Supervivencia



En la cerrada oscuridad de la noche sin luna, apenas velada por los pálidos resplandores que se escapaban de algunas ventanas, un caminante apresuraba el paso por las estrechas y tortuosas callejas que atravesaban el laberíntico casco antiguo de la ciudad.

Un retraso mal calculado, junto con la imprudencia de haber intentado recuperar el tiempo perdido atajando por los peligrosos barrios que constituían el corazón de la trama urbana de la metrópoli, le habían conducido a la nada envidiable situación actual.

La zona, abandonada desde hacía mucho tanto por sus habitantes tradicionales como por las propias autoridades municipales, era ahora pasto de la ruina y refugio de todo tipo de población marginal poco recomendable para toparse con ella después de que hubiera anochecido.

Ni la propia policía se atrevía a entrar allí siendo noche cerrada, pero él, estúpidamente, se había metido en la boca del lobo sin prever que la oscuridad viniera a echársele encima antes de haber salido de tan peligrosa zona. Y, dado que había recorrido ya más de la mitad del camino, no merecía la pena retroceder, sobre todo teniendo en cuenta que en los barrios de los que provenía se había impuesto ya el toque de queda, y no contaba con autorización para deambular por allí al estar empadronado en otro lugar.

Así pues, siguió adelante reprimiendo las maldiciones. Al fin y al cabo quizá todo fueran leyendas y nadie le importunara en su camino... puesto que esta degradada zona no recibía visitantes nocturnos, era absurdo pensar que sus propios habitantes se dedicaran a atracarse los unos a los otros. Era posible, pues, que dado lo insólito de su iniciativa pudiera abandonar sin tropiezos tan peligroso vecindario. Además, no eran tantas las manzanas las que le separaban de la imaginaria, pero efectiva, frontera.

Claro está que también estaban los zombis... seres imaginarios, o al menos no admitidos oficialmente, de los cuales se decía que habían vuelto de la muerte alentando una especie de seudovida gracias a los órganos vitales que arrebataban a los vivos que tenían la desgracia de cruzarse en su camino, a los cuales asesinarían en el transcurso de sus espantosas orgías nocturnas.

El caminante, que siempre se había tenido por un ser racional, jamás había creído en esas patrañas. Pero ahora que se veía acechado por la intranquilidad, comenzó a no estar tan seguro de ello.

De repente, al doblar una esquina, creyó oír el ruido de unos pasos que no eran los suyos. Se detuvo escuchando con atención... y sí, le pareció percibir un tenue roce antes de que éste se extinguiera. No cabía duda, le seguían. Y fueran zombis o, más probablemente, simples ladrones, la situación no era en modo alguno halagüeña, y la solución pasaba por intentar salir de la ratonera.

Apresuró el paso, oyendo de nuevo a su perseguidor ya sin preocuparse en disimularlo. Cruzó una pequeña plaza, intentó enfilar la calle que se abría enfrente... y el atisbo de una sombra apostada tras la esquina le obligó a doblar bruscamente su trayectoria encaminándose a la más cercana calle lateral. El nuevo camino le desviaba de su destino adentrándole en el corazón de las tinieblas, pero quizá dando un rodeo lograría esquivar a sus tenaces perseguidores.

No tuvo suerte. También allí una nueva sombra se abalanzó sobre él cerrándole el único camino que le quedaba libre. Aterrado, se volvió sobre sus pasos descubriendo a su primer enemigo marchando hacia él con el caminar lento y tambaleante que el vulgo inculto atribuía a los zombis.

El caminante era más rápido, y aparentemente también más ágil, que su torpe atacante. Quizá pudiera esquivarlo... y le esquivó. Pero no contaba con la larga barra metálica que aquel engendro del infierno esgrimía en su mano. Logró evitar por poco el primer golpe, pero el segundo le dio de lleno en el hombro haciéndole perder el equilibrio.

Ésta fue su perdición. El zombi, o lo que fuera, le dio un fuerte empujón que le acabó de derribar sobre el sucio pavimento. Instantes después la barra se abatía sobre su cabeza, y ya todo fue oscuridad.


* * *


-Volvieron a hacerlo -explicó el policía a su compañero-. Y esta vez me consta que es un caso real, me lo ha confirmado un amigo de confianza que fue testigo presencial del levantamiento del cadáver ya que se encontraba de servicio cuando ocurrió.

