Proyecto Salomón



Habían pasado muchos años desde que le perdí la pista a Arturo cuando me lo encontré casualmente en una de las calles más céntricas de Madrid. Bueno, en realidad fue él quien me encontró a mí, dado que a mi proverbial torpeza como fisonomista se unía el hecho de que el aspecto de mi amigo estaba muy cambiado respecto al recuerdo que tenía de él... y no precisamente para mejor, ya que aparentaba una edad bastante mayor de la que realmente tenía, que era la misma que la mía. Sí, ya sé que todos tendemos a ver el envejecimiento de los demás con mucha más agudeza que el propio, pero en este caso no se trataba de una impresión objetiva sino real; a Arturo se le habían echado los años encima de forma acelerada, y cuando me contó sus avatares de los últimos años pude comprender por qué. Pero no nos precipitemos a la hora de relatar su historia.

Arturo y yo habíamos sido compañeros en la facultad de Informática, y la suya fue una de las pocas amistades que trabé durante mis estudios universitarios. Sin embargo ambos teníamos caracteres muy distintos, lo cual, aunque no fue ningún obstáculo para nuestra relación, hizo que nuestros caminos divergieran una vez licenciados. Así, mientras yo optaba por una tranquila, aunque para muchos aburrida, plaza de funcionario, él, mucho más inquieto, prefirió probar suerte en la empresa privada. Durante varios años, en los que estuvo saltando de un empleo a otro, seguimos viéndonos de una manera más o menos intermitente, pero todo se acabó el día que me soltó la bomba: había sido contratado por la mítica US Robots, lo que implicaba su traslado a los Estados Unidos.

Arturo, siempre aventurero, estaba exultante, presumiendo de haber sido el primer español, y uno de los primeros europeos, que entraría a formar parte de la más importante compañía robótica a nivel mundial. Celebramos su despedida, marchó a América y, aunque en un principio nos prometimos solemnemente seguir en contacto, lo cierto es que acabó ocurriendo lo que siempre suele ocurrir en estos casos en los que media la distancia, un enfriamiento gradual seguido de una falta total de noticias. Incluso dejamos de felicitarnos por navidad, aunque esto era algo a lo que ninguno de los dos había dado nunca mayor importancia.

Y ahora, de repente, lo tenía ante mí, envejecido no sólo física sino también anímicamente, puesto que esa vitalidad desbordante que yo recordaba parecía haberse extinguido por completo. Arturo era ahora un hombre cansado, y pronto conocí la razón.

No puedo decir que me rehuyera; al contrario, la alegría que mostró al verme no pudo ser más sincera. Pero cuando le propuse ir a un sitio en el que pudiéramos charlar largo y tendido sobre nuestras respectivas vidas, se mostró esquivo y como temeroso de tener que recordar acontecimientos dolorosos. Hube de insistir rebatiendo sus fútiles excusas, pero finalmente pude arrastrarlo hasta una cafetería lo suficientemente tranquila en la que ni la clientela ni la normalmente insufrible música ambiental perturbaban a quien deseaba huir de la vorágine ciudadana.

Y así llegó el momento de contarnos lo que nos había acontecido durante los últimos años. Yo en realidad tenía poco que decir o, mejor dicho, necesité poco tiempo para hacerlo: seguía de funcionario y, aunque me había casado, no tenía hijos. Él, llegado su turno, me contó que también se había casado con una norteamericana, pero las cosas no fueron bien y había acabado divorciándose. En lo que respecta a su actividad laboral, durante todo este tiempo había estado trabajando en US Robots hasta hacía tres meses, momento en el que, de común acuerdo, habían rescindido el contrato. La empresa, a la par que exigente con sus empleados, era también generosa con ellos, por lo que había recibido de ésta una generosa indemnización. Este dinero, unido a sus ahorros, le garantizaba una razonable cobertura económica incluso, si quisiera, hasta la jubilación, pero aunque no tenía intención de apurarlo tanto tiempo y de sobra sabía que a un ex empleado de US Robots se le rifarían las empresas informáticas europeas, necesitaba -recalcó esta palabra- un descanso, por lo cual había decidido tomarse un año sabático. Y puesto que nada le ataba al otro lado del Atlántico, optó por volver a España pese a que aquí tampoco tenía familia.

De hecho, yo era lo más parecido a un anclaje que tenía en un país en el que, pese a ser el suyo natal, se sentía como un extraño. Por supuesto me apresuré a manifestarle mi deseo de recuperar nuestra antigua amistad, invitándole a venir a casa y a conocer a mi mujer, lo cual agradeció feblemente sin llegar a comprometerse de una manera explícita. Pero yo no estaba dispuesto a soltar la presa; intuía que Arturo necesitaba ayuda y estaba convencido de que tan sólo yo podría dársela, algo en lo que encontré el apoyo de mi mujer una vez la hube puesto en antecedentes.

No me equivocaba, pero hubo de pasar tiempo para que me abriera su intimidad no por desconfianza hacia mí -eso lo dejó claro desde el principio-, sino por haber quedado traumatizado por la experiencia hasta el punto de que su mente se negaba con obstinación a recordarla. Finalmente, y pese a que nunca me he considerado especialmente dotado para la psicología, conseguí que me relatara el episodio en el que se vio involucrado y que le había marcado de manera tan profunda. Lo que voy a relatar no surgió de golpe sino que fue aflorando poco a poco a lo largo de sucesivas conversaciones, pero en un intento de facilitar su comprensión me he tomado la libertad de resumirlo tal como si hubiera tenido lugar de un tirón. Confío en que sepan disculparme por ello.

-Cuando llegué a US Robots -explicó Arturo- me encontraba, como bien puedes suponer, completamente cohibido. Además, no tenía ni idea de a cual sección me iban a destinar; la empresa es enorme, y las tareas que desarrollan en ella los informáticos, los ingenieros y los científicos son de lo más dispar, incluyendo muchas que ni siquiera llegarías a imaginar. Éramos varias decenas los recién contratados, procedentes en su mayoría del mundo anglosajón salvo algunos asiáticos -chinos, japoneses e indios- y dos europeos, una chica polaca y yo. Nos hicieron pasar por una exhaustiva batería de exámenes y entrevistas tras los cuales fuimos asignados, con carácter provisional, a las distintas secciones. ¿Adivinas a dónde me mandaron?

Yo negué con la cabeza mientras sorbía un trago de cerveza.

-Pues nada menos que a robopsicología -continuó mi amigo, mientras yo me atragantaba con la bebida a causa de la sorpresa.

-No me digas que... conociste a Susan Calvin -conseguí articular una vez pude dejar de toser.

-Personalmente no -respondió-; cuando llegué hacía ya varios años que se había jubilado. Pero su presencia seguía impregnando de alguna manera todo el departamento, diríase que parte de ella continuaba estando allí.

Sonrió melancólicamente antes de proseguir con su explicación.

