Limpieza total
Porfirio Pertinaz hacía honor a su apellido. Autoproclamado profeta, se dedicó a recorrer el país de extremo a extremo anatemizando a todos aquellos -la inmensa mayoría de la población- que, según él, habían caído bajo el perverso dominio del Maligno convirtiéndose en propagadores del pecado y la depravación.
Y estaba dispuesto a combatirlos con las armas que fueran, convencido como estaba de haber sido elegido por el Bien, para convertirlos o exterminarlos sin piedad, por lo cual el fin de la salvación eterna de sus almas, quisieran éstos o no ser salvados, justificaba plenamente los medios a los que no dudaba en recurrir, incluyendo si era necesario los más drásticos.
Claro está que sus presuntos beneficiados no pensaban de la misma manera. El país siempre se había caracterizado por una respetuosa tolerancia, con la única excepción de no consentir que los intolerantes camparan por sus respetos. Y todavía más si éstos se dedicaban a incordiar a diestro y siniestro no sólo de palabra sino también de obra, sin que las continuas admoniciones ni las detenciones o los castigos frenaran ni al iracundoprofeta ni a sus exiguos acólitos. Antes bien exacerbaban su santa ira, convencido en su fanatismo de ser el brazo ejecutor de la providencia y dispuesto por ello a asumir, según pregonaba, la palma de un martirio que habría de convertir a su sangre derramada en el líquido regenerador que depuraría a la que él consideraba corrupta sociedad.
Pero a los gobernantes, que eran benevolentes pero en modo alguno irresolutos, se les acabó la paciencia cuando Porfirio cruzó definitivamente el rubicón, pasando de incitar a sus seguidores a causar daños físicos o económicos a quienes rehusaran ser salvados a instigar las agresiones física, e incluso los asesinatos -según él una limpieza de impuros-, de todos aquellos a quienes consideraba impíos o irresolutos o simplemente renuentes a acatar sus dictados.
Pese a sus vehementes protestas no se le juzgó por sus ideas, por muy aberrantes que pudieran ser éstas, sino por sus crímenes, siendo él y sus principales seguidores condenados a muerte por ellos. Los gobernantes, deseando convertir en ejemplarizantes sus ejecuciones, no se contentaron con enviarlos por la vía rápida al lugar donde ellos pretendían mandar presuntamente a las almas de quienes pretendieron salvar; y puesto que la palabra que machaconamente utilizaba Porfirio en su peculiar guerra santa era limpieza, decidieron que pudiera ejercerla póstumamente y de una manera asimismo eficaz.
Así pues, su cadáver y el de sus secuaces fueron minuciosamente diseccionados siéndoles extraída la totalidad de la grasa corporal antes de ser incinerados y sus cenizas aventadas para que no pudieran disponer de un sepulcro. Con la grasa así obtenida, una buena cantidad puesto que Porfirio nunca había considerado incompatible ejercer de brazo ejecutor de la providencia con darse una buena vida, se elaboró un jabón que fue repartido a modo de desagravio entre los familiares de sus víctimas, los cuales lo calificaron como el mejor que habían usado en su vida. Lamentablemente, duró poco.
Publicado el 1-8-2021