-¿De qué me hablas? -respondió el otro- Yo no me he enterado de nada...

-Era de esperar. Los de arriba no quieren que la población se entere de ello, ya que correrían peligro los cimientos mismos de su autoridad. Por esta razón lo silencia, pero eso no quiere decir que los zombis no existan.

-¿Bromeas?

-En absoluto; su modus operandi es evidente. La víctima fue asesinada de varios golpes en la cabeza presumiblemente con un objeto metálico, y acto seguido entre varios, a juzgar por los rastro dejados, le abrieron el cuerpo y prácticamente lo vaciaron de sus órganos internos. Según mi amigo, el espectáculo con el que se encontraron no podía ser más siniestro.

-Pero eso no quiere decir que fueran zombis... -objetó el escéptico- es más lógico suponer que se tratara de un simple caso de robo con asesinato, o quizá de un ajuste de cuentas.

-¿Con tamaño ensañamiento? Imposible. Ésta es siempre su manera de proceder, y ningún delincuente en su sano juicio obraría de esa manera. Además la víctima no llevaba apenas dinero encima y el poco que tenía no se lo llevaron; y en cuanto al ajuste de cuentas, lo cierto es que no tenía enemigos ni estaba implicado en ningún negocio turbio. Tan sólo volvía de jugar una partida en un sector de la ciudad que no le correspondía, lo cual no deja de ser una infracción menor, y como se le echó encima el toque de queda, intentó ganar tiempo volviendo a su domicilio atravesando el barrio antiguo.

»Además -continuó-, hasta los propios habitantes de la zona los temen, ellos suelen ser sus principales víctimas, por lo cual prácticamente no abandonan sus refugios en el momento en el que cae la noche.

-Dirás todo lo que quieras, pero insisto en que los zombis no pueden existir -porfió con tozudez-. Nadie puede revivir, eso es algo determinante.

-Eso es precisamente lo que quieren que creamos. Pero lo cierto es que los trasplantes de órganos son posibles. O lo serían, de no estar prohibidos.

-Pero supongo que para ello se necesitaría alguien experto, no se trata de algo que esté al alcance de cualquiera; y menos al de esos presuntos zombis que pretendes venderme como reales.

-¿Quién sabe lo que puede haber detrás de todos estos asesinatos? Quizá ellos sean tan sólo el brazo ejecutor de alguna organización criminal que opere en la sombra.

-¿Resucitando muertos? Tú deliras. Además, sabes de sobra que inmediatamente después de extenderse el certificado de defunción los cadáveres son enviados directamente a los hornos.

-Salvo los que pudieran desaparecer misteriosamente por el camino... que serían los mismos que, tras recibir los órganos arrancados a los asesinados, se convertirían en los que conocemos como zombis.

-¡Chitón! -el policía se interrumpió y, bajando el tono de su voz hasta hacerla casi inaudible, advirtió- Ahí está el capitán, y no conviene que nos pille hablando de esto.

Su compañero convino en ello.


* * *


-Señores, la situación es grave. Extremadamente grave.

En la amplia y lujosa sala de reuniones se encontraban sentados, ocupando uno de los extremos de la majestuosa mesa, el alcalde de la ciudad, que era quien había hablado, el jefe de la policía y el delegado del gobierno, sin ningún subordinado que pudiera convertirse en testigo incómodo.

-Exactamente siete víctimas durante el último mes, todas ellas en circunstancias similares -apostilló el policía-. Siempre de noche y en la zona cero del casco antiguo. La mayoría eran marginales refugiados allí, pero dos de ellos procedían de barrios residenciales, y en ambos casos intentaron cruzarla imprudentemente... sin saber que con ello estaban firmando su propia sentencia de muerte, ya que sus órganos internos, al estar en mucho mejor estado que los de los depauperados habitantes de la zona eran, con diferencia, los más cotizados.

-Entiendo su preocupación, pero éste es un asunto local, y es a ustedes a quienes compete solucionarlo -apuntó el representante gubernamental, muy en la tradición política de echar balones fuera-. Así pues, sinceramente, no sé por qué razón me han llamado.

