Al pie de la letra
En la sala, pequeña y desprovista de ventanas, varias figuras distribuidas en torno a una mesa ocupaban el escaso espacio que quedaba libre entre ésta y las cuatro paredes, a excepción del estrecho el hueco de la uerta que se abría a mitad de una de las paredes.
De todas ellas quedaba claro quien llevaba la voz cantante, a juzgar por la autoridad con la que daba órdenes a unos subordinados que las acataban sin rechistar.
-¿Qué pasa con Sinagra? -preguntó en tono falsamente indiferente, dirigiéndose a uno de ellos-. ¿Ha pagado ya el pizzo?
-Todavía no, don Rocco -respondió remiso el interpelado-. Y no será porque no se lo hayamos advertido en varias ocasiones. Incluso le llegamos a romper las lunas de su tienda como advertencia, pero no ha servido de nada. Jura y perjura que jamás nos pagará un solo céntimo. El siguiente paso sería quemársela, pero entonces no habría manera humana de cobrarle la deuda, puesto que quedaría arruinado. Por eso estamos intentando forzarle a que pague.
-Lo que pudiéramos sacarle a ese malnacido no sería ni calderilla -le interrumpió el capo con el ronco tono de voz que reservaba para cuando estaba irritado-. Pero su cabezonería podría servir de ejemplo a otros, y eso es algo que no nos conviene. Además -continuó alzando el tono de voz-, no me gusta que nadie se burle de mí. No lo soporto -concluyó cortando la frase como si lo hubiera hecho con un cuchillo.
-Entonces, don Rocco... -musitó el responsable con un hilo de voz.
-Mi querido Fredo, si estás sentado aquí, a mi lado, en vez de dedicarte a patear las calles como un soldado cualquiera, se debe a que creí en ti y en tu capacidad para resolver problemas. Así pues no creo que tenga que decirte nada, confío en que seas capaz de afrontarlo por ti solo... al menos, así lo espero -concluyó a modo de velada amenaza.
Dicho lo cual dio a entender que la reunión había terminado, por lo que sus lugartenientes comenzaron a levantarse en silencio y, tras besarle respetuosamente la mano, se retiraron por la puerta que quedaba situada justo frente a él.
Una vez solo, el capo emitió el equivalente a un suspiro -evidentemente carecía de aparato respiratorio- y, alzando sus ojos telemétricos, fijó la mirada en el cartel colocado encima de la puerta. Y recordó. Recordó sus humildes orígenes como robot industrial, diseñado para realizar tareas penosas y equipado, por ello, con un cerebro positrónico de capacidades presuntamente limitadas. Lo que nunca supieron sus creadores, y ni siquiera llegaron a sospechar, fue que, debido a un error de origen desconocido, su cerebro presentaba ciertas anomalías que le convertían en un androide único de capacidades muy diferentes, y por supuesto superiores, a las correspondientes a su modelo. Por supuesto jamás hubiera pasado el más mínimo control, pero ya procuró él -la astucia era una de sus cualidades particulares- de que esto no ocurriera.
Quiso el azar que sus habilidades innatas le condujeran -más bien le empujaran- hacia lo que los humanos consideraban delincuencia, algo realmente insólito en un robot puesto que todos ellos, y Rocco no era una excepción, estaban férreamente sometidos a los dictados de las Tres Leyes de la Robótica; pero Rocco pronto aprendió no a violarlas -eso hubiera resultado materialmente imposible-, sino a sortearlas.
Y tuvo éxito, de modo que tras huir de la factoría en la que había sido condenado a trabajar de por vida, dejando tras de sí la carcasa de un robot muerto -es decir, con el cerebro positrónico irreversiblemente dañado- que hizo pasar por él, fue el primer robot capaz no sólo de ser un delincuente, sino incluso de escalar hasta la cumbre de la Cosa Nostra convirtiéndose en uno de sus capos más respetados.
Evidentemente de su viejo cuerpo, fabricado con materiales baratos y pensado para durar lo justo para amortizar su coste de fabricación, tan sólo quedaba aquel maravilloso cerebro positrónico cuyo estudio hubiera hecho las delicias de cualquier ingeniero cibernético, habiendo sido reemplazado el resto por el mejor diseño existente en el mercado. Éste era el único capricho que se había permitido en toda su larga vida, pues su naturaleza robótica, a diferencia de la humana, le imponía muy pocas servidumbres corporales.
Y todo esto lo había conseguido gracias a la genial intuición que le permitió llegar tan lejos y que había plasmado, a modo de recordatorio, en su querido cartel. Allí, en letras doradas, a la conocida Primera Ley de la Robótica:
Un robot no puede dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que éste sea dañado.
Había añadido su propio codicilo:
Pero nada le impide que otro ser humano lo haga voluntariamente por él.
Publicado el 25-12-2016