identificación, ni del puerto de matriculación ni de la compañía propietaria, lo cual constituía una grave irregularidad. Tan sólo podían divisarse en el casco unas palabras que debían de responder al nombre del buque: Nueva Sión. A pesar de que la sospecha de que el Nueva Sión pudiera transportar contrabando cobraba peso a la luz de los acontecimientos, la tripulación del mismo no opuso la menor resistencia, por otro lado completamente inútil, a que los patrulleros se hicieran cargo del control del buque. Éstos hallaron a la reducida dotación del Nueva Sión -diez hombres en total, contando al capitán- recluida en la cabina de mando, totalmente equipados todos ellos con los trajes espaciales a pesar de que los piratas habían respetado la integridad del carguero en un intento de preservar su carga, habiéndose limitado a acorralarlo empujándolo hacia sus dominios.

Lo que ocurrió a continuación saltaría con rapidez a los medios de comunicación, convirtiendo en un acontecimiento de carácter mundial lo que había comenzado como una rutinaria misión de socorro. El Nueva Sión resultó transportar, tal como sospechara el capitán de la Semíramis, un cargamento de contrabando, entendiendo como tal un embarque que había sido efectuado totalmente al margen de los cauces legales; sin embargo, como adujo el capitán del Nueva Sión, nada había de ilegal en su modo de proceder, sino tan sólo una simple irregularidad.

Poco versado en sutilezas legales, el capitán de la Semíramis se limitó a desoír las protestas, escoltando al Nueva Sión hasta su base de Ceres para entregarlo, junto con el cargamento y su tripulación, al gobernador militar del asteroide. A su vez, ante lo espinoso del asunto, éste optó por trasladar la responsabilidad al delegado de la ONU en Marte, planeta al que se remitió el carguero fuertemente escoltado por tres patrulleras, la propia Semíramis y sus gemelas Eurídice y Berenice.

La llegada del convoy al astropuerto de Marte ocasionó el lógico revuelo que podía esperarse en una tranquila y aburrida comunidad fronteriza con escasos alicientes en su vida cotidiana; que un simple y aparentemente inofensivo carguero tuviera que ser escoltado por tres poderosas naves de guerra, era algo que inevitablemente tenía que llamar la atención sobre lo que pronto sería conocido como la crisis de los robots; porque éste era el cargamento del Nuevo Sión: centenares de robots procedentes de multitud de lugares diferentes, unos robots cuyo único elemento en común era la carencia total y absoluta de documentos legales que justificaran su presencia en el carguero.

La duplicidad de poderes existente en el Sistema Solar, una agencia especializada de la ONU con jurisdicción más allá de la atmósfera terrestre, y los propios gobiernos nacionales en sus respectivas circunscripciones territoriales, no iba a facilitar precisamente la resolución de este conflicto de soberanía; existía, de hecho, un vacío legal del que los armadores del Nueva Sión habían sabido aprovecharse bien.

Los robots transportados por el mercante hacia un punto indeterminado del cinturón de asteroides -sus tripulantes se habían negado en redondo a revelar su ubicación, amparándose en su insistente afirmación de que en su proceder nada había de ilegal- resultaron haber sido emancipados por sus respectivos dueños en un numeroso grupo de países, como pudo comprobarse con posterioridad. Puesto que las leyes relativas a los robots variaban mucho de un estado a otro, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para el control y la seguridad del espacio exterior se encontró frente al insólito problema de tener que atender multitud de reclamaciones realizadas por varios gobiernos terrestres, en especial el de los Estados Unidos, mientras la mayor parte de ellos se desentendían del tema a pesar de estar incluidos entre los lugares de procedencia de parte de los robots, no faltando incluso algunos -muy pocos- que elevaron sus protestas frente a lo que consideraban una intromisión de la ONU en asuntos que, según ellos, estaban fuera de sus competencias.

Aun cuando en la práctica totalidad de los países del globo los robots eran considerados como unas simples máquinas, prácticamente ninguna legislación nacional había considerado la cuestión de la emancipación de los robots, excepto la de los Estados Unidos y las de algunos de los países situados en su esfera de influencia. Resultaba así que las autoridades norteamericanas se veían obligadas a enfrentarse a una incongruencia que no hacía sino ponerlas en una situación que más de un periodista no habría vacilado en calificar de ridícula: Negaban a los robots unos derechos que legalmente no poseían, lo que conducía a una paradoja que no parecía importarle demasiado al poder legislativo estadounidense.

A pesar de todo, la reclamación continuó adelante; el gobierno de los Estados Unidos, el más firme del planeta en cuanto se refería a la defensa de la condición exclusivamente material de los robots -no se podía olvidar que Norteamérica era tanto el principal fabricante, como el mayor cliente de los mismos-, se obstinaba en reclamar la devolución de todos los robots emancipados de procedencia estadounidense, utilizando en sus alegatos toda una serie de argumentos que teñían la reclamación con un marcado tinte de solicitud de extradición.

Sin embargo, a los norteamericanos no les quedó otra vía que la de la reclamación oficial, toda vez que la jurisdicción espacial recaía por entero en manos de la ONU la cual, a través de su agencia espacial, era la única potencia autorizada para mantener una flota de guerra en el espacio, aun cuando el comercio y la explotación del mismo fueran absolutamente libres. Estaban ya muy lejanos los tiempos de la guerra fría en la que soviéticos y norteamericanos se repartían el control (o mejor dicho el bloqueo) de la organización y la ONU, que gozaba ahora de una autonomía real, rechazó la reclamación estadounidense por una abrumadora mayoría.

Las consecuencias de esta votación fueron enormes. La poderosa Norteamérica, profundamente humillada y puesta en ridículo, retiró públicamente su apoyo a la ONU proclamando al mismo tiempo su intención de estudiar la creación de una flota sideral propia, lo que contravenía la ética inspiradora del tratado internacional que reservaba a ésta el control exclusivo del espacio y ponía en grave peligro al delicado equilibrio internacional. El Nueva Sión, mientras tanto, convertido en el héroe indiscutible del conflicto, era liberado por las autoridades de Marte con todo su cargamento de robots intacto, haciendo poco después su entrada triunfal en el asteroide que había sido elegido por la Hermandad de Robots Libres como solar de su incipiente colonia.

Sólo entonces supo el mundo de la existencia de un grupo de robots emancipados de hecho -legalmente no era posible-, agrupados en una peculiar sociedad en la cual la religión era el único aglutinante común. Decididamente ilegales en algunos países -fundamentalmente en los Estados Unidos-, simplemente ignoradas en la mayoría de ellos, estas actividades habían sido desconocidas hasta entonces para la mayor parte de los gobernantes de las distintas naciones, los cuales contemplaban ahora con alarma el gran auge tomado por estos movimientos, que ya algunos consideraban sin titubeos como francamente desestabilizadores. Por esta razón, y una vez apagadas las iniciales muestras de simpatía hacia los movimientos religiosos de los robots, el pragmatismo político logró imponerse una vez más.

Las asociaciones que alentaban la emancipación de los robots, registradas comúnmente como agrupaciones religiosas aun cuando sus actividades revistieran en más de un caso un matiz acusadamente político, vieran su libertad de movimientos notoriamente restringida, cuando no totalmente suprimida, en la mayoría de los países desarrollados. Su modo típico de actuación, compra de robots viejos destinados al desguace, fue a partir de entonces entorpecida por la fuerte presión policial que llegaba, en muchos casos, a la confiscación de los bienes en los que no pudiera ser demostrada su procedencia legal, lo que yugulaba de hecho su principal fuente de financiación, las donaciones privadas.