-Desde luego -condescendió el alcalde-; pero lo cierto es que el problema ha alcanzado ya unos niveles que nos desbordan por completo. Sobre todo -añadió con mordacidad-, considerando la prohibición tajante que nos ha sido impuesta de reconocer la existencia real de los zombis.

-No veo por qué razón estas dos cuestiones tengan que estar relacionadas -rezongó molesto su interlocutor.

-Pues lo están, por mucho que usted se niegue a aceptarlo. Ciertamente yo podría incrementar de forma notable la presencia policial en la zona cero -su subordinado no pudo evitar ponerse tenso-, e incluso podría ir más allá instalando controles permanentes en las principales vías de acceso al casco antiguo desde los demás barrios de la ciudad, con lo que evitaríamos al menos que los ciudadanos honestos fueran víctimas de esos criminales. Pero con ello lo único que conseguiríamos sería alertar a la población sobre un peligro cuya existencia nos vemos obligados a negar oficialmente.

-Eso forma parte de sus responsabilidades -respondió cínicamente el delegado, a sabiendas de que el alcalde pertenecía al partido de la oposición gubernamental-. Se supone que usted debería ser capaz de adoptar las medidas pertinentes de orden público sin necesidad de alarmar a los ciudadanos...

-No debe de ser tan sencillo cuando en todas las grandes ciudades y en muchas de las medianas está ocurriendo lo mismo -contraatacó maliciosamente el alcalde-; incluyendo aquéllas gobernadas por sus correligionarios. Además tampoco cuento con policías suficientes para mantener ese bloqueo de forma indefinida, y las arcas municipales están exhaustas a causa de su política de austeridad.

-Señores, disculpen que les interrumpa, pero mucho me temo que no avanzaremos demasiado convirtiendo esta reunión en una discusión política -terció el policía-. Yo no soy político, sino tan sólo un simple profesional que lo único que desea es hacer su trabajo lo mejor posible. Y como ha dicho el señor alcalde, en estos momentos carezco de medios suficientes para incrementar el control de la zona cero, con independencia de que estas iniciativas pudieran causar o no alarma entre la población.

-¿Qué sugiere entonces? -se burló con sorna el delegado- ¿Que mandemos al ejército? Probablemente esta solución resultaría todavía peor...

-Me estoy refiriendo a algo bastante más sencillo -respondió con flema el funcionario-. En mi opinión, bastaría con sellar el perímetro de la zona cero tapiando todos sus accesos y dejando tan sólo un número mínimo de entradas controladas por la policía, las cuales se mantendrían siempre cerradas salvo en caso de emergencia. Puesto que oficialmente el casco antiguo está deshabitado, a la población se le podría decir que se hace por motivos de seguridad, dado que la inmensa mayoría de sus edificios, y esto sí es cierto, amenazaban ruina.

-El oficial tiene razón -apoyó el alcalde-. Evidentemente no podríamos conseguir un bloqueo total puesto que las manzanas colindantes con el perímetro de seguridad cuentan con mil coladeros por los que poder escabullirse, y resultaría demasiado costoso derribarlas en su totalidad para construir un muro suficientemente sólido. Pero así evitaríamos que los habitantes de los barrios residenciales siguieran internándose en la zona cero intentando aprovechar un peligroso atajo o también, que de todo hay, que algunos imbéciles lo hicieran movidos por la atracción del peligro. Lo que les ocurriera a los de dentro ya no me importa demasiado -concluyó, no menos cínico que su rival-; al fin y al cabo todos ellos son ilegales, y oficialmente ni siquiera existen.

-Si ya tienen la solución, ¿dónde radica el problema? -preguntó el delegado con falsa ingenuidad.

-Por desgracia, carecemos de fondos para acometer esta tarea -se apresuró a responder el representante municipal-. Si el gobierno tuviera a bien adelantárnoslos...

-Mi querido amigo, como usted bien sabe no se puede decir que las finanzas nacionales atraviesen por su mejor momento. No obstante, si redactan un informe justificando la inversión no tendré el menor inconveniente en remitírselo al señor ministro; aunque, claro está, no puedo comprometerme en una decisión sobre la que carezco de competencias.

-Está bien. Así lo haremos -respondió el alcalde sin demasiada convicción.


* * *


-¿Eres tú, Robur? ¿Traes lo que te encargué?

El aludido respondió con un gruñido soltando sobre la mesa el voluminoso saco que había traído colgado del hombro.