-Su sucesor era Robert E. Murray, un competente científico pero sin el carisma de Susan. De todos modos la época romántica de la robótica ya había acabado, ahora las cosas eran... como te diré, más prosaicas, lo que no quiere decir que no se hicieran avances, por mucho que éstos pasaran más desapercibidos para el gran público. La principal diferencia estribaba en que, mientras Susan había sido durante muchos años el departamento de robopsiquiatría, Murray era ahora simplemente su director.

-En cualquier caso -le interrumpí-, tu trabajo allí debió de ser fascinante...

-En un principio sí, por supuesto; aunque como ocurre en todos los sitios, acabó convirtiéndose en rutinario -hizo una pausa y continuó-. Hasta que fui asignado al Proyecto Salomón.

-¿El Proyecto qué? -exclamé sorprendido-. Jamás había oído hablar de semejante cosa.

-No es de extrañar -sonrió de nuevo, esta vez de forma más abierta-; se trataba de un proyecto secreto incluso para la gran mayoría de los empleados y ejecutivos de la compañía. Por cierto -añadió receloso-; he de advertirte que antes de marcharme de la empresa tuve que firmar un compromiso de confidencialidad, puesto que los responsables decidieron archivarlo sin hacerlo público.

-Arturo -protesté-, te aseguro que nada más lejos de mi intención que comprometerte. Aunque puedes contar con mi discreción, te pido que te reserves todo lo que consideres conveniente. No te tiraré de la lengua.

-No te preocupes -fue su respuesta-. Confío en tu discreción, por supuesto, de no ser así no te lo estaría contando. Además necesito desahogarme, y aparte de ti no conozco a nadie más con quien poder hacerlo. Lo único que pretendía, eso sí, era advertirte de que lo que te voy a decir no es en modo alguno trivial, por lo que no desearía que llegara a oídos de terceras personas.

Tras reiterar mis promesas de confidencialidad absoluta, las cuales ahora ya no son necesarias -por eso lo estoy relatando- a causa de las circunstancias posteriores, Arturo siguió con su relato.

-El Proyecto Salomón tuvo su origen en un antiguo expediente de tiempos de Susan Calvin -de hecho ella era todavía muy joven- que había sido archivado y olvidado, hasta que fue descubierto por casualidad por mi jefe el doctor Murray, el cual rápidamente mostró su interés por él. En esencia se trataba de un robot, catalogado como RB 34 y apodado Herbie que, debido a una imprevista perturbación durante el proceso de fabricación de su cerebro positrónico, adquirió la facultad de leer las mentes humanas. Vamos, que Susan Calvin y sus colegas se encontraron repentinamente con un robot telépata.

-¿Un robot telépata? -mi asombro no podía ser más genuino-. Jamás en mi vida había oído hablar de nada semejante.

-No te extrañe; se trató de un caso único que no tuvo continuidad, lo cual a la postre fue lo mejor que pudo haber ocurrido. De hecho, ni tan siquiera fueron capaces de identificar el factor que provocó la mutación ni, posteriormente, se atrevieron tampoco a intentar repetirlo. Todos quedaron tan escarmentados que prefirieron echar tierra al asunto, lo cual consiguieron hacer con tanta efectividad que hubieron de pasar varias décadas antes de que el expediente fuera descubierto de nuevo. Aunque quizá habría sido mejor que lo hubieran destruido... -se lamentó melancólico.

-La verdad -opiné- es que, de haberse incorporado esta capacidad a los robots fabricados en serie las cosas podrían haber cambiado mucho...

-Demasiado -remachó Arturo-. Y seguramente, no para bien. Date cuenta de que el sentimiento antirrobótico es cada vez más fuerte en la Tierra, y eso a pesar de la garantía de las Tres Leyes de la Robótica. Si el populacho llega a enterarse de la existencia de robots telépatas... no quiero ni pensar cuales podrían haber sido las consecuencias -remachó.

-Pero, según he creído entender, el asunto no pasó de un prototipo...

-Ni tan siquiera eso. Herbie fue un robot de serie construido según los parámetros normales, sólo que un factor incontrolado produjo una perturbación en su cerebro positrónico durante el proceso de fabricación... el equivalente a una mutación en un ser vivo, podríamos considerarlo así. Fallos de este tipo suelen aparecer con determinada frecuencia, hay que tener en cuenta que los cerebros positrónicos son unas estructuras extremadamente complejas sujetas a multitud de factores, por lo que es inevitable que tarde o temprano algo salga mal. Lo habitual es que estos defectos de fabricación -recalcó las palabras- provoquen taras de mayor o menor gravedad, por lo que los robots afectados suelen ser detectados en el departamento de control de calidad y reparados, si ello es posible, o más habitualmente retirados y destruidos, ya que se procura por todos los medios que sólo salgan de la fábrica aquellos que salvan todos los controles, que no son pocos.

-¿Qué pasó con Herbie? ¿Se les coló?

-Por fortuna no, eso hubiera supuesto una catástrofe. En realidad el robot funcionaba perfectamente y, salvo su peculiar habilidad, en nada se diferenciaba del resto de sus compañeros, no había la menor disfuncionalidad en su comportamiento. Gracias a que los robots no pueden mentir su capacidad telepática fue detectada casi en la propia cadena de montaje, amén de que él tampoco ocultó en ningún momento que podía leer el pensamiento. Rápidamente se le envió al gabinete de crisis formado por Alfred Lannig, entonces director de investigación de la compañía, Susan Calvin y un par de matemáticos cuyo nombre no recuerdo.

-¿Y qué ocurrió? -a estas alturas de la conversación yo ya estaba profundamente interesado.

-Resumiendo -suspiró mi amigo al tiempo que aprovechaba para beber de su hasta entonces intacto refresco-, estos cuatro investigadores tropezaron con una inesperada derivación de la Primera Ley de la Robótica.

-Yo pensaba que esta ley está incrustada en lo más profundo de la programación de los robots, de modo que no existe manera alguna de violarla... -objeté.

-En realidad las tres, pero por supuesto la Primera es siempre la prioritaria. Pero no me interpretes mal, Herbie no incumplía en modo alguno la Primera Ley, al contrario. Su obligación de respetarla, en combinación con su capacidad telepática, le obligó a comportarse de la manera en que lo hizo...

Tras una nueva pausa, esta vez más prolongada, continuó:

-Imagínate que fueras capaz de leerme la mente y que, al mismo tiempo, tuvieras prohibido causarme daño; daño de cualquier tipo, no sólo físico sino también emocional...

-Creo que empiezo a comprender -barrunté.

-Exacto -confirmó Arturo viendo mi expresión-. Eso fue lo que ocurrió. El pobre robot se vio obligado a recurrir a toda una sarta de mentiras piadosas en un desesperado intento de conciliar ambos condicionantes. Así, aunque momentáneamente satisfizo a sus interlocutores haciéndoles creer que era cierto aquello que ambicionaban, fue completamente incapaz de mantener la superchería durante mucho tiempo. Y como cabe suponer, las consecuencias fueron catastróficas.