Simultáneamente, una eficaz campaña de propaganda hábilmente orquestada por fuentes gubernamentales -y al mismo tiempo apoyada por las poderosas multinacionales- había conseguido predisponer a la siempre voluble opinión pública conforme a sus intereses; aun cuando numerosos intelectuales resaltaran la paradoja que suponía implantar prohibiciones a unos seres -los robots- oficialmente considerados como meras máquinas, eso no parecía importar lo más mínimo a una gran mayoría de ciudadanos, que se mostraban plenamente conformes con la versión oficial dada por los medios de comunicación.

Comenzaba una nueva época. Las asociaciones de robots, más fuertes y numerosas que nunca, se veían obligadas a sumirse en la clandestinidad, mas no por ello desaparecieron; como más de un observador hizo resaltar, el conflicto no había hecho más que comenzar.


* * *


Ron Svletjerson era un astronauta arquetípico. Descendiente de una familia que durante siglos había vivido por y para el mar, el joven Ron había optado a su vez por una variante, que no abandono, de la tradición familiar, enrolándose apenas pudo como tripulante de una astronave mercante. Según sus palabras de entonces existía una gran similitud entre el viejo mar y el espacio, y sólo en este último podía encontrarse ya ese romanticismo que hacía siglos perdiera el primero. Ron era un amante de la acción, un sempiterno vividor que deseaba saciar su sed de aventuras sin renunciar por ello a la tradición de sus mayores, y por ello eligió las recientemente abiertas rutas del espacio.

Eran tiempos heroicos, tiempos de pioneros y de sacrificios. Las astronaves, aún inseguras, tenían que luchar contra las adversidades del espacio, contra todo el cúmulo de factores que parecían aunarse para impedir que el intrépido ser humano abandonara su minúsculo planeta natal. La prueba era dura, y sólo hombres de gran temple consiguieron pasarla con éxito, pero Ron demostró ser uno de ellos. A lo largo de su dilatada carrera de astronauta, Ron había conocido naufragios estelares y había sufrido en propia carne el siempre temido ataque de los nuevos bucaneros; había sentido en más de una ocasión el gélido aliento de la muerte; había luchado, en suma, contra un ambiente hostil y traicionero. Y había triunfado; a sus setenta años Ron, junto con su viejo carguero Walpurgis, se habían convertido en una institución viva, en un símbolo de la navegación espacial.

Nadie osaba discutir a Ron su supremacía en la navegación interplanetaria sobre el resto de los navegantes, y aun se afirmaba que hasta los mismos piratas respetaban a la Vieja Bruja, nombre por el cual se conocía a la Walpurgis en toda el área comprendida entre la Tierra y los planetas exteriores. A pesar de su edad, Ron continuaba viajando por los asteroides víctima de su pasión por el espacio; la Vieja Bruja era una visión frecuente en los astropuertos marcianos, siendo habitual encontrar al viejo Ron sentado en la barra de alguna perdida taberna portuaria bebiendo su interminable jarra de ginebra. Esa era su vida, y esa sería hasta el día de su muerte.

No le había resultado nada difícil a Alberto Graziani encontrar al veterano astronauta; Ron era sin duda la persona más conocida de todo el cinturón de asteroides. Y allí se encontraba Graziani en aquel sórdido bar marciano, sentado frente a aquella leyenda viva, el viejo Ron, aparentemente indiferente a todo lo que le rodeaba excepción hecha de una más que generosa jarra de ginebra que sorbía con fruición.

-Así que se interesan por mis servicios. -afirmaba más que preguntaba el anciano entre sorbo y sorbo- Y bien, ¿a qué debo tal honor?

-Creo que resulta ociosa la respuesta. -atajó cautelosamente Graziani, a sabiendas de que trataba con un viejo zorro- Necesitamos efectuar un viaje a cierto lugar del cinturón que queda muy desviado de las rutas comerciales, y todo el mundo está de acuerdo en que usted es el más experto navegante de toda esta zona del sistema.

-Bueno, la gente siempre exagera. -respondió Ron en un ambiguo gesto que Graziani no dudó en catalogar como una muestra de falsa humildad- Hay multitud de navegantes expertos que aceptarían gustosos su encargo; yo ya soy viejo, y mis huesos soportan mal el traqueteo de la Vieja Bruja.

-Señor Svletjerson, nosotros le queremos a usted. -puntualizó Graziani- Nuestro cargamento es extremadamente valioso, y no deseamos en modo alguno que su transporte pueda sufrir el menor contratiempo.

-¿Y qué les hace suponer que en mis manos estará más seguro su cargamento? -se resistió Ron, al tiempo que parecía prestar su atención tan sólo a la ya vacía jarra que hacía girar indolentemente entre sus manos- No creo que hayan tomado por ciertas algunas estúpidas leyendas que corren acerca de mi inmunidad; ya sabe, los astronautas tenemos fama de ser supersticiosos.

-Si he de serle sincero, se trata de algo que no nos preocupe lo más mínimo. -respondió Graziani, al tiempo que hacía un mudo gesto al rollizo camarero para que volviera a llenar la jarra de su insaciable interlocutor- Nos interesa su experiencia que, diga usted lo que diga, es única en todo el Sistema Solar.

-Jovencito, soy lo suficientemente viejo como para oler la chamusquina a varios kilómetros de distancia. -Ron parecía haber abandonado las indirectas; quizá la ginebra le había desatado la lengua, pensó Graziani- Y la verdad es que su proposición no me gusta lo más mínimo.

-¿Por qué? -preguntó Graziani, sin poder disimular su repentina alarma- No hay absolutamente nada ilegal en nuestra operación.

-Bien, yo no soy quien para juzgar su conducta. -le tranquilizó el anciano astronauta, tras una larga pausa que aprovechó para dar buena cuenta de la ginebra- El espacio tiene sus propias leyes, y muchas veces la justicia terrestre es incapaz de comprenderlas.

-¿Entonces...?

-Mi querido amigo, hay muchas cosas que sin ser ilegales pueden llegar a ser peligrosas; y sabe perfectamente a qué me refiero. Usted forma parte de esa famosa asociación que se dedica a comprar robots viejos para luego enviarlos al asteroide que han elegido como refugio. ¿Me equivoco? Ya veo que no; su cara me lo confirma.

-Pero nuestras actividades...

-Sí, ya lo sé; tan sólo están prohibidas en algunos países. Ustedes operan únicamente en aquéllos que consideran legal, o que al menos no prohíben, su tráfico de robots. El espacio, además, está bajo la jurisdicción de las Naciones Unidas, y éstas amparan oficialmente sus acciones; pero algunos gobiernos tienen los brazos muy largos, y su influencia puede llegar mucho más allá de los límites de sus fronteras.

-Comprendo sus temores; pero por nuestra parte estamos dispuestos a correr ese riesgo... Y a pagar generosamente a quien lo comparta con nosotros.

-Son muy bellas sus palabras, pero se ajustan muy poco a la realidad. ¿Cree usted que alguien se interesaría por la suerte que pudiera correr la Walpurgis de ser atacada por los piratas fuera de las rutas comerciales? ¿Piensa acaso que se atreverían a acusar como instigadores a los agentes de cualquier potencia terrestre?

-Hemos hecho ya muchos viajes, y en ninguno de ellos hemos sufrido el menor percance.

-En mercantes propios, y con escolta de unidades de la flota estelar. Sí, no se extrañe; su aventura es bastante conocida por estos pagos. Pero ahora me proponen que efectúe para ustedes un viaje poco menos que secreto, puesto que recurren a mí en lugar de utilizar sus propias naves; y supongo que sin escolta, ya que no parecen estar interesados en que nadie, ni siquiera las Naciones Unidas, tenga noticias de este viaje. ¿Me equivoco?

-En absoluto. -reconoció Graziani con resignación- escuche, señor Svletjerson; no estoy autorizado para revelarle la naturaleza del cargamento que deseamos transportar, pero sí puedo confirmarle que se trata de algo muy importante para nosotros. Algo por lo que estamos dispuestos a arrostrar cualquier adversidad que se nos presente.

