Fiat lux



Probablemente, ya desde el instante mismo en que el primer mono alzó sus ojos al firmamento, preguntándose qué podrían ser esas enigmáticas luces que brillaban allá en lo alto, la humanidad se planteó como uno de sus principales retos descubrir el misterio que se ocultaba allá arriba.

En un principio, y a falta de información fidedigna, recurrió a su fértil imaginación poblándolo de ángeles y diablos, o dioses y antidioses de todo tipo, hasta tejer en torno suyo las más bellas leyendas surgidas jamás de una mente humana. Más tarde vendrían épocas racionalistas, en las cuales la ciencia se encargó de liquidar, casi diríase que con sañuda crueldad, todo este acervo romántico varias meces milenario. La Vía Láctea ya no eran las salpicaduras de la leche de Amaltea, nodriza del divino Zeus, sino una prosaica -aunque bella- agrupación de miles de millones de estrellas que rotaban en torno a un eje común. Hércules, Andrómeda, Casiopea, Pegaso, y tantos otros poéticos nombres, dejaron de emular a sus homónimos mitológicos para quedar reducidas a simples configuraciones de estrellas, completamente arbitrarias además y, por supuesto, incapaces de influir en modo alguno en el devenir de los mortales. Júpiter, Saturno, Marte, Venus... se convirtieron en simples planetas, desprovistos ya de su primitiva aura divina. Incluso la Luna y el Sol, tan venerados en el pasado por multitud de civilizaciones, se vieron privados de sus seculares identificaciones con Selene y Helios, limitados a su condición astronómicas de compañeros siderales de la Tierra a lo largo de su milenaria travesía cósmica.

Pero no todo estaba perdido. Los astrónomos, en un principio con sus toscos telescopios, y más tarde con artefactos cada vez más sofisticados, auxiliados asimismo por sondas espaciales capaces de llegar hasta donde no podía hacerlo el inquieto hijo de Adán, pronto empezaron a desvelar maravillas ni tan siquiera sospechadas por los ancestros de estas nuevas y tecnificadas generaciones.

Cierto, en el universo no habitaban dioses de ningún tipo, ni tampoco se encontraron rastros de ángeles o diablos, pero en su seno existían maravillas tales como los anillos de Saturno, los sorprendentemente variados satélites de los planetas gigantes, el intrincado y a la vez sutil mecanismo que regulaba la compleja danza cósmica de las decenas de miles de astros de todos los tamaños que conformaban el cada vez más complejo Sistema Solar...

Fuera de nuestro Sistema Solar, los regalos florecían asimismo por doquier. Galaxias majestuosas, convulsas nebulosas de insospechadas configuraciones y sorprendentes colores, brillantes estrellas oficiando a modo de faros cósmicos, apocalípticas supernovas cuya muerte  alentaba el nacimiento de nuevos astros, abigarrados cúmulos estelares en los que las estrellas se arracimaban hasta casi tocarse... Y otras muchas maravillas que los toscos y limitados sentidos del Hombre, aun auxiliados por las prótesis de sus potentes instrumentos, a duras penas eran capaces de discernir, fenómenos en definitiva que se escapaban por completo a la reducida capacidad de aprehensión humana pero que, pese a todo, podían ser de una u otra manera intuidos.

No puede ser que toda esta riqueza no llegue nunca a ser disfrutada”. - dijeron unos.

Dios, en su omnipotencia, ha debido crear el universo para goce de todas sus criaturas”. -apostillaban los creyentes, añadiendo:

Si en algún lugar, o en algún tiempo, existe o ha existido el Edén, éste ha de ser buscado en el infinito e inabarcable universo”.

Y el Hombre se dispuso a reclamar su herencia... o la de otros, porque cada vez comenzó a calar con mayor fuerza en su subconsciente colectivo la idea de que no podía encontrarse solo; sería una crueldad no poder compartir tanta riqueza con sus anhelados hermanos cósmicos.

Y los buscó, cada vez con mayor ahínco. En un principio, cuando todavía estaba constreñido a los estrechos límites de su mundo natal, se dedicó a hacerlo de la única manera que le era posible, con su imaginación. Más tarde, cuando sus toscos vehículos espaciales comenzaron a abandonar la Tierra arañando apenas la piel de su firmamento más cercano, probó suerte en los pocos astros que se encontraban a su alcance, aunque sin el menor resultado; El Sistema Solar jamás había alentado otra vida que aquélla que surgiera, probablemente de forma accidental, en los cálidos mares de una recién nacida Tierra, y el Hombre descubrió, o mejor dicho, confirmó, lo que ya temiera: carecía de congéneres que pudieran compartir con él los rayos benéficos de un mismo Sol.

Este fracaso no le arredró. Más allá de los helados confines del Sistema Solar había miles, millones de estrellas, y muchas de ellas eran similares a aquélla que los alentaba. ¿Por qué no podían girar en torno suyo planetas que fueran el hogar de humanidades hermanas? Tanto la lógica, como las leyes de la probabilidad, determinaban que debería ser así.