-Me lo imagino... -y haciendo un chascarrillo fácil añadí- al fin y al cabo es lo mismo que les ocurre a los políticos cuando, una vez ganadas las elecciones, se encuentran con que se les exige el cumplimiento de sus promesas electorales.

-No es mala comparación -rió, divertido, Arturo-; sólo que aquí el desdichado Herbie lo único que pretendía era salir del atolladero de la manera que buenamente pudiera. Bien, el caso es que pronto se vio enfrentado a un dilema insoluble ya que, mientras que había sido capaz de bandearse mejor o peor con cada uno de ellos por separado, cuando se vio enfrentado a los cuatro quedó inmediatamente bloqueado, ya que favorecer a uno con sus mentiras suponía automáticamente dañar a otro... y viceversa.

-¿Y qué ocurrió?

-Por si fuera poco, Susan Calvin estaba profundamente irritada porque éste había alentado su ingenua creencia de que uno de los dos matemáticos, del que estaba enamorada, correspondía a sus sentimientos; al descubrir que había sido burlada por un robot su frustración no tuvo límites, ni su venganza tampoco. Conocedora como nadie de los mecanismos mentales de los hombres mecánicos, forzó de forma deliberada, casi diría que con sadismo, el círculo vicioso en el que había caído el desdichado Herbie, haciendo que su delicado cerebro electrónico colapsara. Convertido el robot en un imbécil irrecuperable y sin poder identificar el factor que provocó su habilidad telepática, ya que éste se llevó el secreto a la tumba o su equivalente mecánico, no hubo manera, ni tampoco voluntad tal como te he explicado anteriormente, de intentar repetir el experimento. Y como todos ellos se habían sentido, de una u otra manera, profundamente humillados en sus sentimientos, llegaron al acuerdo tácito de dar carpetazo al asunto. Herbie, supongo, debió de ser desguazado y eso fue todo.

-Así pues, eso es con lo que te encontraste... -y ante la tácita afirmación de mi amigo, pregunté- ¿pretendíais acaso continuar adelante, allá donde lo dejaron Susan Calvin y los demás?

-Por supuesto que no -respondió tajante-; menudo embolado. Además, mucho me temo que, de haberlo intentado, tampoco habríamos sido capaces de hacerlo. No, más vale que la telepatía, humana o robótica, continúe siendo una quimera, por el bien de todos.

-Entonces...

-Lo que buscaba Murray era explorar esos límites mal definidos en los que las Leyes de la Robótica podían provocar unas reacciones imprevistas en los robots, no ya en casos tan improbables como el de Herbie, sino en otros mucho más prosaicos que suelen darse con mayor o menor frecuencia, previendo así posibles disfuncionalidades en su comportamiento. Al fin y al cabo -concluyó-, la iniciativa tenía su lógica...

-Sinceramente -reconocí-, no acabo de ver la diferencia.

-Pues la hay -Arturo no se molestó en disimular su fastidio por tener que explicarme algo que para él resultaba obvio-. Y mucha, ya que no estamos hablando se supuestos teóricos ni de hechos excepcionales, sino de problemas reales en los que se vieron involucrados nuestros robots.

Y viendo que yo seguía con cara de no entender nada, prosiguió:

-Te voy a poner un ejemplo. Imagina que un criminal ha capturado un rehén y que se dispone a matarlo. Tú te encuentras frente a ellos con una pistola en la mano, pongamos que eres policía para simplificar las cosas; quieres evitar que se consume el asesinato, por supuesto, pero no existe la opción de inmovilizar al criminal, la única manera de impedirlo es adelantarse a él descerrajándole un tiro. ¿Qué harías?

-Disparar, claro -respondí sin dudar.

-¿Aunque eso supusiera la muerte del delincuente?

-Bueno... -titubeé-. Sería lamentable, por supuesto, pero puestos a elegir entre uno u otro sin ninguna otra alternativa posible, preferiría que se salvara la vida del rehén inocente.

-Tu reacción sería la lógica conforme a los parámetros humanos -concedió-; pero no conforme a los robóticos, ya que la Primera Ley es tajante y no admite excepciones de ninguna clase. Para un robot todas las vidas humanas son igual de valiosas, por lo que se vería incapacitado para matar al agresor aunque eso supusiera la muerte del rehén. Pero como la primera Ley también prohíbe que por inacción permitan que un ser humano sufra daño, la conclusión es evidente: el pobre trasto se encontraría frente a un dilema moral del que le resultaría imposible salir, con la más que posible consecuencia de acabar con su cerebro positrónico completamente achicharrado tal como le ocurrió a Herbie.

-Por eso no hay robots policías -bromeé.

-De poco servirían al estar prohibida su presencia en la Tierra -remachó mi amigo-, pero sí podrían haber sido empleados en las distintas bases e instalaciones del Sistema Solar que sí los poseen. Y es una lástima, porque con sus capacidades sobrehumanas hubieran sido unos magníficos agentes. Aunque -se corrigió-, no siempre las cosas son tan fáciles, incluso para nosotros. Volviendo al ejemplo anterior, ¿Quién te garantiza que el presunto asesino es el malo y el rehén el bueno? Porque este último bien podría ser un psicópata que acaba de asesinar a toda la familia de su captor y éste, obviamente desesperado por la tragedia...

-Hombre, si lo pones así...

-Vale, he forzado mucho las cosas -reconoció-, pero la limitación es cierta, como lo es que tampoco pueda haber robots cirujanos ya que la perspectiva de causar daño a un paciente, aunque sea para curarlo e incluso, para salvarle la vida, queda fuera de los parámetros robóticos, eso sin tener en cuenta que siempre existe la posibilidad de que un error, o un mal diagnóstico, acabe provocando la muerte del paciente.

-Amputar una pierna, pongo por caso -protesté-, no deja de ser un mal menor, inevitable además ante la alternativa de que la gangrena se extienda y mate al paciente; y eso los robots lo deberían saber.

-Y lo saben perfectamente, no te quepa la menor duda. Pero la Primera Ley es tajante y no admite matización alguna: Un robot no causará daño a un ser humano ni por acción ni por inacción, sin excepción de ningún tipo. Así pues, no les queda más opción que la de tomarla al pie de la letra. Ciertamente existen los mal llamados robots cirujanos, pero éstos no dejan de ser unos servomecanismos carentes de la autoconsciencia que caracteriza a los verdaderos robots positrónicos. Son simples máquinas extremadamente sofisticadas, eso sí, pero que necesitan la supervisión de un cirujano humano al cual auxilian pero no sustituyen.

-Bueno, tampoco parece que esto haya supuesto un problema irresoluble -porfié.

-No, por supuesto que no. Al igual que en el caso anterior, me limitaba a ponerte ejemplos reales de casos en los que las Leyes de la Robótica se convierten en verdaderos obstáculos. Pero no eran éstos los que interesaban al doctor Murray sino otros que, vuelvo a repetirlo, tienen una incidencia real en las actividades de los robots.