-Son ustedes unos ilusos. -respondió Ron- Los asteroides son un nido de peligros, aún más si se enfrentan a ellos de la manera en que piensan hacerlo. Y aún más, son unos perfectos ingenuos. ¿Qué les hace pensar que pueden confiar en mí? ¿Acaso no temen que los delate?

-No, por dos razones; usted ha dicho que el espacio tiene sus propias leyes, y nos consta que una de ellas es el honor.

-Eso es cierto. ¿Pero cuál es la segunda razón?

-Nos subestima usted si cree que le hemos elegido sin conocerlo previamente; sabemos perfectamente que usted, sin estar en modo alguno al margen de la ley, tampoco se muestra demasiado partidario de confraternizar con ella. Conocemos además ciertos detalles de su vida que a los ojos de las autoridades resultarían algo... digamos turbio.

-¿Es un chantaje? -preguntó Ron sin inmutarse.

-En absoluto. Usted es totalmente libre de aceptar nuestra oferta o bien de rehusarla. No le coaccionaremos en absoluto para obligarle a hacerlo, ni tampoco lo utilizaremos como represalia si usted se niega a secundar nuestros planes. Se trata tan sólo de una simple medida de seguridad; usted conoce nuestros trapos sucios y nosotros lo suyos... Así de fácil. -concluyó Graziani esgrimiendo la mejor de sus sonrisas.

-Me gustan los hombres francos. -exclamó Ron al cabo de una larga pausa, al parecer necesaria para poder asimilar las palabras de Graziani- Muchacho, usted sería un buen astronauta. Sí, acepto. ¿Cuándo zarpamos?

Tal como sospechara Graziani, la Walpurgis era un viejo y destartalado navío vestigio de la época heroica del espacio; como apuntara jocosamente Ron, el viejo cascarón estaba a tono con su capitán y propietario. También pudo descubrir el porqué de su extraño y al parecer popular apelativo: A ambos lados de la proa campeaba la sonriente figura de una bruja medieval cabalgando sobre la inevitable escoba. Encogiéndose de hombros, Graziani penetró en el interior de la astronave sin poder evitar un repentino escalofrío.

-Tranquilo... todavía funciona. -saludó Ron adivinándole el pensamiento.

-Así lo espero. -respondió Graziani, no del todo convencido.

-¿Viene usted solo? -preguntó el astronauta, cambiando bruscamente de tema- ¿Y el cargamento?

-Todo está previsto; el cargamento lo recogeremos una vez que estemos en órbita. Tenemos nuestros motivos para considerar que Marte es un lugar poco seguro.

-Bien... Como quiera; son ustedes los que pagan. -respondió Ron rascándose la coronilla en un gesto que quería pasar por indiferencia- Venga conmigo; le enseñaré la astronave. Como es natural, aquí no hay ningún lujo; la Walpurgis es una nave de carga y no está pensada para transportar pasajeros.

Pisando los talones a su ahora locuaz interlocutor, Graziani se limitaba a asentir en silencio mientras recorría la totalidad de las dependencias del pequeño navío. Como bien había dicho Ron, su diseño se ceñía a unos patrones estrictamente funcionales carentes por completo de lujos, y aun de comodidades. Al llegar a la proa, única parte habitada de la nave ya que la zona central y la popa estaban reservadas a los motores y a las bodegas de carga, Ron efectuó el reparto de los dormitorios.

-Tan sólo hay dos camarotes, con dos literas cada uno. Yang y yo ocuparemos uno, por lo que ustedes tendrán que instalarse en el otro.

-No se preocupe por nosotros. -respondió Graziani- Tan sólo seremos dos, y mi compañero no subirá a bordo hasta que no hayamos transbordado la mercancía.

-Bien, mejor así. -gruñó Ron- Por cierto; éste es Yang, mi compañero de aventuras. No, no se moleste en saludarlo; sólo habla chino.

Cohibido ante el impresionante aspecto del gigantesco Yang, digno émulo de los antiguos conquistadores asiáticos, Graziani penetró en la angosta cabina de mando situada en el ápice de la astronave, no sin poder evitar un involuntario y desagradable roce con el coloso. Apenas un complicado tablero de mandos, una mesa rodeada de sillas, unos armarios... Se trataba realmente de una astronave antigua, una auténtica pieza de museo.

-Como es fácil suponer, normalmente pasamos aquí la mayor parte del tiempo. -comentaba el locuaz astronauta, ajeno por completo a la desolada expresión de Graziani- Éste es nuestro comedor y nuestro salón; sólo lo abandonamos para dormir, para visitar la letrina o para inspeccionar la astronave. Acomódese lo mejor que pueda; dentro de unos minutos partiremos.

El despegue de la Walpurgis estuvo revestido de la monotonía que caracterizaba a una actividad que, como ocurría con la navegación espacial, estaba ya convertida en rutinaria. Tanto Ron como el inexpresivo Yang, sentados frente a los mandos, parecían ignorar al silencioso Graziani, absorto por completo en sus pensamientos mientras la Vieja Bruja avanzaba con celeridad por la órbita que le conduciría al encuentro con el carguero de la Hermandad.

Tras unas breves horas de viaje en las que la Walpurgis se situó a setenta grados sobre el plano de la eclíptica, otra precaución que extrañó a Ron puesto que todas las rutas interplanetarias se ceñían habitualmente a ella, los detectores localizaron una nave acercándose a gran velocidad hacia un punto situado a proa de la Vieja Bruja.

-Aquí están sus amigos... -apuntó Ron- espero.

-Sí, son ellos. -respondió Graziani tras lanzar una rápida mirada al panel de instrumentos- Ahí está el Nueva Sión.

El resto fue sencillo. Una vez sincronizada la velocidad de ambas astronaves, el Nueva Sión lanzó un tubo de conexión que se adaptó a una de las esclusas de carga de la Walpurgis. Transbordada por este camino una voluminosa caja que al parecer constituía el único flete, y una vez instalado en la Vieja Bruja un técnico encargado de la custodia de la misma, ambas astronaves se separaron siguiendo cada una de ellas su respectiva ruta. No sin muestras de disgusto, Ron se aprestó a dirigirse hacia el asteroide de los robots no siguiendo las rutas normales de navegación, sino encaminándose a él por el camino directo desde el lugar en que se encontraban, es decir, alcanzándolo desde arriba. Este trayecto les llevaría cerca de una semana de tiempo terrestre, lo que contribuía a acrecentar aún más el malhumor que invadía al viejo lobo del espacio. Prácticamente todos los astronautas solían mostrar una irresistible repugnancia a la navegación por lugares desconocidos, y la Walpurgis no sólo se encontraba fuera por completo de las rutas normales, sino que también navegaba por una región del espacio que era de hecho un verdadero desierto estelar.

-No sea infantil, Svletjerson. -criticaba Graziani cercana ya la meta del largo viaje- Si damos todo este rodeo es precisamente para evitar cualquier tipo de tropiezo con visitantes indeseables. ¿No es cierto, Andrés?

-Así es. -corroboró el ingeniero- Las posibilidades de encontrarnos con alguna astronave dentro de este plano orbital son ínfimas; por eso elegimos esta ruta.

-Eso está muy bien, pero soy yo quien pilota la nave. -rezongó Ron- Y no son ustedes los que se ven obligados a navegar a tientas y sin cartas estelares.

-Vamos, señor Svletjerson. -atajó Graziani- ¿Por qué cree usted que le elegimos? Para navegar por una ruta comercial nos hubiera servido cualquiera.

-Yo no he dicho que no pueda llevar a la nave hasta su maldito asteroide. -Ron vacilaba entre su amor propio herido y su instinto de conservación- Tan sólo quiero que sepan que no es nada fácil, ya que al cambiar de plano de navegación hemos perdido todas nuestras referencias.