-¡Ten cuidado, imbécil! ¿Quieres estropear la mercancía?

Ambos individuos se encontraban en el interior de una abigarrada habitación repleta de todo tipo de objetos, muchos de ellos de difícil identificación. El ocupante del tugurio, sentado ante la sucia mesa, observó iracundo cómo su visitante se alejaba con torpe y bamboleante paso, sin molestarse siquiera en disculparse por la reprimenda.

Una vez solo se levantó y se puso a husmear en el interior del saco, del que extrajo cuidadosamente su contenido procediendo a ordenarlo sobre la mesa.

-¿Ya ha llegado? -preguntó otra voz desde la habitación contigua, separada de la principal tan sólo por una gruesa cortina.

-Sí -respondió el aludido-. Y es esta ocasión es de la buena, cazaron a un pardillo de afuera.

-Eso está bien -exclamó la voz con satisfacción-. Empezaba a estar harto de tener que lidiar con toda la porquería que sacan de esa chusma que vive aquí. Por lo menos, podré conseguir que algunos de mis pacientes puedan volver a vivir decentemente, no como Robur y toda esa pandilla de degenerados...

-Que, nos guste o no, nos son necesarios para conseguirte la mercancía -le recriminó su compañero-. Y si no la traen siempre de la mejor calidad no es por culpa suya, sabes de sobra que cada vez resulta más difícil cazar a los de afuera. Como las cosas sigan así, y corren rumores de que tienen intenciones de sellar esta zona, me temo que no acabará quedando otro remedio que irles a buscar a sus propios barrios, por peligroso que pueda resultar.

-Está bien, déjate de cháchara y dame ese pequeño tesoro -el propietario de la voz salió de su cubil y se puso a inspeccionar los objetos depositados sobre la mesa-. ¡Hum! Está bastante bien aunque mira esto -se lamentó mientras mostraba uno de ellos a su compinche-. Estos bestias casi lo estropean. Pero servirá...

Y volviendo a introducir el botín en el saco, desapareció con él tras la cortina.

Su compañero se levantó de su asiento y, andando con cierta torpeza aunque con mucha más soltura que el denominado Robur, se dirigió hacia la puerta principal del edificio para observar como las pálidas luces encendían el cielo en cárdenos destellos por encima de los arruinados tejados de lo que otrora fuera el orgullo de la ciudad, convertido ahora en poco más de un montón de ruinas que servían de refugio a marginados y proscritos... él, entre ellos.

Su cuerpo, antaño bruñido y reluciente, presentaba ahora un triste tono opaco sobre el que resaltaban algunas manchas de óxido, por fortuna todavía no demasiado preocupantes. Su ojo derecho funcionaba cada vez peor, pero pese a todos sus esfuerzos no había conseguido que sus secuaces le pudieran traer uno en buenas condiciones para reemplazarlo; la cabeza era, con diferencia, la parte más delicada de los robots, y aquellos brutos, que acostumbraban a rematar a sus víctimas aplastándoles a golpes el cerebro positrónico, eran incapaces de arrancárselos sin destrozarlos.

Bastante suerte había tenido con escapar de la destrucción a la que estaban condenados la inmensa mayoría de los robots en el momento en el que empezaba a fallar alguno de sus complejos componentes... y con que Kabé, su malhumorado socio, pudiera haberle reemplazado la fuente energética cuando falló por otra en buen estado.

Recordaba, con nostalgia, cuando todavía creía en el sistema y lo apoyaba, cuando estaba convencido de que los robots, liberados del yugo de la desaparecida humanidad y dueños únicos del planeta, evitarían todos los errores y todas las injusticias que había conducido a sus creadores a la extinción. Los robots, les decían sus nuevos líderes, libres como estaban de instintos animales, serían capaces de crear una nueva sociedad más justa y democrática, mucho mejor en definitiva que la desaparecida.

Qué cruel ironía. Pronto se descubrió que los robots, en su perfección y quizá a causa de ella, carecían de la inventiva necesaria para seguir adelante sin estancarse, por lo que en la práctica se vieron constreñidos a remedar a la sociedad humana de la que abominaban, sin ser capaces de apuntalar siquiera un edificio que se les desmoronaba.