Por desgracia, las estrellas estaban demasiado lejos de su alcance. Ni aun con el esfuerzo conjuntado de varias generaciones sucesivas, la humanidad lograría llegar siquiera a las más cercanas... y presumiblemente, lo mismo les ocurriría a los hipotéticos habitantes de las mismas.

El Hombre -decían los científicos- es muy probable que no esté solo en el universo, pero de lo que no cabe duda, es de que está aislado por la vastedad de las distancias interestelares, y casi con toda seguridad lo seguirá estando hasta el final de sus días”.

La Historia demuestra, no obstante, que el Hombre suele acabar burlándose de cuantos obstáculos puedan interponerse en su camino. Lo hizo en el pasado una y otra vez, saltando limpiamente por encima de barreras que hasta poco antes habían sido tenidas por infranqueables, y lo volvió a hacer una vez más dando pruebas de que su inventiva, siempre pareja a su intrepidez, parecía no tener límites. Así, tras una lucha tenaz no exenta de fracasos, pero salpicada asimismo de aciertos, logró finalmente algo que muchos habían tachado de imposible, salvar la barrera que le separaba de las estrellas.

Cuando el primer astronauta terrestre holló con sus pisadas un astro remoto que giraba en torno a otro sol, la humanidad fue consciente de que acababa de abrirse una nueva época en el varias veces milenario devenir de su historia.

La exploración de los sistemas solares cercanos en un radio de unos pocos años luz de distancia -todo lo que podían recorrer sus primeros, y todavía primitivos, vehículos interestelares-, rindió pingües resultados a la ciencia, pero el interés básico que había inducido a visitarlos, la búsqueda de inteligencias extrasolares, tampoco pudo rendir el menor resultado. De hecho, los astronautas fueron incapaces de encontrar siquiera un único planeta apto para la vida. Habían descubierto, eso sí, un buen puñado de sistemas planetarios extremadamente complejos, a la par que interesantes en su fascinante diversidad, pero el Hombre seguía estando solo.

Claro está que, pese a la vertiginosa expansión de sus fronteras, las regiones conocidas por el Hombre eran apenas una infinitésima fracción de la inconmensurable vastedad del universo. Más allá del limitado alcance de sus vehículos seguía habiendo millones, billones, trillones de estrellas aguardando ser visitadas... que seguían estando demasiado lejos. Pero el Hombre no se arredró.

Lenta, pero de forma tenaz, sin cejar nunca en el empeño y sin retroceder jamás, la humanidad fue llegando cada vez más lejos. Sus proezas eran apenas nada comparadas con la inmensidad que todavía quedaba fuera de su alcance, pero suponían no obstante lo suficiente como para mantener vivo el espíritu milenario del plus ultra que había imbuido a la especie humana ya desde que sus remotos ancestros abandonaran su cuna africana en busca de nuevos y desconocidos horizontes; siempre más allá.

Poco a poco se fueron alcanzando nuevos sistemas planetarios cada vez más lejanos, cada vez más extraños... y siempre desiertos. En algunos de ellos, no obstante, se descubrieron al fin los ansiados rastros de vida, pero en la totalidad de los casos ésta no pasaba de estar limitada a las etapas más embrionarias de su desarrollo, muy alejada por tanto no sólo del nivel necesario para que pudiera prender en ella la chispa de la inteligencia, sino incluso de una ecología mínimamente evolucionada. Se dejaron tranquilos, pues, a estos planetas; quizá dentro de varios miles de millones de años, cuando del hombre no quedara ya ni tan siquiera el recuerdo de su paso por el universo, pudiera repetirse en ellos el milagro que condujo a la aparición del Homo sapiens sobre la faz de la Tierra.

En determinadas ocasiones se decidió, por el contrario, terraformar planetas desprovistos de vida pero en los cuales, merced a colosales proyectos de transformación, se confiaba en poder trasplantar en su día la vida originaria de la Tierra. En el mejor de los casos el proceso llevaría siglos, quizá milenios, pero no era esta dificultad algo que arredrara a sus promotores; aunque ellos no pudieran ver concluida su obra, ya lo harían sus descendientes. Lo que importaba era la humanidad en su conjunto, no ninguno de sus efímeros miembros.

Transcurrieron los años, y las generaciones se sucedieron las unas a las otras sobre la faz de la Tierra y, cada vez con mayor firmeza, en la siempre creciente fracción del cosmos dominada por su inquieta progenie. Eran ya muchos los planetas habitados, y todavía más los explorados que resultaron no ser aptos para la vida... para ningún tipo de vida. Pese a los cada vez más poderosos medios de que disponía, la humanidad seguía sin encontrar a sus iguales, anidando en ella, cada vez con mayor desazón, el terrible temor de que pudiera encontrarse realmente sola en el universo.

Mientras tanto el Hombre había evolucionado, convirtiéndose en algo muy diferente no sólo a los homínidos ancestrales, sino también al remoto antepasado que pergeñara las primeras y todavía balbuceantes tentativas de abandonar su minúsculo mundo natal. Si bien su cuerpo seguía conservando el patrimonio genético heredado de su pasado, su mente era infinitamente más poderosa, y los medios materiales puestos a su alcance corrían parejos con ella. El hogar humano se extendía por buena parte de la Vía Láctea, y el resto de ella le ocultaba ya pocos secretos; pero el Hombre seguía estando solo.