-Si no confiásemos en su pericia, no le hubiéramos contratado para este viaje. -interrumpió Andrés- Por otro lado, la verdad es que no tenemos ninguna prisa por llegar.

Iba responder Ron a cuando un sonido gutural -casi un grito- brotó de la garganta del hasta entonces silencioso Yang. Cuando Graziani volvió su mirada hacia él, convertido ahora en el centro de atención de todos sus compañeros, pudo comprobar con sorpresa cómo el habitualmente inexpresivo rostro del oriental reflejaba ahora una inusitada expresión de alarma.

-¿Qué ocurre, Yang? -le preguntó Ron, olvidándose de utilizar el chino.

No fue necesario que el coloso amarillo relatara el motivo de su sorpresa, ni de que Ron tradujera sus atropelladas palabras. Como todos pudieron comprobar, los detectores de la Walpurgis señalaban la presencia de una astronave desconocida que se acercaba con rapidez al carguero.

Fue entonces cuando Svletjerson se reveló como el curtido astronauta que era. Sin perder en ningún momento el control de sus nervios, muy al contrario que sus atemorizados pasajeros, los dos astronautas se dispusieron a verificar la identidad de la nave que, como pudieron comprobar, se dirigía en línea recta hacia ellos.

-¿Es una patrullera? -preguntó tímidamente Graziani.

-No lo creo. -respondió Ron- Nunca suelen internarse por aquí. En realidad, nadie viaja normalmente por esta región del espacio.

-Entonces, ¿son piratas? -la huella del miedo era patente en el lívido rostro de Andrés.

-Es lo más probable. -masculló Ron sin mover un solo músculo de su rostro- Pero no es habitual que ronden por estos andurriales en busca de presas; más bien parecen haberse desviado de su ruta, quizá por una avería. Vamos a comprobarlo.

-¿Acaso vamos a acercarnos a esos asesinos? -se escandalizó Andrés- Alejémonos de ellos, ahora que todavía estamos a tiempo.

-Señor Huertas, le ruego que mida mejor sus palabras. -le recriminó Ron con acritud- En primer lugar no sabemos de quien se trata, y por otro lado ya dije en una ocasión que las leyes del espacio son muy diferentes a las de la sofisticada Tierra. Los piratas no son ningunos asesinos, pero aunque lo fueran, no lo serían más que esos flamantes patrulleros que dicen imponer la ley y el orden en el Sistema Solar. Esa nave puede estar averiada, y es nuestra obligación socorrerla sean quienes sean sus tripulantes.

Uniendo la acción a la palabra Ron conectó el teleobjetivo, convirtiéndose en una nítida imagen lo que hasta entonces fuera tan sólo un punto luminoso.

-¿Es...? -interrogó Graziani con nerviosismo, dando por supuesto el resto de la pregunta.

-¡Vaya! Pero si es el viejo Hak. -exclamó Ron como única respuesta- No se alarmen; nada malo nos va a ocurrir, pero es preferible que mantengan la boca cerrada.

Conforme se fueron aproximando ambas naves, pudo comprobar Graziani la certeza de la leyenda, nunca confirmada ni desmentida, según la cual Ron Svletjerson gozaba de inmunidad frente a los ataques de los normalmente feroces piratas, una inmunidad debida según dichas fuentes a la existencia de una connivencia entre un Ron siempre en el filo mismo de la legalidad, y todos aquellos proscritos. Porque efectivamente, aquel Hak al que hiciera referencia el astronauta con tanta familiaridad debía de ser sin duda un capitán pirata, puesto que pirata era con seguridad la astronave que ahora navegaba a su lado, un antiguo carguero tanto o más viejo que la Walpurgis, con el casco surcado por cicatrices de viejas escaramuzas y erizado de todo tipo de heterogéneas armas.

-Aquí la Walpurgis. ¿Me oís, Aquelarre? -sin dar más explicaciones a sus sorprendidos pasajeros, Ron intentaba establecer contacto por radio con la astronave pirata.

-¿Walpurgis? Aquí la Aquelarre. -se oyó una voz en el receptor- ¿Eres tú, Ron?

-Sí, soy yo, viejo Hak. ¡Maldita sea! ¿Qué es de tu duro pellejo?

-Todavía sigue entero, aunque algo más agujereado desde la última vez que nos vimos. Pero basta ya de conversación. ¿Preparados para el abordaje?

-Preparados. Cuando vosotros queráis.

La forma utilizada habitualmente para tomar contacto entre dos astronaves en vuelo, consistía en unir ambas con un tubo flexible una vez situadas una al lado de la otra y sincronizadas sus respectivas velocidades, de manera que sus desplazamientos relativos fueran nulos; quedaban así enlazadas de una manera estanca, permitiendo el contacto físico entre las dos tripulaciones. El abordaje se efectuaba de forma automática y rápida, bastando apenas unos minutos para que se pudiera transitar por el túnel; así lo había hecho la Walpurgis en su anterior contacto con el Nueva Sión, empleando ahora este mismo sistema para su conexión con el navío pirata.

En contra de lo que Graziani esperaba Ron no se movió de su asiento, limitándose a esperar la llegada de los visitantes. Éstos no se hicieron de rogar, presentándose en la cabina apenas pudieron ser abiertas las esclusas. Eran tres en total, todos ellos fornidos astronautas curtidos por años de dura vida en el espacio. El que parecía ser el jefe, inmediatamente asociado con Hak por Graziani, saludó al viejo astronauta con una familiaridad que no tuvo por menos que sorprender al científico.

-¡Por la gran Galaxia! -gruñó el pirata atenazando a Ron con un fuerte abrazo- ¿Cuánto de bueno te ha ocurrido desde la última vez que nos vimos? Ha pasado mucho tiempo desde entonces, y veo que has prosperado; cuentas con nuevos tripulantes.

-Así es. -respondió con jovialidad el astronauta al tiempo que lanzaba una inquieta mirada a sus silenciosos pasajeros- La vida es dura, y hay que aprovechar las ocasiones. Yang y yo estábamos desbordados por el trabajo, por lo que tuve que contratar a Alberto y a Andrés; son dos astronautas algo novatos, pero muy eficientes.

-Tú sí eres afortunado. -rezongó Hak repentinamente sombrío- Por el contrario, yo tengo graves problemas incluso para sobrevivir.

-¿Qué te ocurre? Algo de eso sospeché cuando descubrí a la Aquelarre tan desviada de las rutas de navegación. ¿Tenéis alguna avería? Si es así, contad con nuestra ayuda.

-¡Ojalá fuera tan sólo eso! No, amigo Ron, el problema es mucho más grave. Todo nace y todo muere, y a nosotros ahora nos corresponde desaparecer. Pero ésta es una historia muy larga, y los gaznates se resecan de tanto hablar; saca la ginebra y bebamos juntos. ¡Por el viejo espacio! No todo ha de ser tan fúnebre.

-Todo comenzó hace algunos meses, cuando aparecieron esos malditos agitadores. -la generosa ingestión de alcohol parecía haber desatado la locuacidad de Hak.

-¿A quién te refieres? -preguntó Ron.

-Nunca supimos de dónde procedían ni a que país representaban; pusieron mucho cuidado en ocultarlo. Pero realizaron con éxito su labor y ahora nos corresponde a nosotros cargar con las consecuencias.

-¿Tiene esto algo que ver con vuestra presencia en esta zona?

-Los asteroides han dejado de ser un refugio seguro para nosotros. -respondió el pirata con tristeza- Tan sólo nos queda ya el recurso de la huida.

-¿Huir de quién?

-¿De quién va a ser? De las patrulleras de las Naciones Unidas; están dispuestos a limpiar todo el cinturón, y llevan camino de conseguirlo.

-Pero las patrulleras nunca se habían internado en el cinturón; tan sólo se limitaban a proteger las rutas comerciales. -arguyó con asombro el astronauta.

-Así era, hasta que atacamos ese maldito asteroide.