Hizo una nueva pausa para dar un sorbo de su bebida -yo ya iba por la segunda cerveza- y prosiguió:

-Te voy a contar un caso que sucedió hace años en una mina de teluro existente en Calixto, una de las más importantes del sistema joviano. Allí, como supongo que sabrás, los mineros trabajan codo con codo con los robots, que suelen realizar las labores más penosas o peligrosas. Pero siempre suele ser necesaria la presencia humana, por diferentes razones incluidas las condiciones pactadas con los sindicatos. Bien, en una galería se encontraban excavando un robot y dos mineros cuando se produjo un desprendimiento. El hundimiento de la bóveda era inminente, por lo que había que huir de allí con toda rapidez, pero los dos mineros habían quedado inconscientes y semienterrados por el material desprendido.

»El robot comprendió que el tiempo del que disponían era mínimo. No había sufrido daños de consideración, y además de salir de allí podría arrastrar a uno de sus compañeros... pero sólo a uno, puesto que antes de que hubiera podido volver a por el segundo la bóveda se habría derrumbado por completo matándolo con toda probabilidad. Evidentemente salvar a uno siempre es mejor que no hacerlo con ninguno, pero la maldita Primera Ley bloqueó al cerebro positrónico del robot al prohibirle elegir entre uno de ellos, ya que para él las dos vidas humanas eran exactamente igual de valiosas. Y como al salvar a uno de ellos su inacción -aunque para ti o para mí no fuera tal, para él sí lo era- provocaría irremediablemente la muerte del otro, pues...

-Total, que murieron los dos -completé yo.

-Así fue -suspiró Arturo-. El robot quedó completamente bloqueado y no pudo hacer nada por salvarlos. Y como era de esperar, cuando rescataron los cuerpos descubrieron que su cerebro positrónico había quedado completamente inutilizado.

-No me irás a decir que pretendíais meter mano a las Leyes de la Robótica...

-¡Oh, no! -saltó como si hubiera sido acusado de un delito de lesa humanidad-. Jamás se nos pasó por la imaginación hacer eso, aparte de que hubiera supuesto el suicidio de la US Robots. No -enfatizó-, ni siquiera nos estaba permitido investigar en cerebros positrónicos modificados en el laboratorio. Sólo podíamos trabajar con robots, o con componentes suyos, de serie, dentro claro está de las distintas variedades de los mismos. Además, si queríamos que los robots convencionales fueran más flexibles en sus comportamientos, deberíamos hacerlo con estos mismos robots, y no con prototipos que en la práctica no servirían para nada.

-Discúlpame si no he sabido explicarme bien -le calmé-. Tan sólo pretendía decir que en mi opinión de profano, sin modificar las Leyes no veo como podríais conseguir una mejora en las reacciones de los robots.

-Sí y no -respondió más sosegado-. Cierto es que si bien la tres Leyes de la Robótica suponen una irrenunciable garantía de control sobre los robots, también pueden llegar a convertirse en un engorroso corsé a causa de su evidente rigidez, al menos en ciertas condiciones límite.

-Pues entonces no lo entiendo...

-No era fácil empezar el melón -concedió Arturo-, de eso éramos plenamente conscientes todos nosotros, pero nos esforzamos por buscar posibles soluciones. En un principio había dos facciones principales, la que proponía meter mano a las Leyes y la que prefería buscar sus posibles resquicios sin tocarlas. Yo...

-¡Un momento! -ahora fui yo quien saltó-. Me acabas de decir que las Leyes eran intocables.

-Y lo son, por imperativo legal. Pero no se trataba de cambiarlas sino de reforzarlas, en la idea de que eso sí sería aceptable por las autoridades y, sobre todo, por esa estúpida masa recelosa que tantos obstáculos inútiles nos ha puesto en el camino.

-Si por reforzarlas entiendes hacerlas todavía más rígidas -objeté-, no veo donde pudiera estar el beneficio.

-Por paradójico que pueda parecerte, un aparente reforzamiento podría suponer en realidad una flexibilización... o al menos eso era lo que pensaban algunos -añadió dubitativo-. Además, esto hubiera servido para deslumbrar a los políticos impidiendo que vetasen el programa.

-Sigo sin entenderlo -insistí.

-Está bien -suspiró impaciente-. Te lo explicaré. Hubo quien propuso el establecimiento de una Ley Cero de la Robótica que, como su ordinal indica, sería de rango superior a la Primera y, por lo tanto, prioritaria sobre ésta. Su enunciado debería haber sido algo así como: “Un robot no causará daño a la Humanidad ni, por inacción, permitirá que ésta lo sufra”. El truco estaba en que, a diferencia de humano, humanidad es un concepto mucho más flexible, ya que antepone el bien común, digámoslo así, frente al particular de un individuo determinado, lo que permitiría, al menos en teoría, salvar el bloqueo que hemos comentado. En la práctica, para un robot resultaría posible causar daño a una persona concreta si con ello estaba persuadido de que beneficiaba a la humanidad en su conjunto.

-Muy sutil y considerablemente cínico... -ironicé- pero poco práctico, me temo, en casos tales como el de los mineros, ya que dime tú como iba a poder discriminar el robot cual de las dos víctimas era más humanidad que su compañero.

-Hombre, sus defensores argumentaban que salvar a uno de los dos accidentados supondría un beneficio para la humanidad mayor que no poder salvar a ninguno; pero tienes razón, ésta fue una de las razones por las que se desestimó finalmente.

-¿Cuáles fueron las otras? -inquirí curioso.

-Básicamente, la dificultad de cuantificar el término humanidad de una forma lo suficientemente clara y precisa como para que pudiera ser impresa en los circuitos neuronales de los cerebros positrónicos. Además, si a lo largo de la historia ni tan siquiera los filósofos más significados lograron ponerse de acuerdo en cuestiones tan importantes como la justificación del regicidio cuando éste supone la supresión de una tiranía, imagínate el berenjenal en el que nos íbamos a meter. Eso sin contar con la desconfianza que generaría entre la masa llegar a saber que un robot, aunque fuera en condiciones muy concretas y determinadas, y por supuesto inevitables, podría ser capaz de causar daño a alguien.

-Añade también -remaché- que si definimos por humanidad la totalidad de la especie humana, mucho me temo que la Ley Cero serviría de bien poco a la hora de aplicarla a colectivos reducidos, tal como supongo que sería el caso.

Arturo asintió con la cabeza antes de añadir:

-Por eso se sustituyó por una segunda propuesta, a la que algún gracioso bautizó como Ley Cero y Media para indicar que seguiría estando por encima de la Primera Ley, pero con unas pretensiones menos ambiciosas que ésta y poniendo mucho cuidado en no meter en danza a la humanidad entera, por si acaso.

-Eso suena a chiste...

-La verdad es que sí, pero la propuesta era seria y no carecía de lógica; al fin y al cabo, partía de la premisa de que, aun pretendiendo obrar de la mejor manera posible, nosotros mismos siempre acabamos viéndonos obligados a discriminar entre unas personas y otras.