Quizá no ocurriera así en otras galaxias, proclamaban los más optimismas. ¿Por qué no imaginar que cada uno de estos universos isla pudiera ser el hogar de una única inteligencia cósmica? Al fin y al cabo, entre los miles de millones de galaxias que salpicaban la vastedad del universo, era imposible creer que sólo en la nuestra hubiera fructificado el milagro de la vida. Pero seguían estando demasiado lejos...

La humanidad ya no medía el tiempo por años, sino por milenios. Poco tenía ya en común su sofisticada capacidad mental con la de sus remotos ancestros, pero seguía compartiendo con éstos su espíritu de ir siempre más allá, en busca de la última frontera.

El salto a otras galaxias llegó al fin, con esa inexorabilidad que había determinado desde tiempos inmemoriales el devenir humano. Y allí buscó de nuevo el Hombre a sus iguales, con el mismo afán de siempre pero con idéntico y frustrante resultado.

La humanidad era capaz ahora de realizar maravillas manipulando a su antojo el entorno que le rodeaba, pudiendo incluso adaptar galaxias enteras a sus propias conveniencias. Podía modelar también a los seres vivos que le habían acompañado en el largo y tortuoso camino de la evolución, dotándoles de una inteligencia que los convirtiera casi en sus iguales; y así lo hizo, en busca de la compañía que tan desesperadamente necesitaba.

El Hombre, en definitiva, había llegado a ser casi un dios... pero no era Dios, ya que seguían quedando completamente fuera de su alcance algunas atribuciones divinas tales como la de crear vida de la nada, algo muy diferente a transformar la ya existente; porque estas nuevas humanidades, modeladas a su imagen y semejanza a partir de un acervo genético común, no eran en realidad sino avatares de él mismo, con los cuales compartía el afán común de buscar a sus verdaderos e inencontrables hermanos cósmicos.

Y seguía estando solo.

El Hombre continuó evolucionando, cada vez menos sujeto a la tiranía de la carne y cada vez más dueño de su propia y poderosa mente. El Universo entero estaba sometido ahora a su dominio, aunque había pasado mucho tiempo desde que dejara de habitar en los minúsculos y efímeros -para su actual escala temporal- planetas. Su longevidad era ahora comparable a la de las estrellas, a las cuales veía nacer, florecer y morir de forma habitual.. El Hombre ya no habitaba en el Universo, era el Universo. Pero carecía de compañía alguna.

Y seguía sin ser Dios, puesto que tampoco era inmortal. Aunque la duración de su vida habría resultado inconmensurable para uno de sus remotos ancestros de carne y hueso, también tenía marcado su fin... y éste, finalmente, llegó a la par que se extinguían las últimas estrellas del Universo que en su tenacidad había logrado hacer suyo.

Su vida había sido larga y gloriosa, pero el Hombre murió con la amargura no haber sido capaz de encontrar a un solo ser inteligente en toda la inmensidad del Cosmos.

Y sin embargo, éstos habían existido, y coexistido con él, durante la totalidad de su periplo vital. De hecho, ya desde el mismo momento de su surgimiento el Universo había bullido de vida, de una vida multiforme e inimaginablemente versátil que, lejos de ceñirse a parámetro alguno, parecía querer burlarse de todos ellos, dando como inevitable corolario la aparición de infinitos tipos de posibles inteligencias que habían florecido por doquier a lo largo del longevo devenir del Universo. Ya fuera en el seno ardiente de las estrellas, en las aparentemente desiertas vastedades intergalácticas, en los helados confines de un remoto sistema solar o en el inhóspito corazón de una nebulosa gaseosa, allá donde la materia o la energía estuvieran presentes en cualquiera de sus posibles manifestaciones, allá habían surgido en algún momento la vida y su consecuencia lógica, la inteligencia.

Pero el Hombre, imbuido por su obsceno antropocentrismo, había sido incapaz de percibir, de intuir siquiera incluso en las etapas postreras y más evolucionadas de su largo periplo vital, que nunca había estado solo, independientemente de lo dispares que hubieran podido resultar sus homólogos, unos compañeros cósmicos con los que había compartido no obstante la capacidad del razonamiento abstracto. En realidad le hubiera bastado con buscar por cualquier lado, puesto que en cualquiera de ellos los habría podido encontrar... de haber sabido mirar olvidándose, siquiera por una sola vez, de unos parámetros que siempre creyó absolutos, cuando en realidad tan sólo resultaban válidos para él.

Su tragedia, su gran tragedia, fue la de creerse aislado en el seno de una compleja y bulliciosa multitud a la que resultó incapaz de reconocer. Fue una verdadera lástima, puesto que durante mucho tiempo le estuvieron esperando... en vano.


Publicado en 2006 en el nº 13 de Gurbo
Actualizado el 5-9-2014