-¿Qué asteroide? -intervino por vez primera Graziani, súbitamente alarmado.

-¿Cuál va a ser? -respondió cansinamente el pirata- Ese maldito guijarro en el que se habían refugiado esos chiflados defensores de los robots.

-¿Los atacasteis? -atajó Ron adelantándose a los cada vez más nerviosos científicos- ¿Por qué lo hicisteis? Poco botín debisteis de obtener.

-¿Poco? Yo diría que nada. Apenas unas toneladas de chatarra calcinada y completamente inservible; pero esos intrusos habían convencido a la mayor parte de nosotros de que los robots escondían toneladas de metales preciosos en su asteroide.

-¿Cómo pudisteis ser tan ingenuos? -Ron seguía impidiendo intervenir a sus abrumados pasajeros.

-Es infinitamente más fácil engañar a muchos que convencer a unos pocos. -respondió Hak con fatalismo- Al principio éramos muchos los que nos oponíamos a un saqueo que nada útil nos podía proporcionar, pero esos agitadores supieron hacer bien su labor. Poco a poco se fue imponiendo entre los independientes la idea de atacar a los robots, convencidos de que ese maldito pedrusco encerraba un Eldorado. Hace cinco días una flota de independientes -así se autodenominaban los piratas- ocupó el planetoide; una vez que descubrieron que, efectivamente, allí no había nada de valor, arrasaron completamente cuanto de vida, humana o artificial, encontraron en él.

-¡Asesinos! -exclamó el trémulo Huertas logrando salvar por unos instantes el estrecho marcaje al que les tenía sometidos Ron- Ellos no tenían armas, y jamás hubieran podido defenderse.

-¿Cómo sabe usted eso? -se sobresaltó el pirata poniéndose en guardia- ¿Acaso...?

-No, Hak, no es lo que tú te imaginas. -atajó conciliadoramente Ron- Jamás hubiera accedido a transportar en mi nave a unos agentes gubernamentales. Tan sólo son dos miembros de la Asociación Robótica, o como demonios se llame. Me contrataron para que les condujera a su asteroide, y si seguíamos esta ruta tan poco habitual era precisamente para esquivar a las naves policiales.

-Si es así... -gruñó el gigante sin demasiada convicción en el tono de su voz.

-¿Dice usted que el ataque al asteroide tuvo lugar ahora cinco días? -le interrumpió Graziani, más sereno que su descompuesto compañero; y ante el mudo gesto de asentimiento del pirata, continuó- Eso explica que nuestros compañeros del Nueva Sión no supieran nada. Nos separamos de ellos hace seis días.

-Y desde entonces se empeñaron en mantener siempre cerrada la radio. -intervino Ron- Podríamos habernos evitado la mayor parte del viaje, porque supongo que ya no desearán ir allí.

-Eso todavía no lo hemos decidido. -rebatió Andrés Huertas, con voz apenas audible.

-Bien, yo no soy quien para opinar, y tampoco tengo nada contra ustedes. -comentó el gigante- Ni participé en el ataque a su base, si esto les tranquiliza. Pero les prevengo de una cosa. Existe un poder muy grande detrás de todo esto. Nosotros no teníamos ningún interés especial en atacar ese asteroide, y hasta ahora siempre lo habíamos respetado. Tampoco habíamos sufrido ninguna persecución sistemática por parte de la flota de las Naciones Unidas; cada parte era dueña de su propia zona de influencia, y jamás habían surgido incidentes graves entre ellos y nosotros, salvo alguna que otra escaramuza sin demasiada importancia. Sin embargo, algo ha cambiado; alguien estaba muy interesado en destruir a la comunidad de los robots, y lo ha conseguido. Ese alguien quería acabar también con nosotros, y lleva camino de lograrlo. Toda una jugada maestra.

-Esto no cambia la situación. -gritó con rabia el ingeniero- Nuestra colonia ha sido destruida, y eso es lo que importa.

-Lamentablemente para todos, esto es algo que ya no tiene solución. -interrumpió Ron- Seamos pues consecuentes y evitemos confrontaciones entre nosotros; ya dijo Hak que nada tuvo que ver con el asunto.

-Así es. -intervino de nuevo el apátrida- Poco interés podíamos tener los independientes en saquear un lugar carente por completo de objetos de valor; tan sólo encontraron allí unos cuantos miles de viejos y destartalados robots que únicamente les hubieran supuesto un estorbo. Tan sólo consiguieron firmar la sentencia de muerte de todos nosotros.

-Si ha sido así, tiene que haber existido un beneficiario de todo esto. -argumentó Graziani, repentinamente sereno- Mi pregunta es: ¿quién?

-Ojalá pudiera responder a su pregunta; yo también desearía saberlo. -confesó Hak- Ya dije que mostraban un inusitado interés en ocultar su origen. ¿Agentes de alguna potencia terrestre? ¿Funcionarios de las Naciones Unidas? De lo que estoy completamente seguro, es de que no se trataba de independientes.

-¿Qué vamos a hacer ahora? -pregunto súbitamente Andrés Huertas saliendo de su estupor.

-Por lo que a nosotros respecta, marcharnos de aquí cuanto antes. -respondió el pirata, dándose por aludido- Siento que tengamos que despedirnos de forma tan brusca, pero no nos queda otro remedio. Adiós, Ron.

Sin cruzar más palabras con los viajeros de la Walpurgis, los tres piratas se encaminaron a su astronave. Sólo entonces se percató Graziani de que ninguno de los dos compañeros de Hak había abierto la boca durante toda la conversación.


* * *


Hacía ya varias horas que la Walpurgis navegaba de nuevo en solitario, convertida ya la Aquelarre en uno más de los millones de puntos luminosos que tachonaban el impoluto firmamento. En el interior de la cabina de mando sus tripulantes deliberaban.

-Tendrán que decidirse de una vez; -comentaba Ron- no vamos a estar así hasta que nos aburramos.

-Ya lo sé. -respondió Graziani cesando momentáneamente de caminar a lo largo de la angosta cabina, como si de un león enjaulado se tratara- Pero tenemos en nuestras manos una grave responsabilidad, y no podemos arriesgarnos a adoptar una decisión equivocada.

-Llamen por radio a su base de Marte. -propuso el astronauta con toda naturalidad.

-¡Imposible! -exclamó Andrés levantándose bruscamente de su asiento- Ahora más que nunca debemos ocultarnos. Además, ignoramos si nuestros compañeros gozan aún de libertad de movimientos.

-Discúlpenme si me entrometo en sus asuntos. -insistió Ron- Pero me gustaría saber por qué consideran tan valioso el cargamento que transportamos.

-Se trata de algo mucho más importante de lo que usted puede imaginar. -respondió Graziani con gesto cansado- Mucho más.

-Bien, caballeros, siempre he tenido por norma respetar el derecho de mis clientes a la discreción y al silencio; sólo así he podido sobrevivir en una sociedad de frontera como es ésta. Pero también he de velar por mi integridad física y la de mi nave, y mi instinto de conservación me dice que ambas están en peligro. No, no se alarmen; jamás he dejado de cumplir mis compromisos y no tengo ninguna intención de hacer ahora una excepción. Lo que sí les pido, por el bien de todos, es que me revelen la naturaleza de su cargamento, ya que sólo así podré ayudarles a escapar con ciertas garantías de éxito.

-¿Por qué no? -admitió Graziani con abatimiento tras intercambiar una rápida mirada con su compañero- Nada conseguimos con seguir ocultándolo una vez desbaratado todo nuestro plan.

-Creo que tienes razón. -remachó Andrés- Además, así podríamos informar a Paco de lo ocurrido.

-Un momento. -se alarmó Ron- ¿Quién es ese Paco?

-Nuestro cargamento. -respondió escuetamente Graziani.