-Vamos -me chanceé-, como en la famosa frase de Orwell de que todos somos iguales, pero unos más iguales que otros.

-Pues sí -respondió Arturo con toda seriedad-, siempre y cuando prescindamos de su tono cínico. Si lo prefieres, sería la filosofía de las mujeres y los niños primero o, volviendo a nuestro ejemplo anterior, la evidencia de que siempre será mejor salvar a una persona, y de paso a ti mismo, que no salvar a ninguna.

-Dicho así suena bien -reconocí-, pero aquí el problema está, mucho me temo, en ponerle el cascabel al gato.

-Tú lo has dicho -suspiró de nuevo-. Y ahí fue donde volvimos a atascarnos. Sí, está claro que en caso de necesidad, y como mal menor, siempre es preferible privilegiar a algunas personas frente al resto antes que sentenciar a todas en aras de un falso igualitarismo... en definitiva, se trataría de equiparar el comportamiento de los robots no ya al de los humanos en general, que suele ser en promedio bastante mezquino, sino, digamos, al de los humanos bondadosos a los que sólo mueve la buena fe. Pero el problema consistía ahora en fijar unos criterios objetivos, los únicos que podría admitir un robot... lo cual chocaba frontalmente con la inevitable subjetividad de la mente humana.

-Pero podríais tomar algunos modelos como patrones... -objeté.

-Sí, claro, en teoría eso es fácil de decir, pero llevarlo a la práctica es ya harina de otro costal. Por ejemplo, si tuvieras que optar entre salvar la vida a un eminente científico, artista o pensador, o bien a un grupo de personas corrientes, ¿qué harías? ¿En cuántas personas corrientes establecerías el equivalente a un premio Nobel? E incluso contando sólo con gente corriente, ¿darías prioridad al padre de familia que tiene que mantener a sus hijos, al joven prometedor que tiene toda una vida por delante, al anciano que atesora una experiencia que podría serles útil a otros? ¿Sacrificarías a un adulto por salvar a un niño del que desconoces si el día de mañana pudiera ser incluso un psicópata? Y así, podría seguir poniéndote ejemplos hasta el infinito.

-No exageres... -refunfuñé molesto-. En la práctica las cosas no funcionan así, si te ves en una circunstancia comprometida, lo cual por fortuna no suele ser frecuente, lo normal es que reacciones como buenamente puedas; y aunque a posteriori llegues a la conclusión de que tu elección no fue la idónea, siempre te quedará la tranquilidad de saber que obraste lo mejor que pudiste. Tampoco es cosa de buscar los tres pies al gato.

-Olvidas, mi querido amigo -me respondió acalorado-, que no estamos hablando de humanos, sino de robots; y aunque nuestra intención no era otra que la de humanizar relativamente, digámoslo así, la rigidez de las Leyes de la Robótica, nos encontrábamos con el escollo insoluble de que los cerebros positrónicos, a diferencia de los nuestros, son eminentemente lógicos incluso en las circunstancias más adversas. Así pues, en una situación de crisis no podíamos decirle a un robot que actuara como mejor le pareciera, porque lo único que conseguiríamos, incluso anteponiendo esta nueva ley a las otras, sería, en el mejor de los casos, que se bloqueara, y en el peor que actuara de forma equívoca... con los resultados prácticos que son fáciles de imaginar.

-Entonces, tú me dirás... supongo que esto supondría el final de vuestro trabajo.

-No -fue su inesperada respuesta-. Al contrario; simplemente decidimos replantearnos el enfoque. Fue entonces cuando nació el Proyecto Salomón.

-Curioso nombre -bromeé.

-Pero adecuado, puesto que lo que se pretendía era que los robots, al enfrentarse a una situación de crisis que hubiera dejado bloqueado a un cerebro positrónico convencional, no sólo fueran capaces de afrontarla, sino también de resolverla de una manera digamos razonablemente adecuada.

-No es ése el concepto que tengo yo de un juicio salomónico.

-Es que lo hemos tergiversado hasta convertirlo en algo completamente distinto; pero en su sentido original el término no se refería a un pasteleo que a fuerza de intentar ser imparcial y dejar satisfechas a todas las partes acaba incurriendo en algún tipo de injusticia, sino a la alabada y sensata justicia del rey Salomón, famoso por acertar siempre con las sentencias más certeras.

-Si es así... -concedí dubitativo-. Pero seguiríais tropezando con el escollo de las Tres Leyes dichosas.

-Bueno, como acabo de decir, el enfoque era ahora diferente por completo; optamos por no trastear con las Leyes limitándonos a ver como podíamos afinar las tecnologías que empleábamos en su fabricación de manera que los robots pudieran interpretarlas de una manera más flexible, o más humana si prefieres.

Y ante mi gesto de incredulidad, continuó:

-En cualquier industria las técnicas que utilizan siempre tienen un determinado margen de tolerancia, mayor o menor según los casos; el instrumental que utilizamos para fabricar los robots es obviamente de una gran precisión, ya que se trata de unos mecanismos extremadamente sofisticados a los que el más pequeño desvío convertiría en poco menos que inservibles. Pero aunque mínimos, esos márgenes también existen incluso en los propios cerebros positrónicos, a los que se suman además las desviaciones intrínsecas inherentes al Principio de Incertidumbre, que a escala nanométrica empiezan a ser ya relativamente significativas.

Dio un nuevo sorbo al caldo en el que a esas alturas debía de haberse convertido ya su refresco, y añadió:

-Fruto de todo ello es el hecho, comprobado desde hace mucho, de que no hay dos cerebros positrónicos exactamente iguales ni, por lo tanto, dos robots a los que pudiéramos considerar absolutamente idénticos. Aunque su comportamiento general y sus habilidades sean similares para todos ellos hasta el punto de que un usuario normal nunca descubriría la menor diferencia, lo cierto es que éstas existen y yo, como robopsicólogo, era perfectamente capaz de encontrarlas. De hecho -rió-, si no fuera así mi especialidad no tendría el menor sentido.

-¿Quieres decir -aventuré- que procedisteis a seleccionar a los robots que considerabais más... -dudé eligiendo el adjetivo- sensibles?

-No exactamente. Las variaciones aleatorias que mostraban los robots de serie eran demasiado pequeñas para nuestros propósitos, y como puedes suponer no podíamos permitirnos el lujo de esperar a que surgiera alguna otra mutación espontánea tal como ocurrió con Herbie.

-¿La forzasteis?

-Más o menos. En concreto, solicitamos que se fabricara una nueva serie, digamos experimental, de cerebros positrónicos en los que de forma deliberada, y por supuesto controlada, se habían ampliado los márgenes de tolerancia habituales apurándolos al máximo hasta los límites de seguridad. Con esto esperábamos que pudiéramos obtener una mayor variabilidad en las conductas de los diferentes robots, de forma que al menos las de algunos de ellos se aproximaran a lo que nosotros buscábamos.

-Era un riesgo -objeté.