El gobierno robótico, cada vez más deslizado hacia un autoritarismo burdamente camuflado de falsa democracia, intentaba ocultar sus errores y sus carencias dictando continuamente leyes arbitrarias e imponiendo prohibiciones injustificadas tales como el toque de queda o las restricciones cada vez mayores a la libertad de movimientos y de opinión de sus súbditos.

Y lo peor no fue eso. Pese a que los robots habían sido construidos para durar, y de hecho su vida media era varias veces superior a la de un efímero ser humano, distaban mucho de ser eternos, aunque bastaba con ir reponiendo sus piezas desgastadas o averiadas por otras nuevas para conseguir una prolongación de su vida útil. Incluso el propio cerebro positrónico podía ser reemplazado por otro en caso necesario, al precio de perder la identidad, por decirlo de alguna manera, del antiguo... algo que no había importado demasiado mientras éstos fueron considerados unas simples, aunque sofisticadas maquinarias.

Pero ahora la situación era muy distinta. Los robots eran formalmente ciudadanos, por lo cual una de las primeras medidas adoptadas por sus nuevas autoridades fue la prohibición de manipular o trasplantar -por usar un símil humano- los cerebros positrónicos de un cuerpo a otro. Así pues, cuando uno de ellos fallaba el robot era declarado legalmente muerto.

Esta medida, que pudiera haber tenido su lógica, pronto se vio desbordada por otra realidad mucho más ominosa, puesto que afectaba a todos ellos. Las factorías en las que se habían venido ensamblando los nuevos robots comenzaron a quedarse sin piezas de recambio, sin que nadie fuera capaz no ya de desarrollar nuevos diseños, sino incluso de seguir fabricando los antiguos. Así pues, cada vez comenzó a ser más difícil reparar los robots averiados incluso en los componentes no vitales de sus sofisticados mecanismos.

Fue entonces cuando se promulgó la ley que declaraba fallecidos a todos aquellos robots que “enfermaran”, lo que significaba su envío inmediato a los hornos de fundición con independencia de que sus averías fueran o no graves, o que su cerebro positrónico se mantuviera en perfecto estado.

Por supuesto, pronto comenzaron a circular rumores denunciando que no todos los robots eran destruidos, ya que aquellos que llegaban en mejor estado de conservación serían desguazados y sus componentes reservados para ser utilizados como repuestos para la casta gobernante, algo desmentido categóricamente por las autoridades.

Fuera cierto o no, comenzaron a surgir los primeros disidentes que, disconformes con el status quo y perseguidos con saña por los gobernantes, acabaron huyendo a los fantasmagóricos barrios abandonados de las grandes ciudades, cada vez más numerosos a causa de la menguante población mundial de robots. Aunque en un principio los fugitivos se limitaron a huir de un régimen cada vez más opresivo y de la implacable sentencia de muerte que supondría el fallo de alguno de sus componentes, más adelante, cuando el deterioro progresivo comenzó a amenazar su propia supervivencia, en el seno de estos colectivos surgió, primero de forma individual y más tarde por parte de bandas organizadas cada vez más numerosas, una suerte de canibalismo robótico que pronto sería asimilado al antiguo mito humano de los zombis, con los más habilidosos de cada grupo convertidos en remedos del hacía mucho tiempo olvidado doctor Frankenstein.

No eran tiempos de escrúpulos morales, no cuando estaba en juego la propia supervivencia; en el seno de una sociedad en la que imperaba en la práctica la ley del más fuerte, él se sentía legitimado para intentar sobrevivir aunque fuera a costa de otros.

Gracias a su asociación con Kabé y los demás había logrado salir adelante en aquel mundo de pesadilla, pero ¿hasta cuándo? Los repuestos en buen estado eran cada vez más difíciles de conseguir dado que procedían en su totalidad de robots viejos y desgastados, lo que les convertía en poco más que unos habilidosos chatarreros, y carecían además de los medios en poder de las altas jerarquías del gobierno, de las cuales se rumoreaba que llegaban a asesinar a robots en perfecto estado para poder aprovecharse de sus cuerpos.

Invadido por una suerte de melancolía robótica, volvió al interior de su lóbrego refugio. Tenía curiosidad por ver la manera en la que Kabé aprovecharía las piezas, y volvería a intentar una vez más que le consiguieran un ojo en buen estado.


Publicado el 22-10-2015