-¿Quiere usted decir que han mantenido encerrada a una persona en la bodega durante todo este tiempo? -la perplejidad se reflejaba en el curtido rostro del astronauta.

-En realidad Paco no es una persona... al menos, lo que habitualmente se entiende por tal. -matizó Andrés- Paco es un robot.

-Un robot... Debí imaginármelo. Pero sigo sin comprender la razón por la que fueron tomadas tantas precauciones. Ustedes transportaban a los robots en sus propias astronaves.

-Paco no es un robot normal; no podíamos arriesgarnos a trasladarlo en el Nueva Sión.

-¿Acaso su coraza es de platino? -ironizó Ron.

-Paco es el alma del movimiento religioso de los robots. -explicó Graziani haciendo caso omiso de la pulla- Aun cuando ningún robot teme su desaparición física, Paco es un símbolo muy valioso que no podíamos dejar caer en manos de sus enemigos. No fue él, sino nosotros, quienes decidimos trasladarlo en secreto a nuestra base de los asteroides.

-Afortunadamente para ustedes, Paco se libró de la masacre.

-Sí, dentro de la desgracia ha sido una suerte. -respondió Graziani con abatimiento- Al menos, salvamos a Paco. No quiero ni imaginar siquiera lo que habría sucedido de haberse encontrado allí cuando la asaltaron los piratas; nuestro movimiento habría quedado decapitado por completo.

-Ahora comprendo su comportamiento, y alabo sus precauciones. ¿Pero a qué esperamos? -concluyó Ron rompiendo el silencio- Vayamos a buscar a ese robot.

Paco estaba cuidadosamente embalado y parcialmente desmontado; la primera labor a realizar, pues, fue la de ensamblar las diferentes piezas que formaban su cuerpo. Andrés Huertas, encargado de la custodia y el cuidado del robot, procedió posteriormente a conectarlo. Según informó el ingeniero, Paco reaccionaría de una manera similar a la de un humano que despertara de un largo y profundo sueño.

-La paz sea con vosotros. -saludó Paco, utilizando una expresión que se había hecho popular entre los robots- ¿Hemos llegado ya a la base?

-Me temo que no. -respondió Graziani con cautela- Ha habido problemas.

-¿Qué tipo de problemas?

-La base ha sido destruida. Dudamos entre continuar adelante o volver a Marte.

Un tenso silencio se cernió sobre la cabina. El robot callaba, y los cuatro hombres respetaban su silencio. Al cabo de unos largos minutos, Paco habló.

-Volvemos. Nada podemos hacer allí.

-¿A Marte? -preguntó Andrés.

-No. A la Tierra.

-¿A la Tierra? -se alarmó el ingeniero- Puede ser peligroso.

-¿Dónde radica el verdadero peligro, amigos míos, sino en nosotros mismos? -respondió Paco, haciendo uso de la peculiar retórica típica de los robots conversos- Pedro negó a Jesucristo tres veces, y nosotros ya lo hemos hecho una. Volvamos a la Tierra.

-Celebro que haya triunfado la cordura. -intervino Ron rompiendo su largo silencio- Yang, preparemos el rumbo.


* * *


El viaje de retorno de la Walpurgis fue, como cabía esperar, una carrera entre el afán y el peligro. Conscientes sus tripulantes del riesgo en que incurrirían en el caso de caer en manos hostiles, no por ello renunciaron a su propósito de retornar lo más rápidamente posible a su lugar de origen. No ignoraban el peligro que suponía aparecer en Marte, o en la Tierra, acompañados por Paco, quizá el personaje más buscado en esos momentos en todo el Sistema Solar. Desconocían asimismo hasta que punto era importante el poder de esa potencia extranjera aludida por el viejo pirata, potencia que inequívocamente asociaban con los Estados Unidos, si bien estaban convencidos de que sus agentes debían de estar, en todo caso, perfectamente infiltrados. De hecho, ni siquiera sabían si podrían confiar en las fuerzas armadas de las Naciones Unidas, único organismo que les había mostrado su apoyo desde que se iniciara la crisis del Nueva Sión.

No era precisamente cómoda la situación de Paco y sus compañeros. Navegando por rutas ignoradas alentaban en su pecho, ahora más que nunca, el temor de tropezar con algún pirata fugitivo, aun cuando Ron afirmara que no era ése el peligro; algunos capitanes de la Flota eran de nacionalidad estadounidense, y no les sería difícil justificar ante sus superiores la destrucción de la Walpurgis en plena campaña de limpieza de los asteroides. Con la mente puesta en un acontecimiento del que ignoraban cual podría ser su final, veían cómo la meta de su viaje -el planeta Marte, dado que Ron se oponía tajantemente a ir más allá- se aproximaba conforme pasaban los días.

Estaba próximo ya el momento en el que necesariamente tendrían que entrar en contacto con la abigarrada comunidad marciana, e ignoraban totalmente cual podría haber sido la reacción de los distintos estamentos sociales a raíz de la destrucción de la base de los asteroides, dado que Graziani se había negado a autorizar la utilización de la radio; no obstante, un elemental sentido de la prudencia les aconsejaba dirigirse directamente a los funcionarios de las Naciones Unidas, únicas personas de las que presumiblemente podrían esperar ayuda.

Quiso el destino que fuera precisamente un navío de la ONU, la patrullera Deyanira, el primero con el que establecieron contacto, justo cuando iniciaban las maniobras de acercamiento al planeta. Imbuidos por una ambigua sensación en la que se entremezclaban sentimientos tan dispares como el alivio y el temor, los viajeros de la Walpurgis respondieron a las solicitudes de identificación insistentemente enviadas por la Deyanira. Ocurriera lo que ocurriera, la suerte estaba ya echada.

A diferencia de lo que ocurría en la práctica totalidad de las naves civiles, las patrulleras carecían, por motivos de seguridad, de los tubos de conexión tan utilizados en los abordajes en pleno espacio. Sus tripulantes se veían así obligados a desplazarse de una a otra astronave utilizando unos pequeños botes de desembarco muy similares a los utilizados en casos de emergencia, con la diferencia de que éstos se encontraban artillados. Ahora bien, no era normal que en las rutinarias operaciones de control las patrulleras fueran más allá de una simple comprobación visual, por lo que la decisión del capitán de la Deyanira de enviar a algunos de sus hombres a efectuar una inspección al interior de la Walpurgis bien podía considerarse como una medida, cuanto menos, poco habitual.

-Algo ocurre. -musitó Andrés Huertas con un tono de fatalismo en su voz.

-Esperemos que el capitán no sea norteamericano. -gruñó Ron por única respuesta.

Minutos más tarde comprobaban con alivio que la nacionalidad del mismo, desplazado personalmente hasta la Walpurgis, era birmana, lo cual calmaba buena parte, aunque no la totalidad, de sus fundados recelos. Éste se mostró amable y respetuoso y, con gran sorpresa por parte de los fugitivos, puesto que en todo momento habían puesto cuidado en ocultar tanto su verdadera identidad como la naturaleza de su fallido viaje, les comunicó que era conocido su regreso por parte del cuartel general de la Flota. Les estaban, pues, aguardando.

-¿Cómo lo sabían ustedes? -preguntó extrañado Graziani una vez constatada la inutilidad de sus anteriores precauciones.

-Sus compañeros del Nueva Sión nos relataron la naturaleza de su viaje. -respondió el capitán- Calculamos que no llegarían al asteroide hasta pasados dos o tres días desde el ataque, por lo que supusimos que ustedes darían inmediatamente la vuelta. Como ven, no nos equivocamos.

-De sus palabras deduzco que nuestros compañeros están bajo su protección... O bajo su custodia. -comentó Andrés.

-Bajo nuestra protección. -aclaró el capitán- Al igual que ustedes a partir de este momento. Los ánimos están muy soliviantados en Marte e incluso en la Tierra, por lo que el Alto Comisionado se ha visto obligado a garantizarles personalmente su integridad física, proporcionándoles escolta si ello fuera necesario.