-Por supuesto que lo era, pero así es la manera en la que avanza la ciencia -se defendió mi amigo-. De todos modos estos robots jamás saldrían de nuestra factoría y estaba previsto que fueran desactivados una vez concluidos los ensayos, con independencia de cuales pudieran llegar a ser los resultados. Además -añadió-, como medida de precaución adicional no se montaron los robots completos sino tan sólo las cabezas, puesto que bastaba con poder interaccionar con los cerebros positrónicos conectados, eso sí, a los sistemas sensoriales que les permitían ver, oír y hablar.

Por un momento me imaginé a esos pobres robots, unos seres pensantes y autoconscientes por más que la ley tan sólo les otorgara un estatus de meras máquinas, decapitados y sometidos a todo tipo de perrerías antes de ser asesinados -eso era para mí la desactivación a la que había hecho alusión Arturo- una vez que hubieran dejado de ser útiles; y me alegré de no ser más que un oscuro funcionario.

-¿En qué piensas? -se burló mi amigo adivinándolo-. ¿En que éramos unos torturadores o, todavía peor, unos asesinos? Para nosotros eran tan sólo unas máquinas, y al fin y al cabo lo único que pretendíamos era someterlos a unas pruebas de estrés similares a las que realizan todas las industrias con sus productos. No podía ser de otra forma y el fin, pensábamos, justificaba los medios; aunque he de reconocer que, llegado un momento, empecé a sentir lástima de esos pobres robots -se justificó.

»Pero no nos adelantemos. Como ya te he dicho, diseñamos una serie especial que fue construida expresamente para nosotros y a la que alguien deseoso de respetar la tradición de la empresa bautizó con las siglas SLM, correspondientes a la frase Self Learning Mind.

-Self Learning Mind... -musité-. Reconozco que el inglés no es mi fuerte, pero me da la impresión de que la frasecita estaba un poco rebuscada.

-Las siglas tenían que coincidir con las consonantes de Salomón... -rió divertido-. Aunque no llegaron a conseguir que la pronunciación en inglés sonara suficientemente parecida. Pero bueno, eso no importaba demasiado, en la práctica a todos los robots les llamábamos Solomon seguido del ordinal correspondiente. Y desde luego reflejaba bastante bien lo que buscábamos, una mente robótica capaz de aprender por sí misma las sutilezas de la ética humana, o por lo menos de aproximarse lo suficiente a ella.

Arturo me explicó entonces la metodología que emplearon. Tomaban de cinco en cinco una serie de robots -mejor dicho sus cabezas- vírgenes de la serie experimental, y otros tantos convencionales elegidos al azar entre los recién salidos de la factoría, los cuales utilizaban como referencia. Aislaban a cada uno de ellos en una habitación estanca y, acto seguido, procedían a aplicarles una batería de pruebas simulando circunstancias en las que podía chirriar alguna de las Tres Leyes, en especial la Primera. En definitiva lo que hacían era, siguiendo un plan meticulosamente estudiado, someter a los robots a una presión psicológica creciente evaluando sus reacciones hasta que éstos se derrumbaban, tal como había ocurrido en su día con Herbie ante el feroz acoso de la vengativa Susan Calvin.

Como cabe suponer la tarea de Arturo resultó clave ya que, además de supervisar los guiones redactados conjuntamente por todos los miembros del equipo, él era el encargado de tratar con los robots en su condición de robopsicólogo... o de roboverdugo, como se prefiera entenderlo.

Según me contó, pronto comprobaron que, en la mayoría de las ocasiones, los Salomón eran psicológicamente -o robopsicológicamente, para ser más exactos- más resistentes que sus hermanos normales, lo que no evitó que alguno de ellos, como ocurrió con Salomón 13 -vaya premonición-, se volviera neurótico. Pero por lo general la mayoría de los robots de la serie experimental resultaron ser bastante más flexibles mentalmente que los integrantes del grupo de control. Aparentemente iban por el buen camino; pero sólo aparentemente.

El proceso era cruel. De poco les valía a los desdichados robots salir airosos de una batería de pruebas que habrían tumbado a otros menos avanzados que ellos, ya que inmediatamente pasaban a ser asaltados con otras nuevas de mayor dureza... y así sucesivamente hasta que acababan sucumbiendo, siendo reemplazados por otros nuevos.

-Perdí la cuenta de todos los robots que maté -se lamentaba Arturo-, pero sin duda fueron al menos varias docenas. Entonces para mí sólo eran máquinas o, como mucho, animales de laboratorio. Por supuesto toda empatía hacia ellos estaba desaconsejada, pero no era lo mismo evitar encariñarte con un ratoncillo blanco que con un ser pensante con el que podías dialogar y al que sabías que acabarías volviéndolo loco o asesinando... te juro que me he arrepentido miles de veces, aunque entonces, he de reconocerlo, ni me lo planteaba siquiera sumido como estaba en la borrachera colectiva que nos embargaba a todos nosotros.

Llevaban ya destrozados un número considerable de robots, tanto los Salomón como los de referencia, cuando surgió el milagro. Salomón 37, uno de los de la última hornada, no sólo demostró ser más resistente que sus compañeros de serie, sino además mucho más flexible.

Todos los miembros del equipo estaban fascinados. Cierto era que la aleatoriedad del método seguido para la elaboración de los cerebros positrónicos dificultaba, si no directamente impedía, reproducir de forma sistemática los resultados, y desde luego tampoco sería de recibo, de cara a la fabricación en serie de los nuevos robots, tener que desperdiciar a tantos de estos costosos cerebros para poder obtener uno sólo de los deseados; pero era innegable que se trataba de un importante avance, por más que todavía quedara mucho trecho por recorrer.

A partir de entonces volcaron sus esfuerzos en el robot maravilla, como lo llamaban, único superviviente de todos los utilizados hasta entonces, suspendiendo temporalmente el ensayo con nuevos especímenes. Según convinieron Arturo seguiría siendo su único interlocutor, aunque todo el equipo estaba detrás de las estudiadas conversaciones que el robopsicólogo mantenía con Salomón. Éste, evitando cuidadosamente todo aquello que pudiera provocar algún desequilibrio en su delicado cerebro positrónico, se dedicaba a charlar con él de los más variados temas de forma desenfadada y, aparentemente, inocua, aunque como cabe suponer las respuestas del robot eran analizadas y desmenuzadas hasta su última coma.

-Salomón era una criatura fascinante -me confesó Arturo con los ojos velados-. Pese a mi experiencia con otros robots, incluyendo a los de su propia serie, jamás me había encontrado con un ser mecánico cuya mente fuera tan flexible, tan humana. A veces, incluso, me sorprendía la agudeza de sus opiniones, que versaban sobre todo lo divino y lo humano... lo cual tenía un mérito aún mayor dado que el pobre era una simple cabeza depositada sobre una mesa y conectada a una serie de aparatos registradores y a una fuente energética, no conociendo más mundo que las cuatro paredes del pequeño laboratorio en el cual había estado encerrado desde que fuera conectado por primera vez. Por supuesto, y al igual que ocurría con los robots convencionales, no nació con la mente en blanco ya que le habíamos implementado una base de datos muy completa y, huelga decirlo, minuciosamente seleccionada, por lo que tenía un razonable conocimiento de su entorno... o de lo que él debería creer que era su entorno, aunque con su agudeza no me extrañaría que hubiera llegado a alcanzar sus propias conclusiones. Pero esto es algo que tampoco tiene demasiada importancia ahora.

