Evaluación negativa
El primer contacto entre los terrestres y unos visitantes llegados de las estrellas nunca llegó a consumarse, aunque los primeros ni siquiera llegaron a sospecharlo. Y ya no habría una segunda oportunidad. Los visitantes, unos seres pacíficos y sabios descendientes de una antiquísima civilización, eran curiosos y gustaban de ayudar a otras razas jóvenes en el largo y tortuoso camino de la evolución, pero procuraban evitar cualquier tipo de conflicto que pudiera acarrear el encuentro. Así pues, cuando tropezaban con una especie inmadura o presumiblemente peligrosa, simplemente hacían una anotación en sus registros evitando a partir de entonces cualquier relación con ese planeta, lo que por lo general suponía para sus habitantes la pérdida de las enormes ventajas de acortar en decenas de miles de años el siempre complicado, y muchas veces arriesgado, camino hacia la madurez.
Los visitantes eran cautos, y antes de darse a conocer procedían a estudiar discretamente las sociedades objeto de su interés. Habitualmente establecían una red de escucha que les permitía interceptar las emisiones de radio y televisión, las cuales una vez descifradas les proporcionaban toda la información necesaria para sus fines, decidiendo entonces si el contacto tenía lugar o no.
El estudio de las emisiones terrestres les sumió inicialmente en la perplejidad. A diferencia de cualquier otro planeta investigado por ellos hasta entonces, la información recibida parecía carecer por completo de coherencia. El problema no eran la multitud de idiomas y dialectos diferentes -lo cual por cierto era una clara muestra de primitivismo social- hablados en nuestro planeta; los traductores automáticos se encargaron de resolverlo sin la menor dificultad.
No. El verdadero problema era otro muy distinto: Resultaba materialmente imposible encajar toda esa información contradictoria en un marco lógico. Los visitantes habían conocido multitud de razas distintas, cada una de las cuales desarrollaba unas pautas de conducta ajenas por completo a las de los demás, pero jamás se habían encontrado con una en la que, aparentemente, se dieran todas ellas de forma simultánea. Parecía, en definitiva, como si la totalidad de la población terrestre estuviera simultáneamente loca.
Por fortuna, un afamado investigador dio finalmente con la clave que permitiría resolver tan complejo rompecabezas. Al parecer, los terrestres habían desarrollado una insólita habilidad, desconocida por completo en el resto de la galaxia, denominada por ellos fantasía. No les resultó fácil a tan sesudos escudriñadores comprender la esencia de este fenómeno, aunque finalmente llegaron a la conclusión de que se trataba de algo así como de la capacidad para recrear falsedades que, aparentemente, eran entendidas como tales, y aceptadas, por sus interlocutores. Qué placer podían encontrar los terrestres en una mentira era algo que se escapaba por completo a su comprensión, pero ciertamente cosas más raras -aunque no tan insólitas- habían conocido los visitantes en su divagar por el cosmos.
Puesto que los visitantes desconocían el concepto de lo falso, a la hora de analizar la información recopilada tropezaron con el inconveniente de discernir entre lo verdadero y lo que no lo era. Por suerte disponían de potentes herramientas para resolverlo: Aprovechando la experiencia conseguida tras estudiar miles de mundos, desarrollaron unos poderosos algoritmos lógicos capaces de separar el grano de la paja. Al fin y al cabo, pensaron, las raíces más profundas del pensamiento racional eran similares para la totalidad de las especies inteligentes que poblaban el cosmos, independientemente de su fisiología o de sus propias peculiaridades mentales. No podía haber, pues, la menor posibilidad de error.
Los algoritmos así diseñados no pudieron funcionar mejor, eliminando todo lo indeseable -es decir, aquella enigmática e incómoda fantasía- dejando libre la información correspondiente a la idiosincrasia real de los terrestres. Y el resultado, lamentablemente, fue negativo.
Los terrestres, según quedó reflejado en el informe final del estudio, eran unos seres extremadamente inmaduros y de ínfimo nivel de inteligencia que difícilmente lograrían, aun con ayuda, alcanzar un mínimo desarrollo intelectual o cultural. Eran, pues, un callejón sin salida que tarde o temprano acabaría extinguiéndose por si solo. Convertidos, pues, en una mera curiosidad para los estudiosos -la memoria de la investigación fue consultada por miles de eruditos intrigados por tan rara aberración-, la raza humana fue catalogada como irrecuperable y condenada a depender de su propio y sombrío destino.
Nunca llegarían a tener conciencia los terrestres del riguroso examen al que fueron sometidos con resultados tan negativos, y probablemente fuera mejor así; porque si hubieran conocido las razones verdaderas del rechazo, su perplejidad habría resultado ser todavía mayor que la de sus estrictos censores: Porque los algoritmos lógicos utilizados por éstos habían cometido un trágico error, descartando como falso aquello que en realidad era cierto -noticias, informativos, documentales- en la creencia de que tales aberraciones no podían ser cometidas por ningún ser vivo mínimamente civilizado. ¿Qué era, pues, lo que los algoritmos habían dado equivocadamente por real, precisamente lo que había motivado la evaluación negativa al ser interpretado de forma errónea como el espejo de la realidad social e intelectual de la Tierra? Pues algo completamente distinto, aunque sumamente frecuente en las emisiones televisadas del planeta: Concursos, culebrones, programas de cotilleo, espectáculos, partidos de fútbol... Es decir, todo aquello considerado comúnmente como telebasura.
No es de extrañar que no se aprobara el examen.
Publicado el 20-7-2004 en Ochocientos y el 19-11-2004 en Alfa Erídani