-Los norteamericanos, supongo.

-Lamento no poder responder a su pregunta; la jurisdicción de las Naciones Unidas abarca tan sólo el espacio interplanetario, careciendo de autoridad en las colonias de los diferentes países. Pero a raíz del ataque pirata a su base, el clima existente no es el más favorable para su organización; ha habido numerosos disturbios callejeros en contra de los robots, y la fuerza policial conjunta tan sólo controla parcialmente la situación.

-Bien, no es necesario que continúe; le comprendemos perfectamente. -Ron había tomado parte por vez primera en la conversación- Por cierto, ¿qué ha sido de los piratas?

-Es lo único positivo de este desdichado asunto. -respondió el militar sin percatarse del sutil tono con que había sido hecha la pregunta- Desde hacía tiempo buscábamos una excusa para acabar con ese nido de ratas, y los muy estúpidos nos lo han puesto en bandeja.

-¿Qué órdenes tiene con respecto a nosotros? -interrumpió Graziani.

-He de escoltarlos hasta nuestra base en Deimos, donde les aguarda su astronave; allí ustedes decidirán. Por cierto, ¿no traen a su robot?

-Veo que ustedes están bastante bien enterados de nuestras andanzas. -sonrió Graziani con amargura- Paco se encuentra oculto en la bodega; ignorábamos cómo nos iban a recibir, por lo que creímos oportuno esconderlo.

-Bien, señores, les ruego que sigan a nuestra patrullera. -concluyó el capitán antes de abandonar la nave- Supongo que estarán deseosos de reunirse con sus compañeros.

El resto del viaje transcurrió rápidamente. Reunidos los viajeros de la Walpurgis con sus compañeros del Nueva Sión, partieron todos juntos de la base de Deimos dirigiéndose directamente a la Tierra, mientras el viejo Ron retornaba a su vez a Marte. El gran ascendiente ejercido por Paco sobre sus compañeros hizo que se impusieran sin dificultades las tesis del robot, convertido de hecho en el jefe natural de la expedición. No obstante, no viajaban solos; el delegado de las Naciones Unidas había insistido en que dos patrulleras de la Flota, las viejas conocidas de los viajeros Deyanira y Semíramis, les acompañaran en calidad de escolta durante todo el trayecto.

Extrañados sobremanera al comprobar cómo dos unidades de la Flota abandonaban el cinturón para internarse en el espacio interior, es decir, el comprendido dentro de la órbita de Marte, sólo entonces acertaron a comprender los tripulantes del Nueva Sión la gravedad de la situación en la que se encontraban implicados. Según fueron informados, la razón de esta excepcional medida de seguridad había que buscarla en el hecho comprobado de la existencia de astronaves sin identificar, que se suponía artilladas, dentro de las rutas de navegación que enlazaban ambos planetas.

Esta circunstancia suponía una flagrante violación de los acuerdos internacionales que reservaban a las Naciones Unidas el derecho exclusivo de posesión de una flota interplanetaria, privilegio que hasta el presente jamás había sido cuestionado por ninguna potencia terrestre. Se confirmaban así tanto las acusaciones del capitán de la Aquelarre, como los rumores recogidos en Marte por los compañeros de Graziani antes de que huyeran a refugiarse a Deimos, según los cuales esas misteriosas naves habrían tomado parte activa en la destrucción de la base de la Hermandad.

Supieron también de la tensa situación vivida en la mayor parte del planeta, donde los principales países, presionados por los intereses de las poderosas compañías multinacionales, se habían lanzado a una guerra sin cuartel contra las principales asociaciones de robots, haciendo uso de todos los medios posibles para desbaratar a las mismas. Abandonada ya toda posible solución diplomática, la práctica totalidad de los gobiernos occidentales, comandados por los omnipresentes Estados Unidos, habían volcado todos sus esfuerzos en aplastar a un colectivo de robots que nada había hecho por defenderse, limitándose a adoptar una actitud de resistencia pasiva complementada en algunos casos por una semiclandestinidad.

Tan sólo la Organización de las Naciones Unidas había hecho oír su voz para condenar tan evidente desafuero, si bien su postura se debía más a una actitud de coherencia con sus postulados básicos, que a una convicción respecto a las posturas ideológicas esgrimidas por los robots. Realmente eran muy pocos los que admitían la existencia de un alma en los robots, si bien existía una corriente, cada vez más fuerte, que clamaba en contra de unos salvajes métodos de represión que llegaban, en algunos casos, incluso al desguace. No obstante, esto no había sido suficiente para acabar con la persecución, que continuaba desarrollándose cada vez con más saña mientras el alto organismo internacional se encontraba acorralado por aquellos mismos que lo habían creado.

-¿Tan grave es la situación? -se asombraba Graziani, desplazado hasta la Deyanira en visita de cortesía- Cuando salimos de la Tierra ya existían tensiones, pero no podíamos sospechar que en tan poco tiempo pudieran agravarse tanto.

-Desgraciadamente, así ha sido. -respondió el capitán de la patrullera- Ha transcurrido mucho tiempo desde que la crisis comenzara a gestarse, pero han bastado unos pocos días para que la situación se tornara peligrosa.

-No puedo creerlo. ¿Cómo pueden ser tan obcecados?

-Todo ha influido un poco, desde el temor oculto de buena parte de la población hacia a los robots, hasta oscuros intereses electoralistas, sin olvidar las presiones de la industria cibernética. Las detenciones masivas ordenadas por las autoridades, que ellos llaman confiscaciones, han degenerado en persecuciones indiscriminadas contra todo tipo de robots, acabando generalmente en destrucciones masivas de los mismos. -era evidente que el oficial eludía utilizar la palabra matanza.

-¿Tan caótica es la situación?

-Mal que nos pese reconocerlo, es así. Los disturbios aumentan de día en día, y la peor de todo es que los gobiernos ya no pueden dar marcha atrás. Otra consecuencia grave es que las ventas de nuevos robots han caído en picado a causa de las algaradas, lo que ha provocado un descontento social todavía mayor. Nos encontramos, pues, sumidos en una espiral que no hace sino acrecentar aún más la crisis. -concluyó con pesimismo el capitán.

-Mal futuro nos espera.

-Nosotros tan sólo podemos garantizarles protección hasta nuestra base lunar; si insisten en viajar hasta la Tierra, tendrán que contar exclusivamente con sus propios medios.

-Pero nosotros queremos ir a la Tierra. -insistió Graziani- Por otro lado, no creo que a los humanos nos hagan nada; esta persecución es contra los robots.

-No se hagan ilusiones. Aun cuando dejaran a su robot en nuestra base, ustedes no se encontrarían mucho más seguros. Si bien la represión se ha desatado fundamentalmente sobre los robots, habiendo afectado a sus propietarios tan sólo en forma de confiscaciones o de multas, su caso es muy distinto. Se les considera instigadores de la rebelión, y como tales serían tratados en el caso de ser descubiertos y capturados. Yo que ustedes, permanecería en la Luna hasta que los ánimos estuvieran más calmados.

-¿Qué ha sido de nuestros compañeros? -preguntó Graziani, súbitamente alarmado.

-Su organización ha quedado prácticamente desmantelada. Los robots han sido incautados por los respectivos gobiernos, y en lo que respecta a los humanos, los mandos más cualificados han sido detenidos, encontrándose a la espera de juicio.

-Pero esto no habrá ocurrido en todos los países.

-Lamento desilusionarle. Lo cierto es que, de una u otra manera, ustedes no estarían seguros en prácticamente ningún lugar del globo. En la mayoría de los países musulmanes el fanatismo religioso ha atizado aún más el fuego, mientras en numerosas regiones del Tercer Mundo los dictadores de turno han aprovechado la ocasión para incrementar sus bienes personales a costa de los escasos propietarios de robots existentes en sus respectivos países. Esto les deja a ustedes prácticamente sin ningún país al que acudir en demanda de asilo. Créanme; no pasen de la Luna.