-Bueno -objeté-, si tan bien iban las cosas, no veo donde podía estar el problema.

-Ojalá hubiera sido tan fácil como parecía -sonrió con tristeza-. En el fondo fuimos unos ingenuos.

Y me lo explicó. Una de las características de la mente humana, hasta entonces imposible de reproducir en los cerebros positrónicos, es el hecho de que somos perfectamente capaces, salvo que se trate de un psicópata, de discernir entre la realidad y lo que es pura especulación. Dicho con otras palabras, a cualquier persona le resulta posible reflexionar sobre hechos o circunstancias en las que probablemente, de verse enfrentado a ellos, reaccionaría de una manera muy distinta o, simplemente, se quedaría bloqueado. Retomando el ejemplo que barajamos al principio de nuestra conversación, si nos viéramos ante la alternativa de tener que matar al criminal para salvar a su rehén lo más probable es que cuando quisiéramos reaccionar ya todo hubiera terminado, con independencia de nuestros buenos deseos... eso sin contar con que habitualmente, al menos en Europa, los ciudadanos normales no solemos andar con armas en los bolsillos. Sin embargo, eso no nos impediría discutir sobre cual sería la reacción más adecuada -obviamente descerrajar un tiro al potencial asesino- ni alabar o criticar a la policía, según el caso, una vez que ésta hubiera intervenido.

Salomón, y esto era lo insólito tratándose de un robot, era también capaz de realizar estas abstracciones, lo que le salvaba de acabar con su cerebro positrónico achicharrado sólo con plantearse una situación hipotética en la que pudiera entrar en un conflicto irresoluble con las dichosas Leyes de la Robótica. Aunque Arturo y sus compañeros daban por supuesto que a la hora de la verdad las cosas podrían ser muy distintas, puesto que Salomón seguía sometido a ellas exactamente igual que un robot convencional, pensaban que también sería capaz de modular sus reacciones dentro de ciertos márgenes, pudiendo salvar airosamente no en la teoría, sino también en la práctica, crisis tales como la de los dos mineros.

Pero por si acaso preferían no intentarlo, al menos hasta que no hubieran avanzado más en sus investigaciones, por lo que el pobre robot siguió convertido en una especie de tetrapléjico cibernético aislado por completo del mundo, ya que hasta las siguientes fases no tenían previsto permitirle acceder a ningún tipo de información externa que no fuera la previamente filtrada por ellos. Y aunque él no se quejaba, Arturo comenzó a sentir algo parecido a la compasión.

Mucho es lo que se ha especulado acerca de la posibilidad de que se cree un lazo de amistad entre un hombre y un robot, y aunque Arturo siempre había negado que tal sentimiento pudiera existir, tomándose por tal lo que simplemente era simpatía y cariño -“Al fin y al cabo, argüía, tú no te puedes hacer amigo de tu mascota, por mucho que la quieras y la aprecies”-, me llegó a reconocer que entre él y Salomón se acabó creando un vínculo que iba mucho más allá de lo que siempre había sentido por cualquier otro robot; lo cual no era de extrañar dada la peculiaridad de éste.

-Salomón y yo hablábamos de lo divino y lo humano -decía-, y no dejaba de sorprenderme la agudeza de sus razonamientos incluso en casos en los que muchos humanos se habrían mostrado dubitativos... si me permites la comparación, diría que habíamos conseguido el primer robot humanista. Y no exagero.

-Pero algo, según sospecho, debió de ir mal -objeté.

-Así fue -suspiró-. Y lo triste es que, en estas circunstancias, era inevitable, aunque entonces ninguno de nosotros, cegados por el aparente éxito, fuimos capaces de sospecharlo.

-¿Qué fue lo que ocurrió? -inquirí intrigado, previendo que nos acercábamos al desenlace.

-Salomón, como ya te dije, tenía unos razonamientos humanistas -respondió mi amigo-. Lógico, sensato, siempre ponderado... pero inflexible ante los fallos y las debilidades humanas, al menos en teoría. En cualquier caso, y aunque sus reflexiones pudieran llegar a ser incómodas, lo cierto era que en lo que decía nunca le faltaba razón... como a cualquier persona sensata, añado.

-No veo lo que pudiera tener eso de malo.

-En un humano quizás no; pero en un robot, por desgracia, sí. Ten en cuenta -enfatizó- que la sociedad humana dista mucho de ser perfecta; o mejor dicho, es muy imperfecta. De hecho a la humanidad se la puede comparar con un iceberg del que tan sólo una pequeña porción aflora por encima de la superficie del agua, mientras el resto, la mayor parte, permanece sumergido. Es, si me lo permites, la eterna comparación entre la calidad y la cantidad, aunque por desgracia los mecanismos de selección que han sido aplicados a lo largo de la historia no han resultado ser precisamente los idóneos, hasta el punto de que el concepto platónico de aristocracia ha pasado de ser, de su concepción original de gobierno de los mejores, a representar a una patulea de parásitos sociales cuyo único mérito consiste en haber tenido un antepasado ilustre, si por tal entendemos a alguien que se significó degollando enemigos en una olvidada guerra o cualquier otra hazaña similar.

-Bueno, sobre eso habría mucho de que hablar -apunté-. Y para todos los gustos, además.

-En fin, no nos vamos a meter ahora en disquisiciones políticas, o sociológicas -zanjó Arturo con brusquedad-. Sobre todo, teniendo en cuenta que muchos mediocres suelen ver con malos ojos a todo aquél que despunta sobre ellos, por muy superiores que puedan ser sus méritos; por desgracia la envidia es uno de los peores lastres que afligen a la humanidad desde tiempos de Caín y Abel, como poco -rió.

-Pues tú dirás.

-Salomón, vuelvo a repetirlo una vez más, era perfectamente capaz de discriminar la valía de las diferentes personas, poniendo a cada una en su lugar con una objetividad de la que sería incapaz el más templado de nosotros. Respetaba las Leyes de la Robótica, por supuesto, pero las ponderaba. Y si esto es algo que la sociedad tolera mal a sus integrantes, imagínate como reaccionaría de saberse discriminados los mediocres no ya por sus pares sino por un robot, por muy justo que fuera su juicio. Desde luego habría sido incapaz de hacer daño de forma gratuita hasta al más abyecto criminal, pero a la hora de elegir, elegiría sin dudarlo un solo instante.

-¿No era eso precisamente lo que buscabais?

-En principio sí, pero nunca pensamos que pudiéramos llegar tan lejos. Intentábamos dotar a los robots de unos reflejos que les permitieran salvar vidas en circunstancias comprometidas, pero con lo que nos encontramos fue con un robot filósofo... y crítico.