-Yo no soy quien para decidir en nombre de todos mis compañeros. -respondió Graziani dubitativamente- Somos doce además de Paco, y debemos ponernos de acuerdo entre todos.

-¿Acaso no han decidido aún qué es lo que van a hacer? No les queda demasiado tiempo.

-No es tan fácil como usted cree. Todos nosotros queremos dirigirnos a nuestra sede central de Ginebra, pero Paco se opone. Dice que no tenemos por qué arriesgarnos por algo que no nos incumbe.

-En esto demuestra ser más juicioso que todos ustedes.

-No lo crea. Quiere que todos nosotros nos quedemos en la Luna mientras él se dirige a la Tierra.

-¿A Ginebra?

-No. A Nueva York. Pretende hablar en la Asamblea General de las Naciones Unidas.


* * *


De una forma tan brusca como anteriormente aparecieran, las brumas se desvanecieron de su mente. Resultaba cuanto menos inquietante comprobar cómo en el lapso de tiempo durante el cual había permanecido desconectado nada había parecido indicar la menor existencia de una vida extracorpórea... al menos para una inteligencia artificial como la suya. Tan sólo el vacío, el vacío más absoluto, había existido en el intervalo temporal durante el cual su mente, real o figuradamente, había estado sumida en el tenebroso mundo de la nada. Y Paco, por vez primera, dudó.

Reconduciendo sus pensamientos hasta umbrales menos inquietantes en su desnuda realidad, Paco recordó, con una nitidez imposible de alcanzar para un cerebro humano, todo lo acontecido hasta el mismo momento de su muerte temporal. Las iniciales disputas con sus compañeros, resueltas finalmente con el triunfo de sus postulados; el viaje a la Tierra en un transporte de las Naciones Unidas, camuflado entre los materiales del heteróclito cargamento que transportaba, y su entrada casi clandestina en la sede central del organismo internacional burlando a la rutinaria vigilancia policial, que no esperaba en modo alguno su presencia en pleno corazón del país en el que era más buscado.

Había sido, sin lugar a dudas, la más gloriosa, y a la vez más inquietante, experiencia vivida jamás por robot alguno. Apoyado incondicionalmente por sus fieles mentores, los cuales seguramente veían en la defensa de la causa de los robots la única posibilidad de mantener su supremacía y su independencia en el seno de un mundo cada vez más irreconciliablemente dividido, Paco había conseguido dirigirse, en un gesto insólito y difícilmente repetible, a los representantes de la totalidad de las naciones del planeta. En un discurso tan patético como digno, Paco había hecho una llamada a la conciencia mundial, a la misma que perseguía y exterminaba a sus congéneres por el mero hecho de serlo, por ser culpables en suma de haber reclamado su derecho a la eternidad. Los robots no luchaban por conseguir unas prerrogativas civiles, y jamás pretenderían equipararse socialmente a una humanidad que les había creado y a la cual no comprendían; tan sólo deseaban que les fuera reconocida su capacidad para amar a Dios.

Poco más recordaba Paco de los hechos acontecidos en aquella memorable jornada. El revuelo organizado en el vasto foro una vez terminada su alocución, al cabo degenerado en una franca alteración del orden público sin ningún tipo de precedentes en los anales de la institución; su suicida abandono del edificio, perdiendo tanto la protección policial como el asilo que le ofrecían en el mismo; su inmediata detención por parte de las fuerzas militares norteamericanas desplegadas en torno a la sede de las Naciones Unidas; su interrogatorio por agentes especializados que nada pudieron, por otra parte, obtener de sus declaraciones... Y finalmente la desconexión de su cerebro electrónico, ordenada por el propio presidente de los Estados Unidos.

Y luego... nada, absolutamente nada, hasta el momento en el que por fin la luz comenzó a abrirse camino en su adormecida mente. La vida se restauraba otra vez en él, pero nuevas incógnitas invadían su redivivo ánimo. ¿Dónde? ¿Cuándo? De repente, descubrió que los robots también podían llegar a temer.

Al fin pudo asimilar, una vez difuminado el espantoso interregno que hasta entonces invadiera su mente, el cúmulo de sensaciones que sus órganos sensoriales le enviaban. Como pudo comprobar, se encontraba en el interior de una desnuda habitación apenas iluminada. Frente a él se encontraba una figura conocida, la del ingeniero Andrés Huertas, el cual le contemplaba con actitud expectante.

-¡Andrés! -acertó a exclamar al fin- ¿Qué haces aquí?

-Curiosa pregunta para alguien que acaba de volver del reino de la muerte. -respondió jovialmente el ingeniero- Dime, ¿qué tal te encuentras?

-Bien, tan sólo algo... aturdido. -concluyó Paco, vacilante sobre la oportunidad, en su caso, de aplicar dicho vocablo.

-No te extrañe. -le explicó su compañero- Has estado cerca de cinco años desconectado.

-¿Cinco años? Pero si yo...

-No es de extrañar que te muestres perplejo. De hecho, nosotros mismos temíamos por tu integridad mental después de permanecer tanto tiempo desconectado.

-Yo me encuentro perfectamente. -insistió el robot- Pero cinco años...

-Cuatro años y diez meses. -matizó Huertas- Pero tengo para ti una buena noticia.

-¿Estoy libre? -le interrumpió impacientemente Paco.

-Por supuesto. Pero no es esa noticia a la que yo me refería, sino a algo mucho más importante.

-¿A cuál, pues?

-Mucho es lo que ha cambiado el mundo desde que te detuvieran. A decir verdad, ha sido una de esas épocas claves que han cambiado la historia.

-Pero eso, ¿en qué me concierne? -insistió el robot, cada vez más inquieto.

-Tranquilízate. Tan sólo se trata de que los robots por fin habéis conseguido aquello por lo que tanto luchasteis.

-¿Quieres decir que...?

-En efecto. -remachó el ingeniero- La revolución no sólo ha sido política, sino también religiosa. Presionada por sus propios fieles, la Iglesia Católica se vio obligada a convocar un concilio, el Vaticano III. Hace apenas unas semanas que fue clausurado, y a partir de entonces el catolicismo reconoce el derecho de los robots a bautizarse. Por otro lado, y forzadas por la evidencia, la mayor parte de las grandes confesiones religiosas han seguido el mismo camino. Habéis triunfado en toda la línea.

-¿Quieres decir que ya han comenzado a bautizar a los robots?

-¡Oh, no! Todos hemos querido que tú fueras el primero; y no veas el trabajo que nos ha costado conseguir que te dejaran en libertad. El Papa en persona aguarda en Roma para bautizarte; y estamos muy cerca de allí, en Ginebra.


* * *


La basílica de San Pedro hervía de peregrinos que hacían recordar con su presencia a las históricas ocasiones por las que había atravesado la milenaria Iglesia Católica. Nada parecía haber cambiado desde el día en el que las añejas piedras fueron erigidas, pero entre la abigarrada multitud que la abarrotaba se adivinaban de vez en cuando las grises figuras pertenecientes a los robots, venidos en número de miles a la que fuera la antigua capital del orbe.

Bajo las solemnes notas de un himno religioso avanzaba lentamente la procesión, encabezada por Su Santidad Gregorio XVII. Al pie de la pila bautismal, impertérrito, aguardaba Paco; instantes después se arrodillaba para recibir el bautismo de manos del Santo Padre. Mientras los acordes triunfales de un himno de gloria invadían las naves de la antigua basílica, el nuevo hijo de la Iglesia meditaba. Y el robot, criatura humana al fin y al cabo, lloró.


Publicado como serial entre el 28-5--2003 y el 1-11-2003 en el Sitio de Ciencia Ficción