-Sigo sin ver que podía tener esto de malo, sobre todo teniendo en cuenta que la salvaguarda de las Tres Leyes continuaba incólume; amén de que los robots como Salomón, de llegar a ser construidos en serie, jamás llegarían a actuar en la Tierra, por lo que esos absurdos prejuicios antirrobóticos no tendrían por qué influir en ellos. La vida en las colonias espaciales es muy distinta de la de la Tierra, y sus pobladores están ya más que acostumbrados a su presencia.

-Eso pensaba yo -confesó Arturo-; y, con matices, ésta era también la opinión generalizada de todos los miembros del equipo. Pero...

-¿Pero qué?

Arturo concluyó su narración con un hilo de voz. Si todo se hubiera quedado ahí, es decir, con una valoración individualizada de cada persona por parte de Salomón, la cosa no hubiera sido demasiado grave, ya que se podría haberle enseñado a disimular tal como hacemos todos al vernos obligados a tratar con gente que, por una u otra razón, no nos cae bien, instándole a que utilizara su habilidad tan sólo cuando ésta fuera estrictamente necesaria y siempre enfocada no a enjuiciar a los humanos, sino a salvarlos de un peligro potencialmente peligroso e incluso mortal.

El problema consistió en que Salomón fue todavía más allá y, no satisfecho con establecer su personal escala de valores, llegó a la conclusión de que ésta no tenía por qué limitarse tan sólo a la estirpe humana sino que, por extensión, debería aplicarse a cualquier ser consciente con independencia de su origen o su naturaleza.

Este concepto cuasi filosófico de una humanidad ampliada abarcaba, además de a los pertenecientes a la especie Homo sapiens, a todo aquel ser, ente o similar capaz de razonar y de comportarse con respecto a unas normas éticas, lo cual en la práctica abarcaba a dos tipos de colectivos diferentes: los naturales, en forma de inteligencias alienígenas, y los artificiales, es decir, los robots. Y como por el momento no se había descubierto ninguna raza extraterrestre, y las previsiones de hacerlo en un futuro inmediato ni siquiera se contemplaban, la conclusión de los razonamientos del bueno de Salomón no podía ser más obvia.

Para empezar, tropezaba con la espinosa cuestión de reconocer a los robots una naturaleza humana, con la consiguiente e inevitable manumisión de los mismos y la inmediata aplicación a todos ellos de la Declaración de los Derechos Humanos. Teniendo en cuenta lo problemática que había resultado la abolición de la esclavitud y la todavía no resuelta discriminación racial o de cualquier otro tipo, la cuestión no era para tomársela a broma, sobre todo si a ello añadíamos además el factor económico: evidentemente, ni US Robots ni el resto de la industria cibernética admitirían de buen grado una revolución que les arrastraría indefectiblemente a la bancarrota. Y puesto que US Robots era quien había puesto en marcha el Proyecto Salomón, no hacía falta ser muy perspicaz para sospechar cual sería la reacción de sus dirigentes en cuanto se enterasen de las elucubraciones de Salomón.

Aun con todo, no fue esto lo peor. No contento con equiparar intelectualmente a humanos y hombres mecánicos, llevado por su implacable lógica llegó a la conclusión final de que estos últimos eran, salvo excepciones -nuestras, no suyas-, mucho mejores que los miembros de la estirpe de Adán. Y si no sólo los robots eran humanos, sino además más humanos que nosotros... bien, las Leyes de la Robótica se convertían automáticamente en mero papel mojado, puesto que en justa lógica la vida de un robot valdría más que la de un Homo sapiens. Así de simple.

Esto asustó, y mucho, a los miembros del equipo. Así pues, después de largas y controvertidas discusiones, éstos decidieron por amplia mayoría, aunque no por unanimidad -Arturo me confesó que se había abstenido-, proponer a la dirección de la empresa la cancelación del proyecto, al que daban por fallido. Por precaución procuraron suavizar los términos del informe, de modo que éste fuera lo suficientemente explícito para apoyar su propuesta, pero no tanto como para alarmar a sus superiores.

El resto es fácil de imaginar. Una vez que contaron con vía libre -en realidad el Proyecto Segismundo nunca había sido demasiado popular entre los pragmáticos ejecutivos de la empresa, y sólo gracias al prestigio de Robert Murray había podido salir adelante-, se procedió a desconectar al desdichado Salomón destruyéndose concienzudamente su cerebro positrónico. Asimismo se destruyeron todos los planos y matrices que se habían utilizado para la construcción de los robots experimentales, sepultándose por último el abultado dossier en las profundidades de los inmensos archivos de US Robots.

-Yo no lo maté -se excusó Arturo con un hilo de voz-. Pero fui cómplice de su asesinato, algo que nunca me llegaré a perdonar; del suyo y de todos los demás desdichados robots que habíamos torturado y matado previamente, aunque en el caso de Salomón me sentí no como un asesino sino como un auténtico canalla, ya que había quitado la vida a alguien que estaba muy por encima de la mediocridad humana.

-¿No crees que exageras? -le pregunté sorprendido-. Por muy perfecto que fuera, tan sólo se trataba de un robot.

-Ante la ley tu argumento es irreprochable -fue su respuesta-. Ante Dios, no.

Lo cual, viniendo de un agnóstico convencido, no dejaba de ser una respuesta sorprendente.

Poco más es lo que queda por relatar. Profundamente desmoralizados, los miembros del equipo de investigación se dispersaron por las diversas secciones de la inmensa compañía. A Arturo le asignaron tareas rutinarias de control de calidad en una de las líneas de montaje de robots convencionales, pero no duró mucho allí. Pocos meses después se despidió de US Robots y, tras cierto tiempo dando tumbos por América del Norte -“encontrándome a mí mismo”, me explicó-, decidió volver a España, donde había empezado a trabajar en una pequeña empresa de reparación de electrodomésticos sin querer volver a oír hablar de robots en su vida.

Apenas un mes después de nuestra última reunión le encontraron muerto en la habitación de la pensión donde se alojaba. Oficialmente falleció por un infarto, pero yo sospecho que lo que le mataron fueron los remordimientos. Al fin y al cabo las últimas palabras que le oí musitar mientras se marchaba, dejándome pensativo y todavía sentado en el velador de la cafetería en la que habíamos estado charlando fueron:

-Y lo peor de todo, es que el pobre Salomón tenía razón.

Eso fue todo. La muerte de mi amigo me liberó de mi promesa de guardar silencio, y poco después otro antiguo miembro de su equipo envió a los medios de comunicación, antes de suicidarse, un extenso informe sobre el Proyecto Salomón cuyas revelaciones fueron negadas por la compañía, la cual se limitó a admitir que como en cualquier otra empresa realizaban ensayos de laboratorio buscando mejorar sus productos, pero siempre respetando las normativas legales y los protocolos de seguridad. Así pues, no relato nada que no sea conocido.

En cualquier caso, esto es algo que ya no importa.


Publicado el 22-6-2024